El cien pies me trae recuerdos infantiles. Cada vez que tengo la dicha de encontrarlo en el campo, lo admiro.
Hasta los 18 años me extasiaba contemplando desde cualquier loma el desplazamiento de los trenes que desde la puerta de oro de Santander[1] trepaban lentamente en las pendientes del ferrocarril entre las estaciones de la Capilla[2]-Providencia[3]-Guayabo y Robles en Puente Nacional.
En curvas y rectas, entre montañas y quebradas, potreros y montes, cada tren se desplazaba con el movimiento de un cien patas. Unos con diez, otros con veinte, y una vez, alcancé a contar uno con treinta vagones.
Brotaban de la pared de las montañas pitando y cubriendo el paisaje con humo que ascendía al cielo fundiéndose con las nubes, y se escondían en otras, como escondiendo sus cargas. El tren de palo trepaba a la madrugada y se descolgaba en el ocaso. Sobre las cuatro de la mañana anunciaba con pito la partida de la estación la Capilla y en menos de tres cuartos de hora estaba quieto en Providencia.
El primer tren de pasajeros con techo rojizo con vagones verdes subía una hora después, y hacia el mediodía, otro por la misma línea férrea con más capacidad de arrastre, mas vagones y muchos pasajeros. Los que menos podían pagar, viajaban en el vagón pegado a la locomotora en sillas de madera, y los más pudientes, lo hacían en los últimos vagones con sillas en cuero.
El tren de palo transportaba carga. Reses, legumbres, cacao, café, leña, carbón vegetal, madera, bestias, materiales de construcción, maquinaria, etc. El color de los vagones era gris. Llevaba un vagón de pasajeros para los dueños de las cargas, pero en navidad, aumentaban los vagones para las personas que iban a las romerías a visitar a la Reina de Colombia, la Virgen de Chiquinquirá.
Pasaban por las veredas dos trenes para pasajeros en el transcurso del mes de diciembre. El de diario y el especial. Se diferenciaban por la potencia de las locomotoras, los colores de los vagones y el poder adquisitivo de los pasajeros. El tren común tenía vagones color verde y en madera. Y el tren especial tenia techo plateado y paredes rojas con estructura de hierro y lamina, igual al tren turístico que los fines de semana hace el recorrido entre la Estación Nacional en Bogotá hasta Zipaquirá. Este mismo tren fue conocido hasta finales de la década del setenta del siglo XX como “El tren del sol”.
Los trenes dejaron de circular por Santander en 1976, y con su desaparición llegó el abandono de las veredas en Santander, Boyacá y Cundinamarca, aumento la pobreza, el desempleo y la incertidumbre, condenadas muchas al ostracismo.
Mientras en Colombia mataron el sistema férreo, en Europa el tren es un medio de transporte vital en cada país y entre países.
En la época del tren, muchos vivíamos de ellos. Todo lo que se producía y se hacía se sacaba a las estaciones y se vendía a los pasajeros. En la capilla eran famosos los piquetes con gallina o carne asada. En Providencia, el balay[4], las almojábanas, los cítricos, la chicha, el guarapo y el guarrús[5]. En los robles, el queso con bocadillo y las cuajadas. En Garavito, las mantecadas y el queso de hoja. En saboyá las papas saladas con cerdo sudado En el Límite, las panelitas y las melcochas. En Chiquinquirá, los dulces blancos y rosados, así como los frutos secos. En Ubaté, los quesadillos. En Fuquene, la trucha y el pescado. En Lenguazaque, las papas con jeta. En Nemocón el bofe y las papas saladas con buche. En Zipaquirá la fritanga.
Los trenes no regresaron porque los buses y los camiones suplieron el servicio que se vio en quiebra por sus administradores: El Estado y su recua de políticos que se convirtieron en los dueños del transporte intermunicipal y nacional.
Sin el tren, abundó el desempleo. Ya no reclutaban campesinos como obrero en la línea férrea, ni para freneros[6], ni para conductores[7], ni para maquinistas[8], ni para ayudantes[9]. El desplazamiento a la capital se agudizo y las viviendas empezaron a ser habitadas por el gorgojo, las telarañas y el abandono. Los cultivos de café, caña, yuca y plátano fueron reemplazados por los potreros en los que hoy pastan ganados con una producción deficiente. Murieron las tiendas, restaurantes y pensiones que hubo en cada estación. Y desde entonces lo que se produce en el campo cayó en manos de los intermendiarios de las plazas de mercado de los municipios que lograron sobrevivir por el mal llamado progreso. Hoy cuarenta años después seguimos soñando que el tren retornará para no morir en el olvido como las mismas hermosas estaciones construidas imitando a la principal de la capital.
San Gil, diciembre 17 de 2014. [1] Barbosa es la primera ciudad que se halla en la ruta que une a Bogotá con Bucaramanga. A mediados de los años cincuenta del siglo XX fue la estación del tren de oriente. Hoy es el centro comercial de las provincias de Vélez, Cimitarra y Ricaurte en Boyacá.
[2] Es el caserío que está en la vereda del mismo nombre en Puente Nacional y a la que arribaban los gringos, los políticos y turistas que llegaban para el hotel Agua Blanca de la misma red vial.
[3] Fue un caserío que alcanzó a tener hospital, pensiones, almacenes, boticas, famas, templo, Inspección y base para la Policía. Forma parte de Puente Nacional
[4] El balay es un piquete envuelto en hojas de plátano protegido con un paño puesto en un canasto de caña de castilla. El piquete está compuesto de yuca, papa, arracacha, bore, plátano verde, carne cocinada y asada, una gallina, chorizos y sobrebarriga dorada. Es común aun en Puente nacional y Vélez.
[5] Es una bebida dulce a base de guarapo de caña y arroz
[6] Eran los obreros que trabajaban en los trenes de carga para movilizarla, arrumarla, cargarla y bajarla.
[7] Los conductores eran los empleados bien vestidos con quepis que se encargaban de cobrar los pasajes y recoger los tiquetes.
[8] El maquinista era el empleado que iba en la locomotora controlándola
[9] Eran las personas que ayudaban al maquinista, echaban a la hornilla el carbón o la leña