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jueves, 3 de noviembre de 2016

Homenaje a la madre muerta



“Auras del Fonce” fue una revista del Colegio San José de Guanentá a mediados del siglo pasado. Tengo en mis manos una colección incompleta de unos veinte ejemplares, que además de informar, es una autentica muestra de la riqueza literaria de la época.

He tomado de la 362 del numero 46 del año XI en  circulación de agosto 3 de 1934, el discurso  escrito por José Manuel Prada con ocasión del día de la madre proclamado en el cementerio de la villa del Fonce, por el alumno del grado 6o. de ese entonces, hoy equivalente del grado 11o  del sistema educativo colombiano.

Lo traigo al presente para que el lector compare en la redacción los resultados de la formación en el lenguaje, en ese entonces, a la que reciben hoy los estudiantes con mas materias en el pensum que días de la semana.


Quienes no tienen en sus haberes esenciales la presencia física de la madre es, esta ocasión una oportunidad para recordarla. Y quienes hoy tienen la fortuna de contar con la madre viva, den gracias al Altísimo por esa bendición. Y quienes la tienen y la conservan en el cuarto del olvido sirva este texto como una excusa para retomar los lazos del afecto y la conciliación. En Santander hay un dicho: “ madres solo hay una, un padre puede ser cualquier bolsón”.


Ante la muerte como fenómeno inevitable de la vida, ese apetito humano por el tener y acumular y esa indiferencia ante el sufrimiento humano de los otros, esa valentía que ha llevado a muchos al cementerio, los humanos terminamos en igual condición, nacimos sin nada y nada se lleva con la muerte. Solo quienes han desarrollado la espiritualidad y creen en la trascendencia tienen la fe que vuelven a la luz de donde provinieron.

“Henos hoy aquí ante la playa del eterno río, ante esa playa que el dolor sombrea, en esa playa en la que tantos seres queridos, náufragos en el mar borrascoso de la vida, han venido a perecer. Aquí declina el sol de la existencia humana entre el arrullo triste y lúgubre del silencio, entre el soñar de los melancólicos árboles, entre las oraciones de los seres piadosos y entre el llanto de los seres que aman; aquí reposan los restos de los seres que nos fueron caros y que la parca muerte los arrancó de este mundo para transportarlos  envueltos en cendales de luz a las alturas, aquí señores termina la ardua tarea de una vida; aquí la flor que ayer aparecía lozana  en el bello jardín de la existencia, mustia y desojada pasa a ser el alimento de la madre tierra; aquí mueren las ilusiones terrenales, los honores, la pompa, la opulencia; pero aquí también señores, se eleva un himno a la inmortalidad , al amor, al recuerdo.

Hoy  venimos aquí donde la tristeza habita; venimos a ofrendar a las madres muertas, una oración que unida al “deprofundis” del silencio se eleve a las alturas; hoy llenos de dolor, los que sabemos lo que significa la perdida de un ser querido como es la madre, y llenos de temor los que aún no saben ¡cuan cruenta es la pena que  experimenta el alma¡  Cuando ese ser  a quien dotó el altísimo de ternura sin par se aleja de la vida, penetramos a este recinto a orar y a meditar y a llorar por las madres que ayer cruzaron con nosotros, siendo nuestra dicha y ventura, y el frío soplo de la muerte las alejó hacia mundos de perpetua claridad y de gloria.

Señores: entonemos el canto del recuerdo y cubrámonos con el manto de la evocación: dejemos que esa madre aparezca hoy mas que nunca reflejada en la pantalla de la añoranza, y después de rogarle que desde la eternidad nos guíe, unamos una oración al llanto y roguemos por ellas al compás del dolor que nos traspasa.

Trasladémonos por medio de la imaginación a nuestra tierra natal y allí contemplaremos, los que hemos perdido a nuestra madre, esa fría loza que guarda un corazón que se incidió en amor, y allí oraremos y con el llano que el dolor desgrane, empaparemos la tumba de esa mujer que fue para nosotros, la esencia del cariño concentrado, un lucero caído de la altura y una rosa enviada de los cielos. Ellas no han muerto, viven con nosotros y guían nuestra frágil existencia hacia el puerto feliz de la eternidad.


Mas, señores, hay un consuelo: para los que sabemos amar nunca hay ausencia pues sabemos valernos del recuerdo para penetrar mas allá de la muerte, más allá del silencio, mas ella del olvido. Para nosotros esa madre que ayer alzo vuelo hacia la altura,  a diario vive en nuestra mente y a diario recibe el tributo de nuestro amor allá en lo profundo del alma, amor que se manifiesta con la evocación o con el llanto que es el único digno de ofrendarse en el altar purísimo del alma.

Oremos pues, por ellas, y lloremos por ellas y digamos: “Que las que viven gocen de la paz y el honor, y las que ya murieron, que las bendiga Dios”.

Una vez leído e imaginado, sentido y admirado, el lector gozará con sus propias conclusiones que invito comparta con los demás dejándolas en un comentario”.
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San Gil, octubre 18 de 2015

El parasitismo del plagio intelectual

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