En un ejercicio de composición en clase una alumna del grado noveno plasmó en una hoja esta dolorosa historia la cual público con otro nombre, aunque al hacerlo no cambia la suerte de tantas niñas y niños que sufren similar violencia, no solo física sino psicológica.
Alejandra Mondragón O. es una niña de unos trece años, de cara fina pero atractiva, goza de un cuerpo escultural, de una sonrisa muy tierna y tiene el aprecio y admiración de los chicos del salón, pero ella, en su andar taciturno, muestra en sus ojos tristes el drama de tantas niñas que, pudiendo ser buenas estudiantes, tienen la autoestima por los zapatos, que no permite verse y comprobar que uno no se puede ahogar en su misma amargura. Su historia dejada en una hoja de un cuaderno para ser evaluada en redacción y ortografía, confiesa:
“Mi padre, quien nos abandonó siendo yo muy niña, llegaba frecuentemente a casa a pegarle a mi madre, mientras junto con mis hermanos mayores contemplábamos impávidos escenas grotescas de golpes y más golpes, sin comprender las causas de inmerecido castigo.
Mi madre acordó con mi padre que se fuera de casa para evitar tanta violencia, pero su marcha, no mejoró mi vida, pues mis hermanos se han ido del hogar a buscar vida, mientras por ser la menor de la casa he sido testigo nuevamente de escenas de violencia, ahora no de mi padre, sino de mi padrastro que se ha empeñado en dañar mi niñez.
Desde que recuerdo, no he pasado un primer cumpleaños feliz. Ese día la violencia psicológica de mi padrastro es mayor con palabras arruinando el festejo que con tanto amor ha intentado hacerme mi madre.
Ante mis compañeros del Colegio, sonrío permanentemente y pongo caras de felicidad en momentos diferentes, pero mi corazón se achicharra con los años y la tristeza es ahora mi compañía.
Hay momentos que nace en mí la envidia, pues muchas de mis compañeras cuentan que gozan de un padre amoroso y comprensivo con sus hijos y narran recuerdos lindos de sus progenitores, mientras que los míos son retazos de desaliñados del pasado.
Ahora mi madre se ha separado de nuevo; trabajamos muy duro haciendo dulce y vendiendo almuerzos, y en medio de las necesidades intentamos ser menos tristes cada noche y un poco más felices cada día.
Hoy intento superar el dolor cultivando mis sueños; pues el profe del español insiste en clases que mientras uno no se desahogue y construya nuevos imaginarios, se perdone y perdone, y los malos recuerdos no los deposite en el baúl del olvido, una no puede romper esa espiral de violencia en que nacimos y crecimos. Por eso hoy estudio con muchas necesidades pero con empeño en lograr ser una mujer con conocimientos que pueda elegir algún día una pareja y no tener que irme con alguien por necesidad alimentaria”.
Este es un ejemplo de tantas historias vivientes que pululan en las aulas de los colegios públicos. Pero la mayoría de ellas, se quedan en el silencio y el resentimiento de las victimas.
Destruir la autoestima de una persona sistemáticamente mediante críticas, desprecios, abandono o insultos; también son formas de violencia. No cabe duda de que a veces los golpes al espíritu son mucho más dañinos que los golpes al cuerpo y dejan heridas más profundas.
Nos corresponde a todos aprender tolerancia, controlar nuestros arrebatos, ser sensato en nuestros procederes, amar sin condiciones, y extirpar toda acción violenta, no solo física, sino la psicológica que hace más daño en la vida de los seres que nos dan alegría existencial.
Igualmente nos corresponde denunciar los abusos contra la población mas vulnerable, la niñez, pues ellos, son el reflejo de la sociedad en que los levantemos.
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