naurotorres.blogspot.com

viernes, 27 de marzo de 2015

CITEO CUCHARAS, el del rostro con tristeza infinita.


Hubo una vez un viejo que levantó su familia con maíz, la talla a mano de cucharas de naranjo y con implorar caridad en los centros de peregrinación promovidos en la región por los frailes dominicos.

Cinco mujeres y un varón fueron sus obligaciones, quienes nunca se avergonzaron del viejo. Era de mediana estatura, con cara en forma de grano de maíz y tez de maíz tostado. Cubría la cabeza con sombrero de fieltro con ala tan corta como las alas de un avacado. Sus ojos azabaches  que se perdían entre las arrugas, iluminaban la tristeza y su rostro cuando saltaba taciturno usando las tres patas entre piedras, barrancos y píchales del empinado camino indígena de la sal, la miel y las ollas que usó siempre para llegar a su casa.

Siempre vistió de paño, ya negro, gris o caqui. Portaba con hidalguía el saco de paño con corte de la época que hacía juego con el pantalón también de paño con rayas. Del saco con mangas cortas sobresalía siempre el puño de la camisa tejida en algodón virgen, y despuntaba, por debajo de las mangas del pantalón, siempre arremangado, el calzoncillo largo de amarrar al dedo grande del pie que resaltaba sobre la vestimenta de colores pesarosos, el limpio color de los copos de algodón.

Tenía tres patas. Dos pies insignificantes y una pata terminada en punta de hierro. En el pie derecho siempre le vi un aseado alpargate con suela de cuero confeccionado en el Socorro que amarraba con cinta negra de seda; mientras que el pie izquierdo se escondía bajo un paño blanco que cubría la gasa que siempre protegía la extremidad desde el dedo meñique hasta mas arriba de la rodilla. Su extremidad izquierda siempre cuidó de no tocar la tierra, la cual doblaba como escuadra hacia tras, que al verlo de perfil, semejaba un pisco de tres patas.

Mientras que la pata que le servía de palanca, de apoyo, de defensa, la había confeccionado él mismo con palos de naranjo que lijó con pedazos de vidrio de las botellas que rompían los borrachos que en las tiendas de vereda se burlaban del viejo, cuando silencioso y pausado, trepaba o se descolgaba por el azaroso camino de su existencia llevando siempre su su giba de los años,   una pretérita mochila tejida en fique en tiempo de matusalén. 

Pero esta pata tenía una particularidad. Particularidad que otros le temían. La muleta estaba ensamblada por él mismo en un pedazo de tubo de 3/4 de pulgada que la hacía resistente al uso y se convertía en arma de defensa cuando los mayores, siempre burlones y ofensivos, despectivamente desafiaban al viejo a correr para hacerlo tropezar y oírlo quejar del dolor que sentía su pie de escuadra al golpearse contra las piedras del pedregoso camino de su trajinar mundano.

Siendo niño, el viejo no fue bautizado con nombre bíblico como los demás de la comarca, pero su humanidad tenía la agilidad del Chirlomirlo, ave de corto vuelo que abundaba en el humedal que Dios le prodigó muy cerca al rancho para que no tuviera que traer el agua desde lejos. Lo bautizaron con un nombre sin significado, tal vez para que nadie le recordara.

Citeo fue su nombre. Nombre que recuerdo con afecto y admiración  porque siendo niño nos permitió soñar y reconocer que el burlarse de los demás hace mas daño que los garrotazos de la pata de palo de Citeo.

Citeo caminó  sus ultimas décadas en muletas. Había perdido una extremidad hasta la rodilla por causa no precisa.

Unos decían que le habían picado el rastro. Otros que le habían amputado un pie por comer dulce de niño. Lo único cierto es que era un viejo cojo con un rostro de tristeza infinita y con unos diminutos ojos que solo brillaban cuando se encontraba con los niños que no lo ofendían en el camino de su existencia. 

Iba de finca en finca buscando palos sarazos de naranjos viejos que imploraba que le regalaran, a cambio de una docena de cucharas como contraprestación. Tallaba, con sus callosas y arrugadas manos, las cucharas y cucharones de palo de naranjo, usando pedazos de cuchillos y de vidrio.

Los lunes en Puente Nacional, los martes en Saboyá, los miércoles en Chiquinquirá, Citeo ofrecía en el marcado sus cucharas y cucharones.


Y en las fiestas del Señor de Los Milagros, en Guavatá; la fiesta la Virgen del Carmen, en Leiva y el 24 de diciembre en Chiquinquirá, Citeo se convertía en limosnero; pero en el mes previo a las fiestas de San  Juan y San Pedro, era quien proveía de mararayes a las tiendas de vereda. Los mayores las compraban para jugar a las apuestas y a las casitas. Proveía a las tenderas,  las maras  y canicas para jugar competiendo en todas las edades.

Los eneros vendía lápices y lapiceros. Los abriles vendía  cocas. Los junios, los mararayes y canicas. Los agostos, las cometas.  Los octubres, los trompos y en los diciembres, los pitos, las maracas y folletos con villancicos.

Resultado de imagen para niños campesinos en colombia jugando

Citeo bajaba por el camino con su capotera tejida en fique llena de cucharas, y cuando trepaba de regreso a casa,  la mochila iba cargada de maíz blanco blandito. Materia prima que su esposa e hijas usaban para hacer amasijos, hoy llamados colaciones que vendían sus hijas en la estación cuando los trenes trepaban  o descolgaban por las montañas, dejando con el humo que emanaban las locomotoras, una oración que subía al cielo en forma de tornado, y con su pitar, el revoleteo de las aves.

Citeo murió de tristeza una noche fría y lluviosa de mayo de 1976 cuando el tren no regresó.

No pudo  volver a vender sus cucharas ni a traer maíz para los amasijos. La hijas de Citeo fueron las primeras en emigrar, luego los demás jóvenes de las familias que derivaban el sustento con las ventas en las estaciones del tren, tanto en Santander como en Boyacá, generándose el segundo desplazamiento del campo a la capital luego de la guerra entre godos y liberales.

Y desde entonces, los desplazamientos se han originado por ausencia del Estado o por culpa de él, pues el tren era un servicio publico que propició desarrollo y al suspenderlo, trajo ostracismo y marginación en los campos por donde se paseaba orondo facilitando los sueños de quienes todos los días veíamos trepar o desprenderse cual cien patas por los montes y valles de Colombia.

  

Las hijas de Citeo se desplazaron  a Bogotá, el nido de desplazados de Colombia. Allí, guerreando en las ventas lograron formar y sacar adelante a sus familias ejerciendo, inicialmente el comercio informal, y ahora pagando impuesto a un Estado ajeno a los habitantes del campo que siempre han sido las victimas de la displicencia y avaricia de quienes ostentan el poder.

Desde entonces busco cucharitas de palo de naranjo en las plazas de mercado para recordarle a mis hijos que en Colombia, hay millones de pobres que viven dignamente con sus hijos con el producto de labores humildes pero bellas.


lunes, 23 de marzo de 2015

Los amasijos de Ana Elvia, una mujer cabeza de familiar que es un ejemplo

 

 
"Como ya es usual, detrás de cada idiota siempre hay una gran mujer". John Lenon.
Tuvo seis hijos y sigue siendo señorita. El padre de sus hijos nunca los reconoció, pero murió a la merced del hijo mayor de Elvia. No tuvo tierra, ni casa pero vio de sus padres. No tuvo esposo que le ayudara a levantar a sus hijos, pero si, un par de canastos en los que vendía amasijos que cada tarde amasaba para ofrecer al otro día en cada tren que subía o bajaba por la estación de Providencia. Tampoco tuvo en sus haberes, vacas, pero fabricaba deliciosas almojábanas, y en las escasas dos hectáreas de sus padres florecía sementaras para alimentar a más personas de la familia.

Bajaba sin descanso en las mañanas por el mismo camino a la estación. Siempre erguida cual jirafa llevando en cada mano sus canastos cargados de amasijos. Negros eran sus vestidos como su abandono marital. Delgado es su cuerpo de color igual al de las tejas de barro de la casa de adobe construida con esmero y paciencia por sus mayores a la vera derecha del camino que desde Puente Nacional trepa a las tierras frías de la misma jurisdicción pasando por Quebrada negra vía a Santa Sofía en Boyacá.

Ana Elvia es su nombre y Beltrán su apellido. El mismo que tiene sus hijos que desde muy jóvenes debieron rebuscarse la vida con la bendición que los dos mayores fueron varones que ayudaron a cuidar, no solo a Ana Elvia y a sus padres, sino a las simpáticas hermanas volantonas que tenían en casa el oficio de moler el maíz y recoger la leña en los potreros de las parcelas vecinas para hornear los amasijos.

Los amasijos puentanos son a base de harina de maíz amasados con mantequilla de vaca y una pizca de sal, sin polvo de hornear y sin saborizantes. Se hornean con bajo calor luego de las almojábanas. Los lunes en la plaza de marcado son ofertados por mujeres campesinas encargadas de fabricar con sus manos, además de los amasijos y almojábanas, las arepas, las galletas, el ponqué y la mantecada, que en sabor y suavidad, no tiene que envidiarle a Ramo. Los amasijos y demás son las golosinas autóctonas de esta tierra del torbellino y el requinto en la que ningún emprendedor los ha industrializado aun.

Alfonso Pardo fue el padre de los hijos de Ana Elvia, un apasionado anapista que improvisaba sus discursos pronunciándolos desde una mesa. Siempre vestía de pantalón negro de paño y camisa blanca de manga larga. Usaba sombrero gris de ala corta y revolver trinquete al cinto. Recorría los caminos en un caballo blanco. Vivía solo y hacia todos los oficios de la casa, desde ordeñar y sembrar pasto hasta lavar y cocinar sus alimentos. Hacía en secreto los quesos de hoja, que por su textura, color y sabor, tenían un costo mayor y solo se vendían en tiendas de conservadores en el Puente Real de Vélez.
Nunca fue visto en la casa donde crecieron sus hijos. Ellos no sintieron el calor de sus manos ni el abrazo de un padre, incluso el saludo fue negado muchas veces y el regalo común fue el desprecio.

Alfonso fue un reconocido orador de la provincia de Vélez que defendió las ideas del General Rojas Pinilla en la plaza pública. Murió a la merced del hijo mayor, quien lo recogió y cuidó los últimos años de vida en Barranquilla.
El amor que Ana Elvia brindó a sus hijos fue suficiente para que ellos hoy cuiden de ella, igual que Guillermo Beltrán, el hijo mayor, veló por sus hermanas. Guillermo se hizo a pulso. Trabajó desde niño, y cuando alcanzó la pubertad alcanzó su sueño de ser policía, y aunque no vivió con el padre, aprendió de él a cubrirse con la sombra de un buen árbol.

Fue muy amigo de comandantes y generales, logrando cosechar un patrimonio que triplica el número de reses que pastan en los potreros del municipio de Puente Nacional, pueblo al que regresa en cada navidad cargado de regalos para los niños que aún viven en cinco veredas en que él recorrió de niño jornaleando para ayudar con el pan para la hogar.

La señorita Ana Elvia regresa a su casa de campo cada vez que la trae alguno de sus hijos. Tiene alientos para alcanzar el siglo, gracias al positivismo que siempre mostró ante las dificultades de la vida, gracias al empeño y al amor conque hacia sus amasijos.

Colombia está poblada de Anas Elvias, personas anónimas que nunca serán noticia, pero con el tesón de una madre y padre a la vez, aportan ciudadanos trabajadores al país poblado cada vez más por hijos con padres como Alfonso.


NAURO WALDO TORRES QUINTERO
San Gil, diciembre 18 de 2014
 
POR FAVOR AGRADEZCO UN COMENTARIO A LO LEIDO

















El parasitismo del plagio intelectual

  El apropiarse de los méritos de otro u otros, el copiar y usar palabras e ideas de otros y sustentarlas o escribirlas como propias y usa...