Desde el 5 de diciembre de cada año, los varones empezaban a juntar leña
seca en potreros, cafetales y bosques. Se destroncaban los tallos de los
arboles gorgojados por los años, y los niñ@s recogían chamiza seca. La energía
calorífica natural se arrimaba en el montículo de tierra mas alto cercano a la
vivienda. El padre de familia, desde el mediodía del 7 de diciembre sacaba el
tiempo para trabar los palos secos cruzándolos sobre si mismo formando un
cuadrado sobre el cual se armaban pares hasta lograr una altura igual o mayor a
la persona mas alta de la familia.
Entre los palos cruzados armónicamente sobre si mismos como un castillo mágico,
los hijos de la familia, sin distingos de edad, iban anidando: chamiza, helecho seco, paja seca y hojarasca entre
los leños semejando un coito consumado por las brasas que luego saldrían en humo
convertido en oración al Todo Poderoso como signo de agradecimiento por el año
transcurrido con trabajo y salud.
En la cocina de leña, la madre de familia y la hija mayor preparaban las
viandas que se consumirían a la luz de la candelada y en la fiesta de “la santa
pura y limpia”, la fiesta de guarda a la virgen de la Concepción, tradición sembrada
por los doctrineros, monjes franciscanos que cumplieron su misión evangélica en
la época de la conquista española en las tierras que fueron dominio del cacique
Saboyá hoy provincia de Vélez, Ricaurte y Occidente de Boyacá.
Nosotros los niños rogábamos que el sol se ocultara rápido en el poniente y la montaña que se lo tragaba se pusiese roja mientras nos cobijaba la oscuridad. La lobreguez no nos causaba miedo; al contrario, la mirábamos con alegría y jubilo, pues insistíamos a nuestro padre que prendiese la hoguera para iniciar las vísperas.
Conocíamos la luz que producía la candileja nutrida
con petróleo, la del fogón y la de las rocerías, previas a las siembras, mas no
la luz generada por la hidroeléctrica de Puente Guillermo construida por
alemanes nazis que en la década del cuarenta del siglo pasado llegaron a Puente
Nacional a esconderse. Esta luz la podíamos contemplar en las noches claras
desde una de las cimas que rondan este pueblo cuna de la guabina santandereana.
Antes de las siete de la noche los campos se convertían en pesebres. En
cada hogar ardía un arrume de leña seca y cada familia rezaba con jubilo junto
a la fogata santa con la cual se empezaban las fiestas navideñas.
En 1.968 electrificaron la vereda Jarantivá. Y tras ella, desaparecieron
las lámparas Coleman, las candilejas y candelabros, las espermas de cebo y las
candeladas de los siete de diciembre empezaron a extinguirse en el seno de las
familias campesinas.
La fiesta de la santa y pura y la hoguera familiar en honor a la
Virgen de la Concepción, fue reemplazada por la noche de las velitas, ya no de
cebo sino de cera. Cada miembro de la familia recibe una docena de velitas que a
la par prenden los miembros de la familia en el corredor de la casa cumpliendo
el rito de ofrecer una vela por las intenciones de los ancestros, los mayores y
demás miembros de la familia sin descuidar las intenciones personales.
Eco Posada
La Margarita, diciembre 7 de 2.019.