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sábado, 25 de marzo de 2017

El espanto vestido de novia


Estaba en la alborada de sus dieciocho años. Cada día transcurrido era un eterno amanecer, y sus noches, ocasión para transportarse al huerto de las hadas y sentirse contemplada por duendes amorosos y tiernos.

Fluía su belleza en su esbelto cuerpo de gacela guiado por unos ojos verdes, que al alba y en el ocaso, se tornaban verde esmeralda, y en el esplendor del día alternaban verde tropical, protegidos por pobladas cejas arqueadas que armonizaban sus ingenuas miradas, cual follaje, que obligaba, a varón que la contemplase, a fijarse en los labios pomarrosa delineados por la diosa venus que servían de alacena a remilgada nariz que florecía cual clavel en la jardinera de su rostro.



Valeria fue el nombre de pila que sus padres propusieron en el bautismo, y el cura, que administraba la pila del agua bendita, no objetó el nombre al contemplar la niña vestida cual azucena en brazos de la madre. 

Fue la cabeza de la progenie de una joven familia cuyo mástil  mayor ganaba el sustento operando maquinas tejedoras de tela para costales de fique, en los que se empaca aún, el café colombiano que sale de los puertos nacionales, mientras la joven madre, además de las responsabilidades de la casa, tejía y bordaba a mano, blusas, tendidos y camisas de uso exclusivo de las señoras distinguidas de la Perla del Fonce que dedicaban algunos fines de semana a brindar caridad y compañía esporádica a enfermos en caridad en el hospital local.

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La mayor de la familia recibía los cuidados a  rosas en ramillete en jarrón puesto en  la mesa de la sala. Era el amor consentido de Damián, el tejedor industrial. Era la niña de los ojos de la bordadora de blusas señoriales. Era la reina de la Virgen del Carmen de los vecinos asentados en  las cuadras que encausaron la quebrada la Magdalena para recolectar dinero en  bazares  pro-construcción del templo de Cristo Resucitado, la futura parroquia que administraría, con los años, el cementerio.


Por sus encantos físicos, sus modales, el gusto por la escritura y los libros, los padres hicieron el esfuerzo en mandarla a estudiar al colegio de las monjas de la Presentación de la Villa  para que se relacionase con niños provenientes de familias de reconocidos apellidos mochuelanos propietarios de colinas y riveras de las cintas azules del río y quebradas que se descuelgan serpenteando  cual musgo al Fonce.


Valeria cursó el bachillerato sin notorios reconocimientos académicos, pero con pomposa fiesta de quince años en el Club Campestre de la ciudad, pagada por cuotas y con intereses por el padre asociado a una cooperativa, de tantas que florecieron en los albores del cooperativismo en la región Guanentina  y comunera de Santander en Colombia, en las décadas sesenta y setenta del siglo pasado, y que hoy, forman el acerbo de la economía solidaria con reconocimiento internacional por el papel en el impacto de la economía regional.


La fiesta empezó a las siete de la noche un viernes de noviembre. Los padres de Valeria, en la escalera al salón principal, recibieron a los invitados y los fueron acomodando en las mesas previamente marcadas con los nombres y apellidos de los invitados.


A manteles blancos con carpetas rosadas y en sillas de madera revestidas con nieve y corbatín  rosado, se sentaron doncellas contemporáneas y volantones mozos estudiantes y egresados del egregio colegio San José de Guanentá, algunos acompañados por los padres que animaban a los sucesores a mantener o entablar nuevas amistades en ambos géneros.


Los oferentes invitaron a los mozos a engalanar la recepción portando una rosada rosa para dar comienzo a la presentación en sociedad de la quinceañera. 

Valeria apareció por la escalera, primorosa y bella, de gancho con Damián, quien estrenó el mejor paso, orgulloso de su hija, quien irradiaba felicidad en su expresión facial. 

Fueron recibidos con intensos y extensos aplausos mientras desfilaba oronda junto con el padre hasta la silla principesca en la que se acomodó la quinceañera dando comienzo a la ceremonia. Costumbre social en la que el padre le cambia los zapatos de niña por unas zapatillas de señorita; y la madre, le entrega una joya de mujer que simboliza la entrada de la niña a la pubertad. Luego sonó el vals, y Valeria lo empezó bailando con Damián, luego con los primos, y finalmente, con los demás invitados preseleccionados para la primera pieza bailable, terminando en vals con Demetrio, el chico que conoció desde niña en la básica, que estudió en el Colegio Nacional Guanentá y sus padres lo educaron posteriormente en la Escuela Militar General Santander.


Valeria terminó el bachillerato académico, y la empresa donde trabajaba Damián, la patrocinó para estudiar en el SENA, en Bucaramanga. 

Demetrio y Valeria se hicieron novios por misivas  que iban y venían cada semana por el correo nacional. Se veían y visitaban en vacaciones. Los escasos besos, los apretones de mano, las miradas furtivas fueron carbones que soplaron los contenidos de  las cartas escritas a mano con letra script por los enamorados. Él, interno en la escuela militar; y ella, en la casa de una tía materna que la cuidaba más que la madre.


Transcurría el bisiesto 1960, calendario que recuerda en Liverpool, ciudad inglesa,  la conformación  de la banda los Beatles, año eminente para  la construcción  del muro de Berlín en Alemania: Ese año, la semana santa cayó en abril, y los novios a la distancia, tenían la oportunidad de encontrarse por una corta semana, ya en las celebraciones religiosas, ya en la casa de la novia, ya en en bambi, cafetería frente a la capilla a San Vicente de Paúl. 

Demetrio pensaba en Valeria, día y noche. La soñaba rosando su piel con su piel, la sentía a su lado, ya de día, ya de noche. Su cara de muñeca la veía en las gotas de agua en la ducha, la imaginaba en las frías noches santafereñas calentando su cuerpo. 

Ella, vivía sin vivir en el aquí. Ella, en cada línea de los cuadernos en los que tomaba apuntes en clase, encontraba el perfume, los labios y las manos de Demetrio. Ella, soñaba día y noche viéndose casada y esposa de un militar en ascenso periódico por su desempeño profesional. Fue precisamente en esa semana santa del bisiesto que Demetrio le propuso matrimonio, y Valeria aceptó con condición y complacencia de Damían y Gloria, la madre.


En un almuerzo para matar la vigilia al diablo, organizado por los padres del novio, el sábado santo, Demetrio uniformado y formal, solicitó la mano de Valeria, quien acudió a la invitación con su familia. El compromiso se selló acomodando un anillo de oro de 24 quilates y una incrustación de esmeralda en el dedo anular izquierdo de la futura comprometida en medio de melodías colombianas de un trío que acudió al almuerzo para amenizar el compromiso.


Damían, decidió que la fiesta de bodas tenía que ser más pomposa que la realizada con motivo de los 15 años de Valeria, pues en esta segunda, debía florecer la etiqueta propia de compromiso con un militar. 

Gloria asumió el consentimiento del marido, y los dos acudieron al hogar de los padres de los novios para proponer el protocolo, el menú, las invitaciones, la bebida, la comida y la parranda para el casorio. Los padres de Demetrio escucharon la propuesta, mejoraron el menú, recomendaron el lugar, la Iglesia, el cura y el grupo musical. Y los cuatro, concertaron asumir los gastos de la fiesta, por partes iguales. El matrimonio se pactó, una vez ocurrido el ascenso a teniente, ceremonia que debía ocurrir en enero de 1963.


Ejerciendo como subteniente del ejercito, Demetrio estuvo en dos brigadas, y en ellas, patrulló en municipios recién declarados con presencia bandolera en tierras del Valle de Cauca. En su labor de salvaguarda, conoció otras niñas de la sociedad en Buga y Anserma. La responsabilidad de mando ocupó su tiempo y pobló sus pensamientos. Las cartas de amor disminuyeron, la frecuencia y el lenguaje idílico empezó a desteñirse en pocos renglones perdidos en los blancos de los otros, sin texto; pero su orgullo de militar y los recuerdos del primer amor, mantuvieron el compromiso que se afianzaba con el concurso de la prometida y los padres de los novios.


El vestido de novia para la boda, como el ajuar para la noche nupcial, fue cuidadosamente escogido por la prometida y la bordadora de blusas. El primero, fue ordenado confeccionarse en reconocidas modistas de apellido Castillo en la Villa de San Gil; y la seductora ropa interior, palo de rosa, fue buscado con esmero en la ciudad bonita, Bucaramanga. 

La casa de la confección junto con la novia escogieron un traje almendra de una sola pieza con straples con cierre de corsé, asimétrico y halagador para enaltecer la figura de gacela novia que, imaginado el peinado de la diosa romana, sería una reencarnación de venus.


Todo estaba listo: el ajuar de novia, la capilla contratada, el corista, el cura, el lugar de la recepción, las tarjetas de invitación previamente entregadas, los músicos, los recuerdos y el viaje de bodas. La música, la cena, la decoración y el carruaje tirado por alazán de raza árabe. 

Las conversaciones de los novios en el ultimo mes se mantuvieron los fines de semana con citación previa a la oficina de teléfonos. Demetrio esperaba el ascenso a teniente, reconocimiento militar que se efectuó en la misma escuela donde se graduó como oficial, pero ese mismo día fue notificado de un traslado a una base militar   en el Urabá antioqueño, al oeste del país.


El día del matrimonio con su parafernalia, llegó con un amanecer con nubarrones. La novia, por los nervios, tomó un desayuno frugal para estar con tiempo anticipado en el salón de belleza, lugar en  que manos femeninas exaltarían las líneas armónicas faciales de la novia quien regresó a casa, una hora antes.  

En casa de Gloria, había oscuras noticias provenientes de uno de los progenitores de Demetrio. El novio no había llegado a casa esa noche, previa a la boda. Se había esfumado en la despedida de soltero que le organizaron los compañeros de colegio con milongas contratadas donde Jorge Mora recién llegadas de la capital norte santandereana.


Valeria esperó y esperó. 

Llegó el jinete con el carruaje tirado por el caballo alazán y se plantó frente a la casa de la novia. 

Los curiosos de la calle de la Magdalena se sumaban y amontonaban sobre los andenes a la espera que la novia pasara trepada, cual amazonas en coche con estructura de madera con hierro forjado. Pasaron los minutos, y el novio no apareció en casa, señal para que los padres calmaran los nervios y tranquilizaran a Valeria.


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La novia se embargó en llanto. Se encerró en la habitación y decidió no hablar con nadie. Tampoco tomar agua y algún alimento. La decepción y la rabia se tomaron a la familia de Damián. La preocupación y la vergüenza, a la familia del novio. 

Llegó la noche, sin la fiesta, sin luna y sin miel; y después de ella, el amanecer con más dolor, más lagrimas y más heridas que fueron lacerando rápidamente la autoestima de la abandonada novia. 

El primer día después  del desplante, fue lluvioso y frío en la ciudad señorial de antaño. La novia se levantó de madrugada a tomar agua en la cocina, y en el cuarto de san alejo, buscó y encontró lo que había visto que su padre había colocado en una alacena un par de semanas antes de la pactada boda. 

Regresó a la habitación sigilosamente y se encerró de nuevo a revolcarse en su desdicha, a bañarse con lagrimas y a nadar en sus preguntas sin respuestas. 

Concluyó que el amor existe en los libros de las hadas, y ellas no acudieron a secar su llanto, a extirpar su dolor, a borrar su ira, y en especial, a calmar su angustia existencial; esa angustia que crecía en sus pensamientos al imaginar las burlas de los invitados a la boda. 

¡La decisión estaba tomada¡. 

¡Había que borrar lo que le atara al pasado¡. 

Había que evitar las preguntas en la calle, en el SENA, y las demás que le hicieran los mismos que estarían riéndose aún de la huida de Demetrio, que tampoco llamó ni escribió para dar una explicación. ¡Explicación que Valeria no estaba dispuesta a pedir, ni a oír¡. 

El gallo de la casa vecina iba para el tercer canto en esa madrugada del segundo día de la boda fallida, también fría como pared de tumba abandonada.


Valeria amaneció invadida de valor. No iba a echar atrás la decisión tomada esa misma noche, que debió ser la segunda en brazos de Demetrio, la segunda nadando en miel de un matrimonio anhelado; la primera de la primera semana como esposa feliz. El valor que sentía, la instó a convertir esa madrugada en la primera de su nuevo estado. 

En él, se imaginó saliendo como un suspiro apresurado de su cuerpo. Se vio vestida de novia en un ataúd de cedro con flores blancas hermosamente dispuestas en coronas llorando al cielo. Se vio rodeada de sus amigas y amigos  llorándole, los mismos que se burlaron por el desplante sufrido. 

Vio a Demetrio empañado en lagrimas abrazando arrepentido, su ataúd. Vio a las centenares de personas que acompañaron a Damián y a Gloria en su dolor. Y vio amontonarse a los vecinos de la calle de la Magdalena, unos curiosos, otros llorando mientras sus familiares cargaban el féretro a la capilla donde se realizarían sus honras fúnebres. 

Con ese valor que dominada su mente y su corazón tomó con calma y rapidez  el vaso con agua, en el cual, previamente había echado el polvo total del sobre sin abrir que Damián había escondido en la lacena del cuarto de los chécheres: un sobre con estricnina.

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Desde entonces en las noches de noviembre y diciembre, cuentan los trasnochadores y borrachos que ascienden por las calles que se funden en la carrera once sin dejar rastro sobre el río Fonce para aparecer de nuevo trepando a la montaña, al otro lado del caudal, que por la calle de la Magdalena, ven subir lenta y levitando hacia el cementerio un vestido de novia color almendra que entra  por la puerta lateral del campo santo acompañado de un llanto lastimero y triste que se esfuma con las brisas que acarician las tumbas abandonadas y sin flores del cementerio sangileño que le fue negado a los restos de Valeria por no enfrentar el destino que debió asumir para darse otra oportunidad.


San Gil, marzo 22 de 2017.






 


Gilberto Elías Becerra Reyes nació, vivió y murió pensando en los otros.

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