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viernes, 6 de julio de 2018

Venerada prepago


Siendo bebé merecía todas las consideraciones, pero quien la engendró, nunca apareció. Siendo niña tenía una mirada expectante y triste. Debió estudiar el bachillerato  rebuscándose la vida. Su desarrollo físico y psicológico la fue convirtiendo en una sensual y bonita adolescente: Con  1,75 metros de estatura, armoniosamente proporcionada, con una cabellera café que escondía delicadamente el dorso dominado por tiernos y voluptuosos volcanes, copos de algodón en el alba,  se miraban disimuladamente escondidos bajo blusa de seda verde esmeralda. 

Unía su tronco una cintura de  hormiga que caía perfecta en la masa pélvica, imposible de no contemplar. De ella, colgaban dos juveniles y simétricos vástagos torneados, adornados por llamativas rodillas que coronaban sus piernas congruentes en un todo perfecto, despertando admiración de los géneros, que a su paso encontraba, ya en la calle, ya en el colegio, ya en los hoteles, o el templo, al que aprendió a ir, desde niña, cada domingo a ofrendar sus alegrías y sus dolores al Cristo ahumado que luce esperanzado sobre las almas en pena postradas al madero que está al lado izquierdo de la entrada a la Capilla de piedra que sobresale en el jardín artificial que cubre los restos de los lugareños que se fundieron con la tierra en la ladera del cementerio del “rincón querido de mi tierra santandereana”, San Gil, Santander, Colombia.

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Nació en invierno, en una negra noche de tempestades. Fue recibida por la comadrona que se apiadó del sufrimiento de una joven de nombre Sofía, que se enteró, sería madre, una noche sin luna cuando se bañaba a platonadas en el lavadero del inquilinato donde su progenitora rentaba una pieza, igual que  otras geishas que vivían con  sus hijos, y encontró inflada su juvenil barriga.  

Sofía era hija de Catalina, otra joven mujer, que siendo volantona, llegó a Santa Rosa de Simití, desplazada con sus padres, desde la serranía de San Lucas, por las acciones militares del grupo alzado en armas en el que militaron dos curas convencidos que tomando las armas, liberarían a los pobres de los yugos que imponen los que acaparan las fértiles tierras o se lucran con coimas y saquean las arcas publicas ostentando el poder político y económico que  han concedido las sumas de votos que los mismos necesitados han intercambiado por tejas y mercados en las elecciones. 


Las penurias y el hambre, el medio y el ruido  propio de un puerto seco, sumado al anhelo de ropa y vestido, perfumes y alhajas, con el maltrato y  deseo carnal del padre, mas el silencio consentido de la madre, empujaron a Catalina a experimentar  intercambiando besos por regalos, caricias por monedas, sudor mal oliente de mineros borrachos que pagaban el triple de billetes de veinte mil, por un par de horas con una ingenua joven que simplemente buscaba colmar sus necesidades de vestuario y comida, como otras tantas chicas del creciente pueblo de colonos y mineros de origen diverso de las montañas colombianas.


Como cualquier trabajo, Catalina intercambiaba sucios billetes de manos de  hombres mayores, que cada fin de semana, bajaban al pueblo a vender, ya sea gramos de oro o kilos de cocaína, por caricias fingidas de una fresca mujer que solo buscaba trabajar para vestirse y participar algunos billetes a su sumisa madre que usualmente lloraba, sola y en silencio, mientras hacia malabares para poner en la mesa un plato de sopa a los ocho hermanos que habían llegado sin gusto y sin anhelo a construir un camino de espinas y piedras, sin guía y sin brújula buscando amaneceres,  sin hambre, sin sed y sin abrigo.


Transcurrió una sarta de meses, durmiendo de día y trasnochando de noche buscando billetes entre canciones y trago, bocanadas de humo y olor a marihuana, entre sabanas con olor a orín,  y queso rancio.

Resultó embarazada de un paisa que llegó del Bagre y la frecuentó pagando con generosidad el trabajo realizado, hasta cuando se enteró que uno de sus espermatozoides, había ganado la carrera por las intimidades de la desplazada campesina que había creído encontrar al macho que le ofrecería, además de caricias y atenciones, techo, amor  y hogar.


Del paisa se supo que anocheció y no amaneció, pues no regresó unas semanas después  de un mes de abril pasado por agua, dejando a Catalina nadando en llanto entre canciones que emulan las tristes historias de las abandonadas que narran que el tiempo y la distancia, son el remedio para olvidar a los ingratos que se jactan contando los hímenes rotos de niñas ingenuas que por unos billetes,  por un celular o una pinta barata, entregan la virginidad a varones que olvidan que nacieron de hembras y tienen hermanas, que, al igual que ellas, están en el baile de la vida sobre la ruleta de la compensación.


Catalina, como cualquier mujer; vergüenza, tristeza y dolor la embargaron, abandonando a Santa Rosa de Simití en una chalupa colmada de colonos  coqueros, pasajeros ocasionales sobre las aguas del gran río Colombiano hasta el puerto petrolero del país. 

Luego de dos horas cuidando la bolsa y perdiendo los pensamientos con las olas que dejaba a su paso la motorizada, arribó a Barrancabermeja entregando la carga en el puerto al delegado que continuaría con la ruta del polvo blanco que iba rumbo a puerto colombiano. El puerto bermejo es otro terminal en el que los pasajeros se esfuman tras sus intereses. La mujer con pocos meses de embarazo, arribó a la ciudad un poco mareada, malestar que superó con una fría limonada  restableciendo los ánimos para continuar la ruta trazada por la flota Cotransmagdalena hasta la bonita ciudad de los parques.


A Bucaramanga arribó al parque Centenario, en ese entonces, existía allí el terminal de transporte terrestre, y en sus calles y carreras aledañas, en las noches, bombillos rojos señalaban “la zona de tolerancia”. Y en ella,  abundaban, bares, pensiones baratas y casas de citas. A una de ellas, arribó Catalina buscando a una colega que meses antes había tomado la delantera a probar suerte en la capital del departamento de Santander.


Ellas, marcadas con la indiferencia y el desprecio social, actúan unidas y  solidarias entre sí. María Magdalena, la amiga, recibió a Catalina ofreciéndole espacio en la habitación del inquilinato que esconde madres abandonadas con niños pequeños que dejaban durmiendo mientras en las noches  salen, cual lechuzas, a buscar clientes; ya en el San Andresito, en las calles, o en un bar.  Difícil trabajo que  debió ejercer en una casa de citas para obtener ingresos y subsistir en la selva de cemento en la que los habitantes viven a las carreras, angustiados y hambrientos de pasajero afecto.


Las trabajadoras sexuales, es un gremio unido, y entre ellas, actúan como una hermandad para defenderse, ya del policía que las maltrata, las persigue y explota; ya del coyote, ya del depravado, ya de los que intentan volarse sin pagar el servicio, ya de los dueños de inquilinatos.  

Varias mujeres hicieron un baby shower  para apoyar a Catalina, que un par de semanas después, hizo trabajo de parto, acompañada por una comadrona que ocasionalmente acudía al trabajo más viejo del mundo para ayudarse cubriendo los gastos. 

La parturienta, ingiriendo aguas y recibiendo sabandijas, dos días de trabajo de parto realizó, y con dificultades, una niña parió que fue recibida con alborozo por María Magdalena y otras compañeras de oficio que estuvieron pendientes de la recién llegada del Sur de Bolívar; pero por causas no determinadas, Catalina murió. Dijeron algunas que una infección la mató. Otras arguyeron que el paisa, un maleficio le mandó para que no pariera a una criatura  que él, no deseó. 


La nieta de Sofía, huérfana quedó. Ni abuelos, ni tíos, ni el taita apareció a reclamar a la tierna niña, hija de minero que había partido sin huellas en la arena de la playa del gran río Magdalena. 

María Magdalena, fue una guerrera buscando el sustento para su hijo,  con llanto y dolor, soñando con una hija, insistió e insistió hasta lograr quedarse con  la naciente muñeca que empezó a criar con empeño y esfuerzo, y luego registró con su apellido en la ciudad de los parques. 

Cleopatra fue el nombre que le colgaron cuando la sumergieron en el río Girón en manos de un pastor evangélico, pues ningún cura católico le prodigó la bendición, por señalar a María Magdalena una pecadora, y a Cleopatra, hija del pecado.


La madre putativa triplicó la jornada de trabajo, ya en el inquilinato, ya haciendo aseos en el transcurso del día, ya en la casa de citas en horas nocturnas, y con ahorros y esfuerzos llevó a la mesa el sustento y a los cuerpos de los niños, el vestido, y a sus espíritus, el afecto de una madre que hacia todo y de todo para que los hijos no sufrieran las necesidades en las que ella, creció.


El compartir posada con otras familias, cada una en una pieza, compartiendo cocina, lavadero, patio de ropas y baño, es como poner comida a perros y a gatos. Levantar niños sin presencia del padre, generalmente encerrados en la pieza y algunas veces dejándolos jugar en el solar, con las comidas cuando había, es como levantar hienas  sin llevarlas al campo. Los niños incomodan a los otros inquilinos y el dueño o subarrendador de la casona, encuentra escusas para presionar a la madre, por los daños que causan los niños, para lograr recompensas sexuales, bajo la amenaza de no arrendar más la habitación.


Fernando y Cleopatra, desde los dos años, pasaban el día en un hogar del bienestar familiar en una casa del barrio en la que otra joven señora, convenio tenía para acoger varios niños mientras las madres trabajaban. Con limitaciones económicas, fueron al preescolar, luego a la escuela pública, espacios en los que los los medios hermanos socializaban con personitas de su edad. 

María Magdalena, junto con otras mujeres fueron reclutadas para laborar en otra ciudad en el mismo oficio en una casa conocida en San Gil como  “de la perdiz”.


María Magdalena y algunas colegas junto con otras familias que viven del rebusque en la plaza de mercado de la ciudad, fueron vinculados a una organización por un joven sindicalista vendedor de especias, quien en reuniones semanales y un plan de ahorro personal impulsó, logrando, entre todos, reunir un capital en la asociación de vivienda José Antonio Galán en honor al comunero que prestando servicio militar al servicio del rey de España en el fuerte de Cartagena, deserta para unirse a la causa de los comuneros en 1781 a un grupo de charaleños que se sumaron al ejercito en el municipio de Güepsa, Santander para marchar hacia Santa fe, derrotando, sin un tiro, a los españoles en Puente Real, cruce del Saravita en que por siglos la etnia muisca intercambiaba la sal y los granos de tierra fría con las mantas de algodón y legumbres de tierra caliente con la etnia guane. Fue lugar en que los españoles mejoraron la tarabita indígena y colocaron un puesto de recaudo de impuestos por el uso del camino indígena que fue apropiado por el Rey para convertirlo en el camino real por el que se transitaba la mercancía que llegó posteriormente por el río Magdalena hasta Barrancabermeja, y de allí, en recuas de mulas, fue transportada trepando las cordilleras oriental y central hasta lo que fue posteriormente la capital del virreinato.  


La asociación, mediante contrato privado de compraventa, compraron un predio rural, distante del casco urbano, un kilómetro en línea recta. Primero, por una servidumbre peatonal, todos los fines de semana y festivos, los asociados empezaron un trabajo comunal, que a la par de la apertura de la vía carreteable,  trazaron cuatro manzanas, se asignaron los lotes y con jornadas de mano prestada y un subsidio de vivienda, mas de cien familias que vivían en arriendo, lograron construir una casa con muros en bloque y techo en teja de barro con tres habitaciones dos baños y un pequeño solar, gracias a que el dueño de la tierra facilitó el pago sin intereses, convirtiéndose, en el tiempo, en la ciudadela José Antonio Galán con una área construida cuatro veces mayor al empezar la urbanización.


Fernando, al igual que Cleopatra, acudieron a la escuela; ya  jóvenes,  asistían regularmente al colegio público, y en la jornada contraria, él, hacia mandados en la tienda del barrio, y  a una que otra casquivana de la carrera once de la localidad. 

Cleopatra, mientras tanto, jugaba con muñecas de trapo o plástico que una caritativa señora con iguales necesidades, recogía en las noches entre la basura, siendo barrendera, guardiana sin futuro, una organización creada por una joven mujer que llegó a la ciudad desde una vereda de Charalá, y con empeño y tesón, un grupo de mujeres conformó para hacer el barrido y recolección de las basuras que los pobladores producen cada día, sin medida y clasificación. 

Fue reconocida la labor de esa flor del campo, que con apoyo de un militar que, orgulloso, contaba haber dado fin a Pablo Escobar; se hizo político y gobernador, y a ella, con nombre de cumplido, directora de la CAS, convirtió. Con tan mala suerte que pasados unos años en la cárcel terminó sindicada por peculado por apropiación y falsificación de documento privado sobre un contrato de arborización que se hizo a medias en tierras bermejas, cuyo ejecutante fue la misma organización de mujeres sin futuro que ella creó.


Fernando Y Cleopatra, a leer y escribir aprendieron en la escuela Pedro Fermín de Vargas, nombre de la institución en honor al ilustre sangileño, aventajado  alumno de José Celestino Mutis, primer economista de La Nueva Granada, en su tiempo; amigo personal de Antonio Nariño, miembro de la la gesta independentista latinoamericana.


Mientras María Magdalena habría las piernas y doblaba el espinazo buscando el sustento diario, los hijos crecieron entre bares y casas de citas, ollas de bazuco y escondites de cosas hurtadas; pero como toda madre que ama a sus hijos, siempre desea lo mejor para ellos, y que su misma vida de necesidades y limitaciones, no se repita en ellos, yendo al colegio para no repetir la historia de los abuelos.


Con notas cercanas a la media y registro de numerosas inasistencias a clase, los chinos los matricularon en un joven publico colegio con nombre de otro sangileño que se distinguió porque fue gobernador y alcalde, cafetero y medico. 

La media básica cursaron a troncas y a mochas con ayuda y apoyo de maestros mostradores de afecto que registraban sin prisa y sin dudas las ausencias de los hermanos en días u horas diferentes, a solicitud de la acudiente que en el registro de la institución no era María Magdalena.


Asumiendo el significado del nombre, Fernando siempre mostró perspicacia y audacia, ya en el jardín callejero de la carrera 20, ya en las calles que terminan en el río, ya en las riveras del mismo en las que junto con otros niños se sumergían en las sucias aguas, cloaca de la ciudad buscando pulseras de oro, monedas o metales para vender y para comprar chancletas de plástico o una pantaloneta, o poder disfrutar un helado casero de coco.

 Así como le crecieron los pies y el cuerpo se alargó mostrando débiles bellos, crecieron sus necesidades de Fernando. Fue utilizado como mensajero para hacer entregas personales a un dueño de una olla con fondo, cada vez mayor, que expendía vicio entre los usuales clientes de la carrera once que discurre paralela al río Fonce  atravesando el parque El Gallineral, tranquilo y lento, para precipitarse encajonado por los riscos que alguna vez fueron los pies de la villa de San Gil y la Nueva Baeza.

Fernando, con esfuerzos logró terminar el bachillerato mientras hacia mandados los fines de semana a algunos tenderos de la plaza de mercado de la ciudad. Nadando contra la corriente de quienes crecen en calles del infortunio e inquilinatos. El muchacho se ganó la confianza de una  verdulera  con puesto fijo en el mercado cubierto, y con trabajo y tesón, ahorro y empeño, logró montar su propio puesto  en la galería, y con el fruto de su trabajo, un hogar formó en casa propia de una ciudad blanca que algún tiempo fue bañada por polvo gris que pululaba en el aire contaminado de una cementera que fue rodeada con los años por viviendas de los obreros que alguna vez trabajaron en la fabrica que por muchos años fue bandera del desarrollo empresarial de la Perla del Fonce.

El hado maligno al circulo vicioso de sus antepasados a Cleopatra metió. La putativa madre la prostitución nunca dejó, y a la niña, estudiando, convirtió en prepago.

Regularmente a clase asistía, y cuando hambre tenía, Cleopatra plata pedía al profesor de español, quien conociendo su historia, para las onces. dinero daba a la estudiante que el grado octavo cursó.

Usuales eran los permisos que María Magdalena pedía en la coordinación para llevar a Cleopatra al hospital a un tratamiento en el que, supuestamente estaba para superar los trastornos y desmayos.

Un jueves del sexto mes del calendario escolar, Cleopatra abandonó  el aula sobre las nueve de la mañana con el permiso gestionado por la acudiente. Pero ese jueves la estudiante no regresó al colegio.

El noticiero radial del medio día anuncio un extra: Una joven mujer había muerto en un accidente de transito en la carretera central que une a San Gil con la primera entrada a Pinchote viniendo de El Socorro. 
  
La necropsia reveló que la joven, de unos quince años, había muerto al impactar su cabeza con una piedra. La crónica roja del vespertino “Qu´hubo” contó que la occisa había muerto al volar por el aire desde una moto en la que iba como parrillera con un  domiciliario al caer la rueda delantera del velocípedo en un hueco en el pavimento en la curva que cae a la quebrada en la que años después se hace torrentismo en el municipio donde bautizaron a la patriota Antonia Santos.

La fuerza estática de la motocicleta lanzó a la parrillera  a la vera de la carretera mientras ella contestaba una llamada celular. Posteriormente el moto-domiciliario contó que cumplía un servicio para trasladar a Cleopatra desde el sector de Fátima de la ciudad a unos amoblados que por unos años hubo cerca al acceso de entrada a la Granja el Cucharo que a finales del siglo XX fue zona de entrenamiento agrícola y pecuario para campesinos sin tierra que recibieron parcelas en la década del setenta  en el municipio en el que fue bautizada la guerrillera de Coromoro. 
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Agraciada y bien hablada, mas amigos que amigas, Cleopatra aprendió de su putativa madre, quien en las tardes vendía chance, a pronosticar el numero en el que caería la lotería que jugaba ese día y que los compradores de fortuna, creían que iba a caer en el numero que supersticiosamente la vendedora recomendaba para salir, sin esfuerzos, de las necesidades que acosan a los apostadores que creen que la riqueza no se amasa con trabajo y ahorro, sino que se logra atinando a un numero que cada semana una maquina determina al poseedor del boleto que por arte de magia los convierte en poseedores sin necesidades materiales, o en propietarios de unos billetes con los que sufragan las deudas por mercado en la tienda de la cuadra en la que pasan los días entre las luchas permanentes por el dinero para el diario vivir.


Por imitación, ropa y un celular, la joven Cleopatra con otras tantas niñas de la misma edad fueron convertidas en prepago que una vendedora de obleas en el parque La Libertad, vendía el servicio sexual a extranjeros y adultos, que ante los demás, eran reconocidos como personas “de bien”.


La trágica muerte de la adolescente conmovió a la ciudad. Motociclistas, taxistas, estudiantes y curiosos atiborraron la funeraria donde velaron por dos días los restos mortales de la estudiante con nombre de reina griega. Clientes, amigos o admiradores sin identificar, con  un grupo de vallenato y un mariachis acompañaron el cortejo fúnebre hasta el cementerio en donde la despidieron cual diva convertida dias despues en amuleto de la suerte.

La tumba de Cleopatra permanece con flores y es visitada todos lo días, -en especial, los lunes-  por quienes juegan al chance o compran lotería convencidos que otra vez el alma joven de la adolescente indicará el numero que esa noche los puede proveer del dinero para pagar deudas, comprar algún electrodoméstico, pagar las  polas de fin de semana, o tener efectivo para el mercado de la semana por comenzar.


Puente Nacional, Posada Eco turística La Margarita, junio 11 de 2018.


























sábado, 25 de marzo de 2017

El espanto vestido de novia


Estaba en la alborada de sus dieciocho años. Cada día transcurrido era un eterno amanecer, y sus noches, ocasión para transportarse al huerto de las hadas y sentirse contemplada por duendes amorosos y tiernos.

Fluía su belleza en su esbelto cuerpo de gacela guiado por unos ojos verdes, que al alba y en el ocaso, se tornaban verde esmeralda, y en el esplendor del día alternaban verde tropical, protegidos por pobladas cejas arqueadas que armonizaban sus ingenuas miradas, cual follaje, que obligaba, a varón que la contemplase, a fijarse en los labios pomarrosa delineados por la diosa venus que servían de alacena a remilgada nariz que florecía cual clavel en la jardinera de su rostro.



Valeria fue el nombre de pila que sus padres propusieron en el bautismo, y el cura, que administraba la pila del agua bendita, no objetó el nombre al contemplar la niña vestida cual azucena en brazos de la madre. 

Fue la cabeza de la progenie de una joven familia cuyo mástil  mayor ganaba el sustento operando maquinas tejedoras de tela para costales de fique, en los que se empaca aún, el café colombiano que sale de los puertos nacionales, mientras la joven madre, además de las responsabilidades de la casa, tejía y bordaba a mano, blusas, tendidos y camisas de uso exclusivo de las señoras distinguidas de la Perla del Fonce que dedicaban algunos fines de semana a brindar caridad y compañía esporádica a enfermos en caridad en el hospital local.

Trivias Venezuela: Espantos y Leyendas de Venezuela
La mayor de la familia recibía los cuidados a  rosas en ramillete en jarrón puesto en  la mesa de la sala. Era el amor consentido de Damián, el tejedor industrial. Era la niña de los ojos de la bordadora de blusas señoriales. Era la reina de la Virgen del Carmen de los vecinos asentados en  las cuadras que encausaron la quebrada la Magdalena para recolectar dinero en  bazares  pro-construcción del templo de Cristo Resucitado, la futura parroquia que administraría, con los años, el cementerio.


Por sus encantos físicos, sus modales, el gusto por la escritura y los libros, los padres hicieron el esfuerzo en mandarla a estudiar al colegio de las monjas de la Presentación de la Villa  para que se relacionase con niños provenientes de familias de reconocidos apellidos mochuelanos propietarios de colinas y riveras de las cintas azules del río y quebradas que se descuelgan serpenteando  cual musgo al Fonce.


Valeria cursó el bachillerato sin notorios reconocimientos académicos, pero con pomposa fiesta de quince años en el Club Campestre de la ciudad, pagada por cuotas y con intereses por el padre asociado a una cooperativa, de tantas que florecieron en los albores del cooperativismo en la región Guanentina  y comunera de Santander en Colombia, en las décadas sesenta y setenta del siglo pasado, y que hoy, forman el acerbo de la economía solidaria con reconocimiento internacional por el papel en el impacto de la economía regional.


La fiesta empezó a las siete de la noche un viernes de noviembre. Los padres de Valeria, en la escalera al salón principal, recibieron a los invitados y los fueron acomodando en las mesas previamente marcadas con los nombres y apellidos de los invitados.


A manteles blancos con carpetas rosadas y en sillas de madera revestidas con nieve y corbatín  rosado, se sentaron doncellas contemporáneas y volantones mozos estudiantes y egresados del egregio colegio San José de Guanentá, algunos acompañados por los padres que animaban a los sucesores a mantener o entablar nuevas amistades en ambos géneros.


Los oferentes invitaron a los mozos a engalanar la recepción portando una rosada rosa para dar comienzo a la presentación en sociedad de la quinceañera. 

Valeria apareció por la escalera, primorosa y bella, de gancho con Damián, quien estrenó el mejor paso, orgulloso de su hija, quien irradiaba felicidad en su expresión facial. 

Fueron recibidos con intensos y extensos aplausos mientras desfilaba oronda junto con el padre hasta la silla principesca en la que se acomodó la quinceañera dando comienzo a la ceremonia. Costumbre social en la que el padre le cambia los zapatos de niña por unas zapatillas de señorita; y la madre, le entrega una joya de mujer que simboliza la entrada de la niña a la pubertad. Luego sonó el vals, y Valeria lo empezó bailando con Damián, luego con los primos, y finalmente, con los demás invitados preseleccionados para la primera pieza bailable, terminando en vals con Demetrio, el chico que conoció desde niña en la básica, que estudió en el Colegio Nacional Guanentá y sus padres lo educaron posteriormente en la Escuela Militar General Santander.


Valeria terminó el bachillerato académico, y la empresa donde trabajaba Damián, la patrocinó para estudiar en el SENA, en Bucaramanga. 

Demetrio y Valeria se hicieron novios por misivas  que iban y venían cada semana por el correo nacional. Se veían y visitaban en vacaciones. Los escasos besos, los apretones de mano, las miradas furtivas fueron carbones que soplaron los contenidos de  las cartas escritas a mano con letra script por los enamorados. Él, interno en la escuela militar; y ella, en la casa de una tía materna que la cuidaba más que la madre.


Transcurría el bisiesto 1960, calendario que recuerda en Liverpool, ciudad inglesa,  la conformación  de la banda los Beatles, año eminente para  la construcción  del muro de Berlín en Alemania: Ese año, la semana santa cayó en abril, y los novios a la distancia, tenían la oportunidad de encontrarse por una corta semana, ya en las celebraciones religiosas, ya en la casa de la novia, ya en en bambi, cafetería frente a la capilla a San Vicente de Paúl. 

Demetrio pensaba en Valeria, día y noche. La soñaba rosando su piel con su piel, la sentía a su lado, ya de día, ya de noche. Su cara de muñeca la veía en las gotas de agua en la ducha, la imaginaba en las frías noches santafereñas calentando su cuerpo. 

Ella, vivía sin vivir en el aquí. Ella, en cada línea de los cuadernos en los que tomaba apuntes en clase, encontraba el perfume, los labios y las manos de Demetrio. Ella, soñaba día y noche viéndose casada y esposa de un militar en ascenso periódico por su desempeño profesional. Fue precisamente en esa semana santa del bisiesto que Demetrio le propuso matrimonio, y Valeria aceptó con condición y complacencia de Damían y Gloria, la madre.


En un almuerzo para matar la vigilia al diablo, organizado por los padres del novio, el sábado santo, Demetrio uniformado y formal, solicitó la mano de Valeria, quien acudió a la invitación con su familia. El compromiso se selló acomodando un anillo de oro de 24 quilates y una incrustación de esmeralda en el dedo anular izquierdo de la futura comprometida en medio de melodías colombianas de un trío que acudió al almuerzo para amenizar el compromiso.


Damían, decidió que la fiesta de bodas tenía que ser más pomposa que la realizada con motivo de los 15 años de Valeria, pues en esta segunda, debía florecer la etiqueta propia de compromiso con un militar. 

Gloria asumió el consentimiento del marido, y los dos acudieron al hogar de los padres de los novios para proponer el protocolo, el menú, las invitaciones, la bebida, la comida y la parranda para el casorio. Los padres de Demetrio escucharon la propuesta, mejoraron el menú, recomendaron el lugar, la Iglesia, el cura y el grupo musical. Y los cuatro, concertaron asumir los gastos de la fiesta, por partes iguales. El matrimonio se pactó, una vez ocurrido el ascenso a teniente, ceremonia que debía ocurrir en enero de 1963.


Ejerciendo como subteniente del ejercito, Demetrio estuvo en dos brigadas, y en ellas, patrulló en municipios recién declarados con presencia bandolera en tierras del Valle de Cauca. En su labor de salvaguarda, conoció otras niñas de la sociedad en Buga y Anserma. La responsabilidad de mando ocupó su tiempo y pobló sus pensamientos. Las cartas de amor disminuyeron, la frecuencia y el lenguaje idílico empezó a desteñirse en pocos renglones perdidos en los blancos de los otros, sin texto; pero su orgullo de militar y los recuerdos del primer amor, mantuvieron el compromiso que se afianzaba con el concurso de la prometida y los padres de los novios.


El vestido de novia para la boda, como el ajuar para la noche nupcial, fue cuidadosamente escogido por la prometida y la bordadora de blusas. El primero, fue ordenado confeccionarse en reconocidas modistas de apellido Castillo en la Villa de San Gil; y la seductora ropa interior, palo de rosa, fue buscado con esmero en la ciudad bonita, Bucaramanga. 

La casa de la confección junto con la novia escogieron un traje almendra de una sola pieza con straples con cierre de corsé, asimétrico y halagador para enaltecer la figura de gacela novia que, imaginado el peinado de la diosa romana, sería una reencarnación de venus.


Todo estaba listo: el ajuar de novia, la capilla contratada, el corista, el cura, el lugar de la recepción, las tarjetas de invitación previamente entregadas, los músicos, los recuerdos y el viaje de bodas. La música, la cena, la decoración y el carruaje tirado por alazán de raza árabe. 

Las conversaciones de los novios en el ultimo mes se mantuvieron los fines de semana con citación previa a la oficina de teléfonos. Demetrio esperaba el ascenso a teniente, reconocimiento militar que se efectuó en la misma escuela donde se graduó como oficial, pero ese mismo día fue notificado de un traslado a una base militar   en el Urabá antioqueño, al oeste del país.


El día del matrimonio con su parafernalia, llegó con un amanecer con nubarrones. La novia, por los nervios, tomó un desayuno frugal para estar con tiempo anticipado en el salón de belleza, lugar en  que manos femeninas exaltarían las líneas armónicas faciales de la novia quien regresó a casa, una hora antes.  

En casa de Gloria, había oscuras noticias provenientes de uno de los progenitores de Demetrio. El novio no había llegado a casa esa noche, previa a la boda. Se había esfumado en la despedida de soltero que le organizaron los compañeros de colegio con milongas contratadas donde Jorge Mora recién llegadas de la capital norte santandereana.


Valeria esperó y esperó. 

Llegó el jinete con el carruaje tirado por el caballo alazán y se plantó frente a la casa de la novia. 

Los curiosos de la calle de la Magdalena se sumaban y amontonaban sobre los andenes a la espera que la novia pasara trepada, cual amazonas en coche con estructura de madera con hierro forjado. Pasaron los minutos, y el novio no apareció en casa, señal para que los padres calmaran los nervios y tranquilizaran a Valeria.


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La novia se embargó en llanto. Se encerró en la habitación y decidió no hablar con nadie. Tampoco tomar agua y algún alimento. La decepción y la rabia se tomaron a la familia de Damián. La preocupación y la vergüenza, a la familia del novio. 

Llegó la noche, sin la fiesta, sin luna y sin miel; y después de ella, el amanecer con más dolor, más lagrimas y más heridas que fueron lacerando rápidamente la autoestima de la abandonada novia. 

El primer día después  del desplante, fue lluvioso y frío en la ciudad señorial de antaño. La novia se levantó de madrugada a tomar agua en la cocina, y en el cuarto de san alejo, buscó y encontró lo que había visto que su padre había colocado en una alacena un par de semanas antes de la pactada boda. 

Regresó a la habitación sigilosamente y se encerró de nuevo a revolcarse en su desdicha, a bañarse con lagrimas y a nadar en sus preguntas sin respuestas. 

Concluyó que el amor existe en los libros de las hadas, y ellas no acudieron a secar su llanto, a extirpar su dolor, a borrar su ira, y en especial, a calmar su angustia existencial; esa angustia que crecía en sus pensamientos al imaginar las burlas de los invitados a la boda. 

¡La decisión estaba tomada¡. 

¡Había que borrar lo que le atara al pasado¡. 

Había que evitar las preguntas en la calle, en el SENA, y las demás que le hicieran los mismos que estarían riéndose aún de la huida de Demetrio, que tampoco llamó ni escribió para dar una explicación. ¡Explicación que Valeria no estaba dispuesta a pedir, ni a oír¡. 

El gallo de la casa vecina iba para el tercer canto en esa madrugada del segundo día de la boda fallida, también fría como pared de tumba abandonada.


Valeria amaneció invadida de valor. No iba a echar atrás la decisión tomada esa misma noche, que debió ser la segunda en brazos de Demetrio, la segunda nadando en miel de un matrimonio anhelado; la primera de la primera semana como esposa feliz. El valor que sentía, la instó a convertir esa madrugada en la primera de su nuevo estado. 

En él, se imaginó saliendo como un suspiro apresurado de su cuerpo. Se vio vestida de novia en un ataúd de cedro con flores blancas hermosamente dispuestas en coronas llorando al cielo. Se vio rodeada de sus amigas y amigos  llorándole, los mismos que se burlaron por el desplante sufrido. 

Vio a Demetrio empañado en lagrimas abrazando arrepentido, su ataúd. Vio a las centenares de personas que acompañaron a Damián y a Gloria en su dolor. Y vio amontonarse a los vecinos de la calle de la Magdalena, unos curiosos, otros llorando mientras sus familiares cargaban el féretro a la capilla donde se realizarían sus honras fúnebres. 

Con ese valor que dominada su mente y su corazón tomó con calma y rapidez  el vaso con agua, en el cual, previamente había echado el polvo total del sobre sin abrir que Damián había escondido en la lacena del cuarto de los chécheres: un sobre con estricnina.

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Desde entonces en las noches de noviembre y diciembre, cuentan los trasnochadores y borrachos que ascienden por las calles que se funden en la carrera once sin dejar rastro sobre el río Fonce para aparecer de nuevo trepando a la montaña, al otro lado del caudal, que por la calle de la Magdalena, ven subir lenta y levitando hacia el cementerio un vestido de novia color almendra que entra  por la puerta lateral del campo santo acompañado de un llanto lastimero y triste que se esfuma con las brisas que acarician las tumbas abandonadas y sin flores del cementerio sangileño que le fue negado a los restos de Valeria por no enfrentar el destino que debió asumir para darse otra oportunidad.


San Gil, marzo 22 de 2017.






 


Gilberto Elías Becerra Reyes nació, vivió y murió pensando en los otros.

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