No deseaba que llegase
el lunes al atardecer. En casa se trabajaba todos los días. El juego era para
los gatos. Nos criaron con el azadón y el rejo en la mano. Había que ganarse la
comida desde que se caminaba solo.
El lunes, día de
mercado. Se trabajaba desde el sábado para aprontar el pan, el chirrinchi, la
chicha y el guarapo para el descanso pasajero de quienes regresaban, ya a pie,
o a caballo, a sus hogares, luego de trepar ocho kilómetros desde Puente
Nacional por el camino de las ollas y la sal, el día de mercado.
Miguel iba cada lunes
a hacer el mercado y vender las almojábanas y el aguardiente. No había día que
no llegase con las cervezas en el cabeza botado sobre el “cinco pesos” que
siempre llegó a la casa, así fuese tarde de la noche.
Vitelba lo esperaba
silenciosa y con rabia. El viejo gastaba las utilidades de la tienda con los
amigos, mientras dejaba el mercado en cualquier parte y debía regresar el
martes a rescatarlo.
Ese lunes, como otros
tantos, se enfrascaron con ofensivas palabras. Se fueron a manos. Él, mediano y
fornido, intentaba coger las manos de ella para evitar los golpes o rechazar
cualquier elemento que encontrara a su paso para castigar y al esposo
derrochador.
La gresca fue en la
pieza que servía de sala. De las palabras pasaron a los golpes. Estaban en el
suelo, dándose. Miguel acaballado sobre ella golpeándole, y ella, intentado
defenderse.
En una puntilla de la
pared blanca de cal, estaba colgada la escopeta de fisto para cazar aves. El
niño mayor con sus hermanos eran espectadores de las escenas con pánico, bajó la escopeta y
apunto al energúmeno marido, gritándole: ¡o deja de golpear a mi madre, o lo mato
¡
Fue un balde de agua
fría. El viejo se calmó. Dejo de golpearla. Se puso de pie, y se perdió en la
oscuridad de la noche. Al amanecer,
estaba trabajando como siempre. Empezaba otra semana.
San Gil, noviembre 24
de 2.019