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jueves, 24 de noviembre de 2016

Grimaldo, el camorrista


Grimaldo Arias, nació en una oscura noche en la que el miedo se escondió en un matorral, en el mes mas  lluvioso del año, en una casa de cuatro aguas, levantada en adobe rectangular formateado en una gavera de 30 centímetros de largo por quince centímetros de lado, e igual altura, con barro amasado por los cascos de un par de burros traídos de Santa Sofía amansados para  trabajar en yunta desde el amanecer hasta el ocaso, asidos mediante cabezal  con  lazo de cuan a una de las puntas de una vara de eucalipto de ocho metros de larga que, como una hélice ensamblada en una rueda de roble,  giraba como la tierra, alrededor del sol, sobre un botalón de arrayán de treinta centímetros de grueso y un metro con ochenta centímetros de alto con sesenta centímetros de profundidad.

Los jumentos,  arriados por un niño de unos diez años, con un bordón de palo de café y brincha de cuero burdo que hacía totiar en el aire estrellando sobre sí mismo el brincho con un movimiento helicoidal ágil,  pasaban la jornada girando y girando, como las manecillas del reloj, sobre el botalón pisando la greda amarilla mezclada con tallos secos de trigo, cebada o pasto puntero para dar maleabilidad y  consistencia a la masa  que un par de jornaleros arrimaban sobre un viejo cuero de vaca desnucada desde la mina de  arcilla hasta el foso con igual radio que el largor de  la vara de eucalipto.  

Con la ayuda del agua, la greda se  se dejaba amasar y se compactaba fácilmente. El natural líquido era transportado en chorote por otro niño de un par de años mas. El infante vaciaba el chorote desde la orilla del poso sobre el barro que, luego de una hora de amasado por los cascos de los burros, y en el punto de puño, era sacado y transportado sobre un rejado cuero  de forma cuadrada con un par de orificios en un lado  de media pulgada de diámetro en permanente coito con otro lazo del mismo cuan que tiraban los  arrimadores hasta la media agua con techo de paja, bajo el cual, permanecía trabajando un campesino conocedor del oficio de hacer adobe.


El experimentado labrador, con una vieja garlancha con punta ovalada, depositaba con cuidado y esmero el amasado barro hasta llenar apretando los cuatro compartimentos de la gavera previamente humedecida con agua que cumplía la función del aceite para despegar los recién formateados adobes y repetir el mismo paso hasta cumplir cada jornada de once horas como era la costumbre en la década del cincuenta del siglo XX en los campos colombianos.


La casa de dos pisos con ocho piezas encarradas con estructura de madera y amarres de cuan con techo de teja de barro cocido, con ventanas de  pino de una hoja para abrir hacia dentro en cada habitación, tenía puertas de la misma madera también de una hoja con una altura de un metro con sesenta centímetros y un ancho de sesenta centímetros.
Sara on Twitter: "En resumen: 1 mismo tema tratado por 3 pintores ...
Grimaldo Arias, era hijo de recio padre, quien siendo volantón, fue reclutado para servir a la causa de los conservadores empotrados en el poder del país del sangrado corazón. Estos habían creado su propia guerra contra los liberales, conocida como la guerra de los mil días para impedir el juego limpio de una democracia en supuesto estado de derecho.


Napoleón, el padre de Grimaldo, fue criado con rejo en un hogar de padres labranceros en el que el hombre disponía y determinaba la suerte de toda criatura viviente bajo su dominio. Napoleón,  engendró 12 cachifos, de los cuales, solo tres se le chitearon. 

Como el viento y la humedad de la tierra fría, Napoleón formó a sus nueve vástagos, orgullo de su hombría, y cual barro para adobe. Doña Lastenia formó a las tres mujeres, que desde muy niñas, fueron entrenadas en los menesteres de la casa y en los cuidados de los hermanos y sumisión al varón con la responsabilidad adicional de llevar la economía de la casa.


Napoleón no había nacido en tierras frías de Santa Sofía, Boyacá. Él, fue un soldado que llegó a prestar el servicio militar proveniente de la provincia de El  Socorro, Santander, y participó en la batalla de Maza morral que, junto con la de Palo Negro en el mismo departamento, dejaron tantos muertos que los mismos buitres se hastiaron  de tragar al ver la alevosía con que se enfrentaron los de la misma clase campesina defendiendo unas ideologías que, para diferenciarla con la otra, los  uniformaron como los equipos de fútbol, uno con el  rojo del América de Cali, y el otro, con el  azul del equipo de los millonarios de la capital colombiana.


Napoleón murió como las vacas viejas; enjoyado. Se rodó borracho bajando del alto de Maza morral un domingo día de mercado de regreso a casa por el camino desde Santa Sofía a Pantanillo. Quienes lo apreciaron y admiraron por sus servicios militares, honraron su memoria, cual militar que cayó en el campo de batalla.


Los hermanos de Grimaldo, prestaron el servicio militar en el mandato liberal y se establecieron, una vez cumplido el honor, en el ultimo pueblo donde les dieron de baja del servicio, y, en donde por primera vez conocieron  y probaron el almíbar de las flores que nacen en la campiña de los agrestes campos llaneros. 

Las tres alcancías, siendo volantonas,  se casaron como Dios manda,  con mancebos cebolleros del valle de los dinosaurios. Y Grimaldo, el menor de la familia de Napoleón, no sirvió para el servicio militar por medir un metro con cincuenta centímetros de estatura, pero sacó las espuelas de un gallo fino por lo pendenciero, fanfarrón  y fullero del padre y los demás hermanos juntos. 

Grimaldo no fue soldado, pero sí, andariego en las cosechas de café. Anduvo por el  Quindío, Caldas y El Valle. En la década del cuenta, en Pijao y Caicedonia, siendo recolector de café, fue testigo de los abusos de los bandoleros liberales: “sangre negra” y  “chispas”, y él, con la misma pasión, en nombre de los conservadores, defendió a los campesinos de ese partido y se convirtió en informante del Ejercito que años después dio de baja a éstos bandoleros tolimenses que alguna ocasión en tiempo y lugar diferente, se enfrentaron a tiros con el conservador santandereano, Efraín González Téllez, alias el “tío”


Rosita fue una dulce mujer que obedeciendo al acuerdo de los padres, se casó a los catorce años con el viejo Napoleón; y como novilla de raza; fue añerita para sacar de un mismo tajo los críos hasta el uso de razón. Rosita acostumbrada a recibir ordenes a gritos y no poner en duda las decisiones y peticiones del varón. Además de los oficios domésticos, la crianza, el ordeño de las vacas, el procesamiento de la leche, la confección y arreglo de la ropa, estaba pendiente de quitarle las botas y lavar con agua tibia los pies al marido cuando regresaba a cenar y se disponía a descansar luego de la jornada en la labranza y los potreros, además de  seleccionar y disponer sobre la cama la pinta para dominguiar o ir a fiestas del patrón de la finca.

La tranquila, sosegada y obediente Rosita, modelo de mujer en esa época, planchaba con esmero la ropa de Napoleón y los cachorros, usando el carbón de leña en utensilio de  hierro con mas de un kilo de peso. Lo planchado lo disponía en alacenas o varas atravesadas colgadas con ganchos desde el techo de caña de castilla,  siendo precavida en colocar pepas de naftalina para alejar las cucarachas, las polillas y las arañas y perfumar,  a la vez ,la vestimenta.

El hijo menor de Napoleón se casó sobre los veinte años mostrando el mismo gusto que el taita por doncella tierna, viviendo mientras estuvieron vivos, al lado de padres paternos que, una vez muertos, las propiedades campestres fueron puestas en venta y distribuido el producto de la transacción en doce partes, pues ninguno de los hijos tuvo la capacidad financiera para comprar las otras partes.

Grimaldo, siguiendo los caminos de los mayores hermanos, abandonó Pantanillo, y con plata en la capotera, terminó comprando una casa, tan espaciosa como la paterna, pero de un solo piso, que sirvió de mojón para bifurcar los caminos de herradura conducentes a las veredas Urumal y El Páramo del municipio de Puente Nacional en el poblado que se formó en la estación del tren de Providencia.
 

La vivienda, en adobe a la vista con tres piezas al fondo y dos al frente que enmarcaban el ancho y largo corredor vigilado por siete columnas  cuadradas de curado arrayán, tenía cierto señorío que la convirtió en el referente en la región, pues además, vivió en ella una prestante familia de apellido Parra oriunda de Santa Sofía en la que creció un hijo que logró doctorarse en leyes, siendo  exiguo caso en el territorio cuando estudiar, siendo de  el campo, era una lotería.

Grimaldo Arias era de tez blanca, ojos escondidos y cabello pardo con cara de  calabazo con dentadura natural que escondía  bajo un bigote mono. Usaba sombrero negro de fieltro  de ala corta adornado con pluma de pavo real que siempre inclinaba hacia delante en ángulo con la aguileña nariz cuando se encontraba con mujer. Saludaba con reverencia y melocería; y al revés, echaba hacia atrás, cuando se encontraba con varón a quien saludaba, si le conocía, o si no, le asustaba azuzando el alazán. Vestía siempre pantalón de paño negro bien planchado con camisa de manga larga blanca y zapatos corona del color de la noche que escondía bajo parda ruana de lana  cuando montaba su caballo  que ataviaba con todos los aperos para un señorío  jinete, e ir, a la santa misa a la parroquia Santa Bárbara de Puente Nacional.

Cabalgando, Grimaldo se veía como un niño metido entre los zamarros negros sobre el alto rocín siempre al trote para mostrar el afán para llegar a un compromiso en cada tienda existente a la vera del camino de herradura a donde llegaba a tomar totumada de chicha, cuando no tenía los pesos para una Bavaria. Por el tamaño de la bestia y la medida del jinete, Grimaldo buscaba disimuladamente un barranco para bajarse del caballo amarrándolo luego al botalón o morón cercano a la tienda.

Usualmente llevaba al cinto un revolver  calibre 38 largo Colt caballito plateado con cacha de blanco hueso y un corto fuete tejido en ocho hilos de cuero y madre de pene seco de toro colgando de la muñeca de la mano izquierda para simular azotar el caballo golpeando sobre la manga del mismo lado del zamarro en badana natural de res macho con pelo largo y negro como los pensamientos del mismo jinete.

En cada tienda donde llegase y hubiese mas varones con el mismo gusto para colmar la sed, y para  demostrar la dote en el bolsillo secreto del pantalón de paño, saludaba con prepotencia luego de mirar de frente a quien conocía, y con desprecio e ironía a quien no identificaba e interrogaba para saber si era liberal o conservador. 

A los copartidarios ofrecía una bebida de la que estaban tomando, convencido que recibiría otra para estar a mano, y luego de un par de bebidas, desafiaba a quien fuese del otro bando para que atendiese con una bebida a un conservador, y en el evento que el parroquiano no le hiciere caso, el mismo Grimaldo le ofrecía una como si fuese un bocado para un can, y una vez consumida, le tiraba otra por la cara para desafiarlo a  demostrar la hombría.

Estando beodo Grimaldo le buscaba pleito hasta misma sombra. A quien calculaba que podía montársela, lo vaciaba al oído con ofensas y amedrentaba punzándolo con el cañón del revolver por debajo de la parda ruana de lana, mientras a viva voz echaba vivas al partido conservador y a la virgen del Carmen de quien decía lo protegía contra todo mal y peligro. Si el ofendido refunfuñaba y no mostraba sumisión, lo fueteaba desafiándolo a pelear como los hombres de ese entonces cuando no pensaban igual sobre el partido político y la religión.

Los escuelantes le tenían miedo y lo saludaban con voz baja y sumisa, los jornaleros lo evitaban, y las mujeres lo esquivaban o le saludaban con susto o se escondían. Los copartidarios lo adulaban, los gotereros lo buscaban, los busca pleitos lo encaraban, y las personas de bien, simplemente le gastaban un par de amargas sin esperar el vuelto.

Borracho, Grimaldo contaba de las hazañas de Napoleón en la batalla de maza morral, del poderío de los hermanos en tierras llaneras y de los potentados cuñados que tenía en tierras de Leiva. Igual hablaba del glorioso partido conservador y de su fe a la virgen del Carmen, de la protección que gozaba de las benditas almas y de lo malandrines que eran los liberales. Se jactaba de las tandas que había dado a jornaleros que no tenían sus mismas creencias y a cachifos que le llamaban “espanta sustos”. Entre varones de barba al pecho, y luego de varios litros de bebida para matar el hambre y alimentar su “hombría” mostraba con pedantería su revolver que luego descargaba al aire los seis tiros para sembrar el miedo disfrazado de politiquería.

En ese entonces, además de los masacrados indefensos, los cementerios estaban poblados de pendencieros y busca pleitos. Grimaldo era muy conocido por sus abusos. 

Un sábado en la tarde de 1956 en la casa de la loma del caserío de Providencia levantada en adobe en dos pisos, paredes pintadas de blanco y puertas y ventanas en madera pintadas en verde selva, servía para observar quien llegaba o tomaba el tren, tenía en la pieza de al lado del corredor en tierra,  una venta de para expender licor. Habían llegado un par de tipos, uno proveniente de la vereda Montes, y el otro de Peña Blanca y departían sentados en butacas alrededor de una mesa redonda unas cuantas cervezas. La cantina estaba concurrida por otros parroquianos, mozos que jugaban tejo en la cancha improvisada que estaba al lado de la única casa de dos pisos en la aldea.

Grimaldo había llegado sobre las primeras horas de la tarde a su casa en Providencia. Parecía  un gendarme vigilante de los caminos que en la misma tienda se bifurcaban quedando la vivienda de él,  en el ángulo de dos caminos reales, uno que trepaba para el alto de Maza Morral, y el otro, ascendía a otra zona conservadora hasta los tuétanos conocida como El Páramo. Desaperó su rocinante, colgó la silla y los aparejos. Lavó el caballo y lo soltó al potrero. Se aseó y se puso la pinta de fin de semana y salió al largo corredor a curiosear quienes andaban de farra en la cantina de la casa de la loma. 

Alguien que lo llamó por el nombre lo invitó a tomarse una pochola. Él, respondió con cadencia y se dispuso a atravesar el camino hasta el corredor de la casa de la paredes blancas y puestas de madera pintadas con verde selva. Subió las dos escaleras en piedra con parsimonia y con la cara en alto fisgoneando quienes estaban departiendo ese sábado. Saludó con respeto al par de desconocidos que estaban bebiendo, éstos contestaron el saludo invitándolo a sentarse con ellos con una cerveza en la mano. Grimaldo no se hizo del rogar y se dejó caer con imponencia en la butaca que ya le habían dispuesto. Luego de presentarse mutuamente empezaron a departir como si se conociesen años antes.

El mozo que había llegado a caballo desde Peña Blanca se apellidaba Antonio Velandia, y el que provenía de la vereda Montes, era conocido como Justo Ortiz. Ambos habían tenido sus primeras andanzas en la escuela de “el tío” Efraín González. 

Tras haber consumido una y media canasta de cerveza los tres intentaron ponerse de acuerdo para pagar la cuenta; pero Grimaldo, no aceptó cancelar la tercera parte de la tomata porque había entrado a ella cuando los otros ya llevaban una docena ingerida. 

Intentó sacar el revolver para imponer su decisión; pero Justo, que había llegado un par de semanas atrás de Pijao, fue mas veloz propinándole un tiro con el  revolver 38 corto que escondía entre la pretina. El tiro se anidó en el brazo derecho de Grimaldo, quien contempló caer su arma al piso como un garbinche en una mesa. Los otros visitantes, observando lo ocurrido, tomaron sus caballos y treparon caminos a sus veredas dejando a Grimaldo en sus lamentaciones y furia al cuidado del cantinero, quien logró conseguir una gasolina y lo trasladaron al hospital mas cercano donde le entablillaron el brazo derecho por un par de meses, tiempo en el cual, Grimaldo no dejó de tomar y anunciar a los cuatro vientos, su venganza.




Como todo macho viejo, Grimaldo recibió de anciano las dosis que le devolvieron sus ofendidos en la juventud. La dote conque llegó a Providencia se le fue extinguiendo hasta vender su caballo. Ya no tenía plata para tomar Bavaria, y su único hijo, luego de prestar el servicio militar, se radicó en la capital colombiana;  y la esposa, de nombre Paulina, murió antes de cumplir cincuenta años. El pendenciero  Grimaldo, en una borrachera, vendió a bajo costo la casa grande de adobe junto con el predio donde estuvo levantada. El dinero que recibió luego de escriturar la propiedad, lo echó en la vieja mochila de fique con la que llegó a comprar tierras a Providencia. Y terciándosela, tomó una tarde lluviosa  de un martes de mayo  de 1964 el camino de retorno a Pantanillo protegido bajo una capa negra de plástico; luego de un par de chichas que había ingerido en la tienda de “mana pía”, y como todo camorrista, desafió esta vez a la naturaleza expresada en abundante creciente de las negras aguas de la quebrada del mismo nombre que descolgó el puente colgante existente para entrar a la vereda Urumal, y en él, al hijo de Napoleón, cuyos restos, por un par de días buscaron quienes le recordaban, fueron encontrados esqueléticos en una vereda  liberal del municipio de  Barbosa, Santander.

Puente Nacional, finca La Margarita, septiembre 8 de 2016.
NAURO TORRES Q. 






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