Crónica veleña
Mis primeras parrandas y mis primeros bailes llegaron a mí gracias a una caja de música. La victrola. No era eléctrica ni trabajaba con pilas; lo hacía dándole cuerda impulsando con una manivela que siempre vi en el lado izquierdo del pesado mueble que había que cargar entre dos adultos montado sobre dos varas y se transportaba cuan guando como se llevaban los muertos al cementerio.
Usaba discos en acetato de 45 revoluciones por minuto que siempre se limpiaban antes de ponerlos a dar vueltas sobre sí mismos impulsados por la cuerda que había que dar a la victrola unas tres veces en cada canción.
La victrola de Miguel estuvo en cuanta serenata hubo, como enamorados. Con ella y bajo noches oscuras o iluminadas iban jóvenes de ambos sexos con sus linternas de pilas Eveready devorando caminos y desechos para llegar furtivamente a casas colgadas en las montañas y praderas del campo a despertar a sus dueños y flores de la floresta con tres discos, al cabo de los cuales, era decisión de los despertados, abrir y atender a los trasnochadores.
La Víctor era su marca y Miguel su dueño. La trajo en tren a las tierras frías de Puente Nacional. Fue traída desde Caicedonia, Valle, con el fruto del trabajo como cosechero del café. El dueño anunció la llegada de la victrola con parranda en cada tienda donde contaba las aventuras por tierras del Quindío al son de la música montañera mojada con Bavaria y uno que otro chirrinchi.
La victrola fue novedad hasta 1925 cuando apareció la radio, pero en la tierra que gocé de niño solo fue conocida en 1963. Hoy es un objeto de museo.
La victrola de Miguel fue arrinconada por su mismo dueño cuando en 1964, luego de retornar en un diciembre de las mismas tierras del Quindío, arribó con un tocadiscos activado con pilas.
El joven Miguel fue hijo único de una familia con ocho hermanas. Retornaba en el tren que desde Bogotá iba hasta Barbosa, Santander. Él, llegaba vestido cual Juan Valdés hoy. Con cotizas, pantalón de dril color caqui, camisa blanca, poncho de hilo y sombrero aguadeño. Con cartera gorda de billetes, cigarrillos piel roja y una botella de aguardiente antioqueño.
Su estatura era menuda, de cuerpo delgado y tez chocolate. Tanto de día como de noche sus dos dientes de oro brillaban al contraste con sus dientes y color de piel.
Miguel, fue cosechero de café por el viejo Caldas, Antioquia y Santander. Conoció pueblos, bares y prostíbulos por doquiera que iba. No fue a la escuela por cuidar a sus hermanas y ayudar con dinero a sus padres quienes vivían en una humilde casa de adobe a la vera del camino real que unía a Puente Nacional con Saboyá.
En ese entonces hubo muchos Melquiades por doquier que llegaban al pueblo o a las veredas mostrando novedades que fueron motivo de alegría y sorpresa para quienes fuimos niños en medio de las discordias entre liberales y conservadores.
San Gil, diciembre 31 de 2014
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