Eran vacaciones de
mitad de 1.974. Ambos, docentes del colegio del pueblo. Jóvenes aventureros
provenientes de municipios distintos. Neftalí Quiroga estudiaba el ultimo
grado. Los invitó a la finca de los padres a pasar unos días. Estaba en la
vereda la Playa, a una hora bien caminada.
Descolgándose desde la
tierra fría a clima medio, entre paso y paso, fueron charlando. El alumno
comentó de los campesinos que se habían enguacado caminando sobre la arena en
el río Minero. El río descendía serpenteándose entre las montañas boyacenses en
cuyas entrañas hay esmeraldas. Los tres, dueños del día y la noche, decidieron
alargar la estadía y el trayecto por caminar.
El primer día
pernotaron en casa del alumno. Y al otro día, madrugaron los tres hacia Otro
Mundo. El nombre de la vereda por la cual, el Minero transcurría aparentemente
tranquilo, pero turbio.
Luego de 4 horas,
hacia el mediodía, llegaron a las playas del río por el margen de Santander. Armaron rancho con hojas de plátano y
chamizos. Uno aprontó la leña de palos secos vomitados por las aguas; otro armó
el cambuche, y el otro, preparó el almuerzo.
Sobre el medio día,
estaban listos para iniciar la faena. Seis ojos como de búhos escudriñaban las
arenas esperando ver gemas verdes dormitando sobre las calientes areniscas. Suspendieron
la búsqueda sobre las cuatro de la tarde. Había que rebuscar la proteína y la
harina para la comida. El estudiante, les había dicho que el plátano, la yuca y
el pescado abundaba en las aguas y rivera del rio misterioso.
Los dos profesores se fueron
a pescar, Neftalí a buscar la guarnición. Llegaron las ocho de la noche. Los
docentes aparecieron con las manos tal como las llevaron. Sin pescados. El
alumno, ya tenía el fogón como una hornilla. Tenía consigo un racimo de plátano
viche. El sudor caía por los rostros y el cuerpo estaba pegachento y
salinizado. Cenamos con plátano asado al ritmo y el ruido de centenares de
moscos y zancudos que buscaban sangre fresca y se chuparon suculento banquete.
Con los primeros rayos
del sol, iniciamos faena, luego de revisar los anzuelos dejados posteados en las
aguas mineras. Los peces habían cenado y los anzuelos estaban más desocupados
que el estómago de los aventureros.
Repetimos la cena. Y
aprontamos los ojos, un chuzo y cambiamos la búsqueda sobre las arenas, por
lavar areniscos y buscar entre ellas. El sol canicular acobardaba y arrinconaba
hasta las aves. No se encontró yuca, menos pescados. Volvimos a almorzar plátanos;
esta vez, cocinados.
En los bolsillos de
los tres, había una que otra morralla de pequeños tamaños. El hambre nos hizo
regresar al segundo día. Se tomó el tramo de regreso, estaba enlodazado. Poco
se avanzaba, mientras las fuerzas disminuían y las esperanzas de regresar a
casa de Neftalí, eran tan livianas como las morrallas en los bolsillos.
Sobre las siete de la
noche colmamos la cima donde estaba la casa de la familia que nos había acogido
dos noches antes. Sopa de plátano con sabor a hueso, nos sirvieron, tantos
platos como cada uno se quisieran comer.
Madrugamos a caminar
para aprovechar la fresca mañanera. Sobre el medio día regresamos a la Belleza,
embarrados, hambreados, y picoteados de los insectos.
En 1.977 fui internado
en el hospital de Zapatoca por intenso dolor en coyunturas e inmovilidad
parcial. Luego de exámenes, el medico Mantilla diagnosticó que tenía fiebres
reumáticas. Estuve en el hospital 35 días recibiendo tratamiento con penicilina. A casa regresé con dificultad para
caminar. La recuperación fue muy lenta.
Llegué a pensar que no volvería a caminar. Fue la constancia de Margarita que
me sacó del desconsuelo y con baños de sal marina y hiervas, volví a caminar
seis meses después.
Las morrallas no
tuvieron compradores. Mi hijo mayor las encontró donde las mantuve en un frasco
con agua esperanzado que al trascurrir los años, se convertirían en esmeraldas.
35 años después, el 12 de diciembre de 2.009, caminaba trepando una leve
pendiente de la calle 14 con novena en San Gil. Sentí ahogo. Me senté en el
andén y esperé que el aire me oxigenara. Cinco minutos después, reanudé el ascenso.
Había caminado unos cincuenta metros en línea horizontal hacia el sur de la
ciudad. Retornó la escasez de aire. Debí sentarme en el piso del portón de una
casa colonial. Me sentía, ahogado, acalorado y cansado. Me empezó una debilidad
y palidez sin control. Respiré. Respiré profundo sin dar cabida a la
preocupación. En ese momento, por la carrera novena se desplazaba un campero
verde manejado por el profesor Ricaurte Becerra, compañero de la aventura
morrallera. Se preocupó y me transportó a casa. Esa misma tarde, fui trasladado
de urgencia a la FOSCAL en Bucaramanga. Los especialistas diagnosticaron
estenosis aortica causada por las fiebres reumáticas. Colocaron una válvula
biológica de origen bovino. Las morallas están en el mismo frasco y con la
misma agua en el baúl de los recuerdos olvidado por los hijos.
San Gil, noviembre 24
de 2.0109.