“Hay quienes no temen a los muertos, porque han aprendido a
abrazar sus almas.”
En un rincón polvoriento del Magdalena Medio, donde el río
serpentea con heridas abiertas por la guerra, vivía Magdalena, una mujer de
rostro curtido por la brisa caliente y los suspiros de los ausentes. Nadie supo
nunca de dónde venía, como si hubiera brotado de la misma tierra dolida, parida
por el silencio y los clamores del monte.
La llamaban la animera, porque tenía por costumbre
rezar por las almas sin nombre, por los cuerpos que el río devolvía sin voz ni
historia. Mientras otros corrían del espanto, ella se arrodillaba junto a los
huesos, tejía oraciones con el murmullo del viento y cubría los restos con
flores silvestres, como si fueran coronas de dignidad.
Su casa, una choza de bahareque, era altar y refugio. En las
paredes colgaban escapularios desteñidos, velones derretidos y un crucifijo de
palo, roído por la humedad, que parecía llorar cada vez que traían otro cuerpo
hallado en la maleza. Magdalena no preguntaba por el pasado de los muertos.
Para ella, todo ser humano tenía derecho a un adiós.
Dicen que hablaba con las ánimas en las madrugadas, que las
oía suspirar en el humo del fogón o tocarle las trenzas cuando el gallo aún no
cantaba. A cambio, los espíritus le confiaban secretos, revelaban los sitios
donde dormían los desaparecidos, y ella acudía con su pala y su rezo a darles
reposo.
No recibía paga ni buscaba reconocimiento. Su alma era un
cántaro lleno de compasión, y su oficio sagrado, invisible a los ojos del
mundo, era redimir el olvido. En los cementerios sin lápidas, ella plantaba
cruces de madera y escribía con carbón una palabra que nunca se borraba: Presente.
Cuando Magdalena partió, nadie encontró su cuerpo. Algunos
dicen que se la llevó el río para devolverla a su origen. Otros creen que ahora
camina entre los vivos y los muertos, guiando a las madres que aún buscan a sus
hijos, o susurrando consuelo en las noches cuando el miedo vuelve.
Pero los que conocieron su paso por la tierra saben una
verdad profunda: Magdalena no murió. Se volvió alma peregrina, oración
encarnada, memoria viva. Y en cada cruz sin nombre, su espíritu reza.