"Como ya es usual, detrás de cada idiota siempre hay una gran mujer". John Lenon.
Tuvo nueve hijos y sigue siendo señorita. Transcurridos noventa años, así se le saluda y reconoce en la vereda Jarantivá de Puente nacional.
El padre de sus hijos nunca los reconoció, pero él, murió a la merced del hijo mayor de Ana Elvia. Ella, no tuvo tierra, ni casa propia, pero cuidó de sus padres y sus siete hijos que viven para contar esta historia, pues dos, murieron al nacer.
No tuvo esposo quien le ayudara a levantar a los retoños, pero si, un par de canastos en los que vendía amasijos que cada tarde amasaba con sus manos para ofrecer a los pasajeros, al otro día, en cada tren que subía o bajaba por la estación de Providencia en el municipio de Puente nacional, Santander, Colombia. Tampoco tuvo en sus haberes, vacas, pero amasaba deliciosas almojábanas, y en las escasas dos hectáreas de sus padres, florecían sementeras para alimentar a más personas vecinas.
Se descolgaba sin descanso por las pendientes por el mismo camino que cruzaba perpendicular a la estación, y trepaba antes del medio día por el mismo camino con los canastos vacíos en sus largos brazos. Lucía siempre erguida, cual jirafa, llevando en cada codo un canasto con amasijos hermosamente encarrados y dispuestos para que no se desbarataran atados en un paño de algodón pintado con rosas rojas y flores verdes.
Negros eran sus vestidos como su abandono marital. Un delantal negro con flores blancas cubría siempre su escultural humanidad. Sus azabaches ojos brillaban como luceros bajo el sombrero de fieltro de ala pequeña que siempre lucía, cual bella campesina orgullosa de su condición. Delgado y alto era su cuerpo, cual eucalipto a la vera del camino, que trepaba altivo y sereno por el camino real que conduce desde Puente Nacional hasta Santa Sofía en Boyacá. Su color de piel semeja aún, el de las tejas de barro de la casa de adobe donde desea vivir los últimos años, construida con esmero y paciencia por sus mayores a la vera derecha del camino haciendo ángulo con la callejuela que posa sobre las aguas mansas de la quebrada Jarantivá y que sirve de testigo de la importancia infantil que tuvo en la zona el poso de la nutria, un recodo del manantial en los que alguna vez los niños nadaban a la par con estos animales que fueron cazados por su piel para hacer bolsos para los pertrechos de los cazadores que cada fin de semana pululaban vigilantes por los espesos montes que cuajaron los legendarios robles que cayeron silenciosos ante el filo de las hachas para convertirlos en carbón vegetal que se tranzaba en Chiquinquirá por productos de primera necesidad.
Ana Elvia es su nombre y Beltrán su apellido. El mismo que tienen sus hijos quienes desde niños debieron rebuscarse la vida; pero como Dios no desampara al pobre, fue bendecida con dos hijos mayores varones que ayudaron a cuidar, no solo a Ana Elvia y a sus padres, sino a las simpáticas hermanas volantonas que tenían en casa el oficio de moler el maíz y recoger la leña en los potreros de las parcelas vecinas para hornear los amasijos y las almojábanas. Ellas, las Beltrán, jugaban con el maíz y los mararayes en cada San Pedro; gozaban del aprecio y admiración de los mozos de la región, quienes las abordaban en el camino a la escuela, sin que Guillermo Y Rafael se percataran. Fueron bautizadas con nombres compuestos que fueron grabados en la piedra de la loma que contempla el laudo transcurrir de las aguas de la quebrada Jarantivá. Flor Marina fue la mayor, tenía piel trigueña, ojos pardos y cuerpo de gacela; Blanca Doris, decía Ana Elvia, se había dorado en el horno; María Raquel era la mas delgada pero fue madre de hijos blancos con ojos pardos; Nohemí y Yolanda fueron las raspas, y quienes tuvieron mejores oportunidades para cambiar el destino en el que nacieron.
Los amasijos puentanos son elaborados con harina de maíz amasados con mantequilla de leche vacuna y una pizca de sal, sin polvo de hornear y con gotas de chirrinche. Se hornean a baja temperatura, luego de las almojábanas que requieren mas calor.
Los lunes en la plaza de marcado son ofertados los amasijos por mujeres campesinas encargadas de fabricar con sus manos, además las almojábanas, las arepas, las galletas, el ponqué, la mantecada y el quesillo de hoja, que en sabor y suavidad, no tiene que envidiarle al ponqué Ramo y a los productos Alpina. Los amasijos y demás son las golosinas autóctonas de esta tierra del torbellino, el requinto y el bocadillo veleño en la que ningún emprendedor los ha industrializado aun.
Alfonso Pardo fue el padre de los hijos de Ana Elvia, un apasionado anapista que improvisaba sus discursos sobre una mesa en cualquier espacio campesino. Siempre vestía de pantalón negro de paño y camisa blanca de manga larga. Usaba sombrero gris de ala corta y portaba revolver trinquete al cinto. Recorría los caminos en un caballo blanco ataviado con aperos negros. Vivía solo y hacia todos los oficios de la casa, desde ordeñar y sembrar pasto hasta lavar y cocinar sus alimentos. Hacía en secreto los quesos de hoja, que por su textura, color y sabor, tenían un costo mayor y solo se vendían en tiendas de conservadores en Puente Real de Vélez.
Nunca fue visto en la casa donde crecieron sus hijos. Ellos no sintieron el calor de sus manos ni el abrazo de un padre, incluso el saludo fue negado muchas veces y el regalo de navidad, fue el desprecio y la indiferencia.
Alfonso fue un reconocido orador de la provincia de Vélez que defendió las ideas del General Rojas Pinilla en la plaza pública. Murió a la merced del hijo mayor, quien lo recogió y cuidó los últimos años de vida en Barranquilla, la ciudad que adoptó a Guillermo León Beltrán.
El amor que Ana Elvia brindó a sus hijos fue suficiente para que, ellos hoy, cuiden de ella, igual que Guillermo León Beltrán, el hijo mayor, veló por sus hermanas desde niñas. Ana Elvia Beltrán cumple este agosto de 2017, noventa años de vida, y su anhelo es vivir en la casa donde nació y crió a sus hijos y a la que llegan los fines de semana sus 24 nietos y los 14 biznietos.
La casa de campo de los Beltrán esta posada en una leve loma cuyo frente mira al amanecer dando la espalda a las corrientes de viento que en las tardes calan los huesos. Fue levantada en adobe y su diseño y construcción es igual a las viviendas de la época en la vereda, siendo hoy un valor arquitectónico que los mismos habitantes no reconocen como tal, aun. Las casas tienen cuatro caídas cubiertas por teja de barro, son rectangulares están conformadas por dos piezas y la cocina. Tienen como pilotes columnas de arrayán y como amarres vigas de encenillo y cucharo; sus pisos eran de tierra y sus techos de caña de castilla que se ve amarrado con cuan, un lazo de una paja resistente que crecía en los paramos con el cual hoy se tejen artesanías coloridas que identifican la tierra del reino de la madre de Colombia, la virgen de Chiquinquirá.
Toda casa tiene un corredor guindado por columnas a la vista, y en la casa de los Beltrán, de la viga atravesada y de las columnas, desde el camino se veían los canastos suspendidos, y ante la imaginación de un niño esos canastos tenían el tesoro que colmaba el hambre pero estaban vigilados por dos canes negros como el hollín que aun cubre las paredes de la cocina familiar que, adrede ha sido conservada como testigo de lo que eran las cocinas en las casas de la zona.
Guillermo León, de mandadero a policía, de civil a ganadero.
Guillermo Beltrán estando en ejercicio militar, fue alguna vez edecán en el reinado de Barranquilla.
14 días antes del triunfo de Jorge Eliecer Gaitán en las elecciones para el congreso de Colombia, ese martes 2 de marzo de 1948, después que el sol se ocultó en las montañas de Albania, luego de un trabajo de parto animado por la partera, Veroca Gómez, en una sencilla cama de bareque, la joven Ana Elvia dio a luz el primer hijo de su pecado amoroso. Rubén, el abuelo del primogénito estuvo pendiente en la loma del frente en el Rancho de los Ruiz, para no mostrar la alegría que sentía al escuchar el primer llanto del nieto de su única hija.
A un hijo de un político había que diferenciarlo de los otros niños de la campiña con el nombre de otro político que hacía sus pinos incendiarios en el parlamento colombiano. Lo bautizaron con el nombre de Guillermo León, en honor al político del mismo nombre que en marzo de 1962 fue electo presidente del país, y quien implementó una política de odio bajo la premisa que el país estaba avocado al crecimiento del bandolerismo, al que persiguió dando origen a las fuerzas revolucionarias de Colombia, Farc que en 2017 firman los acuerdos de paz considerados en el momento como un ejemplo en el mundo.
Guillermo León desde niño creció con la dureza del abuelo Rubén y con el ejemplo de la madre que solo tenía tiempo para trabajar buscando la comida para los hijos que se vinieron añeritos como las cosechas de papa, perdidas por la ausencia del agua en la floración.
Fue a la escuela rural de Providencia, y allí, debió al terminar cada jornada escolar, defenderse a mano limpia de quienes se burlaban de él por ser bastardo y por tener el nombre de un rico terrateniente presidente conservador de origen payanes. Aunque los niños no están bien informados de los asuntos políticos, imitan a los mayores en sus gustos y preferencias. Guillermo león y su amigo de niñez, Custodio González, aprendieron a hacer pistolas de fisto usando como cañón el tubo de una sombrilla que montaban sobre una culata tallada por ellos mismos en galapo que ensamblaban con alambre dulce y engrudo de maíz; usaban como municiones pepas de platanillo que apertrechaban con fibra de fique y tacaban con un palo de pino. Las hechizas armas las portaban por el camino y las escondían en los matorrales cercanos a la escuela junto con las flechas y las pepas de guayaba que usaban en los enfrentamientos en los caminos contra los niños del lado liberal. Guillermo no terminó el quinto de primaria porque su profesora (http://naurotorres.blogspot.com.co/2015/01/rita-la-maestra-asesina.html) abandonó el trabajo para irse a bandolerear con Efraín González, el “tío”.
El abuelo y Ana Elvia lo entregaron a Agustín Torres para que le enseñara a trabajar, pues él había sido militar. Con él, estuvo varios años hasta cumplir los quince, abandonando la vereda convencido que podría mejorar la suerte que había tenido su amigo de la escuela, Custodio González, quien contaba que era oficinista en la estación central del tren en Bogotá.
Guillermo León, como otros de su edad, empacó sus chiros en una caja y se fue a probar suerte a la capital. Se coló en el tren en el sitio de los Andes, una media rotonda que hacia el ferrocarril para abandonar lentamente las tierras santandereanas y planear hasta entrar a los limites con Boyacá. Al anochecer llegó a Bogotá. Allí, sentado en una banca esperó el amanecer para encontrar a su amigo, el oficinista; pero solo hasta pasadas las siete de la mañana del siguiente día fue sorprendido con el trabajo que hacía Custodio González, en vez de escritorio tenía como espacio para trabajar los amplios corredores y baños de la estación, y como maquina de escribir, un trapero; y como canastilla para el papel usado, un balde con agua para lavar la herramienta de trabajo. Al verle en el oficio, a Guillermo se le murieron las ilusiones de trabajar en la capital. En ese entonces, ese oficio era visto como una vergüenza masculina.
Para entrar a trabajar al ferrocarriles nacionales se requería de palanca política. Guillermo León, no la tenía, pues su putativo padre que era político, siempre estuvo en la oposición del gobierno; entonces, recordó el consejo de su protector quien le había anunciado que si no lograba amañarse en la capital, se fuera para los llanos orientales a probar suerte. El hijo de Ana Elvia, al verificar la mentira del amigo González, no se vio pintado en el mismo oficio, y de inmediato le pidió al mismo que le dijera a donde quedaba la Flota La Macarena, autobús que cogió hacia las diez de la mañana y al anochecer arribó a Castilla la Nueva, un incipiente poblado colonizado por santandereanos de Jesús María y Puente Nacional en el municipio de Guamal, Meta.
Luego de ocho horas de viaje, bajó en la agencia de la flota, entró a la casucha de madera en donde funcionaba la única tienda alumbrada con una lámpara de gasolina marca Coleman, y allí encontró a quien buscaba. Iba con la ilusión de trabajar haciendo finca al lado del hermano de Agustín Torres, y hasta que cumplió los 18 años trabajó con Luis Roberto Torres. Este hombre bajo de estatura con fuerza de un toro y genio atravesado, viendo que el chino era responsable y juicioso, decidió cumplirle el sueño que tenía. El sueño de ser policía como lo había sido su primer protector. Luis Roberto Torres lo presentó al compadre Fidel Quintero, quien era suboficial y facilitó las influencias para que Beltrán entrara a prestar servicio y hacer el curso para carabinero en la policía Nacional en Villavicencio.
Guillermo León se hizo a pulso. Trabajó desde niño, y cuando alcanzó la mayoría de edad alcanzó su sueño de ser policía, y aunque no vivió con el padre, aprendió de él a cubrirse con la sombra de un buen árbol.
Fue muy amigo de comandantes y generales, y luego de pensionarse antes de cumplir los 40 años, logró cosechar un patrimonio que triplica el número de reses que pastan en los potreros del municipio de Puente Nacional, pueblo al que regresa en cada navidad cargado de regalos para los niños que aún viven en cinco veredas que él, recorrió de niño jornaleando para ayudar con el pan para el hogar de las Beltrán.
Guillermo León, nació y vive trabajando. Tiene tres hijos y la pasa viajando y haciendo negocios, oficio que aprendió desde niño con el ejemplo de Ana Elvia. Cuenta que actuando como guarda espalda de una rica finquera de Chitaraque, invirtió en marranos, sin tener donde levantarles; luego invirtió en terneros sin tener finca. Cuando viajaba de un lugar a otro, compraba algo para vender a donde llegaba. Cuando iba para la costa compraba enjalmas en Oiba, tomate y panela en San Gil, logrando cubrir los gastos de viaje y ahorrar algún dinero.
La señorita Ana Elvia regresa a su casa paterna cada vez que la trae alguno de sus hijos. Tiene alientos para alcanzar el siglo, gracias al positivismo que siempre mostró ante las dificultades de la vida, gracias al empeño y al amor conque hacia sus amasijos y a la dignidad que siempre ha mostrado y al respeto que se ha ganado, pues nunca mendigó comida para sus numerosos hijos, ni demandó protección ni deberes del Pardo que sigue siendo el amor eterno de su existencia terrenal. Alfonso Pardo fue un varón de amores varios; a una linda campesina la dejó embarazada, la niña nació y como el señor no respondió por sus obligaciones, la joven mujer le dejó la niña a su cuidado, quien se vio obligado a conseguir una conserje, que a la postre, también la embarazó, contó Yolanda, la hija menor de Ana Elvia. Luz fue el nombre de la única hija que vivió al lado del prolífico padre, a quien el mismo Guillermo León, guió para que fuera única dueña de los haberes del político del Urumal.
Colombia está poblada de Anas Elvias, personas anónimas que nunca serán noticia pero están en los recuerdos de sus descendientes por el tesón de una madre y padre a la vez, aportaron ciudadanos trabajadores al país poblado cada vez más por hijos con padres como Alfonso.
San Gil, julio 22 de 2017
NAURO TORRRES Q.