Al mirarla distante y de frente
semejaba un bulto de vasijas de barro arrumadas entre una mochila de fique; Al
contemplarla distante y por el dorso se veía andar mesurado y lentamente un
montón de ollas de barro encarradas de mayor a menor volumen. Al verla de
perfil semejaba una canguro cargando en el lomo un bojote de leña larga.
De cerca era una mujer de
estatura media, tez blanca, ojos cafés, nariz remilgada y rostro con una
belleza natural propia de las damas del reino. Usaba sombrero de fieltro con
ala corta; debajo de él, descolgaba un pañolón negro tejido con hilo negro
brillante que cubría el delantal negro con flores blancas de abotonar a la
espalda que junto con la falda de algodón color azabache iba hasta los
tobillos, mientras el pañolón solo cubría la humanidad hasta las rodillas.
Asegurando el pañolón, guarecido por el sombrero, sobre la frente caía un
pretal tejido en fique cuyas dos puntas abrazaban la mochila y soportaban el
peso de la carga de ollas facilitando el equilibrio de la carguera para no caer
en el camino real de las ollas y la miel. De la mano derecha pendía un canasto
tejido en chin, y en él, entre paja seca posaba una canastada de huevos rojos
de gallina casada. En la mano izquierda el gemelo canasto, rebosado de arepas,
quesos y amasijos de maíz debidamente envueltos en paños de algodón colorido.
Los senos de la caminante silenciosa estaban escondidos bajo una blusa de seda
rosada que se ahogaba bajo una atravesada manta de hilo que unía a la criatura
con la madre en una unidad armónica que pocos imaginaban que en el regazo
adherido llevaba al menor de los hijos que alimentaba ocasionalmente con leche
materna. Y arriando, iba un manso jumento cargado igual con vasijas de barro
para intercambiar en el mercado por yuca, plátano, miel, panela, naranjas y
pomarrosas, tal como lo hacían los antepasados indígenas muiscas que los
cronistas españoles que acompañaron a Gonzalo Jiménez de Quesada denominaron,
moscas por la cantidad que encontraron poblando a la provincia de Vélez y las
sabanas cundiboyacenses.
Como Nicasia, otras decenas de
mujeres moscas bajaban desde Ráquira hasta Puente Nacional cada domingo por el
camino de las ollas y la miel formando una procesión como mi padre se imaginaba
viendo a las benditas almas acompañándolo por el mismo camino cuando regresaba
del mercado, beodo, ya a pie o a caballo.
Los muiscas eran matriarcales;
era la madre quien trasmitía la línea de sangre a la descendencia. Era quien
hacia la labranza e intercambiaba los productos; y desde entonces son ellas
quienes hacen el mercado y venden las verduras en las plazas, actividad que aun
se puede apreciar en las plazas de Vélez, Moniquirá y Chiquinquirá.
Los blancos, aristócratas y
encomenderos en la época de la colonia se referían a los indígenas como
perezosos y holgazanes, No reconocieron que para los nativos de estas tierras
el trabajo no era una mercancía; el descanso, la diversión, la parranda y las
obligaciones religiosas tenían prelación sobre el tener para acumular y el trabajar
para otros.
Puente Nacional, Ecoposada La
Margarita, noviembre 1º de 2.020.