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jueves, 23 de junio de 2016

La cruz de un acoso escolar

Marina  mandó ese miércoles 21 de marzo de 1963 a media mañana a su hija Pascuala de diez años con el hermanito Aniceto de siete años camino abajo desde El Morro en la vereda Páramo hasta la tierra caliente de la vereda Jarantivá del municipio donde nació Eduardo Camacho Gamba. Los niños llevaban la misión de llevar unas papas a Valerio, el padre quien tenía una cementera de yuca y plátano por el sistema de aparcería en tierras de la viuda Trinidad Lancheros.


En la escuela que funcionaba en el corredor principal de la casa del inspector ferroviario, Miguel Vargas,  construida en un mirador para contemplar el movimiento del tren desde la estación la capilla hasta la estación de El guayabo por la empresa nacional del sistema ferroviario, la profesora Sara Mosquera oriunda del casco urbano terminaba la jornada a las once de la mañana y despachaba a los niños para sus casas a almorzar.
 
Los niños por edades o por grupos cogían sus senderos a sus casas y quienes tenían sus padres en residencias a la vera del camino real que comunicaba a Vélez con Leiva y Chiquinquirá regresaban por tierras del rey de España. Dinael, Eliseo y Saúl cursaban  los grados tercero y cuarto, eran la cola de los estudiantes rumbo a sus casas.

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Pascuala descendía por el camino vestida con una jardinera de flores rojas con flores grises; Aniceto llevaba un pantalón de dril corto hasta la rodilla del color del cascajo negro, paso obligado de los caminantes, usaba unos alpargates rotos amarrados con cabuya, un sombrero negro  con manchas alrededor de la copa producidas por el sudor y llevaba puesta una ruana de lana de ovejo que el abuelo le había regalado. El pantalón iba atado a la cintura con una cabuya  y de ella colgaba encintada una funda de cuero, y en ella, un cuchillo de seis pulgadas que Valerio, el padre, le había regalado en el ultimo cumpleaños para diversos usos en el campo.

Dinael, no había nacido en la vereda. El padre, un militar lo había traído a dejarlo con los abuelos para que lo terminaran de criar, pues era hijo de un amor de aventura, cuya madre murió cuando el niño tenía siete años. Había cursado los primeros años de primaria en una escuela de los cerros del barrio del 20 de julio de la capital colombiana y había sufrido en carne propia el desprecio y marginación de los compañeros del salón.



Los estudiantes trepaban por el cascajo negro liderados por Dinael,   y Pascuala y Aniceto, bajaban por el mismo camino, luego de comprar unas mogollas en la panadería de Pastora Gómez, las que se venían comiendo, cuando se encontraron con los tres estudiantes frente a la puerta de golpe de acceso a la casa  de Napoleón Forero. Dinael propuso a los compañeros hacer cadena para atajar a los niños campesinos que descendían tranquilos hacia la tierra caliente, y sin pensarlo, los acorralaron para asustarlos, y el mayor, intentó manosear a Pascuala. Aniceto se sintió como ternero prieto enlazado y recordó la misión que le había encomendado Marina, la de cuidar a su hermana. El instinto del niño actuó de inmediato, desenfundó el 6 pulgadas y lo descargó una sola vez en la derecha de la ingle de quien intentaba coger a su única hermana entre gritos de gavilla de los niños estudiantes.

Dicnael gritó del dolor, mandó sus manos a sus partes intimas y las observó llenas de sangre. Pascuala y Aniceto corrieron sin parar camino abajo y Elíseo y Saúl, corrieron en sentido contrario al ver al compañero en el suelo gritando y sangrando.

Ese medio día ningún vecino escuchó los gritos asustados y de auxilio del niño herido. Los otros niños alcanzaron al grupo de estudiantes que iban jugando con piedras al tejo por el camino a Pastora de Ovalle y comentaron lo sucedido, y en vez de regresarse, apuraron el paso a sus casas. Pascuala y Aniceto pasaron por la estación de Providencia y el paso nivel del tren como en una carrera atlética, huyendo del miedo. Pascuala no supo lo que había hecho Aniceto, y Aniceto no recordaba lo que había hecho el cuchillo que su padre le había regalado en un cumpleaños para uso en los oficios del campo.

Los caminos en los campos son espacios para contemplar en soledad o compartir caminando. El cuerpo de Dinael lo encontró Pablo Casas cuando regresaba de la huerta a almorzar a su casa. Obdulia, su esposa, no había escuchado los gritos de la victima.


El cuerpo de Dinael estaba boca arriba, su rostro se veía desencajado y sus ojos  abiertos al infinito y los dientes de leche brillaban en el verde de los matorrales del camino real. El color del pantalón azul de marca Lee lucía negro y mojado, y de él, se desprendía desganado un hilo de sangre que se enterró entre la greda silenciosa de un testigo que no contaría  lo que había presenciado.


El padre de Aniceto se enteró de lo ocurrido frente a la casa de su amigo y copartidario Pablo Casas cuando el inspector de Providencia junto con tres policías llegaron al rancho de la aparcería a detener al reo que llevaron ante un juez en la municipalidad.

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Aniceto fue regresado a su hogar en el que permaneció al cumplir 12 años y de regalo de cumpleaños, su padre lo llevo a conocer el municipio de Piedecuesta y lo entregó a la correccional de menores, lugar en el que cumplió los 18 años, y de allí, fue trasladado a la cárcel de Bucaramanga en la que purgó la osadía de defender a su hermana ante el acoso escolar de un citadino.


Pascuala, una vez cumplió los 15 años, una familia se la llevó para la capital a trabajar como muchacha del servicio, y de sus huellas, se borraron con los vientos de agosto. Las adversas circunstancias carcelarias entrenaron a Aniceto en la escuela del crimen. Intentaron violarlo en la cárcel, pero él, se defendió con un afilado tenedor que había logrado hurtar y convertir en arma blanca. La pena fue aumentada y las pagó sin intentar volarse. Al cumplir los cuarenta y cinco años regresó a la libertad y se perdió en ella en la ciudad. Unos dicen que murió practicando las enseñanzas de la cárcel, pues nunca volvió al campo ni al hogar que había dejado huérfano y en estado de vergüenza familiar. Por muchos años, Marina y Valerio no asistieron a las reuniones en la vereda, pero mientras vivieron y pasaron frente a la cruz del recuerdo del homicidio de un niño causado por un niño mas menor, le coloraron flores rojas de dalia y rosas y elevaron,  de bruces, oraciones a Dinael, pues siempre creyeron que su alma era el ángel que les acompañó desde entonces en el valle de las tristezas y las lagrimas.




Puente Nacional, finca La Margarita,  junio 11 de 2016







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