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jueves, 23 de junio de 2016

La cruz de un acoso escolar

Marina  mandó ese miércoles 21 de marzo de 1963 a media mañana a su hija Pascuala de diez años con el hermanito Aniceto de siete años camino abajo desde El Morro en la vereda Páramo hasta la tierra caliente de la vereda Jarantivá del municipio donde nació Eduardo Camacho Gamba. Los niños llevaban la misión de llevar unas papas a Valerio, el padre quien tenía una cementera de yuca y plátano por el sistema de aparcería en tierras de la viuda Trinidad Lancheros.


En la escuela que funcionaba en el corredor principal de la casa del inspector ferroviario, Miguel Vargas,  construida en un mirador para contemplar el movimiento del tren desde la estación la capilla hasta la estación de El guayabo por la empresa nacional del sistema ferroviario, la profesora Sara Mosquera oriunda del casco urbano terminaba la jornada a las once de la mañana y despachaba a los niños para sus casas a almorzar.
 
Los niños por edades o por grupos cogían sus senderos a sus casas y quienes tenían sus padres en residencias a la vera del camino real que comunicaba a Vélez con Leiva y Chiquinquirá regresaban por tierras del rey de España. Dinael, Eliseo y Saúl cursaban  los grados tercero y cuarto, eran la cola de los estudiantes rumbo a sus casas.

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Pascuala descendía por el camino vestida con una jardinera de flores rojas con flores grises; Aniceto llevaba un pantalón de dril corto hasta la rodilla del color del cascajo negro, paso obligado de los caminantes, usaba unos alpargates rotos amarrados con cabuya, un sombrero negro  con manchas alrededor de la copa producidas por el sudor y llevaba puesta una ruana de lana de ovejo que el abuelo le había regalado. El pantalón iba atado a la cintura con una cabuya  y de ella colgaba encintada una funda de cuero, y en ella, un cuchillo de seis pulgadas que Valerio, el padre, le había regalado en el ultimo cumpleaños para diversos usos en el campo.

Dinael, no había nacido en la vereda. El padre, un militar lo había traído a dejarlo con los abuelos para que lo terminaran de criar, pues era hijo de un amor de aventura, cuya madre murió cuando el niño tenía siete años. Había cursado los primeros años de primaria en una escuela de los cerros del barrio del 20 de julio de la capital colombiana y había sufrido en carne propia el desprecio y marginación de los compañeros del salón.



Los estudiantes trepaban por el cascajo negro liderados por Dinael,   y Pascuala y Aniceto, bajaban por el mismo camino, luego de comprar unas mogollas en la panadería de Pastora Gómez, las que se venían comiendo, cuando se encontraron con los tres estudiantes frente a la puerta de golpe de acceso a la casa  de Napoleón Forero. Dinael propuso a los compañeros hacer cadena para atajar a los niños campesinos que descendían tranquilos hacia la tierra caliente, y sin pensarlo, los acorralaron para asustarlos, y el mayor, intentó manosear a Pascuala. Aniceto se sintió como ternero prieto enlazado y recordó la misión que le había encomendado Marina, la de cuidar a su hermana. El instinto del niño actuó de inmediato, desenfundó el 6 pulgadas y lo descargó una sola vez en la derecha de la ingle de quien intentaba coger a su única hermana entre gritos de gavilla de los niños estudiantes.

Dicnael gritó del dolor, mandó sus manos a sus partes intimas y las observó llenas de sangre. Pascuala y Aniceto corrieron sin parar camino abajo y Elíseo y Saúl, corrieron en sentido contrario al ver al compañero en el suelo gritando y sangrando.

Ese medio día ningún vecino escuchó los gritos asustados y de auxilio del niño herido. Los otros niños alcanzaron al grupo de estudiantes que iban jugando con piedras al tejo por el camino a Pastora de Ovalle y comentaron lo sucedido, y en vez de regresarse, apuraron el paso a sus casas. Pascuala y Aniceto pasaron por la estación de Providencia y el paso nivel del tren como en una carrera atlética, huyendo del miedo. Pascuala no supo lo que había hecho Aniceto, y Aniceto no recordaba lo que había hecho el cuchillo que su padre le había regalado en un cumpleaños para uso en los oficios del campo.

Los caminos en los campos son espacios para contemplar en soledad o compartir caminando. El cuerpo de Dinael lo encontró Pablo Casas cuando regresaba de la huerta a almorzar a su casa. Obdulia, su esposa, no había escuchado los gritos de la victima.


El cuerpo de Dinael estaba boca arriba, su rostro se veía desencajado y sus ojos  abiertos al infinito y los dientes de leche brillaban en el verde de los matorrales del camino real. El color del pantalón azul de marca Lee lucía negro y mojado, y de él, se desprendía desganado un hilo de sangre que se enterró entre la greda silenciosa de un testigo que no contaría  lo que había presenciado.


El padre de Aniceto se enteró de lo ocurrido frente a la casa de su amigo y copartidario Pablo Casas cuando el inspector de Providencia junto con tres policías llegaron al rancho de la aparcería a detener al reo que llevaron ante un juez en la municipalidad.

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Aniceto fue regresado a su hogar en el que permaneció al cumplir 12 años y de regalo de cumpleaños, su padre lo llevo a conocer el municipio de Piedecuesta y lo entregó a la correccional de menores, lugar en el que cumplió los 18 años, y de allí, fue trasladado a la cárcel de Bucaramanga en la que purgó la osadía de defender a su hermana ante el acoso escolar de un citadino.


Pascuala, una vez cumplió los 15 años, una familia se la llevó para la capital a trabajar como muchacha del servicio, y de sus huellas, se borraron con los vientos de agosto. Las adversas circunstancias carcelarias entrenaron a Aniceto en la escuela del crimen. Intentaron violarlo en la cárcel, pero él, se defendió con un afilado tenedor que había logrado hurtar y convertir en arma blanca. La pena fue aumentada y las pagó sin intentar volarse. Al cumplir los cuarenta y cinco años regresó a la libertad y se perdió en ella en la ciudad. Unos dicen que murió practicando las enseñanzas de la cárcel, pues nunca volvió al campo ni al hogar que había dejado huérfano y en estado de vergüenza familiar. Por muchos años, Marina y Valerio no asistieron a las reuniones en la vereda, pero mientras vivieron y pasaron frente a la cruz del recuerdo del homicidio de un niño causado por un niño mas menor, le coloraron flores rojas de dalia y rosas y elevaron,  de bruces, oraciones a Dinael, pues siempre creyeron que su alma era el ángel que les acompañó desde entonces en el valle de las tristezas y las lagrimas.




Puente Nacional, finca La Margarita,  junio 11 de 2016







domingo, 19 de junio de 2016

Terrones, abrojos y espinos de Agustín Torres Torres,

 

AGUSTIN TORRES 2005

Miguel Agustín Torres Torres, (22 de noviembre de 1923- agosto 4 de 2011) contempló la vida con esperanza y la vivió sin apuros sonriéndole a cada circunstancia.( Fotografía cortesía de Suzanne Meijles 2005).

Las benditas almas lo acompañaron en tortuosos caminos; no lo amilanó la  muerte del padre cuando tenía cuatro años, no lo postraron las lagrimas de su madre, María de Jesús cuando el Ejercito Nacional lo reclutó para el servicio militar; no lo corrompió el poder naciente de Víctor Carranza en las minas de Chivor; no mostró temor en la década del cincuenta, cuando los caminos por veredas liberales eran vedados a los conservadores; no  tuvo miedo a Efraín González, cuando por orden de la profesora Rita Pardo (http://naurotorres.blogspot.com.co/2015/01/rita-la-maestra-asesina.html)    recomendó su muerte; no cedió a las pretensiones extorsivas del “comandante Martin” del frente 23 de las Farc cuando regresó de “casa verde” a recuperarse en la provincia de Vélez de las heridas producidas por esquirlas de bombas del ataque militar con 46 naves y 800 soldados que ordenó el presidente Gaviria el 10 de diciembre de 1990 al nido del supuesto ejercito del pueblo. Menos la muerte que lo preparó por doce semanas para morir en brazos de Lidia, su hija amada en la habitación 510 de la Clínica Jorge Piñeros Corpas    de Bogotá en donde fue internado con urgencia luego de un diagnostico que le produjo el deceso: Leucemia.

Como los arrayanes, Agustín murió de pie; agradecido por el camino recorrido, agradecido porque pudo despedirse de sus seres queridos y de sus amigos que lo visitaron a granel en la clínica, mientras su cuerpo se deshacía cual gelatina y el dolor dominaba su cuerpo físico mientras las sonrisas con que enfrentó la vida prevalecían en sus labios  morados de muerte. Nunca maldijo, ni se arrepintió por haber hecho daño de pensamiento, palabra y obra a otro ser humano. Murió el 4 de agosto de 2011 pero su esencia revoletea en las guacharacas, toches y cillaros que en las madrugadas y en los acasos musicalizan el entorno de la casa de barro ( http://naurotorres.blogspot.com.co/2016/03/las-mascotas-estimulan-las-emociones.html) que construyó con sus manos para allí florecieran sus amores: su esposa e hijos.

La vida de Miguel Agustín Torres Torres, fue marcada por el amor a la tierra que con su azadón acariciaba los terrones para usar su fertilidad para que nacieran semillas que brotaban: tubérculos, granos, hortalizas y legumbres; fue marcada por un espíritu de servicio a los familiares, y las comunidades veredales. Tenía una capacidad nata para enseñar a los niños las labores del campo, por darle la mano a las mujeres cabeza de familia acogiendo a los hijos y educarlos en el trabajo responsable. Las  acciones terrenales de Miguel Agustín Torres Torres estuvieron marcadas, unas con flores, otras con abrojos y otras con espinas.

Un campesino orgulloso 

de su patria

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Con tez teja, con ancestros muiscas, no escondió su condición. El sombrero lo usó para protegerse del sol, por dignidad y por respeto. Se lo quitaba ante las damas, los mayores y los estudiados. (Fotografía de Nauro Torres, 2009) 

Agustín amó a su país como así mismo, se entregó a su Iglesia, como templo vivo, vivió para su familia como razón de su existir,  enseñó a amar la tierra como parte nuestra, defendió sus ideas políticas razonablemente, convirtió su vida en una sonrisa y la vivió como un chiste endulzándola con picante del autentico sabor veleño.

Estuvo convencido que lo mejor por venir estaba después de que su cuerpo físico retornase a su origen. amó a la tierra de la cual vivió y mantuvo a su familia cosechando café sus primeros 50 años productivos y pastando ganados en los últimos 28 años de su vida.

Fue un colombiano orgulloso de sus ancestros, respetuoso de las leyes y del buen gobierno que gozó el pasillo y el torbellino así como de las rancheras. Coplero por naturaleza, jocoso de sangre, católico profeso y practicante desde niño. Predicador en la adultez. Esposo amoroso y fiel, padre anhelado y recordado. Educador en todas sus prácticas cotidianas y trabajador hasta los últimos días de su existencia. La gozó en toda acción que hacía, y que solo acudió a los facultativos en dos momentos de su vida, cuando tenía, cincuenta años que sufrió de tifo y en los postreros amaneceres que cerraron sus ojos para siempre.

Origen y condición

Agustín  nació el 22 de noviembre de 1923 en la vereda Alto Jarantivá del municipio de Puente Nacional, Santander, provino de una familia cosechera de caña de azúcar y de cultivos de pan coger. Perdió a su padre Agustín, cuando no cumplía los cuatro años;  desde esa edad, cuidó de su madre María de Jesús hasta el final de sus días en su calidad de segundo hijo prefiriendo abandonar su trabajo de militar para convertirse en el bastión de ella que culminó su misión terrena en forma natural antes de cumplir los sesenta años, pues en ese entonces no había medios para establecer las causas de la muerte.

 

 

Su padre, Agustín Torres Menjura, tuvo como hermanos a José María, Eccehomo y Etelvina, quienes provenían de la vereda Páramo y nacieron en una finca cercana al caserío Peña Blanca en límites con los municipios de Saboyá y Santa Sofía en Boyacá.

 

ABUELA Y MADRE

  Es la única fotografía que existe de María de Jesús Torres Gómez, la de la izquierda; la del centro Carmen Rosa Torres Torres y María Custodia de Torres, esposa de Agustín Torres. (Foto del álbum familiar 1963) 

María de Jesús Torres Gómez, la madre,  tuvo varios hermanos, entre ellos, Luis Torres, quien fue colono en el Carare y posteriormente continuo con su oficio en las tierras de Guamal, Meta, donde murió de viejo, abandonado y sin descendencia en una casa hoy ubicada en la calle más comercial de ese municipio petrolero.

 

MI PADRE E HIJO AGUSTIN

En la casa La Esperanza, Miguel Agustín Torres Torres, fue visitado en el 2007 por el sobrino llanero que lleva su nombre. En la fotografía alza al  hijo de quien compartió la imagen. (Cortesía de Agustin Torres González).

De contextura delgada y musculosa, piel color maíz tostado, estatura media, pelo lacio y negro, ojos picarescos azabaches escondidos en amplia frente que caía en forma regular con el mentón formando una cara trapezoidal, caracterizada por hendidura circular en la carraca centrada con alargadas orejas que reflejaban estética con la nariz; de manos amplias con dedos gruesos con uñas aplastadas muy particulares, cabeza en equilibrio con el tronco que siempre cayó perpendicular sobres sus extremidades propias de los descendientes de los muiscas, etnia de la que siempre se sintió orgulloso, así le llamasen “chicharrón”.

 

MIS PADRES CON GLORIA MALAGON

Cada ocho de mayo desde el 2000, Puente Nacional celebra la Victoria comunera, celebración en la que los habitantes unos se visten de comuneros y otros de españoles y en obras de teatro representan el memorial que reclamaban los comuneros.  De izquierda a derecha: Custodia Quintero, Gloría Malagón y Agustín Torres.(Fotografía de Nauro Torres 2011).

Aprender a leer y a escribir fue su sueño infantil

Solo pudo ir a la escuela un par de años pero gozaba de hermosa caligrafía que perfeccionó en el transcurso del servicio militar, y en el servicio de la Policía de Boyacá en donde cogió adicción a la lectura, costumbre que mantuvo hasta el final de sus días por medio de la cual gozó de excelente ortografía y basta información sobre los aconteceres nacionales.

De su padre Agustín, recordaba muy poco, pero se jactaba que le amaba y contaba con profunda tristeza como le hizo falta en su vida de niño, joven  y adulto; pues él,  murió muy joven victima de la viruela que en ese entonces la cura no llegó oportunamente a esos campos con sabor santandereano y boyacense en donde floreció por primera vez la carranga ( https://www.youtube.com/watch?v=7Fh47uaqJKc)  y el torbellino ( https://www.youtube.com/watch?v=6AiI9SgaJZ0).

Roberto, fue su hermano mayor. Mayor solo unos años, quien cansado de la dureza de los tíos y de la responsabilidad a lado de María de Jesús y de la cantaleta porque se había ennoviado con la vecina de la finca materna, decidió con su novia, Aurora, probar suerte en los Llanos orientales convirtiéndose en colonos de las tierras que hoy se conocen como Castilla la Nueva  en cuyos subsuelos brota el mejor petróleo de Colombia y en donde viven los otros herederos de la estirpe Torres González de la cual forma parte esta familia.

 

  LA FOTO DE LOS MAYORES TORRES

  Quienes en ese entonces nacieron en el campo y por circunstancias en el rebusque de la vida, las distancias separan a los hermanos, cuando se encuentran, celebran como si fuese el ultimo día por vivir. Ello ocurría cuando Roberto Torres se encontraba con el hermano Agustín. Parrandeaban, tomaban y departían hasta que los venciera el licor y el amanecer haciéndose la promesa de siempre: “Usted me hace el favor y no me deja solo en mi funeral”. Y la promesa se repetía cada cinco años. Agustín debió enterrar a su hermano Roberto y luego a su cuñada del alma, María Aurora. Los sobrinos, en grupo vinieron al funeral de Agustín. ( fotografía de Nauro Torres 1998. de izquierda a derecha: María Aurora, María Custodia, Agustín y Roberto).

 

Carmen Rosa fue la hermana menor por parte de la madre, pero murió igual de joven al abuelo Agustín, luego de ser madre de dos hijos cuyo padre fue otro llanero hijo de santandereano colonizador en las mismas tierras de Castilla, Meta.

Soldado y policía al servicio de la patria

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El 9 de abril de 1948 lo cogió en plena juventud y mientras vendía productos agrícolas en Moniquirá. Fue reclutado para el servicio militar obligatorio y posteriormente seleccionado por su puntería y don de gentes para ingresar a la policía por sus orígenes políticos en el partido azul que había incendiado las antorchas de una época de violencia fratricida entre hermanos de un mismo pueblo que defendían, unos color rojo,  y otros, el azul.

En la misión policial de confrontar cualquier brote de “chusma liberal” fue designado al municipio de Guateque, Boyacá, en donde se enamoró por primera y única vez de otra campesina de tez blanca y ojos claros de cuya cabeza caían  trenzados bejucos enchumbados abundantes cabellos negros que coronaban esbelto cuerpo proporcionado y escondido entre faldas de paño de cuadros y blusas blancas que eran la moda de la  mitad del siglo XX.

Custodia, la novia y esposa

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Toda la vida se jactó de ella al convertirla su esposa. Vivió orondo de haberse desposado con una mujer de otras tierras al compararse con su hermano Roberto, a quien, su hijo mayor siguió el ejemplo de casarse con una vecina, decisión personal que siempre consideró  una carencia de aventura afectiva para buscar mujer en otras tierras.

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  Un registro de algún momento después de la boda de Agustín y Custodia ocurrida en Zutatenza, Boyacá el 24 de noviembre de 1951.  

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Testimonio de una reunión ocurrida un sábado de 2003, en la que aparece Agustín con los dos hijos hombres y una hija.

María Custodia Quintero Sánchez, una boyacense orgullosa de su origen que con su belleza, su sazón y su autonomía económica conquistó al “flaco”. El moquete como fue conocido mientras usó el uniforme militar. L conoció en su tienda que estuvo ubicada adyacente donde hoy es la alcaldía de Guateque, cerca a la tierra donde estuvo, por primera vez en Colombia, la antena más potente de Colombia, en ese entonces, donde se originaba la “Radio Sutatenza” por medio de la cual aprendieron a leer, escribir y a mejorar el campo, millones de colombianos incrustados en las dispersas montañas de Colombia a mediados del siglo pasado.

Los traslados esporádicos dentro del mismo departamento lo instaron a colgar el uniforme en Tunja donde hacia su trabajo policial para cambiarlo por los arreos y el azadón regresando a su tierra con varias misiones personales: buscar estabilidad familiar, cuidar de su madre, María de Jesús, orientar a su hermana menor y empezar su vida productiva en la tierra que trabajó su padre, Agustín y que estaba siendo barbechada por los tíos.

Del uniforme al azadón y la arriería.

Regresó a la tierrita, como dicen por esos lares del maestro Lelio Olarte, orgulloso de su esposa, pero en calidad de arrimados a la casa materna, María de Jesús tenía una chichería, panadería y posada al servicio de los mercaderes que desde tierras frías de Leiva y pueblos circunvecinos intercambiaban productos cada lunes en la plaza de Puente Nacional tal como lo hacían los ancestros muiscas.

Con los escasos ahorros, compró menos de una cuadra de tierra en donde pocos meses después empezó a construir, la que siempre fue su casa. La levantó lentamente a la vera del camino real que desde Puente Nacional conduce a Sutamarchan.

Adquirió un par de mulas y el caballo “cinco pesos” que revistió con aparejos provenientes del Socorro y Santana y empezó su vida de arriero llevando miel de caña a los pueblos boyacenses que están en el límite con Santander del Sur. De regreso, traía trigo y maíz, papa, ibias, nabos y cuyos que ofrecía en su casa donde siempre existió la tienda de vereda marcada como “la esperanza”.

Su labor como arriero lo combinó con la agricultura que ejercía en tierras ajenas bajo la costumbre de la aparcería en tres pisos térmicos diferentes. De cada cosecha, entregaba la mitad al dueño de la tierra a Miguel Becerra, Trinidad de Lancheros, Pacho Mejía en clima templado, y en clima frió, al primo José Atanel. En esa partición de la cosecha  enseñó a sus que “quien no cuida lo ajeno, no cuida lo propio”.

De adobe en adobe.

Aprovechando su juventud y viendo que el hijo mayor correteaba ya por el patio y los potreros frente a la vivienda donde él nació y que su esposa acostumbrada a trabajar, había montado una mesa en la que exhibía los lunes a la orilla del camino para ofrecer viandas y bebidas caseras a los parroquianos y reinosos,  compró unos derechos sucesorios y empezó a construir el sueño de  tener rancho propio.

 

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Esta es la casa de adobe que la familia Torres fue construyendo con convites y con trabajo de fines de semana. Esta en medio de los poblados de Providencia y Quebrada negra. (Fotografía de Cristian Torres, en ella aparece Custodia de Torres arreglando el jardín).

Agustín hacia hasta dos viajes por semana a Labranza Grande y Santa Sofía, en los cuales gastaba un poco más de tres días de ida y de regreso, logrando así conseguir dinero para las maderas.  En convites, fue haciendo el adobe con el cual fue levantando, poco a poco, la casa a la que llegó con Custodia y el primogénito a vivir  en la primera pieza techada superficialmente con tejas de zinc para guarecerse del agua, más no del frío que en las noches penetraba por los huecos de las paredes y tejas ya que el piso de tierra lo hacía más penetrante y helado.

En ese entonces ese camino real a Vélez-Bucaramanga, hoy desaparecido brutalmente bajo la carretera, era muy transitado pues era el único sendero para hacer la comercialización entre varios municipios, ya que rozaba el ferrocarril que existió entre Barbosa y Bogotá por el cual se transportó la carga y los pasajeros que del oriente colombiano iban a la capital de la república o viceversa.

La competencia entre pobres

 

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En esta casa, que fue hospedería hasta 1965 cuando el camino fue remplazado por la carretera, nació Agustín Torres, y en la pieza de la derecha con ventana, vivió con su joven esposa, y en ese espacio recibieron al primer hijo. Al frente de este aposento. María Custodia Quintero colocó una mesa en la que ofrecía, los domingos y lunes, las bebidas y viandas a los reinosos y paisanos.

Custodia, comerciante de abarrotes y comidas desde los 13 años, fue organizando su tienda con la visión de una pueblerina, convirtiéndose en una competencia para su suegra, generando una desacuerdo que perduró hasta pocos días antes de la partida de María de Jesús Torres Gómez.

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  En el campo, un reproductor de cualquier especie se convierte en la esperanza para los dueños. En en caso de Agustín,  ´le veía la mejora genética al cruzar la raza cebeína con la criolla”.

Cuatro y mas manos trabajando, la joven pareja, empeñados en poseer los medios de producción, fueron comprando los pedazos de tierra que le correspondieron a los tíos, convertidos ya en llaneros, en los que probaron con el cultivo de caña, para convertirse luego en prósperos cafeteros, de cuyo oficio vivieron hasta cuando apareció la roya y las jóvenes fuerzas se perdieron al cumplir Agustín los 12 lustros, obligándose a vender su apreciada Vega, como se llamaba el terruño con el cual logró hacer parte del patrimonio, pues la otra fue del trabajo de Custodia, que alcanzó a tener hasta cuatro personas permanentes, trabajando en la tienda que siempre se llamó “La esperanza”. Por esos oficios pasaron jóvenes de ambos sexos, que aprendieron con ellos a trabajar. Varios se hicieron militares, y ellas, comerciantes en Bogotá, la ciudad que mas desplazados ha recibido en todas las épocas de violencia que han enfrascado a Colombia y aun no cesa.

Su Ser social y eclesial

Por haber recibido entrenamiento militar debió, en la década del cincuenta  del siglo XX, coordinar la organización de la defensa comunal, que en muchas noches con sus días, hicieron guardia para enfrentar e impedir que los rojos penetraran en tierras arriba del caserío  Providencia, reconocidas en ese entonces como dominios godos. Entre esas noches, fueron varias que la esposa con el primogénito debieron dormir en las cuevas y cambuches, que hacían con otras mujeres, para guarecerse y esconder a los críos, mientras los varones vigilaban desde las cúspides de las montañas ya convertidas en pastizales.

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  Participó en el proceso de formación  de comunidades eclesiales en las que la familia es considerada la célula de la Iglesia. (fotografía cortesía de Diego Reyes). 

Estas diferencias partidistas apoyadas por los políticos de la época, obligaron a las comunidades que tenían el mismo credo y creencia partidista, a establecer lazos de unión con los cuales convirtieron a pica y pala, caminos en carreteras, así no tuviesen conexión con otras vías municipales; a crear escuelas en terrenos donados por generosos finqueros y levantar templos en cada vereda, con el objeto de ir menos a la cabecera municipal reconocida desde siempre con tradición liberal.

El arrayán fue visto liderando con otros que murieron primero que él, la Acción comunal de Providencia, posteriormente la de Quebrada Negra y en su implementación de su ser social, fue concejal de Puente Nacional que junto con otros del mismo partido, como Eduardo Malagón y José Leví Bohórquez, gestionaron la carretera Providencia- Quebrada Negra, que para poder abrirla, llevaron el buldócer en tren, desde la estación la Capilla, y en sus extremos, animados por el párroco de la población, José María Rangel, comprometieron a los habitantes de las veredas para levantar capillas, para que periódicamente recibieran el catecismo y la formación religiosa, todos, en especial quienes crecían en población infantil y juvenil abundante.

Un mediador

Agustín fue un mediador nato para limas diferencias. Una noche le vieron  acompañado del hijo mayor por los potreros rumbo a dialogar con el “bandolero conservador” Efraín González para aclarar cara a cara los comentarios de la ex maestra de Providencia, Rita Pardo, quien abandonó los pupitres por las armas, para acompañar en la aventura a su amante “don Juan” que se había convertido en el verdugo y terror de las comunidades liberales de los municipios de la provincia de Vélez. 

Lo vieron con balay en mano y revolver en la otra, aclarar lo que había que aclarar, para que él y su familia no fuera objeto militar del “tío” como también se le conoció al mismo Efraín González Téllez, quien murió en el barrio 20 de julio de Bogotá, bajo la acción coordinada de más de dos mil soldados a los que enfrentó, cuando intentaba negociar una amnistía con los fundadores de la ANAPO ya en la década del sesenta del mismo siglo XX. En la casa-trinchera donde mataron a Efraín hay un epitafio que reza: “aquí peleó, durante cuatro horas, un cobarde criminal contra 1.200 valerosos saldados colombianos”. 

En la década del ochenta y posteriormente en la del noventa, se supo de sus gestiones de paz para establecer diálogos con la cuadrilla 23 de las FARC, que empezó a rondar, en dos ocasiones diferentes, por las veredas que en tiempos pretéritos fueron dominio del mismo Efraín González Téllez.

Se conoció de su acción decidida contra la extorsión que quiso hacerle el primer reducto del grupo guerrillero, negándose a pagar.

Posteriormente se supo de sus visitas nocturnas a las familias de las veredas, para que impidiesen que sus hijos fuesen reclutados por el comandante Martín del frente 23, quien realizara el primer secuestro de policías en Santander, en el municipio de Santa Helena del Opón, cuando éste regresó a Santander a reponerse en  tierras puentanas de las esquirlas que lo impactaron cuando recibía entrenamiento en casa verde, el templo del hoy grupo terrorista de las FARC,   guarida que fue borrada por decisión del presidente Cesar Gaviria. 

Los sacerdotes Eduardo Vargas y Eduardo Rodríguez, en su momento, párrocos de Puente Nacional, reorientaron el liderazgo de Agustín, mediante cursillos de cristiandad dirigidos por el sacerdote Hernándo Vargas, hoy dedicado a escribir historia.


MIS PADRES Y LA NANA 2011

Este registro fotográfico ocurrido en 8 de mayo de 2011 en el contexto de la celebración en Puente Nacional de la primeara victoria comunera, es el ultimo en vida de Agustín, pues una semana después debió ser trasladado a una clínica en Bogotá en la que duró doce semanas padeciendo, muriendo el 4 de agosto del mismo año. Los restos del  arrayán fueron velados en Bogotá, sus cenizas en Quebrada Negra, las cuales reposan en la catedral de San Gil.  Aparecen de izquierda a derecha, María Custodia Quintero de Torres, la nieta, Adriana Torres, y, Agustín. (Foto de Nauro Torres 2011).

 El legado del arrayán  

Cuando era muy niño, Agustín  orientó al primogénito en el pliegue de barcos de papel, en los cuales zarpaban zanjón abajo a puertos imaginados, enseñándole a construir un futuro en puertos de mares lejanos en tierras distantes a las de él, pero atados al mástil de la tierrita y la familia  guiados por el faro de Dios. Cada barco que se hundía en el intento de partir, el mayor de la familia debía reemplazarlo, cada barco que atracaba en los obstáculos del arroyuelo, debía revisarlo para reorientar su curso, así  enseñó a ser proactivo, persistente y a no darse por vencido, hasta lograr siempre las metas propuestas.

 

Mientras él pisaba el barro y formateaba los adobes para la casa, él  guiaba  la pisada de los adobes del pequeño hijo. Mientras él arrimaba en bestias las maderas para su nido de amor, el primogénito hacía lo propio en su perro, así enseñó que todo en la vida se puede lograr con trabajo honesto y siendo metódico. El chico aprendió a gozar cada actividad para evadir el cansancio y ver el trabajo como una diversión. 

Lo vieron arreglar con sus manos los cascos de los caballos y los arreos de sus mulas, además de disponer armoniosamente las herramientas y los costales para que cada lugar fuese agradable para vivir y trabajar, enseñando a los hijos que la vida se compone de las pequeñas cosas y que la felicidad esta en el goce que cada uno le ponga a las mismas cosas que, entrelazadas se convierten en la vida.

 

Lo vieron llorar y enterrar a sus tías y a la madre,  María de Jesús, a sus suegros y hermanos, y en su llanto, convertido siempre en una oración, aleccionó a los hijos a dar gracias a Dios por las alegrías y las tristezas para que comprendieran  que la muerte es parte de la vida, y que la vida sin la muerte, sería muy aburrida con la vejez encima. 

 

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En las noches tenebrosas, frías y lluviosas; en los lodazales de los caminos, sacando juntos con el hijo mayor, las mulas enterradas, con sus cargas de zurrones de miel; en las enfermedades de sus seres queridos y en la pérdida final de sus vecinos, los hijos lo vieron llorar para guarecerse  en la Divina Providencia, luego de un diálogo frecuente con Dios, enseñando que las cargas se hacen menos pesadas cuando se le entregan a Dios.

 

Lo recuerdan armando guandos para trasportar heridos y enfermos en sus bestias, unas veces, y en otras, al hombro rumbo al hospital de Puente Nacional. Lo vieron cortando maderas y alistando rejos para cargar los muertos a los funerales y luego al cementerio. Lo recuerdan haciendo colectas para comprar el ataúd y hablar con el párroco, para que hiciera rebajas a los servicios religiosos y buscando ayuda en la Alcaldía para vecinos que no tenían ni para el funeral, enseñando que los humanos debemos ayudarnos, cuidarnos entre todos y solidarizarnos entre sí, pues todos nos necesitamos, pues no hay persona tan encopetada que no tenga que recibir, ni pobre tan pobre que no tenga que dar.

 

 Lo evocan dedicando tiempo al trabajo comunal en el arreglo de caminos y carreteras, puentes y templos. Lo rememoran haciendo la colecta de la misa, empezando por su limosna, enseñando que quienes tienen la fortuna de tener algo, podemos compartirlo con los que no lo tienen, aleccionado que entre más se da, mas se recibe.

 

 

Lo vieron llorar por cada uno de sus hijos, cuando se enfermaban y ellos sintieron como los curaba con sus besos y caricias, percatándose ellos durante su existencia que fueron amados y seguros a su lado. Así los instó a amar a la familia.

Los hijos y nueras lo vieron cocinar, arreglar la habitación y barrer la casa y a atender a todos los que vivían en ella, ensañando a cuidar y apreciar lo que se les da y lo que se tiene.

Lo vieron traer la prensa cada vez que podía y leerla de principio a fin, para mantenerse enterado de los asuntos del gobierno. Lo escucharon los hijos, siendo niños, en muchas noches sentados juntos a la vera de las tres piedras, que servían de fogón en el rancho de paja y de vareque en su finca cafetera, llamada la Vega, los mitos y leyendas de sus antepasados, convirtiéndolos en  amantes de la lectura y animándolos por el gusto  de escribir, así sea para sí mismos. Enseñando que hay que conocer la historia, para no ser condenados a repetirla. Así los convocó  a ser sensibles y viajar por el mundo atreves de la lectura potenciando  la imaginación para volar a otras tierras y conocer otros personajes.  

 

Quienes le conocieron gozaron  siempre de sus abiertas sonrisas y sus charlas jocosas, así como de sus coplas y sus cantos rancheros. También lo vieron llorar solo y a escondidas enseñando que la felicidad es un estado de ánimo, que en la vida muchas cosas duelen y que los varones también lloran, porque el llanto  libera de las angustias y pesares e ilumina para enfrentar las tristezas con paciencia y esperanza.

Con el impulso y apoyo el hijo mayor pudo estudiar becado en Zipaquirá, pero siempre mostró interés por lo que él hacía y anhelaba, y ese hijo comprendió que podría llegar a ser más de lo que el padre  imaginaba y había alcanzado.

Arriando mulas, cogiendo café, vendiendo naranjas, ofreciendo pan y almojábanas a los pasajeros del tren y a los pasajeros de las busetas,  enseñó a sus hijos  que el trabajo es una distracción y que si  se es metódico, el trabajo da para vivir bien y  con honestidad, con sencillez y alegría.

 

A los 15 años  asignó al hijo mayor la tarea de cuidar a la madre en el hospital de Chiquinquirá después de una delicada cirugía, enseñándole con esta delegación a cuidar a los suyos y a estar con ellos en los días aciagos que la vida trae en su diario trascurrir.

En cada viaje de regreso a casa, lo vieron llevarle, algunas veces colombinas de coco, y otras, mogollas con chicharrón o pata sudada a su siempre amada y respetada esposa, enseñando la grandeza del matrimonio y su rol en la sociedad y que el amor se puede demostrar, hasta en una panelita que se lleve como detalle de cada salida a los miembros de la familia.

A sus hijos varones, un 24 de diciembre recibieron como regalo una guitarra de juguete fabricada en la capital religiosa de Colombia, y su en casa no se perdían festival del requinto o de la guabina y del tiple, sembrando  el folclor veleño. (https://www.youtube.com/watch?v=beRKaprYj_M&list=PLD8E8C2ACA4F2C68C&index=7)

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La tradición veleña se siembra de generación en generación. Los hijos de los descendientes de Agustín acuden al festival del requinto y la guabina a Puente Nacional, al festival de tiple y la guabina en Vélez y la festival de moño y la guabina a Jesús María.

 

En romería con vecinos y amigos iban en febrero a visitar el Cristo de Guavatá, una veces, y otras, en peregrinación a la Virgen de la Candelaria, en el desierto del mismo nombre; otras  acudieron a los santuarios de Leiva a la Virgen del Carmen o a Chiquinquirá a la Virgen reina de los colombianos, enseñando que la religiosidad popular mezclada con el folclor convierte al veleño en un colombiano más colombiano.

Cuando sus hijos mentían, recibían  merecido castigo, enseñando la durabilidad de la verdad, así, ésta  sea desagradable porque es la verdad la que  saca del alma las penas y las culpas.

 

Lo vieron orar en los momentos de gozo. Lo vieron rezar en momentos de incertidumbre. Lo vieron rezar el rosario muchas veces por la paz de Colombia. En sus oraciones identificaron más plegarias de agradecimiento que para implorar favores, así predicó que a Dios rogando y con el mazo dando.

Miguel Agustín Torres Torres fue un varón a carta cabal. Un vacan¡¡¡ para los jóvenes de hoy. Un ciudadano ejemplar, un cristiano a imitar, un padre modelo, un vecino anhelado, un anciano que se ganó el respeto durante su existencia y con su sabiduría orientó a quien demandó ayuda.

Vivió 88 años bien vividos y en esos años cercanos al siglo, fueron muchas las personas que le conocieron y que hoy lo recuerdan con particular afecto.

La vida de Agustín tuvo una particularidad, enfrentó la adversidad con el mismo entusiasmo que la felicidad. Estuvo convencido que se vive en un paraíso, y en él, hay flores, hay abrojos y hay espinos, y el vivir plácidamente es asumir que la existencia humana es una colcha de retazos y corresponde a cada quien remendarla para tenerla siempre limpia para cuando la colcha se convierte en mortaja.

Miguel Agustín Torres murió en el ocaso del 4 de agosto de 2011 pero su esencia revolotea animando a las aves para que acompañen a su vieja que sigue en la “Nueva Esperanza”, esperanzada en irse pronto a acompañar al viejo, mientras tanto en este agosto de 2020, luego de muchos años, manadas de golondrinas posaron en la arboleda y en el techo de la casa en donde ella ve pasar los años, y en las mañanas como en los atardeceres las parejas de toches, ciotes y guacharacas acuden a cantar sus melodías armonizando el ambiente y convirtiendo la soledad de la anciana en una esperanza pues todo fin tiene un principio.  

 

 

Esta fotografía tomada en 1960 registra momentos en el Agustín Torres en compañía de Mery Rojas, visitaba en el Hospital San José de Bogotá a un conocido que estaba allí en tratamiento.

A la tienda la Nueva Esperanza en la vereda Jarantivá acuden en cada puente a visitar a la octogenaria Custodia Quintero Vda. de Torres, personas con sus familias, unos por solidaridad y otros porque aún no sabían de la muerte de Agustín  ocurrida en el 2016; pero todos llevan, además de un presente, abundantes palabras de agradecimiento por lo que este arrayán de la vida hizo por ellos, enseñándoles a trabajar y ser correctos en la vida, otros por el buen consejo. El ser agradecidos es propio de los seres sencillos y justos.


La Margarita, marzo 23 de 2016

 NAURO TORRES

 

 

 

El parasitismo del plagio intelectual

  El apropiarse de los méritos de otro u otros, el copiar y usar palabras e ideas de otros y sustentarlas o escribirlas como propias y usa...