jueves, 18 de agosto de 2016

Antonio, el zupias



Los otros niños  de la escuela lo señalaron de cobarde y miedoso, de incapaz y niña. Antonio bien lo sabía, no era cobarde, ni miedoso, ni incapaz ni le gustaba jugar con las muñecas y asumió y logró con éxitos las pruebas que le ponían los niños montadores de la escuela de las quintas, casas en madera y teja de cinc en las que pernoctaban los ingenieros y administrativos de la red vial nacional de la ruta del oriente colombiano.


 Hombre campesino en Granada, Sucre | Fotografía: José Manjar… | Flickr
En los meses lluviosos de abril y mayo los derrumbes sobre el ferrocarril se multiplicaban, igual las cuadrillas de obreros para sacarlos a pica y pala para no entorpecer el paso de trenes y auto ferros que bajaban y trepaban las montañas santandereanas con pasajeros y cargas para la capital colombiana. 

El derrumbe en la peña de Jiménez ubicada en la parte media de las estaciones de El Guayabo y Providencia fue mayúsculo incluyendo rocas y piedras de gran tamaño que una cuadrilla especializada logró despejar en dos días usando dinamita y trabajando día y noche para normalizar el paso de los trenes.

Un obrero de nombre Rafael se llevó a escondidas un par de tacos de dinamita a su casa. El tenía un par de hijos en la escuela y uno de ellos estudiaba con Antonio. Entre la peña de Jiménez y la casa de Rafael se descolgaba la quebrada Jarantivá que daba de beber a las locomotoras impulsadas con la combustión del carbón mineral, y en ella existió un pozo amplio y poco hondo al que ocasionalmente acudían familias a hacer el paseo de olla y los estudiantes a celebrar el fin del año escolar.


Pascual, el hijo de Rafael invitó a Antonio un domingo al medio día  a bañarse en el tinajo; al paseo se unieron otros muchachos de igual edad. Luego de nadar, preparar unas yucas cocinadas con asadura que compraron en una de las pesas de la estación del tren, hicieron pruebas de resistencia y valentía entre ellos, el salto al pozo desde la clavellina, una carrera desde el chorro hasta el muro que atajaba el agua formando una represa que surtía los tubos de cobre forrados con neme por los que iba el agua al tanque de aluminio que descansaba sobre tres rieles de hierro que tenía una capacidad de 20 metros cúbicos de agua y del cual dependía una manguera de cinco pulgadas fabricada en cuero que introducían en el tanque para refrigerar y producir el vapor y la energía que impulsaba las locomotoras del tren.

Pascual tenia su guardado, cuando ya iban a terminar las pruebas, desafió a Antonio a fumarse un tabaco mostrando varias unidades que repartió entre los muchachos del paseo asegurándose del cigarro que daba a Antonio. La competencia consistía al que lo prendiera primero y lo fumara en menos tiempo prendiéndolo con un tizón de leña de arrayán que se quemaba lentamente en el improvisado fogón en el que prepararon el cocinado de yuca y asaron las viseras de res. La competencia empezó cuando todos prendieron el tabaco y empezaron a succionar con los labios. Antonio hizo lo propio pero su tabaco era un poco mas grueso y en vez de hacer ceniza y humo, estalló.


Antonio perdió sus dientes superiores e inferiores, sus labios, parte de las encías y de la lengua. Fue trasladado por una gasolina del inspector del tren hasta el hospital de Chiquinquirá en donde le hicieron los remiendos que en ese entonces se podían hacer en cirugía. Pasaron los meses y Antonio regresó a la vereda donde sus padres, quienes no gastaron ni un centavo en asuntos médicos, pues la empresa ferroviaria asumió los gastos.

Antonio no volvió a la escuela y se convirtió en jornalero desde la pubertad. De perfil se le veía su cara con una hendidura como boca y de frente como un hueco de un tronco viejo. Gangueaba para comunicarse, entraba en ira cuando se burlaban de su condición, mas cuando estaba borracho, vicio que lo fue consumiendo con los años y lo apodaron “Antonio zupias” como se le conocía entre los escuelantes.

Un domingo en la tarde se fue con sus guarapos en la cabeza a buscar leña a uno de los potreros aledaños  a la casa de Ascensión Gamba en donde le daban posada. Esa tarde Antonio no llegó con el palo de leña para preparar los piquetes que Ascensión vendía en un canasto en la estación del tren. Imaginaron que había terminado mas borracho en la casa de Pedro Nel Bohórquez. El lunes tampoco apareció Antonio, no fue a trabajar en donde tenía el compromiso, y Pedro Nel, confirmó de su no presencia en su predio rural.  El  día martes el campesino Agustín Torres bajó al potrero ubicado pasos abajo del rancho de Ascensión Gamba a dar sal a sus animales observando unos chulos merodeando en uno de los zanjones que bañaba el potrero. Agustín pensó que uno de sus semovientes había muerto en el zanjón. Los contó por seguridad y notó que no le faltaba ninguno. Corrió a ver donde los chulos hacían el trabajo de reciclaje natural, y encontró el cuerpo de Antonio.
 

Fotografía cortesía de Domingó.


Estaba boca abajo, y sobre la nuca, tenía un morón viejo de arrayan que llevaba para rajar y servir de energía para que doña Ascensión Gamba preparara los balay que vendía a los pasajeros del tren todos los días. Antonio murió ahogado sin darse cuenta y sin sufrir pues estaba borracho, estado que le permitía olvidar lo ocurrido en el pozo del tinajo para no dejarse ganar de sus compañeros escuelantes, Pascual vivió con su guardado protegido con el silencio de los testigos y Antonio, desde entonces fue visto como el zupias de la región cuyos hermanos de genero recordaban en las tiendas refrescando la garganta con amargas  burlándose del infortunio del niño que no le tuvo miedo a los otros niños que imponían picardías como desafíos para burlarse del mas débil entre los débiles.



Puente Nacional, finca La Margarita, junio 10 de 2016.

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