domingo, 25 de septiembre de 2016

Saulo el ermitaño


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Las guabinas y libélulas, fueron sus mascotas; la piedra de moler el maíz, su primera herramienta de trabajo; los pedazos de madera, sus carritos; los árboles, sus parques de diversión; las cuevas en las márgenes de  las quebradas, sus carpas para acampar; un toche y un corruco su compañía; su Mp3, las manadas de síllaros y torcazas; sus cobijas las hojas de plátano y la hojarasca; su estufa, tres piedras; su ducha, los chorros de las quebradas Jarantivá, el Toro, la Negra y Agua Blanca; su techo, el cielo azul; su energía eléctrica, el sol y las brasas de arrayán. Su comida, lo que encontrara en las huertas escondidas en los matorrales. Sus anhelos, vivir en libertad sin atajos y condicionamientos. Sus harapos, su piel; su jabón, la misma tierra; sus enseres, una vieja olla de barro y una olleta de aluminio de un litro de capacidad; sus armas un machete y una resortera de caucho.  Su maleta, un mochila de fique;  su escondite, cuando le pegaban ya los padres o los hermanos mayores, el cementerio de los contagiosos,  cercano a la vivienda paterna. El campo santo florecía entre piedras en el bosque de arrayanes del potrero que separaba su hogar del camino real que unía las veredas productoras de tubérculos y  legumbres con  Puente Nacional.


El nombre se lo colocó el cura que lo bautizó  en honor al apóstol que persiguió a los cristianos en Asia. Su apellido es originario de Castilla en España. El lugar de nacimiento, fue una blanca casa de paredes de adobe tapada con tejas de barro construida en un mirador desde donde se contemplaban las poblaciones de Barbosa, Vélez, Guavatá, Puente Nacional, Sucre, Berbeo y Bolívar, en Santander, Colombia.


Fue a la escuela como los demás niños, pero los niños no lo veían como los demás. La maestra le enseñó lo mismo que a los otros niños, pero él no aprendió igual que los otros niños. Jugaba como los demás niños, pero los niños no lo dejaban jugar. Sentía hambre como los compañeros de la escuela, pero los compañeros le quitaban los envueltos de maíz y la botella de agua de panela que cargaba junto con los cuadernos en la mochila confeccionada por Antonia, la madre.

En los recreos no jugaba   con la pelota porque los otros niños no lo incluían en el juego. Él, se iba al arroyo a jugar y hablar con las guabinas y libélulas que abundaban en el zanjón por donde se despeñaba el agua que brotaba de un aljibe anidado debajo de una piedra abrazada eternamente por un parásito  y frondoso árbol de gaque que creció a expensas de un centenario arrayán que se secó contemplando pasar  el tiempo,  sin pasar.


Saulo le llamaban los hermanos. Sauloncito le decía Antonia. Chivato le decía Demetrio, su padre; y los niños de la escuela lo reconocían como el niño diferente.


Un lunes del tercer mes de 1.960 Saulo no volvió a la escuela, pero como los días anteriores, el niño salía de la casa blanca posada en el mirador para ir a clase.

 Saulo encontró mas placer contemplando el paso y el cruce de los trenes que detallaba cuando paraban en la estación de Providencia. Se hizo amigo de las locomotoras que identificaba con el numero y  el nombre con que las fue bautizando. Sabía de ellas cuántos vagones arrastraban; cuánto tiempo bebían agua; a qué horas  serpenteaban por los Andes y el Guayabo; cómo se llamaba el maquinista y qué mercancía transportaban la sarta de vagones, unos verdes, otros terracota, otros blancos con azul, y otros, con ajado color.


Los niños de la escuela que nunca jugaron con él a la pelota, y los otros, que le quitaban los molidos y la botella de agua de panela que llevaba para las onces le contaron a la profesora lo que hacía Saulo, en vez, de entrar a clase.


La profesora, molesta por la ausencia de Saulo, jochó a los compañeros de clase para encontrarlo y traerlo a la escuela sin contemplaciones. 

A Saulo lo toparon frente a la casa de lata de “mana pía” debajo del tanque de agua que apagaba el sudor de las locomotoras cuando trepaban cuesta arriba con su mercancía para la capital del país. 

Estaba jugando y hablando con las ranas y las ratas que abundaban en la humedad que producía el sobrante de agua del tanque de agua puesto sobre un trípode de rieles para darle caída al agua que se precipitaba por una manguera de cuero curtido de vaca que servía de pitillo a las locomotoras para hidratarse y retomar fuerzas con la combustión del carbón mineral, que con garlanchas, el ayudante del maquinista iba introduciendo en la caldera de la mole de hierro con patas redondas que se desplazaban sobre dos rieles con el impulso que daban los brazos que las unían por el ombligo para ser separadas solamente por las manos del animal mas depredador que ha tenido el planeta tierra, el hombre. 


Los niños, obedientes a su profesora, lo cogieron como se ata un ternero para que no mame  con un lazo que tomaron sin permiso de la pesa de Salvador Lancheros, el matarife del lado liberal del ferrocarril. Lo tiraron hasta la escuela nueva que estaba a unos doscientos metros del puesto de policía en el que estaban acantonados mas de tres docenas de uniformados a la espera de cazar al tío Juan, ya vivo o muerto, para que pagase por los ríos de sangre que había causado con su facineroso grupo en varias familias liberales del territorio.


Cual general que le entregan un trofeo de guerra, la profesora recibió a Saulo en la puerta de trancas de madera que había para acceder al lote de la escuela. Lo condujo al patio central y frente a todos los demás niños que estaban en  recreo, le exigió que le alcanzase sus tiernas manos. Los demás niños contemplaban silenciosos y expectantes la escena.  En cada mano del niño, dejó caer con fuerza tres varazos con un palo de rosa que un padre de familia  le había regalado como recurso para castigar a los niños que  no le hicieran caso. Posteriormente, lo postró de rodillas y lo dejó como bandera de autoridad, mientras los otros niños regresaron a terminar de jugar. 

Una vez terminó el juego de pelota de los niños, Saulo tenia  las manos arriba.  La profe, en cada una de ellas, dejó caer un ladrillo. Cada ladrillo estuvo por una hora en manos del niño desobediente para que aprendiera a acudir al salón de clase y no quedarse bruto como  algunos niños que no los enviaban a la escuela por estar trabajando en las labranzas con los padres.


Saulo,  una vez fue cazado por los demás niños, se sintió como una copetón en  jaula. Obedeció a su maestra sin chistar nada y cumplió el castigo, convencido que sería el ultimo que recibiría en la escuela.

Esa tarde, regresó a la casa de sus padres, quienes, por algún niño vecino, se enteraron de lo ocurrido en la escuela y le recriminaron con fuete por la cola y la espalda por estar perdiendo el tiempo en la estación del tren.
 
Saulo decidió no soportar más los castigos recibidos, ni la burla de sus compañeros. No regresó a la escuela. Tampoco a la casa de adobe pintada con cal blanca posada en la cima de una montaña que servía de faro para contemplar la luz eléctrica que había en los poblados y no se conocía en los campos.


El niño se descabulló con su carruco y su toche a acampar en los bosques de las quebradas que nacen y  bañan las tierras de las veredas: el Páramo y Jarantivá del municipio de Puente Nacional. 

Con los días, los hermanos  lo ubicaron en una cueva de la quebrada el Toro y lo retornaron  a casa; pero el niño se volvió a ir un lunes que lo dejaron solo. Esta vez, se fue a acampar en las riveras de la quebrada que dio origen al nombre de la vereda.

 El el bosque de ojo de agua de la Jarantivá,  acampó varias semanas hasta que fue pillado por un grupo de policías liderados por el inspector de Providencia. Apresado,  lo llevaron a Bucaramanga a un centro de rehabilitación para locos.


Saulo regresó a la vereda ya siendo un adolescente. Vestía un pantalón café y un suéter de lana del mismo color, lucía una abundante melena  color negra con risos desordenados que semejaba el nido de una guara. Estuvo varios meses en la casa de adobe pintada de blanco.  desapareció otra vez,  un  viernes de abril de 1966  con el ocaso cuando sus padres estaban en el pueblo en un  funeral múltiple causado por Carlos Bernal, el bandolero liberal que asesinaba familias campesinas  residentes en veredas conservadoras en venganza por los asesinatos que perpetraba Efraín González, “el tío”.


Pero esta vez el joven Saulo no se fue a acampar a la quebrada El Toro, tampoco a la quebrada Jarantivá. Cambió de flanco, trasladándose a fuentes de agua que nacen en los cucuruchos del páramo que une los departamentos de Santander y Boyacá.

Los habitantes de la vereda el Urumal lo empezaron a llamar “el ermitaño”. Acampaba en las cañadas de la quebrada la Negra pero se bañaba en aguas de la Agua Blanca.

Llegó el mes de María en que  se celebraban los rosarios a la Virgen, en las casas. El mes de mayo hasta ahora ha sido lluvioso en esta región que actúa como zona de recarga hídrica para la provincia de Vélez.

Esa tercera semana del mes llovió día y noche. Las quebradas  se hincharon, pero las aguas de la Negra eran mas negras  que las mismas noches lluviosas. Cayó granizo y llovió ocho horas seguidas. 

Los habitantes escucharon rugir las quebradas; pero además,  la Negra se desbordó formando   en las paredes de su lecho, derrumbes que arrastró junto con vacas y caballos. Las familias que vivían en la rivera contaron que fue una avalancha que arrasó todo a su paso.

Amaneció un nuevo día, sin lluvia, y los habitantes de las riveras de las quebradas contemplaron los destrozos que hicieron las turbulentas aguas; pero las lodosas  aguas de la quebrada la Negra corrían mas profundas y ruidosas, y acceder al lecho de la quebrada  se tornaba difícil puesto que los pastizales en que los finqueros había convertido sus cañadas habían sido borrados por la furia de las aguas.


Igual suerte le ocurrió a la carpa de hojarasca de Saulo que regresó a su primigenio estado con sus guabinas, sus libélulas, sus ranas; pues el curruco y el toche se habían guarecido en un frondoso payo. De los restos de Saulo, nunca los encontraron. Se fundieron en el lecho profundo de la quebrada. Su olor, se percibe aún en el lodo que abunda en la Negra, cada vez que se hinche de agua que se desliza   laderas abajo como si fuese un jabón fabricado por las manos dañinas de los hombres que talan sin misericordia los montes y montañas.


Cada siete años las aguas de las quebradas retornan  con furia a sus lechos originales, pero pasan los años, y ellas, llevan en sus entrañas menos agua, mientras los finqueros mas bovinos cargan a sus potreros y menos árboles adornan los parajes.
 
Desde la desaparición de Saulo los habitantes de la región, cuando contemplan los estragos de las quebradas, sin hacer nada para remediarlo, creen que es el espíritu de “el ermitaño” que baja por ellas revolviendo la tierra acabando los pastizales y haciendo inservible  las cañadas para los ganados mientras presumen, sin árboles y sin matorrales, sin mirlas ni toches, sin sillaros y  currucos, sin guacharacas y azuléjos, sin copetones y cucaracheros.


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Los campesinos que quedan en los campos no se preocupan de la suerte de las quebradas, ni de los humedales, ni de los aljibes porque el agua les llega por manguera a las casas, pero cuando el preciado líquido no entra a sus mangueras, se preocupan y tildan al fontanero y a la junta de cada acueducto del poco mantenimiento de las redes, pero ninguno de los habitantes  de las veredas de Puente Nacional, incluso el casco urbano, intentan hacer algo para remediar la disminución de las fuentes de agua que bañan cada vez menos estas tierras veleñas.

El agua se esta volviendo una ermitaña para los humanos, mientras los humanos se amontonan en las ciudades donde tienen todos los servicios y los Estados  y las empresas como las corporaciones creadas para regular el uso del agua cobran tasas lucrativas pero no retornan en preservación y protección de las fuentes hídricas y en reforestación.


Puente Nacional, finca la Margarita, agosto 23 de 2016.



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