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martes, 17 de febrero de 2015

Una rosa con pecas en la nariz

El pudor, el amor así mismas, la dignidad fueron valores que acompañaron a las mujeres en el siglo pasado en todos los estratos. Hoy las adolescentes para ganar estatus empiezan a tener relaciones sexuales desde los 12 años y una de cada cinco colombianas entre los 15 y los 19 años ha estado embarazada alguna vez.

Según estadísticas del IBCF el mayor porcentaje de embarazos en adolescentes se presenta en Amazonas con un 35.4%. Putumayo con un 32%. Vichada con un 31.3%. Guajira con un 25.8%. Chocó con un 29.4%.  Nariño con un 21.8%. Cesar con un 25.8% y Cauca con 23% 

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Las flores siempre me han atraído por su color, su aroma, su forma, su variedad y los lugares donde embellecen los campos, las casas y los espacios públicos. Las blancas flores de la ortiga, el moro, la dormidera y los colores encendidos de las rosas, atraían más mi atención que las demás. Mientras intentaba cogerlas, disecarlas y coleccionarlas, los colibríes, las abejas y las angelitas tenían más suerte que yo.

Volaban de flor en flor acariciándolas extrayendo el néctar para deleitarse, y al hacerlo, compensaban el alimento transportando el polen para una nueva floración.

Todos los días veía pasar a Rosa. 

Bajaba en la mañana y subía al medio cuando no tenía que ir a la escuela. 

Siempre iba de gancho de lo que más protegía. Él, poco le importaba quien lo cogiera de gancho. 

En los tiempos de estudio, ella, Rosa, hacía el mismo recorrido, pero esas veces, no lo llevaba de gancho. Ella iba abrazada de otro. 

Mientras el primero tenía forma circular y tenia cabestro, éste era de tela en forma rectangular y se pegaba a su cuerpo como sus blusas de flores y sus faldas azules insinuantes con el saltar de Rosa por las piedras de la pendiente del camino para mulas, burros y sus arrieros. 

Así como el primero,  el segundo, no hablaba; tampoco ella hablaba con los niños de mi edad. Ella se reservaba su voz para hablar con quienes si podían pagar lo que ella más protegía.

Rosa tenía cuerpo de reina de la época. Era proporcionada, con estatura media, con tez blanca, pelo canela, voz de señorita, ojos pardos, pelo corto y su nariz era adornada con pecas de su pecado original. 

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Había nacido en un hogar muy pobre. Solo tenía un hermano y cinco hermanas más. Era la menor y trabajaba, como sus hermanas mayores, para la comida que escaseaba en casa. 

El padre de Rosa nos producía miedo. Tenía tres patas y corría solo con dos. 

En los días de mercado en los pueblos circunvecinos hacía el mismo recorrido que el de Rosa, pero nunca con ella. A él, lo veía bajar con su mochila soplada como un zurrón con miel. Estaba cargada de cucharas talladas en palo de naranjo que arduamente hacía quien tenía tres patas.

El padre de Rosa había perdido una pierna hasta la rodilla porque de niño comía azúcar, panela y dulces desde que amanecía hasta irse a dormir. Le habían amputado parte de su extremidad y andaba con muletas. 

Iba a los mercados a vender sus cucharas de naranjo y a las fiestas patronales a pedir limosna, pero siempre regresaba a casa con la mochila llena. Llena de maíz con el cual su esposa e hijas hacían amasijos que vendía Rosa en su canasto que se escondía en el color azul de la falta corta que ella usaba para atraer a los pasajeros del tren y el auto ferro y regresar a casa con mercado para la familia.

Rosa tenía pecas en la nariz porque no tuvo nunca con qué comprar un sombrero y el sol que siempre la contemplaba dejó en su nariz la huella de su admiración. 

Rosa fue una emprendedora desde niña, hoy es una prospera y acaudalada comerciante en uno de los sanandresitos que abundan en la capital. Nunca regresó al campo para no tener que recordar ni las limitaciones económicas, ni los desprecios de miembros de su género, ni ver los muchachos que la asecharon en el camino, saliendo ella, siempre honrada y digna.

Ecoposada La Margarita. Puente Nacional.

Junio 4 de 2.015

NAURO TORRES Q. 


















domingo, 8 de febrero de 2015

AURELIANO, EL CRIOLLO


Nació en una de las capitanías del municipio donde se constituyó en 1947 la Acción Cultural Popular (ACPO). El mismo que en lengua chibcha significa “bajada a la cascada del cacique”. 


Es una población del occidente de Boyacá que en febrero 6 de 1921 fue visitada por Simón Bolívar. La misma que fue incendiada en 1915 y posteriormente en 1947, por un castigo, según la interpretación de los habitantes de ese entonces, como consecuencia de haber desplazado a los sacerdotes dominicos. Hoy y siempre el casco urbano estuvo levantado en la ladera desde donde se contemplan los municipios que conforman el bajo valle de Tenza. Desde lejos, esta población se contempla igual a como se aprecia Jericó en el valle de Judea.

Sutatenza es su nombre, cuyo origen data del siglo XVII. Sus pobladores, aun son reconocidos en la nación por sus juegos pirotécnicos en navidad y sus corridas de toros el primero de enero, por su laboriosidad con bueyes y azadón para labrar la tierra cultivando  granos, tomate, y cítricos.


EL SUEGRO DE MI PADRE

Si, el personaje de hoy es un campesino de Sutatenza que nació y creció entre los surcos de las habas, la lenteja, las arvejas, el maíz y los garbanzos. Que tuvo como juguetes el chorote para traer el agua desde el aljibe, las ollas de barro para cocinar, el azadón para labrar la tierra, el machete para cortar y entrojar el maíz, el cuchillo para desamerar, los gajos de los arboles como sus columpios y como cuna, un tejido de varas atadas con bejuco.

Con rostro semejando la forma de un garbanzo y con el pelo lacio como el del chompiras, unos ojos claros como una linterna al irse la tarde y unos dientes largos y anchos como una barra y unas manos gruesas y laboriosas como un rastrillo. Tenía unos labios carnosos delineados que se atravesaban sobre el mentón con hendidura de igual inclinación, armonizando, con su siempre camisa larga y blanca de algodón decorada con suaves tejidos a mano con hilo negro cuyo color combinada con sus pantalones de paño o dril negro con mangas anchas como zamarros que aseguraba a la cintura con una correa ancha multiusos en la que, además de los pantalones, sostenía un cuchillo de más de diez pulgadas con cacha de nácar, peinilla de marca águila corneta número 18 que lucía en funda de cuero fabricada en Somondoco y un compartimento para los cuartillos y monedas de la época.

Everfit era su vestido negro con saco cruzado para asistir a misa o acompañar a los deudos en los funerales que lucía con diáfana camisa blanca con corbata negra cubriendo la cabeza con fino sombrero barbisio comprando en Guateque, Boyacá.

Entre semana no le faltaba su completo vestido kaki cuyo saco tenía en la parte de atrás una cinta atravesada que daba forma a la cintura de su cuerpo con estatura de 1, 60 metros con contextura gruesa y fornida. Cubrió sus pies cuando iba al pueblo al mercado con alpargates tejidos con hilo y  fique.

LA CASUCHA DE BAREQUE

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 Esta imagen es la única prueba que existe de lo que fue la casa de los Quintero. La tomé en 1982 luego de la muerte de mi abuela. De izquierda a derecha: Mariela (q.e.p.d.), Néstor, hermana Ana Rosa, María Precelia, Nina, Ninfa Y Carlos.

Construyó la humilde morada para la familia al son de la música de cuerda con la mano prestada entre vecinos con quienes amasó el barro, cargó el chin, transportó las varas con las cuales fue tejiendo lentamente las cuatro paredes que formaron la casa en cuyo centro estaba el fogón con tres piedras y de uno de sus costados, crecía una escalera para acceder al dormitorio comunitario que posaba sobre un entretejido de cañas de castilla amarradas con cuanes tejidos por manos arrugadas de mujeres que ganaban su sustento torciendo pajas logrando lo que hoy se conoce como lasos.

El techo de la morada color kaki era también de paja conocida entonces como chin, y con los años reemplazó con zinc.

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Ascendiendo por el camino que nace en la carreteable que une a Guateque con Sutantenza, en la mitad del trayecto, se veía la casa de Aureliano como un copo rodeado de tonos verdes plasmados en los cultivos que se disparaban desde las entrañas de la tierra a baja altura convirtiendo la ladera en conchas de retazos en gama del color de las esmeraldas que en la misma provincia brotan del lecho de rio minero que nace en las montañas de fura y tena.

En la sencillez de la vivienda, rompía la monotonía del color greda de las paredes de bareque, la puerta de madera maciza de una sola hoja que en vez de bisagras, tenía en sus extremos un terminado en punta redonda que facilitaba la rotación de la puerta como bailarina en una barra.

La extensión de la parcela no superaba una fanegada, pero con el producto de los cultivos que allí mantuvo levantó a siete hijos, tres varones y las demás, mujeres. Félix Antonio, el mayor, María Custodia, Fidel, María Precelia, Ana Rosa, Ana Delia y Marcos, fueron sus hijos que aún florecen en salud entre quienes conforman cada familia.

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Posiblemente esta sea la única fotografía de Aureliano Quintero con su esposa Isabel Sánchez. Fotografía rescatada por mi prima Ninfa Isabel, antropóloga de profesión que logró recuperar del baúl del olvido de Fidel Quintero, su padre, un hijo de contextura física igual a la de Aureliano.
 
AURELIANO EL CRIOLLO

“Tan valioso como el oro” significa su nombre, un nombre común entre los romanos, españoles y latinos. De naturaleza emotiva y protector a la vez. Amó la reciprocidad y la amistad. Fue recordado por su gentileza y vivacidad, por su amistad con la que apreciaba en las personas la esencia de las mismas. Tenía pensamiento firme, era analítico y gozaba de acercar a los contrarios, pues se adaptaba a cualquier circunstancia.

Quintero fue su apellido, linaje ibérico proveniente de la tierra del Quijote, Castilla en Santander.

Aureliano Quintero fue el suegro de mi padre Miguel Agustín Torres. Es el bisabuelo de mis hijos. Nació el 1º de marzo de 1883 y murió el 6 de diciembre de 1954 a causa de un tumor en la cabeza que cosechó de joven cuando regresando a la vereda con sus polas en la cabeza, se cayó del caballo cuando regresaba del mercado un martes proveniente de Guateque.

El deje de las campanas que anunciaban la ceremonia de su entierro una tarde de nunca olvidar, aun semejo cuando dejan otras en cualquier parroquia en ceremonia similar. Su funeral fue a las cuatro de la tarde y cerca a esa hora, junto con mi joven madre y padre que doce horas antes habíamos partido en tren desde la estación de Providencia en Puente Nacional hasta Chiquinquirá, tomamos bus Flota Reina hasta el Cisga y de allí en flota Sutatenteza hasta Guateque, de donde tomamos la carreteable que une a esta población con Sutatenza, pues a esas horas ya había pasado el bus de línea que prestaba el servicio urbano entre las dos parroquias.

Solo tenía dos años y poco caminaba. Mis padres tomaron una decisión al salir de Guateque. Que mi padre, que le rendía caminar mas, cogiera el desecho para llegar a la misa, y mi madre María Custodia, cargándome con esfuerzo siguió conmigo en sus brazos, trayecto en el cual, sentí cada lagrima de mi madre y cada lamento de una hija que había perdido a su padre y que había abandonado a sus progenitores siendo niña, cuando fue sonsacada por una mujer que en ese mismo camino la convenció con dulces y algún vestido de irse con ella a ganar lo que mas escaseaba en la casucha de mi abuelo, convirtiéndola por varios años en su esclava al servicio domestico.

Arribamos con mi madre cuando ya había terminado la misa y los familiares y tíos mayores se disponían a cargar el cuerpo hacia el cementerio de la localidad, lugar al que solo volvimos con mi madre 55 años después a buscar la tumba de mi abuelo, pues como era costumbre, las madres con sus niños no debían ir a los funerales o velorios para que los críos no se contrajeran el “bajo e muerto”.

Por alguna razón en Cien años de Soledad fue Aureliano Babilonia el fundador de la estirpe Buendía, quien logró, con los años, descifrar los pergaminos de Melquiades, el gitano, que vaticinaban: “y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra."
Aureliano, el criollo, no lo conocí, pero su fisonomía fue duplicada en mí, incluso su sonrisa, razón por la cual dejo plasmada esta historia, pues mi hijo Cristian es otra copia de quien ha querido tallar en letras y dejar en la nube, incipientes historias de los mayores, para que las generaciones actuales y futuras tengan un referente del por qué somos así y tengan otra oportunidad sobre la tierra.
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Esta fotografía la logre hacer en 1970 siendo estudiante de bachillerato en Zipaquirá con motivo de los votos perpetuos de una de sus hijas, Ana Rosa en el convento de la comunidad Dominica Hijas de Nazaret de origen colombiano en Bosa, Cundinamarca. De derecha a izquierda, la señora Isabel Sánchez de Quintero, Néstor, hijo de Félix Quintero; Fidel Quintero (q.e.p.d.), la hermana Ana Rosa, la señora María Precelia su hija Rocío y Ospina (q.e.p.d.), padre de Rocío. Luego Félix, el mayor y otras allegadas a la familia.

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Este registro es del encuentro que la segunda y tercera generación hicieron en Yopal, Casanare en 2012. El personaje central es el mayor de los Quintero Sánchez, señor Félix Quintero hoy pasando los noventa años

San Gil, diciembre 15 de 2014.



































martes, 3 de febrero de 2015

El hogar, la fuente de los valores



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Cuando no existía el alambre de púas y los linderos entre fincas eran en piedra o con cercas vivas  o con profundas zanjas que se identificaban como vallados que tenían de ancho hasta  un metro y de profundidad medio tanto. Se hacían de común acuerdo entre los colindantes que se encargaban de mantenerlos entre mojón y mojón, los cuales, podrían ser vivos como un árbol o inertes como la piedra.
Un vallado impedía que los ganados y aves de corral se pasasen a la otra propiedad. Servía, además de trinchera, y en mi caso, era mi sendero de escape, mi bodega, mi escondite y mi punto de observación al camino real. De trinchera porque los asalta-caminos y los francotiradores los usaban para esconderse y atacar. Y como sendero  porque por él me escapaba de mi madre y en un santiamén corría de ida y regreso. Como bodega porque en una de sus paredes escondía el pan. Y mi escondite porque a él, llegaba cuando me anunciaban una fuetera uno de mis padres.
Entre la casa que  construían mis padres y la casa de mi abuela paterna, habían tres predios intercomunicados por un vallado que separaba los dichos predios del camino real que unía a Vélez con Bogotá en la época de la colonia. En el trayecto de unos cuatrocientos metros el color de la tierra a ambos costados semejaba un arco iris con parches en musgo, que luego usé para tapar los huecos que fui haciendo como bodegas para esconder los roscones  que mi abuela colocaba como brazaletes en mis brazos.
Entre mi abuela y mi madre hubo diferencias, que en vez, de limarse, se acrecentaron. Diferencias que abundan entre los pobres causadas por la envidia. Mi abuela quedó viuda muy joven y con dos hijos, el menor tenía dos años cuando una enfermedad de origen no conocido, en ese entonces,  cegó al abuelo en plena juventud. Ella, mi abuela, continuó con el negocio de los mayores. El negocio era una chichería con destilación  de aguardiente chirrinche y panadería.
Mi madre, una joven de unos 22 años, llegó al campo a continuar la vida matrimonial, y como una forma de ayudar a los ingresos del hogar, colocaba los lunes día de mercado,  frente a la pieza que servía de tienda a mi abuela, una pequeña mesa para ofrecer pan, gaseosa y otras viandas de la época, convirtiéndose en competencia, generando confrontaciones verbales y maltratos psicológicos entre sí.
Mi padre que sufría solo por las peleas entre mi madre y mi abuela, logró con trabajo como arriero, comprar unos derechos sobre un terreno de unos tres mil metros, y allí, los fines de semana, empezó a construir lentamente la que se convirtió luego en nuestro hogar y la tienda la Esperanza.
A la construcción de la casa se unieron varias familias y vecinos que bajo la modalidad del “brazo prestado” trabajaban sin descanso logrando hacer en un mes las bases para una casa de cuatro piezas, y las paredes de una habitación, que tapada con hojas de zinc se convirtió en nuestro definitivo hogar.
Las paredes fueron levantadas en adobe que hacíamos y dejábamos secar en el mismo lugar. Un adobe es un bloque de greda que previamente se amasaba con el caminar en  torno a un palo de una bestia o un buey convirtiendo la tierra en moldeable masa que se fundía al clima en gaveras con espacios rectangulares.
Tendría menos de cinco años, recuerdo, y a esa edad uno  no diferencia entre la envidia y la ayuda mutua, entre el amor y el odio, pero si entre el hambre y la satisfacción de no tenerla.
Cuando notaba que mi madre estaba ocupada en los menesteres del hogar o atendiendo en su mesa que ponía a la vera del camino cubierta con un mantel blanco, salía por el vallado, cual mula del sacamuelas, sin descanso hasta llegar a la casa de mi abuela, quien con sospecha me esperaba los domingos y lunes, y ella, en un abrir y cerrar de ojos convertía mis brazos en ganchos con roscones, y sin descanso retornaba por el vallado.
Las primeras veces, mi madre me premió quitándome las viandas y con una fuetera, pero con el sentido de supervivencia que tenemos los humanos, aprendí a cuidar lo que a mi juicio era mío: las viandas. Entonces, en el trayecto del sendero hice huecos y en ellos escondía parte de los roscones dados por mi abuela que iba consumiendo en el transcurso de la semana cuando el hambre era mi única compañía.
Los valores que se transmiten por voz y por testimonio son los que los niños toman cual esponja. Si los padres dan y enseñan amor, los hijos comprenden y viven en el amor. Si los padres son solidarios, comprensivos, tiernos, trabajadores, unidos y creyentes, los hijos será una muestra de esos valores.
Cuando se encuentran dos ricos, ellos se unen para hacer empresa. Cuando un pobre monta una tienda, el otro pobre monta una al frente,  ambos siguen igual de pobres. La envidia es la madre de la pobreza.
De ella, mi abuela y de mi madre provienen mis emprendimientos, mi pasión por las iniciativas comerciales y por las finanzas. Y en mi trabajo por 30 años me convencí que el trabajo cooperativo y la solidaridad son una estrategia para el desarrollo.
Bajo los principios universales del cooperativismo fui gestor de la recuperación de la Cooperativa de ahorro y crédito en la Belleza, y en la Cooperativa de ahorro y crédito de Zapatoca, cofundador de la cooperativa de de ahorro y crédito del sector cooperativo: COESCOOP; cofundador del periódico JOSE ANTONIO; cofundador de EDISOCIAL, empresa de artes gráficas de la Diócesis de Socorro y San Gil; directivo por mas de un lustro en Coopcentral y Coimpresores del Oriente; fundador de la Academia de mueble y gestor de INVERSIONES Y CONSULTORIAS TORRES S.A.S. Además fui asesor en constitución de EL COMUN, INDECOL, COOVIMAG y la emisora la Cometa, todas con sede en San Gil.

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Por treinta años laboré de la mano del insigne sacerdote Ramón González Parra, quien dedicó y  laboró por 45 años gestando cooperativas y proponiendo y ejecutando proyectos de desarrollo que convirtieron a las provincias de San Gil, Socorrro y  Vélez en un laboratorios de paz y desarrollo como lo demuestran las numerosos publicaciones de prestigiosas universidades de Colombia y Canadá.

miércoles, 28 de enero de 2015

Elvia, la loca

 



Me enseñaron a temerle para no hablar con ella. Me instruyeron para ofenderle para demostrar mi riesgo. Me catequizaron de pegarle para matar mis miedos. Me aleccionaron a agraviarle para correrla de sus escondites. Me adiestraron a mirarla como un peligro y a ignorarle para no reconocer su humanidad.

Tenía el rostro arrugado como una hoja de papel escrito con tragedias personales. Izaba unos ojos que hablaba más que sus labios; unos ojos que imploraban compasión y caridad. Los humanos, le regaban hiel y desprecio. 





Su rostro era un tiesto en su color; igual en su dureza con quien le hacía daño de palabra y de obra. 

Su cabellera, cual ovillo de fique, siempre estaba bajo un turbante de retazos multicolores que confeccionaba con sus arrugadas y diminutas manos.


El espantapájaros que cada año colocamos con mi padre en las labranzas para asustar a las aves, estaba mejor vestido que Elvia. El espantapájaros se mantenía apreciado por los de la familia porque ayudaba a la abundancia de los tubérculos y granos, y siempre se mantenía sedentario, mientras que Elvia vivía como judío errante. La corrían de todas partes.

Eran compañía en sus desplazamientos, un perro flaco y pulgoso, una olla vieja y pequeña, un plato roto y una cuchara de palo, pero a su espalda siempre viajaban un par de sacos de fique atiborrados de ropa con más años que la misma Elvia.

Elvia anochecía pero no amanecía, quizás como estrategia para gozar de alguna calma. Vivió de casa en casa de la caridad de señoras de buen corazón por varios años por las veredas de Puente Nacional.

Una madrugada murió Elvia. La causa de su muerte  no fue diagnosticada, pero quienes le daban un plato de comida que le quitaban a los cerdos, dijeron que murió de tristeza y abandono, pero quienes siempre la despreciaron se alegraron porque había muerto Elvia, la loca.

No hubo ataúd, tampoco responsos, ni misa en su entierro de tercera. Decían las beatas de la época que se había ido al purgatorio a pagar las culpas  cometidas por sus mayores.

Por los caminos del mundo vamos. Unos como Elvia, otros como varones que hacen daño a las mujeres, otras como adversarias de la misma mujer, mientras que otras consideran que rezando pagan sus culpas por el desamor que siembran por doquier.


San Gil, diciembre 31 de 2014 











jueves, 22 de enero de 2015

El tren de palo

La suspensión de los trenes de oriente fue muerte económica de veredas en tres departamentos

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El cien pies me trae recuerdos infantiles. Cada vez que tengo la dicha de encontrarlo en el campo, lo admiro.
Hasta los 18 años me extasiaba contemplando desde cualquier loma el desplazamiento de los trenes que desde la puerta de oro de Santander[1] trepaban lentamente en las pendientes del ferrocarril entre las estaciones de la Capilla[2]-Providencia[3]-Guayabo y Robles en Puente Nacional.
En curvas y rectas, entre montañas y quebradas, potreros y montes, cada tren se desplazaba con el movimiento de un cien patas. Unos con diez, otros con veinte, y una vez, alcancé a contar uno con treinta vagones.
Brotaban de la pared de las montañas pitando y cubriendo el paisaje con humo que ascendía al cielo fundiéndose con las nubes, y se escondían en otras, como escondiendo sus cargas.


El tren de palo trepaba a la madrugada y se descolgaba en el ocaso. Sobre las cuatro de la mañana anunciaba con pito la partida de la estación la Capilla y en menos de tres cuartos de hora estaba quieto en Providencia.

El primer tren de pasajeros con techo rojizo con vagones verdes subía una hora después, y hacia el mediodía, otro por la misma línea férrea con más capacidad de arrastre, mas vagones y muchos pasajeros. Los que menos podían pagar, viajaban en el vagón pegado a la locomotora en sillas de madera, y los más pudientes, lo hacían en los últimos vagones con sillas en cuero.

El tren de palo transportaba carga. Reses, legumbres, cacao, café, leña, carbón vegetal, madera, bestias, materiales de construcción, maquinaria, etc. El color de los vagones era gris. Llevaba un vagón de pasajeros para los dueños de las cargas, pero en navidad, aumentaban los vagones para las personas que iban a las romerías a visitar a la Reina de Colombia, la Virgen de Chiquinquirá.

Pasaban por las veredas dos trenes para pasajeros en el transcurso del mes de diciembre. El de diario y el especial. Se diferenciaban por la potencia de las locomotoras, los colores de los vagones y el poder adquisitivo de los pasajeros. El tren común tenía vagones color verde y en madera. Y el tren especial tenia techo plateado y paredes rojas con estructura de hierro y lamina, igual al tren turístico que los fines de semana hace el recorrido entre la Estación Nacional en Bogotá hasta Zipaquirá. Este mismo tren fue conocido hasta finales de la década del setenta del siglo XX como “El tren del sol”.
Los trenes dejaron de circular por Santander en 1976, y con su desaparición llegó el abandono de las veredas en Santander, Boyacá y Cundinamarca, aumento la pobreza, el desempleo y la incertidumbre, condenadas muchas al ostracismo.

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Mientras en Colombia mataron el sistema férreo, en Europa el tren es un medio de transporte vital en cada país y entre países.
En la época del tren, muchos vivíamos de ellos. Todo lo que se producía y se hacía se sacaba a las estaciones y se vendía a los pasajeros. En la capilla eran famosos los piquetes con gallina o carne asada. En Providencia, el balay[4], las almojábanas, los cítricos, la chicha, el guarapo y el guarrús[5]. En los robles, el queso con bocadillo y las cuajadas. En Garavito, las mantecadas y el queso de hoja. En saboyá las papas saladas con cerdo sudado En el Límite, las panelitas y las melcochas. En Chiquinquirá, los dulces blancos y rosados, así como los frutos secos. En Ubaté, los quesadillos. En Fuquene, la trucha y el pescado. En Lenguazaque, las papas con jeta. En Nemocón el bofe y las papas saladas con buche. En Zipaquirá la fritanga.
Los trenes no regresaron porque los buses y los camiones suplieron el servicio que se vio en quiebra por sus administradores: El Estado y su recua de políticos que se convirtieron en los dueños del transporte intermunicipal y nacional.

Sin el tren, abundó el desempleo. Ya no reclutaban campesinos como obrero en la línea férrea, ni para freneros[6], ni para conductores[7], ni para maquinistas[8], ni para ayudantes[9]. El desplazamiento a la capital se agudizo y las viviendas empezaron a ser habitadas por el gorgojo, las telarañas y el abandono. Los cultivos de café, caña, yuca y plátano fueron reemplazados por los potreros en los que hoy pastan ganados con una producción deficiente. Murieron las tiendas, restaurantes y pensiones que hubo en cada estación. Y desde entonces lo que se produce en el campo cayó en manos de los intermendiarios de las plazas de mercado de los municipios que lograron sobrevivir por el mal llamado progreso. Hoy cuarenta años después seguimos soñando que el tren retornará para no morir en el olvido como las mismas hermosas estaciones construidas imitando a la principal de la capital.
San Gil, diciembre 17 de 2014.

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[1] Barbosa es la primera ciudad que se halla en la ruta que une a Bogotá con Bucaramanga. A mediados de los años cincuenta del siglo XX fue la estación del tren de oriente. Hoy es el centro comercial de las provincias de Vélez, Cimitarra y Ricaurte en Boyacá.
[2] Es el caserío que está en la vereda del mismo nombre en Puente Nacional y a la que arribaban los gringos, los políticos y turistas que llegaban para el hotel Agua Blanca de la misma red vial.
[3] Fue un caserío que alcanzó a tener hospital, pensiones, almacenes, boticas, famas, templo, Inspección y base para la Policía. Forma parte de Puente Nacional
[4] El balay es un piquete envuelto en hojas de plátano protegido con un paño puesto en un canasto de caña de castilla. El piquete está compuesto de yuca, papa, arracacha, bore, plátano verde, carne cocinada y asada, una gallina, chorizos y sobrebarriga dorada. Es común aun en Puente nacional y Vélez.
[5] Es una bebida dulce a base de guarapo de caña y arroz
[6] Eran los obreros que trabajaban en los trenes de carga para movilizarla, arrumarla, cargarla y bajarla.
[7] Los conductores eran los empleados bien vestidos con quepis que se encargaban de cobrar los pasajes y recoger los tiquetes.
[8] El maquinista era el empleado que iba en la locomotora controlándola
[9] Eran las personas que ayudaban al maquinista, echaban a la hornilla el carbón o la leña























El parasitismo del plagio intelectual

  El apropiarse de los méritos de otro u otros, el copiar y usar palabras e ideas de otros y sustentarlas o escribirlas como propias y usa...