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sábado, 16 de julio de 2016

Romelia y la casa de lata



Nació con los afectos de una madre piadosa, hija de un padre ocasional que trabajaba como frenero en el tren de oriente y que una vez informado de su responsabilidad pidió traslado al tren de la costa.

Piedad fue una mujer trabajadora que se ganó el sustento trabajando como ayudante de cocina en los restaurantes que en ese entonces hubo en la estación del tren con nombre providencial, Providencia. Al quedar embarazada le mantuvieron los trabajos mas le quitaron la posada. Ella debía aprender que quien se hecha obligaciones debe cargarlas por si misma, pero los hombres casados de las casas que se fueron construyendo en la década del cuarenta alrededor de la estación del tren organizaron un convite y con latas de hierro dejadas como chatarra por la misma red ferroviaria, le construyeron una mediagua.

Piedad empezó a criar a su hija que le bautizaron como Romelia en la casa de lata que tenía una cocina grande y una pieza como único dormitorio.   A la cocina le agregaron una mesa con un par de bancas de madera que armaron con viejas  traviesas de eucaliptos ya usadas para sostener y nivelar los rieles por los que se desplazaban los trenes que se movían como  un cien patas entre montañas y planadas, laderas y valles de los departamentos del interior del país. Frente a la puerta armada con otra lata y armellas de alambre calibre 12  estaba la fogonera de forma rectangular formada por un par de pedazos de riel y  fragmentos de cuatro hojas de muelle de uno de los vagones reparado en el Ocaso, lugar cundinamarqués donde restablecían  la pesada estructura de locomotoras y vagones.
 
Sobre las hojas de muelle siempre había una vieja olla tiznada numero 30 con yuca, arracacha, bore y papa cocinada que se mantenía calientita con las brasas de viejos palos de arrayán o astillas de traviesas que mantenían sus brasas encendidas bajo cenizas blancas como la nieve. Sobre la fogonera y en el mismo sentido había un alambre de hierro dulce que se engrosaba con los años por el hollín y la grasa de los pedazos de carne que siempre estaban colgadas oreándose al humo.

La casa de lata fue ganando visitantes, los empleados del tren era clientela fija, igual los turistas que fueron conociendo lo que se preparaba en la casa de lata, también los finqueros que, además de piquetear encontraban como bebida, chicha de maíz con pata, chicha de zanahoria o chontaduro, además de guarapo con dos grado diferentes de alcohol, y para los menores, un guarrús que era un guarapo dulce con arroz.

Con los años, a Piedad la empezaron a llamar “mana pía” apelativo con el cual llegó al cementerio de Puente Nacional pocos años después que el tren no regresó y se disminuyeron los ingresos para sobrevivir y pasar la vejez.


Romelia, la hija de Piedad, desde muy niña debió trabajar en alguna finca ganadera apartando los terneros y haciendo mandados. Ya volantona aparecieron los tributos de una alta mujer blanca con ojos pardos y cabello castaño que atraía a jóvenes, a  solteros, a patrones y enamorados viajeros.


A Romelia la desarrollaron contra su voluntad los primogénitos de las familias donde trabajó y algún que otro frenero que visitaba con frecuencia la “chichería de “mana pía”  a cambio de algún dinero para comprar ropa y zapatos panam.

Cuando tenía 15 años Romelia sufrió una enfermedad rara en la región. Su cuerpo cogió un  hollín del color del alambre en el que Mana pía colgaba la carne a orear al humo y la fiebre la asistía con preocupación, trabajaba en ese entonces con la señora de la tienda la Esperanza que existía a la vera del camino. Los mayores diagnosticaron peste negra, los dueños de la casa, para evitar contagio, la acomodaron debajo del un piso elevado  de tabla, lugar donde se escondían enterradas las armas usadas para la defensa en la época de violencia partidista y las ollas del guarapo para destilar el aguardiente. Allí la trataron con hiervas y le daban de beber orines del primogénito que tendría unos cinco años y otros bebedizos cuyo tratamiento restableció, con los días, el color de la piel y la temperatura normal del atractivo cuerpo de la joven Romelia.

Romelia, como toda mujer soltera en el campo y sin respaldo varonil, trabajaba a la vez, ordeñando en varias fincas y cocinando para peonadas en cosechas de café. Romelia quedó embarazada, sin que se supiese quien fue el padre del muchachito al que le pusieron el moquete del “diablo” dizque por ser hijo del pecado.

Al quedar embarazada y ya no existir el tren, Romelia no se fue a vivir a la casa de lata de “mana pía”. Se llevó las mismas latas y levantó una casa con los mismos espacios de la guarapería unos trecientos metros adelante del tanque del agua en el que las locomotoras bebían el agua para convertirla en vapor a la vera del ferrocarril y frente al ordeñadero del finquero Teodolindo Velandia.

“El diablo” tendría unos cinco años y Romelia lo mandó a la escuela para que no le pasara igual que a la madre y la abuela. Un viernes, al medio día, el hijito no encontró en casa a Romelia, tampoco le dejó almuerzo en la ollita de siempre sobre la fogonera. El chino regó entre los vecinos la noticia y enteró al inspector de policía de la desaparición de la madre. Hubo convites por potreros y cañadas, quebradas y montes por dos meses consecutivos sin encontrar rastros de la desaparecida. Al niño le ofrecían comida y dormida a donde llegara en  la estación del tren.


Tres años después un par de obreros que cambiaban un acerca de púas e intentaban cortar un tubo de cobre por el cual llegaba el agua al tanque para uso en las locomotoras que tiraban los vagones, ya de carga o pasajeros, escarbando encontraron unos restos humanos a unos cincuenta metros al lado derecho  del frente de lo fue la casa de Romelia.
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Las autoridades establecieron que los restos óseos pertenecían a una mujer pero nunca precisaron si correspondían a la estructura ósea de Romelia, pues ella no sacó la cédula. El asesino no fue identificado nunca, pero treinta años después un joven enamorado secreto que tuvo Romelia, confesó borracho que él había matado a Romelia por asuntos de propiedad amorosa. La confesión la hizo a una vieja octogenaria que murió seis meses después llevándose el secreto del borracho  a la tumba y como los borrachos hablan tanto y no recuerdan que contaron, la muerte de Romelia no ha tenido victimario castigado y al igual que las latas de su casa que las consumió el oxido y a los rieles del ferrocarril que desaparecieron con la complacencia de las autoridades municipales, los que la conocieron ya la olvidaron y así como las nuevas generaciones no conocieron el tren ni los rieles por donde trepaba o bajaba, esa mujer esbelta y de ojos pardos que tuvo que trabajar desde niña la escondieron en el olvido todos los habitantes de la región y quienes disfrutaron de su pasión, llevan flores imaginarias a la tumba inexistente, mientras quien la deseo con la muerte la llora en sus borracheras justificando sus lagrimas con asuntos del guarapo o la pola. Y el diablo construyó su casa en tierras del Estado a 50 metros del paso que fue del tren y dando crédito al adagio de palo que nace torcido no se endereza, todo lo que en la región se pierde, sindican al infeliz y como ya tiene varios calendarios encima, señalan a su descendencia, pero una cosa dice la gente y otra es la verdad, pues mientras no se demuestre lo contrario persiste el derecho de ser inocente. 


Puente Nacional, finca La Margarita, junio 21 de 2016.
NAURO TORRES Q. 

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