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martes, 5 de junio de 2018

PROPUESTA PARA TEJER UN MUNICIPIO DIGNO DE SU NOMBRE: LA BELLEZA

 

-RECUPERACION HISTORICA DE PEDRO ANTONIO MATEUS MARIN-


“A golpes de infortunio, de trabajo y de constancia, los bellezanos han hecho de su tierra un lugar adecuado para la convivencia de propios y extraños”.


“En medio de un hermoso paisaje y sobre una tierra fresca y fértil, La Belleza ha logrado, en poco de más de cincuenta años, construir un núcleo humano de amplia significación para la provincia colombiana”.


“En los abruptos repliegues de la cordillera oriental, en la vieja provincia de Vélez, al Sur del departamento de Santander y en el corazón geográfico de Colombia” emergió un poblado en la década de la gran depresión mundial cuyo nombre representa lo exótico de su paisaje:

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Hace unos días llego a mi biblioteca un libro recién editado en papel bond beis 70 grs. usado exclusivamente para textos de lectura. El libro: “El municipio de la Belleza, origen y destino”, con 254 folios impresos a color y caratula con solapa en propalcote 240 grs. contiene en sus páginas los hilos históricos desde finales del siglo XIX hasta hoy de la colonización con hacha, serrucho y machete de las escabrosas arrugas del flanco derecho de la cordillera oriental, al Sur de Santander de los más jóvenes municipios de ésta histórica y reconocida provincia de Vélez por cuyas lomas trepó Gonzalo Jiménez de Quesada acompañado de Fray Domingo de las Casas O.P., quienes con un grupo de conquistadores “turbaron la paz de los indios chipataes, y en nombre del rey de España y del Romano Pontífice, dieron inicio al dominio sobre los Chibchas, Guanes y Yariguies, y, consecuentes con sus convicciones religiosas, celebraron la Eucaristía en Chipatá, Santander”.

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La publicación que actualiza la información histórica recopilada silenciosa y pacientemente por el autor de los libros: “La Belleza es un municipio de Santander” y “Bajo el cielo azul de La Belleza. La Suiza de Santander” contiene 14 capítulos, en los cuales, el lector encuentra la descripción geográfica del territorio antes y después de la tala de la selva  por la estirpe arisca y trabajadora de agricultores veleños y boyacenses que ampliaron la frontera agrícola dando origen a los municipios de Sucre, Jesús María, Albania, Florián y La Belleza.

La imagen puede contener: cielo, nube, árbol, exterior y naturaleza

En la suma de renglones de los capítulos ilustrados con fotografías a todo color, el lector encuentra el origen de los habitantes de La Belleza, las familias que lo hicieron posible y los apellidos que la mantienen como un referente de desarrollo agropecuario; el proceso de poblamiento de la región, la fundación del caserío, en medio de la violencia entre liberales y conservadores, la apertura de la carretera hacia Jesús María, la creación de las instituciones y su influencia en la prosperidad del municipio.

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Imagen de lo que fue el corregimiento de la Belleza hasta la década del setenta del siglo XX.

El autor, en esta recuperación histórica de La Belleza (http://naurotorres.blogspot.com/2015/06/la-magica-metamorfosis-de-una-poblacion.html) describe el perfil y el talento del varón y la mujer bellezana con nombres y apellidos, oficios y aportes individuales que convierten, la publicación, en un texto histórico que todo bellezano con sus descendientes deberá tener en el hogar, pues en el libro cita a cada familia y sus integrantes que escribieron con sus labores y liderazgos, retazos de historia de esta población pintada por el creador para el gusto de sus habitantes.


Pedro Antonio Mateus Marín, (http://naurotorres.blogspot.com/2015/08/pedro-antonio-mateus-m-un-manantial-de.html) oriundo de le vega de Moravia de corregimiento de La Pradera, municipio de Sucre, quien trabajo toda su vida en el magisterio de la Belleza es el autor de una” veintena de libros de ensayo, narrativa y poesía, de los cuales se han publicado diez. El libro: “El municipio de la Belleza, origen y destino” suma en sus paginas el esfuerzo de un bellezano por rescatar la memoria histórica de pueblo y contribuir a la superación de los viejos problemas que aun persisten, y deja al lector nacido en ese terruño, la búsqueda de soluciones para convertir a la patria chica en el lugar digno de su nombre”.


El libro tuvo una edición de 500 ejemplares. El autor lo despacha a cualquier parte de Colombia por la suma de $ 35.000, simplemente contactándolo al celular: 3214863976 o por correo electrónico: pedroamateusm@gmail.com.


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POSTDASTA: Las fotografías fueron tomadas de internet.


San Gil, junio 06 de 2018

domingo, 23 de julio de 2017

Los amasijos de Ana Elvia

 



"Como ya es usual, detrás de cada idiota siempre hay una gran mujer". John Lenon.

Tuvo nueve hijos y sigue siendo señorita. Transcurridos noventa años, así se le saluda y reconoce en la vereda Jarantivá de Puente nacional.

El padre de sus hijos nunca los reconoció, pero él, murió a la merced del hijo mayor de Ana Elvia.  Ella, no tuvo tierra, ni casa propia, pero cuidó de sus padres y sus  siete hijos que viven para contar esta historia, pues dos, murieron al nacer.

No tuvo esposo quien le ayudara a levantar a los retoños, pero si, un par de canastos en los que vendía amasijos que cada tarde amasaba con sus manos para ofrecer a los pasajeros, al otro día, en cada tren que subía o bajaba por la estación de Providencia en el municipio de Puente nacional, Santander, Colombia. Tampoco tuvo en sus haberes, vacas, pero amasaba deliciosas almojábanas, y en las escasas dos hectáreas de sus padres, florecían sementeras para alimentar a más personas vecinas.

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Se descolgaba sin descanso por  las pendientes por el mismo camino  que cruzaba perpendicular a la estación, y trepaba antes del medio día por el mismo camino con los canastos vacíos en sus largos brazos. Lucía siempre erguida, cual jirafa, llevando en cada codo un canasto  con amasijos hermosamente encarrados y  dispuestos para que no se desbarataran atados en un paño de algodón pintado con rosas rojas y flores verdes.

Negros eran sus vestidos como su abandono marital. Un delantal negro con flores blancas cubría siempre su escultural humanidad. Sus azabaches ojos brillaban como luceros bajo el sombrero de fieltro de ala pequeña que siempre lucía, cual bella campesina orgullosa de su condición.  Delgado  y alto era su cuerpo, cual eucalipto a la vera del camino, que trepaba altivo y sereno por el camino real que conduce desde Puente Nacional hasta Santa Sofía en Boyacá. Su color de piel semeja  aún, el de las tejas de barro de la casa de adobe donde desea vivir los últimos años, construida con esmero y paciencia por sus mayores a la vera derecha del camino haciendo ángulo con la callejuela que posa sobre las aguas mansas de la quebrada Jarantivá y que sirve de testigo de la importancia infantil que tuvo en la zona el poso de la nutria, un recodo del manantial en los que alguna vez los niños nadaban a la par con estos animales que fueron cazados por su piel para hacer bolsos para los pertrechos de los cazadores que cada fin de semana pululaban vigilantes  por los espesos montes que cuajaron los legendarios robles que cayeron silenciosos ante el filo de las hachas para convertirlos en carbón vegetal que se tranzaba en Chiquinquirá por productos de primera necesidad.

Ana Elvia es su nombre y Beltrán su apellido. El mismo que tienen sus hijos quienes desde niños debieron rebuscarse la vida; pero como Dios no desampara al pobre, fue bendecida con dos  hijos mayores  varones que ayudaron a cuidar, no solo a Ana Elvia y a sus padres, sino a las simpáticas hermanas volantonas que tenían en casa el oficio de moler el maíz y recoger la leña en los potreros de las parcelas vecinas para hornear los amasijos y las almojábanas. Ellas, las Beltrán, jugaban con el maíz y los mararayes en cada  San Pedro; gozaban del aprecio y admiración de los mozos de la región, quienes las abordaban en el camino a la escuela, sin que Guillermo Y Rafael se percataran. Fueron bautizadas con nombres compuestos que fueron grabados en la piedra de la loma que contempla el laudo transcurrir de las aguas de la quebrada Jarantivá.  Flor Marina fue la mayor, tenía piel trigueña, ojos pardos y cuerpo de gacela;  Blanca Doris, decía Ana Elvia, se había dorado en el horno;  María Raquel era la mas delgada pero fue madre de hijos blancos con ojos  pardos; Nohemí y Yolanda fueron las raspas, y quienes tuvieron mejores oportunidades para cambiar el destino en el que nacieron.

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Los amasijos puentanos son  elaborados  con harina de maíz amasados con mantequilla de leche vacuna y una pizca de sal, sin polvo de hornear y con gotas de chirrinche. Se hornean a baja temperatura, luego de las almojábanas que requieren mas calor.

Los lunes en la plaza de marcado son ofertados los amasijos por mujeres campesinas encargadas de fabricar con sus manos, además las almojábanas, las arepas, las galletas, el ponqué, la mantecada y el quesillo de hoja, que en sabor y suavidad, no tiene que envidiarle al ponqué Ramo y a los productos Alpina. Los amasijos y demás son las golosinas autóctonas de esta tierra del torbellino, el requinto y el bocadillo veleño en la que ningún emprendedor los ha industrializado aun.

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Alfonso Pardo fue el padre de los hijos de Ana Elvia, un apasionado anapista que improvisaba sus discursos sobre una mesa en cualquier espacio campesino. Siempre vestía de pantalón negro de paño y camisa blanca de manga larga. Usaba sombrero gris de ala corta y  portaba revolver trinquete al cinto. Recorría los caminos en un caballo blanco ataviado con aperos negros. Vivía solo y hacia todos los oficios de la casa, desde ordeñar y sembrar pasto hasta lavar y cocinar sus alimentos. Hacía en secreto los quesos de hoja, que por su textura, color y sabor, tenían un costo mayor y solo se vendían en tiendas de conservadores en  Puente Real de Vélez.

Nunca fue visto en la casa donde crecieron sus hijos. Ellos no sintieron el calor de sus manos ni el abrazo de un padre, incluso el saludo fue negado muchas veces y el regalo de navidad, fue el desprecio y la indiferencia.

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Alfonso fue un reconocido orador de la provincia de Vélez que defendió las ideas del General Rojas Pinilla en la plaza pública. Murió a la merced del hijo mayor, quien lo recogió y cuidó los últimos años de vida en Barranquilla, la ciudad que adoptó a Guillermo León Beltrán.

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El amor que Ana Elvia brindó a sus hijos fue suficiente para que, ellos hoy, cuiden de ella, igual que Guillermo León Beltrán, el hijo mayor, veló por sus hermanas desde niñas. Ana Elvia Beltrán cumple este agosto de 2017, noventa años de vida, y su anhelo es vivir en la casa donde nació y crió a sus hijos y a la que llegan los fines de semana sus 24 nietos y los 14 biznietos.

La casa de campo de los Beltrán esta posada en una leve loma cuyo frente mira al amanecer dando la espalda a las corrientes de viento que en las tardes calan los huesos. Fue levantada en adobe y su diseño y construcción es igual a las viviendas de la época en la vereda, siendo hoy un valor arquitectónico que los mismos habitantes no reconocen como tal, aun. Las casas tienen cuatro caídas cubiertas por teja de barro, son rectangulares están conformadas por dos piezas y la cocina. Tienen como pilotes columnas de arrayán y como amarres vigas de encenillo y cucharo; sus pisos eran de tierra y sus techos de caña de castilla que se ve amarrado con cuan, un lazo de una paja resistente que crecía en los paramos con el cual hoy se tejen artesanías coloridas que identifican la tierra del reino de la madre de Colombia, la virgen de Chiquinquirá.

Toda casa tiene un corredor guindado por columnas a la vista, y en la casa de los Beltrán, de la viga atravesada y de las columnas, desde el camino se veían los canastos suspendidos, y ante la imaginación de un niño esos canastos tenían el tesoro que colmaba el hambre pero estaban vigilados por dos canes negros como el hollín que aun cubre las paredes de la cocina familiar que, adrede ha sido conservada como testigo de lo que eran las cocinas en las casas de la zona.


Guillermo León, de mandadero a policía, de civil a ganadero.

Guillermo Beltran

Guillermo Beltrán estando en ejercicio militar, fue alguna vez edecán en el reinado de Barranquilla.

14 días antes del triunfo de Jorge Eliecer Gaitán en las elecciones para el congreso de  Colombia, ese martes 2 de marzo de 1948, después que el sol se ocultó en las montañas de Albania, luego de un trabajo de parto animado por la partera, Veroca Gómez, en una sencilla cama de bareque, la joven Ana Elvia dio a luz el primer hijo de su pecado amoroso. Rubén, el abuelo del primogénito estuvo pendiente en la loma del frente en el Rancho de los Ruiz, para no mostrar la alegría que sentía al escuchar el primer llanto del nieto de su única hija.

A un hijo de un político había que diferenciarlo de los otros niños de la campiña con el nombre de otro político que hacía sus pinos incendiarios en el parlamento colombiano. Lo bautizaron  con el nombre de Guillermo León, en honor al político del mismo nombre que en marzo de 1962 fue electo presidente del país, y quien implementó una política de odio bajo la premisa que el país estaba  avocado al crecimiento del bandolerismo, al que persiguió dando origen a las fuerzas revolucionarias de Colombia, Farc que en 2017 firman los acuerdos de paz considerados en el momento como un ejemplo en el mundo.

Guillermo León desde niño creció con la dureza del abuelo Rubén y con el ejemplo de la madre que solo tenía tiempo para trabajar buscando la comida para los hijos que se vinieron añeritos como las cosechas de papa, perdidas por la ausencia del agua en la floración.

Fue a la escuela rural  de Providencia, y allí, debió al terminar cada jornada escolar, defenderse a mano limpia de quienes se burlaban de él por ser bastardo y por tener el nombre de un rico terrateniente presidente conservador de origen payanes. Aunque los niños no están bien informados de los asuntos políticos, imitan a los mayores en sus gustos y preferencias. Guillermo león y su amigo de niñez, Custodio González, aprendieron a hacer pistolas de fisto usando como cañón el tubo de una sombrilla que montaban sobre una culata tallada por ellos mismos en galapo que ensamblaban con alambre dulce y engrudo de maíz; usaban como municiones pepas de platanillo que apertrechaban con fibra de fique y tacaban con un palo de pino. Las hechizas armas las portaban por el camino y las escondían en los matorrales cercanos a la escuela junto con las flechas y las pepas de guayaba que usaban en los enfrentamientos en los caminos contra los niños del lado liberal.  Guillermo no terminó el quinto de primaria porque su profesora (http://naurotorres.blogspot.com.co/2015/01/rita-la-maestra-asesina.html) abandonó el trabajo para irse a bandolerear con Efraín González, el “tío”.

El abuelo y Ana Elvia lo entregaron a Agustín Torres para que le enseñara a trabajar, pues él había sido militar. Con él, estuvo varios años hasta cumplir los quince, abandonando la vereda convencido que podría mejorar la suerte que había tenido su amigo de la escuela, Custodio González, quien contaba que era oficinista en la estación central del tren en Bogotá.

Guillermo León, como otros de su edad, empacó sus chiros en una caja y se fue a probar suerte a la capital. Se coló en el tren en el sitio de los Andes, una media rotonda que hacia el ferrocarril para abandonar lentamente las tierras santandereanas y planear hasta entrar a los limites con Boyacá. Al anochecer llegó a Bogotá. Allí, sentado en una banca esperó el amanecer para encontrar a su amigo, el oficinista; pero solo hasta pasadas las siete de la mañana del siguiente día fue sorprendido con el trabajo que hacía Custodio González,  en vez de escritorio tenía como espacio para trabajar los amplios corredores y baños de la estación, y como maquina de escribir, un trapero; y como canastilla para el papel usado, un balde con agua para lavar la herramienta de trabajo. Al verle en el oficio, a Guillermo se le murieron las ilusiones de trabajar en la capital. En ese entonces, ese oficio era visto como una vergüenza masculina.

Para entrar a trabajar al ferrocarriles nacionales se requería de  palanca política. Guillermo León, no la tenía, pues su putativo padre que era político, siempre estuvo en la oposición del gobierno; entonces, recordó el consejo de su protector quien le había anunciado que si no lograba amañarse en la capital, se fuera para los llanos orientales a probar suerte. El hijo de Ana Elvia, al verificar la mentira del amigo González, no se vio pintado en el mismo oficio, y de inmediato le pidió al mismo que le dijera a donde quedaba la Flota La Macarena, autobús que cogió hacia las diez de la mañana y al anochecer arribó a Castilla la Nueva, un incipiente poblado colonizado por santandereanos de Jesús María y Puente Nacional en el municipio de Guamal, Meta.

Luego de ocho horas de viaje,  bajó en la agencia de la flota, entró a la casucha de madera en donde funcionaba la única tienda alumbrada con una lámpara de gasolina marca Coleman, y allí encontró a quien buscaba. Iba con la ilusión de trabajar haciendo finca al lado del hermano de Agustín Torres, y hasta que cumplió los 18 años trabajó con  Luis Roberto Torres. Este hombre bajo de estatura con fuerza de un toro y genio atravesado, viendo que el chino era responsable y juicioso, decidió cumplirle el sueño que tenía. El sueño de ser policía como lo había sido su primer protector. Luis Roberto Torres lo presentó al compadre Fidel Quintero, quien era suboficial y facilitó las influencias para que Beltrán entrara a prestar servicio y hacer el curso para carabinero en la policía Nacional en Villavicencio.

Guillermo León se hizo a pulso. Trabajó desde niño, y cuando alcanzó la mayoría de edad  alcanzó su sueño de ser policía, y aunque no vivió con el padre, aprendió de él a cubrirse con la sombra de un buen árbol.

Fue muy amigo de comandantes y generales, y luego de pensionarse antes de cumplir los 40 años, logró cosechar un patrimonio que triplica el número de reses que pastan en los potreros del municipio de Puente Nacional, pueblo al que regresa en cada navidad cargado de regalos para los niños que aún viven en cinco veredas que él, recorrió de niño jornaleando para ayudar con el pan para el hogar de las Beltrán.

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Guillermo León, nació y vive trabajando. Tiene tres hijos y la pasa viajando y haciendo negocios, oficio que aprendió desde niño con el ejemplo de Ana Elvia. Cuenta que actuando como guarda espalda de una rica finquera de Chitaraque, invirtió en marranos, sin tener donde levantarles; luego invirtió en terneros sin tener finca. Cuando viajaba de un lugar a otro, compraba algo para vender a donde llegaba. Cuando iba  para la costa compraba enjalmas en Oiba, tomate y panela en San Gil, logrando cubrir los gastos de viaje y ahorrar algún dinero.

La señorita Ana Elvia regresa a su casa paterna cada vez que la trae alguno de sus hijos. Tiene alientos para alcanzar el siglo, gracias al positivismo que siempre mostró ante las dificultades de la vida, gracias al empeño y al amor conque hacia sus amasijos y a la dignidad que siempre ha mostrado y al respeto que se ha ganado, pues nunca mendigó comida para sus numerosos hijos, ni demandó protección ni deberes del Pardo que sigue siendo el amor eterno de su existencia terrenal. Alfonso Pardo fue un varón de amores varios; a una linda campesina la dejó embarazada, la niña nació y como el señor no respondió por sus obligaciones, la joven mujer le dejó la niña a su cuidado, quien se vio obligado a conseguir una conserje, que a la postre, también la embarazó, contó Yolanda, la hija menor de Ana Elvia. Luz fue el nombre de la única hija que vivió al lado del prolífico padre, a quien el mismo Guillermo León, guió para que fuera única dueña de los haberes del político del Urumal.

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Colombia está poblada de Anas Elvias, personas anónimas que nunca serán noticia pero están en los recuerdos de sus descendientes por   el tesón de una madre y padre a la vez, aportaron ciudadanos trabajadores al país poblado cada vez más por hijos con padres como Alfonso.


San Gil, julio 22 de 2017

NAURO TORRRES Q. 

domingo, 25 de septiembre de 2016

Saulo el ermitaño


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Las guabinas y libélulas, fueron sus mascotas; la piedra de moler el maíz, su primera herramienta de trabajo; los pedazos de madera, sus carritos; los árboles, sus parques de diversión; las cuevas en las márgenes de  las quebradas, sus carpas para acampar; un toche y un corruco su compañía; su Mp3, las manadas de síllaros y torcazas; sus cobijas las hojas de plátano y la hojarasca; su estufa, tres piedras; su ducha, los chorros de las quebradas Jarantivá, el Toro, la Negra y Agua Blanca; su techo, el cielo azul; su energía eléctrica, el sol y las brasas de arrayán. Su comida, lo que encontrara en las huertas escondidas en los matorrales. Sus anhelos, vivir en libertad sin atajos y condicionamientos. Sus harapos, su piel; su jabón, la misma tierra; sus enseres, una vieja olla de barro y una olleta de aluminio de un litro de capacidad; sus armas un machete y una resortera de caucho.  Su maleta, un mochila de fique;  su escondite, cuando le pegaban ya los padres o los hermanos mayores, el cementerio de los contagiosos,  cercano a la vivienda paterna. El campo santo florecía entre piedras en el bosque de arrayanes del potrero que separaba su hogar del camino real que unía las veredas productoras de tubérculos y  legumbres con  Puente Nacional.


El nombre se lo colocó el cura que lo bautizó  en honor al apóstol que persiguió a los cristianos en Asia. Su apellido es originario de Castilla en España. El lugar de nacimiento, fue una blanca casa de paredes de adobe tapada con tejas de barro construida en un mirador desde donde se contemplaban las poblaciones de Barbosa, Vélez, Guavatá, Puente Nacional, Sucre, Berbeo y Bolívar, en Santander, Colombia.


Fue a la escuela como los demás niños, pero los niños no lo veían como los demás. La maestra le enseñó lo mismo que a los otros niños, pero él no aprendió igual que los otros niños. Jugaba como los demás niños, pero los niños no lo dejaban jugar. Sentía hambre como los compañeros de la escuela, pero los compañeros le quitaban los envueltos de maíz y la botella de agua de panela que cargaba junto con los cuadernos en la mochila confeccionada por Antonia, la madre.

En los recreos no jugaba   con la pelota porque los otros niños no lo incluían en el juego. Él, se iba al arroyo a jugar y hablar con las guabinas y libélulas que abundaban en el zanjón por donde se despeñaba el agua que brotaba de un aljibe anidado debajo de una piedra abrazada eternamente por un parásito  y frondoso árbol de gaque que creció a expensas de un centenario arrayán que se secó contemplando pasar  el tiempo,  sin pasar.


Saulo le llamaban los hermanos. Sauloncito le decía Antonia. Chivato le decía Demetrio, su padre; y los niños de la escuela lo reconocían como el niño diferente.


Un lunes del tercer mes de 1.960 Saulo no volvió a la escuela, pero como los días anteriores, el niño salía de la casa blanca posada en el mirador para ir a clase.

 Saulo encontró mas placer contemplando el paso y el cruce de los trenes que detallaba cuando paraban en la estación de Providencia. Se hizo amigo de las locomotoras que identificaba con el numero y  el nombre con que las fue bautizando. Sabía de ellas cuántos vagones arrastraban; cuánto tiempo bebían agua; a qué horas  serpenteaban por los Andes y el Guayabo; cómo se llamaba el maquinista y qué mercancía transportaban la sarta de vagones, unos verdes, otros terracota, otros blancos con azul, y otros, con ajado color.


Los niños de la escuela que nunca jugaron con él a la pelota, y los otros, que le quitaban los molidos y la botella de agua de panela que llevaba para las onces le contaron a la profesora lo que hacía Saulo, en vez, de entrar a clase.


La profesora, molesta por la ausencia de Saulo, jochó a los compañeros de clase para encontrarlo y traerlo a la escuela sin contemplaciones. 

A Saulo lo toparon frente a la casa de lata de “mana pía” debajo del tanque de agua que apagaba el sudor de las locomotoras cuando trepaban cuesta arriba con su mercancía para la capital del país. 

Estaba jugando y hablando con las ranas y las ratas que abundaban en la humedad que producía el sobrante de agua del tanque de agua puesto sobre un trípode de rieles para darle caída al agua que se precipitaba por una manguera de cuero curtido de vaca que servía de pitillo a las locomotoras para hidratarse y retomar fuerzas con la combustión del carbón mineral, que con garlanchas, el ayudante del maquinista iba introduciendo en la caldera de la mole de hierro con patas redondas que se desplazaban sobre dos rieles con el impulso que daban los brazos que las unían por el ombligo para ser separadas solamente por las manos del animal mas depredador que ha tenido el planeta tierra, el hombre. 


Los niños, obedientes a su profesora, lo cogieron como se ata un ternero para que no mame  con un lazo que tomaron sin permiso de la pesa de Salvador Lancheros, el matarife del lado liberal del ferrocarril. Lo tiraron hasta la escuela nueva que estaba a unos doscientos metros del puesto de policía en el que estaban acantonados mas de tres docenas de uniformados a la espera de cazar al tío Juan, ya vivo o muerto, para que pagase por los ríos de sangre que había causado con su facineroso grupo en varias familias liberales del territorio.


Cual general que le entregan un trofeo de guerra, la profesora recibió a Saulo en la puerta de trancas de madera que había para acceder al lote de la escuela. Lo condujo al patio central y frente a todos los demás niños que estaban en  recreo, le exigió que le alcanzase sus tiernas manos. Los demás niños contemplaban silenciosos y expectantes la escena.  En cada mano del niño, dejó caer con fuerza tres varazos con un palo de rosa que un padre de familia  le había regalado como recurso para castigar a los niños que  no le hicieran caso. Posteriormente, lo postró de rodillas y lo dejó como bandera de autoridad, mientras los otros niños regresaron a terminar de jugar. 

Una vez terminó el juego de pelota de los niños, Saulo tenia  las manos arriba.  La profe, en cada una de ellas, dejó caer un ladrillo. Cada ladrillo estuvo por una hora en manos del niño desobediente para que aprendiera a acudir al salón de clase y no quedarse bruto como  algunos niños que no los enviaban a la escuela por estar trabajando en las labranzas con los padres.


Saulo,  una vez fue cazado por los demás niños, se sintió como una copetón en  jaula. Obedeció a su maestra sin chistar nada y cumplió el castigo, convencido que sería el ultimo que recibiría en la escuela.

Esa tarde, regresó a la casa de sus padres, quienes, por algún niño vecino, se enteraron de lo ocurrido en la escuela y le recriminaron con fuete por la cola y la espalda por estar perdiendo el tiempo en la estación del tren.
 
Saulo decidió no soportar más los castigos recibidos, ni la burla de sus compañeros. No regresó a la escuela. Tampoco a la casa de adobe pintada con cal blanca posada en la cima de una montaña que servía de faro para contemplar la luz eléctrica que había en los poblados y no se conocía en los campos.


El niño se descabulló con su carruco y su toche a acampar en los bosques de las quebradas que nacen y  bañan las tierras de las veredas: el Páramo y Jarantivá del municipio de Puente Nacional. 

Con los días, los hermanos  lo ubicaron en una cueva de la quebrada el Toro y lo retornaron  a casa; pero el niño se volvió a ir un lunes que lo dejaron solo. Esta vez, se fue a acampar en las riveras de la quebrada que dio origen al nombre de la vereda.

 El el bosque de ojo de agua de la Jarantivá,  acampó varias semanas hasta que fue pillado por un grupo de policías liderados por el inspector de Providencia. Apresado,  lo llevaron a Bucaramanga a un centro de rehabilitación para locos.


Saulo regresó a la vereda ya siendo un adolescente. Vestía un pantalón café y un suéter de lana del mismo color, lucía una abundante melena  color negra con risos desordenados que semejaba el nido de una guara. Estuvo varios meses en la casa de adobe pintada de blanco.  desapareció otra vez,  un  viernes de abril de 1966  con el ocaso cuando sus padres estaban en el pueblo en un  funeral múltiple causado por Carlos Bernal, el bandolero liberal que asesinaba familias campesinas  residentes en veredas conservadoras en venganza por los asesinatos que perpetraba Efraín González, “el tío”.


Pero esta vez el joven Saulo no se fue a acampar a la quebrada El Toro, tampoco a la quebrada Jarantivá. Cambió de flanco, trasladándose a fuentes de agua que nacen en los cucuruchos del páramo que une los departamentos de Santander y Boyacá.

Los habitantes de la vereda el Urumal lo empezaron a llamar “el ermitaño”. Acampaba en las cañadas de la quebrada la Negra pero se bañaba en aguas de la Agua Blanca.

Llegó el mes de María en que  se celebraban los rosarios a la Virgen, en las casas. El mes de mayo hasta ahora ha sido lluvioso en esta región que actúa como zona de recarga hídrica para la provincia de Vélez.

Esa tercera semana del mes llovió día y noche. Las quebradas  se hincharon, pero las aguas de la Negra eran mas negras  que las mismas noches lluviosas. Cayó granizo y llovió ocho horas seguidas. 

Los habitantes escucharon rugir las quebradas; pero además,  la Negra se desbordó formando   en las paredes de su lecho, derrumbes que arrastró junto con vacas y caballos. Las familias que vivían en la rivera contaron que fue una avalancha que arrasó todo a su paso.

Amaneció un nuevo día, sin lluvia, y los habitantes de las riveras de las quebradas contemplaron los destrozos que hicieron las turbulentas aguas; pero las lodosas  aguas de la quebrada la Negra corrían mas profundas y ruidosas, y acceder al lecho de la quebrada  se tornaba difícil puesto que los pastizales en que los finqueros había convertido sus cañadas habían sido borrados por la furia de las aguas.


Igual suerte le ocurrió a la carpa de hojarasca de Saulo que regresó a su primigenio estado con sus guabinas, sus libélulas, sus ranas; pues el curruco y el toche se habían guarecido en un frondoso payo. De los restos de Saulo, nunca los encontraron. Se fundieron en el lecho profundo de la quebrada. Su olor, se percibe aún en el lodo que abunda en la Negra, cada vez que se hinche de agua que se desliza   laderas abajo como si fuese un jabón fabricado por las manos dañinas de los hombres que talan sin misericordia los montes y montañas.


Cada siete años las aguas de las quebradas retornan  con furia a sus lechos originales, pero pasan los años, y ellas, llevan en sus entrañas menos agua, mientras los finqueros mas bovinos cargan a sus potreros y menos árboles adornan los parajes.
 
Desde la desaparición de Saulo los habitantes de la región, cuando contemplan los estragos de las quebradas, sin hacer nada para remediarlo, creen que es el espíritu de “el ermitaño” que baja por ellas revolviendo la tierra acabando los pastizales y haciendo inservible  las cañadas para los ganados mientras presumen, sin árboles y sin matorrales, sin mirlas ni toches, sin sillaros y  currucos, sin guacharacas y azuléjos, sin copetones y cucaracheros.


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Los campesinos que quedan en los campos no se preocupan de la suerte de las quebradas, ni de los humedales, ni de los aljibes porque el agua les llega por manguera a las casas, pero cuando el preciado líquido no entra a sus mangueras, se preocupan y tildan al fontanero y a la junta de cada acueducto del poco mantenimiento de las redes, pero ninguno de los habitantes  de las veredas de Puente Nacional, incluso el casco urbano, intentan hacer algo para remediar la disminución de las fuentes de agua que bañan cada vez menos estas tierras veleñas.

El agua se esta volviendo una ermitaña para los humanos, mientras los humanos se amontonan en las ciudades donde tienen todos los servicios y los Estados  y las empresas como las corporaciones creadas para regular el uso del agua cobran tasas lucrativas pero no retornan en preservación y protección de las fuentes hídricas y en reforestación.


Puente Nacional, finca la Margarita, agosto 23 de 2016.



domingo, 19 de junio de 2016

Terrones, abrojos y espinos de Agustín Torres Torres,

 

AGUSTIN TORRES 2005

Miguel Agustín Torres Torres, (22 de noviembre de 1923- agosto 4 de 2011) contempló la vida con esperanza y la vivió sin apuros sonriéndole a cada circunstancia.( Fotografía cortesía de Suzanne Meijles 2005).

Las benditas almas lo acompañaron en tortuosos caminos; no lo amilanó la  muerte del padre cuando tenía cuatro años, no lo postraron las lagrimas de su madre, María de Jesús cuando el Ejercito Nacional lo reclutó para el servicio militar; no lo corrompió el poder naciente de Víctor Carranza en las minas de Chivor; no mostró temor en la década del cincuenta, cuando los caminos por veredas liberales eran vedados a los conservadores; no  tuvo miedo a Efraín González, cuando por orden de la profesora Rita Pardo (http://naurotorres.blogspot.com.co/2015/01/rita-la-maestra-asesina.html)    recomendó su muerte; no cedió a las pretensiones extorsivas del “comandante Martin” del frente 23 de las Farc cuando regresó de “casa verde” a recuperarse en la provincia de Vélez de las heridas producidas por esquirlas de bombas del ataque militar con 46 naves y 800 soldados que ordenó el presidente Gaviria el 10 de diciembre de 1990 al nido del supuesto ejercito del pueblo. Menos la muerte que lo preparó por doce semanas para morir en brazos de Lidia, su hija amada en la habitación 510 de la Clínica Jorge Piñeros Corpas    de Bogotá en donde fue internado con urgencia luego de un diagnostico que le produjo el deceso: Leucemia.

Como los arrayanes, Agustín murió de pie; agradecido por el camino recorrido, agradecido porque pudo despedirse de sus seres queridos y de sus amigos que lo visitaron a granel en la clínica, mientras su cuerpo se deshacía cual gelatina y el dolor dominaba su cuerpo físico mientras las sonrisas con que enfrentó la vida prevalecían en sus labios  morados de muerte. Nunca maldijo, ni se arrepintió por haber hecho daño de pensamiento, palabra y obra a otro ser humano. Murió el 4 de agosto de 2011 pero su esencia revoletea en las guacharacas, toches y cillaros que en las madrugadas y en los acasos musicalizan el entorno de la casa de barro ( http://naurotorres.blogspot.com.co/2016/03/las-mascotas-estimulan-las-emociones.html) que construyó con sus manos para allí florecieran sus amores: su esposa e hijos.

La vida de Miguel Agustín Torres Torres, fue marcada por el amor a la tierra que con su azadón acariciaba los terrones para usar su fertilidad para que nacieran semillas que brotaban: tubérculos, granos, hortalizas y legumbres; fue marcada por un espíritu de servicio a los familiares, y las comunidades veredales. Tenía una capacidad nata para enseñar a los niños las labores del campo, por darle la mano a las mujeres cabeza de familia acogiendo a los hijos y educarlos en el trabajo responsable. Las  acciones terrenales de Miguel Agustín Torres Torres estuvieron marcadas, unas con flores, otras con abrojos y otras con espinas.

Un campesino orgulloso 

de su patria

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Con tez teja, con ancestros muiscas, no escondió su condición. El sombrero lo usó para protegerse del sol, por dignidad y por respeto. Se lo quitaba ante las damas, los mayores y los estudiados. (Fotografía de Nauro Torres, 2009) 

Agustín amó a su país como así mismo, se entregó a su Iglesia, como templo vivo, vivió para su familia como razón de su existir,  enseñó a amar la tierra como parte nuestra, defendió sus ideas políticas razonablemente, convirtió su vida en una sonrisa y la vivió como un chiste endulzándola con picante del autentico sabor veleño.

Estuvo convencido que lo mejor por venir estaba después de que su cuerpo físico retornase a su origen. amó a la tierra de la cual vivió y mantuvo a su familia cosechando café sus primeros 50 años productivos y pastando ganados en los últimos 28 años de su vida.

Fue un colombiano orgulloso de sus ancestros, respetuoso de las leyes y del buen gobierno que gozó el pasillo y el torbellino así como de las rancheras. Coplero por naturaleza, jocoso de sangre, católico profeso y practicante desde niño. Predicador en la adultez. Esposo amoroso y fiel, padre anhelado y recordado. Educador en todas sus prácticas cotidianas y trabajador hasta los últimos días de su existencia. La gozó en toda acción que hacía, y que solo acudió a los facultativos en dos momentos de su vida, cuando tenía, cincuenta años que sufrió de tifo y en los postreros amaneceres que cerraron sus ojos para siempre.

Origen y condición

Agustín  nació el 22 de noviembre de 1923 en la vereda Alto Jarantivá del municipio de Puente Nacional, Santander, provino de una familia cosechera de caña de azúcar y de cultivos de pan coger. Perdió a su padre Agustín, cuando no cumplía los cuatro años;  desde esa edad, cuidó de su madre María de Jesús hasta el final de sus días en su calidad de segundo hijo prefiriendo abandonar su trabajo de militar para convertirse en el bastión de ella que culminó su misión terrena en forma natural antes de cumplir los sesenta años, pues en ese entonces no había medios para establecer las causas de la muerte.

 

 

Su padre, Agustín Torres Menjura, tuvo como hermanos a José María, Eccehomo y Etelvina, quienes provenían de la vereda Páramo y nacieron en una finca cercana al caserío Peña Blanca en límites con los municipios de Saboyá y Santa Sofía en Boyacá.

 

ABUELA Y MADRE

  Es la única fotografía que existe de María de Jesús Torres Gómez, la de la izquierda; la del centro Carmen Rosa Torres Torres y María Custodia de Torres, esposa de Agustín Torres. (Foto del álbum familiar 1963) 

María de Jesús Torres Gómez, la madre,  tuvo varios hermanos, entre ellos, Luis Torres, quien fue colono en el Carare y posteriormente continuo con su oficio en las tierras de Guamal, Meta, donde murió de viejo, abandonado y sin descendencia en una casa hoy ubicada en la calle más comercial de ese municipio petrolero.

 

MI PADRE E HIJO AGUSTIN

En la casa La Esperanza, Miguel Agustín Torres Torres, fue visitado en el 2007 por el sobrino llanero que lleva su nombre. En la fotografía alza al  hijo de quien compartió la imagen. (Cortesía de Agustin Torres González).

De contextura delgada y musculosa, piel color maíz tostado, estatura media, pelo lacio y negro, ojos picarescos azabaches escondidos en amplia frente que caía en forma regular con el mentón formando una cara trapezoidal, caracterizada por hendidura circular en la carraca centrada con alargadas orejas que reflejaban estética con la nariz; de manos amplias con dedos gruesos con uñas aplastadas muy particulares, cabeza en equilibrio con el tronco que siempre cayó perpendicular sobres sus extremidades propias de los descendientes de los muiscas, etnia de la que siempre se sintió orgulloso, así le llamasen “chicharrón”.

 

MIS PADRES CON GLORIA MALAGON

Cada ocho de mayo desde el 2000, Puente Nacional celebra la Victoria comunera, celebración en la que los habitantes unos se visten de comuneros y otros de españoles y en obras de teatro representan el memorial que reclamaban los comuneros.  De izquierda a derecha: Custodia Quintero, Gloría Malagón y Agustín Torres.(Fotografía de Nauro Torres 2011).

Aprender a leer y a escribir fue su sueño infantil

Solo pudo ir a la escuela un par de años pero gozaba de hermosa caligrafía que perfeccionó en el transcurso del servicio militar, y en el servicio de la Policía de Boyacá en donde cogió adicción a la lectura, costumbre que mantuvo hasta el final de sus días por medio de la cual gozó de excelente ortografía y basta información sobre los aconteceres nacionales.

De su padre Agustín, recordaba muy poco, pero se jactaba que le amaba y contaba con profunda tristeza como le hizo falta en su vida de niño, joven  y adulto; pues él,  murió muy joven victima de la viruela que en ese entonces la cura no llegó oportunamente a esos campos con sabor santandereano y boyacense en donde floreció por primera vez la carranga ( https://www.youtube.com/watch?v=7Fh47uaqJKc)  y el torbellino ( https://www.youtube.com/watch?v=6AiI9SgaJZ0).

Roberto, fue su hermano mayor. Mayor solo unos años, quien cansado de la dureza de los tíos y de la responsabilidad a lado de María de Jesús y de la cantaleta porque se había ennoviado con la vecina de la finca materna, decidió con su novia, Aurora, probar suerte en los Llanos orientales convirtiéndose en colonos de las tierras que hoy se conocen como Castilla la Nueva  en cuyos subsuelos brota el mejor petróleo de Colombia y en donde viven los otros herederos de la estirpe Torres González de la cual forma parte esta familia.

 

  LA FOTO DE LOS MAYORES TORRES

  Quienes en ese entonces nacieron en el campo y por circunstancias en el rebusque de la vida, las distancias separan a los hermanos, cuando se encuentran, celebran como si fuese el ultimo día por vivir. Ello ocurría cuando Roberto Torres se encontraba con el hermano Agustín. Parrandeaban, tomaban y departían hasta que los venciera el licor y el amanecer haciéndose la promesa de siempre: “Usted me hace el favor y no me deja solo en mi funeral”. Y la promesa se repetía cada cinco años. Agustín debió enterrar a su hermano Roberto y luego a su cuñada del alma, María Aurora. Los sobrinos, en grupo vinieron al funeral de Agustín. ( fotografía de Nauro Torres 1998. de izquierda a derecha: María Aurora, María Custodia, Agustín y Roberto).

 

Carmen Rosa fue la hermana menor por parte de la madre, pero murió igual de joven al abuelo Agustín, luego de ser madre de dos hijos cuyo padre fue otro llanero hijo de santandereano colonizador en las mismas tierras de Castilla, Meta.

Soldado y policía al servicio de la patria

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El 9 de abril de 1948 lo cogió en plena juventud y mientras vendía productos agrícolas en Moniquirá. Fue reclutado para el servicio militar obligatorio y posteriormente seleccionado por su puntería y don de gentes para ingresar a la policía por sus orígenes políticos en el partido azul que había incendiado las antorchas de una época de violencia fratricida entre hermanos de un mismo pueblo que defendían, unos color rojo,  y otros, el azul.

En la misión policial de confrontar cualquier brote de “chusma liberal” fue designado al municipio de Guateque, Boyacá, en donde se enamoró por primera y única vez de otra campesina de tez blanca y ojos claros de cuya cabeza caían  trenzados bejucos enchumbados abundantes cabellos negros que coronaban esbelto cuerpo proporcionado y escondido entre faldas de paño de cuadros y blusas blancas que eran la moda de la  mitad del siglo XX.

Custodia, la novia y esposa

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Toda la vida se jactó de ella al convertirla su esposa. Vivió orondo de haberse desposado con una mujer de otras tierras al compararse con su hermano Roberto, a quien, su hijo mayor siguió el ejemplo de casarse con una vecina, decisión personal que siempre consideró  una carencia de aventura afectiva para buscar mujer en otras tierras.

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  Un registro de algún momento después de la boda de Agustín y Custodia ocurrida en Zutatenza, Boyacá el 24 de noviembre de 1951.  

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Testimonio de una reunión ocurrida un sábado de 2003, en la que aparece Agustín con los dos hijos hombres y una hija.

María Custodia Quintero Sánchez, una boyacense orgullosa de su origen que con su belleza, su sazón y su autonomía económica conquistó al “flaco”. El moquete como fue conocido mientras usó el uniforme militar. L conoció en su tienda que estuvo ubicada adyacente donde hoy es la alcaldía de Guateque, cerca a la tierra donde estuvo, por primera vez en Colombia, la antena más potente de Colombia, en ese entonces, donde se originaba la “Radio Sutatenza” por medio de la cual aprendieron a leer, escribir y a mejorar el campo, millones de colombianos incrustados en las dispersas montañas de Colombia a mediados del siglo pasado.

Los traslados esporádicos dentro del mismo departamento lo instaron a colgar el uniforme en Tunja donde hacia su trabajo policial para cambiarlo por los arreos y el azadón regresando a su tierra con varias misiones personales: buscar estabilidad familiar, cuidar de su madre, María de Jesús, orientar a su hermana menor y empezar su vida productiva en la tierra que trabajó su padre, Agustín y que estaba siendo barbechada por los tíos.

Del uniforme al azadón y la arriería.

Regresó a la tierrita, como dicen por esos lares del maestro Lelio Olarte, orgulloso de su esposa, pero en calidad de arrimados a la casa materna, María de Jesús tenía una chichería, panadería y posada al servicio de los mercaderes que desde tierras frías de Leiva y pueblos circunvecinos intercambiaban productos cada lunes en la plaza de Puente Nacional tal como lo hacían los ancestros muiscas.

Con los escasos ahorros, compró menos de una cuadra de tierra en donde pocos meses después empezó a construir, la que siempre fue su casa. La levantó lentamente a la vera del camino real que desde Puente Nacional conduce a Sutamarchan.

Adquirió un par de mulas y el caballo “cinco pesos” que revistió con aparejos provenientes del Socorro y Santana y empezó su vida de arriero llevando miel de caña a los pueblos boyacenses que están en el límite con Santander del Sur. De regreso, traía trigo y maíz, papa, ibias, nabos y cuyos que ofrecía en su casa donde siempre existió la tienda de vereda marcada como “la esperanza”.

Su labor como arriero lo combinó con la agricultura que ejercía en tierras ajenas bajo la costumbre de la aparcería en tres pisos térmicos diferentes. De cada cosecha, entregaba la mitad al dueño de la tierra a Miguel Becerra, Trinidad de Lancheros, Pacho Mejía en clima templado, y en clima frió, al primo José Atanel. En esa partición de la cosecha  enseñó a sus que “quien no cuida lo ajeno, no cuida lo propio”.

De adobe en adobe.

Aprovechando su juventud y viendo que el hijo mayor correteaba ya por el patio y los potreros frente a la vivienda donde él nació y que su esposa acostumbrada a trabajar, había montado una mesa en la que exhibía los lunes a la orilla del camino para ofrecer viandas y bebidas caseras a los parroquianos y reinosos,  compró unos derechos sucesorios y empezó a construir el sueño de  tener rancho propio.

 

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Esta es la casa de adobe que la familia Torres fue construyendo con convites y con trabajo de fines de semana. Esta en medio de los poblados de Providencia y Quebrada negra. (Fotografía de Cristian Torres, en ella aparece Custodia de Torres arreglando el jardín).

Agustín hacia hasta dos viajes por semana a Labranza Grande y Santa Sofía, en los cuales gastaba un poco más de tres días de ida y de regreso, logrando así conseguir dinero para las maderas.  En convites, fue haciendo el adobe con el cual fue levantando, poco a poco, la casa a la que llegó con Custodia y el primogénito a vivir  en la primera pieza techada superficialmente con tejas de zinc para guarecerse del agua, más no del frío que en las noches penetraba por los huecos de las paredes y tejas ya que el piso de tierra lo hacía más penetrante y helado.

En ese entonces ese camino real a Vélez-Bucaramanga, hoy desaparecido brutalmente bajo la carretera, era muy transitado pues era el único sendero para hacer la comercialización entre varios municipios, ya que rozaba el ferrocarril que existió entre Barbosa y Bogotá por el cual se transportó la carga y los pasajeros que del oriente colombiano iban a la capital de la república o viceversa.

La competencia entre pobres

 

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En esta casa, que fue hospedería hasta 1965 cuando el camino fue remplazado por la carretera, nació Agustín Torres, y en la pieza de la derecha con ventana, vivió con su joven esposa, y en ese espacio recibieron al primer hijo. Al frente de este aposento. María Custodia Quintero colocó una mesa en la que ofrecía, los domingos y lunes, las bebidas y viandas a los reinosos y paisanos.

Custodia, comerciante de abarrotes y comidas desde los 13 años, fue organizando su tienda con la visión de una pueblerina, convirtiéndose en una competencia para su suegra, generando una desacuerdo que perduró hasta pocos días antes de la partida de María de Jesús Torres Gómez.

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  En el campo, un reproductor de cualquier especie se convierte en la esperanza para los dueños. En en caso de Agustín,  ´le veía la mejora genética al cruzar la raza cebeína con la criolla”.

Cuatro y mas manos trabajando, la joven pareja, empeñados en poseer los medios de producción, fueron comprando los pedazos de tierra que le correspondieron a los tíos, convertidos ya en llaneros, en los que probaron con el cultivo de caña, para convertirse luego en prósperos cafeteros, de cuyo oficio vivieron hasta cuando apareció la roya y las jóvenes fuerzas se perdieron al cumplir Agustín los 12 lustros, obligándose a vender su apreciada Vega, como se llamaba el terruño con el cual logró hacer parte del patrimonio, pues la otra fue del trabajo de Custodia, que alcanzó a tener hasta cuatro personas permanentes, trabajando en la tienda que siempre se llamó “La esperanza”. Por esos oficios pasaron jóvenes de ambos sexos, que aprendieron con ellos a trabajar. Varios se hicieron militares, y ellas, comerciantes en Bogotá, la ciudad que mas desplazados ha recibido en todas las épocas de violencia que han enfrascado a Colombia y aun no cesa.

Su Ser social y eclesial

Por haber recibido entrenamiento militar debió, en la década del cincuenta  del siglo XX, coordinar la organización de la defensa comunal, que en muchas noches con sus días, hicieron guardia para enfrentar e impedir que los rojos penetraran en tierras arriba del caserío  Providencia, reconocidas en ese entonces como dominios godos. Entre esas noches, fueron varias que la esposa con el primogénito debieron dormir en las cuevas y cambuches, que hacían con otras mujeres, para guarecerse y esconder a los críos, mientras los varones vigilaban desde las cúspides de las montañas ya convertidas en pastizales.

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  Participó en el proceso de formación  de comunidades eclesiales en las que la familia es considerada la célula de la Iglesia. (fotografía cortesía de Diego Reyes). 

Estas diferencias partidistas apoyadas por los políticos de la época, obligaron a las comunidades que tenían el mismo credo y creencia partidista, a establecer lazos de unión con los cuales convirtieron a pica y pala, caminos en carreteras, así no tuviesen conexión con otras vías municipales; a crear escuelas en terrenos donados por generosos finqueros y levantar templos en cada vereda, con el objeto de ir menos a la cabecera municipal reconocida desde siempre con tradición liberal.

El arrayán fue visto liderando con otros que murieron primero que él, la Acción comunal de Providencia, posteriormente la de Quebrada Negra y en su implementación de su ser social, fue concejal de Puente Nacional que junto con otros del mismo partido, como Eduardo Malagón y José Leví Bohórquez, gestionaron la carretera Providencia- Quebrada Negra, que para poder abrirla, llevaron el buldócer en tren, desde la estación la Capilla, y en sus extremos, animados por el párroco de la población, José María Rangel, comprometieron a los habitantes de las veredas para levantar capillas, para que periódicamente recibieran el catecismo y la formación religiosa, todos, en especial quienes crecían en población infantil y juvenil abundante.

Un mediador

Agustín fue un mediador nato para limas diferencias. Una noche le vieron  acompañado del hijo mayor por los potreros rumbo a dialogar con el “bandolero conservador” Efraín González para aclarar cara a cara los comentarios de la ex maestra de Providencia, Rita Pardo, quien abandonó los pupitres por las armas, para acompañar en la aventura a su amante “don Juan” que se había convertido en el verdugo y terror de las comunidades liberales de los municipios de la provincia de Vélez. 

Lo vieron con balay en mano y revolver en la otra, aclarar lo que había que aclarar, para que él y su familia no fuera objeto militar del “tío” como también se le conoció al mismo Efraín González Téllez, quien murió en el barrio 20 de julio de Bogotá, bajo la acción coordinada de más de dos mil soldados a los que enfrentó, cuando intentaba negociar una amnistía con los fundadores de la ANAPO ya en la década del sesenta del mismo siglo XX. En la casa-trinchera donde mataron a Efraín hay un epitafio que reza: “aquí peleó, durante cuatro horas, un cobarde criminal contra 1.200 valerosos saldados colombianos”. 

En la década del ochenta y posteriormente en la del noventa, se supo de sus gestiones de paz para establecer diálogos con la cuadrilla 23 de las FARC, que empezó a rondar, en dos ocasiones diferentes, por las veredas que en tiempos pretéritos fueron dominio del mismo Efraín González Téllez.

Se conoció de su acción decidida contra la extorsión que quiso hacerle el primer reducto del grupo guerrillero, negándose a pagar.

Posteriormente se supo de sus visitas nocturnas a las familias de las veredas, para que impidiesen que sus hijos fuesen reclutados por el comandante Martín del frente 23, quien realizara el primer secuestro de policías en Santander, en el municipio de Santa Helena del Opón, cuando éste regresó a Santander a reponerse en  tierras puentanas de las esquirlas que lo impactaron cuando recibía entrenamiento en casa verde, el templo del hoy grupo terrorista de las FARC,   guarida que fue borrada por decisión del presidente Cesar Gaviria. 

Los sacerdotes Eduardo Vargas y Eduardo Rodríguez, en su momento, párrocos de Puente Nacional, reorientaron el liderazgo de Agustín, mediante cursillos de cristiandad dirigidos por el sacerdote Hernándo Vargas, hoy dedicado a escribir historia.


MIS PADRES Y LA NANA 2011

Este registro fotográfico ocurrido en 8 de mayo de 2011 en el contexto de la celebración en Puente Nacional de la primeara victoria comunera, es el ultimo en vida de Agustín, pues una semana después debió ser trasladado a una clínica en Bogotá en la que duró doce semanas padeciendo, muriendo el 4 de agosto del mismo año. Los restos del  arrayán fueron velados en Bogotá, sus cenizas en Quebrada Negra, las cuales reposan en la catedral de San Gil.  Aparecen de izquierda a derecha, María Custodia Quintero de Torres, la nieta, Adriana Torres, y, Agustín. (Foto de Nauro Torres 2011).

 El legado del arrayán  

Cuando era muy niño, Agustín  orientó al primogénito en el pliegue de barcos de papel, en los cuales zarpaban zanjón abajo a puertos imaginados, enseñándole a construir un futuro en puertos de mares lejanos en tierras distantes a las de él, pero atados al mástil de la tierrita y la familia  guiados por el faro de Dios. Cada barco que se hundía en el intento de partir, el mayor de la familia debía reemplazarlo, cada barco que atracaba en los obstáculos del arroyuelo, debía revisarlo para reorientar su curso, así  enseñó a ser proactivo, persistente y a no darse por vencido, hasta lograr siempre las metas propuestas.

 

Mientras él pisaba el barro y formateaba los adobes para la casa, él  guiaba  la pisada de los adobes del pequeño hijo. Mientras él arrimaba en bestias las maderas para su nido de amor, el primogénito hacía lo propio en su perro, así enseñó que todo en la vida se puede lograr con trabajo honesto y siendo metódico. El chico aprendió a gozar cada actividad para evadir el cansancio y ver el trabajo como una diversión. 

Lo vieron arreglar con sus manos los cascos de los caballos y los arreos de sus mulas, además de disponer armoniosamente las herramientas y los costales para que cada lugar fuese agradable para vivir y trabajar, enseñando a los hijos que la vida se compone de las pequeñas cosas y que la felicidad esta en el goce que cada uno le ponga a las mismas cosas que, entrelazadas se convierten en la vida.

 

Lo vieron llorar y enterrar a sus tías y a la madre,  María de Jesús, a sus suegros y hermanos, y en su llanto, convertido siempre en una oración, aleccionó a los hijos a dar gracias a Dios por las alegrías y las tristezas para que comprendieran  que la muerte es parte de la vida, y que la vida sin la muerte, sería muy aburrida con la vejez encima. 

 

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En las noches tenebrosas, frías y lluviosas; en los lodazales de los caminos, sacando juntos con el hijo mayor, las mulas enterradas, con sus cargas de zurrones de miel; en las enfermedades de sus seres queridos y en la pérdida final de sus vecinos, los hijos lo vieron llorar para guarecerse  en la Divina Providencia, luego de un diálogo frecuente con Dios, enseñando que las cargas se hacen menos pesadas cuando se le entregan a Dios.

 

Lo recuerdan armando guandos para trasportar heridos y enfermos en sus bestias, unas veces, y en otras, al hombro rumbo al hospital de Puente Nacional. Lo vieron cortando maderas y alistando rejos para cargar los muertos a los funerales y luego al cementerio. Lo recuerdan haciendo colectas para comprar el ataúd y hablar con el párroco, para que hiciera rebajas a los servicios religiosos y buscando ayuda en la Alcaldía para vecinos que no tenían ni para el funeral, enseñando que los humanos debemos ayudarnos, cuidarnos entre todos y solidarizarnos entre sí, pues todos nos necesitamos, pues no hay persona tan encopetada que no tenga que recibir, ni pobre tan pobre que no tenga que dar.

 

 Lo evocan dedicando tiempo al trabajo comunal en el arreglo de caminos y carreteras, puentes y templos. Lo rememoran haciendo la colecta de la misa, empezando por su limosna, enseñando que quienes tienen la fortuna de tener algo, podemos compartirlo con los que no lo tienen, aleccionado que entre más se da, mas se recibe.

 

 

Lo vieron llorar por cada uno de sus hijos, cuando se enfermaban y ellos sintieron como los curaba con sus besos y caricias, percatándose ellos durante su existencia que fueron amados y seguros a su lado. Así los instó a amar a la familia.

Los hijos y nueras lo vieron cocinar, arreglar la habitación y barrer la casa y a atender a todos los que vivían en ella, ensañando a cuidar y apreciar lo que se les da y lo que se tiene.

Lo vieron traer la prensa cada vez que podía y leerla de principio a fin, para mantenerse enterado de los asuntos del gobierno. Lo escucharon los hijos, siendo niños, en muchas noches sentados juntos a la vera de las tres piedras, que servían de fogón en el rancho de paja y de vareque en su finca cafetera, llamada la Vega, los mitos y leyendas de sus antepasados, convirtiéndolos en  amantes de la lectura y animándolos por el gusto  de escribir, así sea para sí mismos. Enseñando que hay que conocer la historia, para no ser condenados a repetirla. Así los convocó  a ser sensibles y viajar por el mundo atreves de la lectura potenciando  la imaginación para volar a otras tierras y conocer otros personajes.  

 

Quienes le conocieron gozaron  siempre de sus abiertas sonrisas y sus charlas jocosas, así como de sus coplas y sus cantos rancheros. También lo vieron llorar solo y a escondidas enseñando que la felicidad es un estado de ánimo, que en la vida muchas cosas duelen y que los varones también lloran, porque el llanto  libera de las angustias y pesares e ilumina para enfrentar las tristezas con paciencia y esperanza.

Con el impulso y apoyo el hijo mayor pudo estudiar becado en Zipaquirá, pero siempre mostró interés por lo que él hacía y anhelaba, y ese hijo comprendió que podría llegar a ser más de lo que el padre  imaginaba y había alcanzado.

Arriando mulas, cogiendo café, vendiendo naranjas, ofreciendo pan y almojábanas a los pasajeros del tren y a los pasajeros de las busetas,  enseñó a sus hijos  que el trabajo es una distracción y que si  se es metódico, el trabajo da para vivir bien y  con honestidad, con sencillez y alegría.

 

A los 15 años  asignó al hijo mayor la tarea de cuidar a la madre en el hospital de Chiquinquirá después de una delicada cirugía, enseñándole con esta delegación a cuidar a los suyos y a estar con ellos en los días aciagos que la vida trae en su diario trascurrir.

En cada viaje de regreso a casa, lo vieron llevarle, algunas veces colombinas de coco, y otras, mogollas con chicharrón o pata sudada a su siempre amada y respetada esposa, enseñando la grandeza del matrimonio y su rol en la sociedad y que el amor se puede demostrar, hasta en una panelita que se lleve como detalle de cada salida a los miembros de la familia.

A sus hijos varones, un 24 de diciembre recibieron como regalo una guitarra de juguete fabricada en la capital religiosa de Colombia, y su en casa no se perdían festival del requinto o de la guabina y del tiple, sembrando  el folclor veleño. (https://www.youtube.com/watch?v=beRKaprYj_M&list=PLD8E8C2ACA4F2C68C&index=7)

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La tradición veleña se siembra de generación en generación. Los hijos de los descendientes de Agustín acuden al festival del requinto y la guabina a Puente Nacional, al festival de tiple y la guabina en Vélez y la festival de moño y la guabina a Jesús María.

 

En romería con vecinos y amigos iban en febrero a visitar el Cristo de Guavatá, una veces, y otras, en peregrinación a la Virgen de la Candelaria, en el desierto del mismo nombre; otras  acudieron a los santuarios de Leiva a la Virgen del Carmen o a Chiquinquirá a la Virgen reina de los colombianos, enseñando que la religiosidad popular mezclada con el folclor convierte al veleño en un colombiano más colombiano.

Cuando sus hijos mentían, recibían  merecido castigo, enseñando la durabilidad de la verdad, así, ésta  sea desagradable porque es la verdad la que  saca del alma las penas y las culpas.

 

Lo vieron orar en los momentos de gozo. Lo vieron rezar en momentos de incertidumbre. Lo vieron rezar el rosario muchas veces por la paz de Colombia. En sus oraciones identificaron más plegarias de agradecimiento que para implorar favores, así predicó que a Dios rogando y con el mazo dando.

Miguel Agustín Torres Torres fue un varón a carta cabal. Un vacan¡¡¡ para los jóvenes de hoy. Un ciudadano ejemplar, un cristiano a imitar, un padre modelo, un vecino anhelado, un anciano que se ganó el respeto durante su existencia y con su sabiduría orientó a quien demandó ayuda.

Vivió 88 años bien vividos y en esos años cercanos al siglo, fueron muchas las personas que le conocieron y que hoy lo recuerdan con particular afecto.

La vida de Agustín tuvo una particularidad, enfrentó la adversidad con el mismo entusiasmo que la felicidad. Estuvo convencido que se vive en un paraíso, y en él, hay flores, hay abrojos y hay espinos, y el vivir plácidamente es asumir que la existencia humana es una colcha de retazos y corresponde a cada quien remendarla para tenerla siempre limpia para cuando la colcha se convierte en mortaja.

Miguel Agustín Torres murió en el ocaso del 4 de agosto de 2011 pero su esencia revolotea animando a las aves para que acompañen a su vieja que sigue en la “Nueva Esperanza”, esperanzada en irse pronto a acompañar al viejo, mientras tanto en este agosto de 2020, luego de muchos años, manadas de golondrinas posaron en la arboleda y en el techo de la casa en donde ella ve pasar los años, y en las mañanas como en los atardeceres las parejas de toches, ciotes y guacharacas acuden a cantar sus melodías armonizando el ambiente y convirtiendo la soledad de la anciana en una esperanza pues todo fin tiene un principio.  

 

 

Esta fotografía tomada en 1960 registra momentos en el Agustín Torres en compañía de Mery Rojas, visitaba en el Hospital San José de Bogotá a un conocido que estaba allí en tratamiento.

A la tienda la Nueva Esperanza en la vereda Jarantivá acuden en cada puente a visitar a la octogenaria Custodia Quintero Vda. de Torres, personas con sus familias, unos por solidaridad y otros porque aún no sabían de la muerte de Agustín  ocurrida en el 2016; pero todos llevan, además de un presente, abundantes palabras de agradecimiento por lo que este arrayán de la vida hizo por ellos, enseñándoles a trabajar y ser correctos en la vida, otros por el buen consejo. El ser agradecidos es propio de los seres sencillos y justos.


La Margarita, marzo 23 de 2016

 NAURO TORRES

 

 

 

El parasitismo del plagio intelectual

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