Llegaron a las veredas
de tierra fría de Puente Nacional. ¿Por qué medio? No se supo. El amo venía con
varias misiones, contó él. Recuperar la salud, afectada por esquirlas de una
granada cuando estaba en entrenamiento en casa verde, bombardeada el 9 de
diciembre de 1.990. Restablecer, en corto tiempo la presencia del frente 23 de
las FARC en esta región y reclutar niños y jóvenes para organizar una escuadra
en la municipalidad.
Era antioqueño de
origen. Fue enfermero en Yondó, Antioquia, cuando se enfiló en el frente.
Ascendió internamente por la agresividad con que atacaba. Participó el 20 de
marzo de 1.991 en el ataque infernal al municipio de Santa Helena, Santander,
en donde murieron tres policías, heridos otros tantos, y secuestrados 15. Encabezó
la entrega de los militares retenidos, a la comisión integrada por: por Silvia Lombardi,
de la Cruz Roja Internacional; el Obispo de San Gil, Leonardo Gómez Serna; el
dirigente de la Unión Patriótica, Julio Abella, y el representante conservador,
Rafaél Serrano Prada ocurrida el 11 de mayo de 1.991 en Sucre, Santander.
Como Pedro por su casa, caminaba
por las veredas junto con el sabueso de color negro. A un par de señoras que
tenían máquina de coser, las puso a confeccionar uniformes. A un pensionado
militar que llegó a visitar a la mamá, le obligó a transportarlo hasta
Bucaramanga para valoración médica. Aseguró con amenazas las tres comidas
diarias en casas diferentes de labriegos. A otros, los vacunaba
mensualmente. Entre fútbol y charlas de
primeros auxilios, atrajo a los niños y jóvenes de las escuelas, a quienes
sedujo con el manejo de las armas y el ejercicio físico.
Era un sábado de un mes cualquiera
del año 1.992. Había arribado sobre las
siete de la noche a la parcela. Madrugué al otro día a saludar a mi madre y
desayunar con ella. Degustaba un chocolate en leche con queso y almojábana,
cuando llamaron en la tienda. Mi madre abandonó la mesa del comedor y salió al
corredor a atender al cliente que le buscaba. Era el comandante Martín. Venia
preguntando por mí. Ya estaba informado de mi presencia en la vereda.
Terminé de desayunar tranquilamente
contemplando el rostro estupefacto de mi madre que no acató de controlar la
circunstancia. Salí al corredor. Le
salude efusivamente mirándolo a los ojos que yo, ya conocía, y él, no sabía. Le
salude como, comandante Martín. Le sorprendí con mi afabilidad. Comprendí que
empecé ganando la jugada. Le invité a desayunar. Aceptó sin miramientos. Mi
madre se entró a la cocina a preparar con lentitud el alimento mañanero.
Saqué de la tienda una botella de
aguardiente Superior. La destapé con seguridad y destreza, sin dejar de mirarle
a los ojos y de hablarle mientras le ofrecía, una copa, otra copa. Una más, y
otras cinco seguidas mientras se animaba la conversación. Empecé a notar que el
alcohol empujaba las palabras y los recuerdos de niñez, juventud e ingreso a la
guerrilla los contaba con orgullo y vanidad. Le animé con preguntas que
disparaba una a una como tiros de carabina Winchester calibre 22. Y él,
sintiéndose el personaje de su aventura, me mostró sus documentos y narró sus
hazañas en el Sur de Bolívar, Carare Opón y el entrenamiento en casa verde
junto a los comandantes de los frentes de guerra.
Ya habíamos ingerido tres cuartos
de botella cuando mi madre invitó a la mesa. Le acompañé al desayuno, mientras él
continuaba con la animada narración de sus proezas de guerrillero. Me expresó
su interés por conocerme, y de una, me disparó su interés extorsivo. Me hice el
pendejo, mientras le llenaba por veinteava vez, la copa.
Empezó a ser repetitivo, a cambiar
de tono de voz, a expresar sus fantasías de farciano, mientras noté que sus
fuerzas y el sueño le dominaban. No soy enfermero, pero le ofrecí una
habitación para que descansase mientras hacían en almuerzo.
Dos horas después estaba a 100
kilómetros de distancia.
En los primeros días de la semana
que empezaba, lo cazaron cual armadillo. Cuentan que un par de perros, luego de
oler sus ropas abandonadas en uno de los ranchos donde pernoctaba, le
persiguieron hasta encontrarlo encuevado en la quebrada la Honda, cerca de la
escuela de Providencia.
Amarrado con una soga lo llevaron
camino arriba y en cada casa a borde del camino, miembros del comando de la
quinta brigada invitaban a los labriegos que viven a la vera de la ronda a que
salieran a identificar al comandante.
Se supo que lo llevaron hasta
Quebrada Negra, y en el mismo lugar donde había ordenado a una joven campesina
de la misma vereda, acribillar a un supuesto ladrón, lo asieron por un par de
horas, hasta que llegó un helicóptero, lo recogió y voló con él.
Días después los chulos señalaron
donde apareció el mortecino. Pertenecía al sabueso de Martín. Martín no apareció en las estadísticas de los
guerrilleros dados de baja. Su detención no apareció en ningún diario regional
o nacional. Las amas de casa entregaron los uniformes confeccionados y los
padres de los niños y jóvenes, descansaron. Desde entonces, rastros de las FARC
en la región, fueron borrados por el viento.
San Gil, noviembre 30 de 2.019.