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jueves, 12 de mayo de 2022

Magdalena, la animera.

 

“Hay quienes no temen a los muertos, porque han aprendido a abrazar sus almas.”

En un rincón polvoriento del Magdalena Medio, donde el río serpentea con heridas abiertas por la guerra, vivía Magdalena, una mujer de rostro curtido por la brisa caliente y los suspiros de los ausentes. Nadie supo nunca de dónde venía, como si hubiera brotado de la misma tierra dolida, parida por el silencio y los clamores del monte.

La llamaban la animera, porque tenía por costumbre rezar por las almas sin nombre, por los cuerpos que el río devolvía sin voz ni historia. Mientras otros corrían del espanto, ella se arrodillaba junto a los huesos, tejía oraciones con el murmullo del viento y cubría los restos con flores silvestres, como si fueran coronas de dignidad.

Su casa, una choza de bahareque, era altar y refugio. En las paredes colgaban escapularios desteñidos, velones derretidos y un crucifijo de palo, roído por la humedad, que parecía llorar cada vez que traían otro cuerpo hallado en la maleza. Magdalena no preguntaba por el pasado de los muertos. Para ella, todo ser humano tenía derecho a un adiós.

Dicen que hablaba con las ánimas en las madrugadas, que las oía suspirar en el humo del fogón o tocarle las trenzas cuando el gallo aún no cantaba. A cambio, los espíritus le confiaban secretos, revelaban los sitios donde dormían los desaparecidos, y ella acudía con su pala y su rezo a darles reposo.

No recibía paga ni buscaba reconocimiento. Su alma era un cántaro lleno de compasión, y su oficio sagrado, invisible a los ojos del mundo, era redimir el olvido. En los cementerios sin lápidas, ella plantaba cruces de madera y escribía con carbón una palabra que nunca se borraba: Presente.

Cuando Magdalena partió, nadie encontró su cuerpo. Algunos dicen que se la llevó el río para devolverla a su origen. Otros creen que ahora camina entre los vivos y los muertos, guiando a las madres que aún buscan a sus hijos, o susurrando consuelo en las noches cuando el miedo vuelve.

Pero los que conocieron su paso por la tierra saben una verdad profunda: Magdalena no murió. Se volvió alma peregrina, oración encarnada, memoria viva. Y en cada cruz sin nombre, su espíritu reza.

 

 


Mujer, verso sagrado de la tierra

  "El amor no tiene edad, siempre está naciendo". Blaise Pascal.   ¡Contempla, caminante, la silueta que amanece! ¡Deté...