La historia
me la contó un amigo
que cuando era niño
sacaba dulces, a escondidas, de la tienda
de doña Custodia,
para repartir a sus amigos.
Del Valle de Tenza vino ella,
doña Custodia Quintero de Torres,
cuando un viento fuerte
la sacó de raíz, como una cebolla tierna,
y la dejó en las manos
de un policía que regresaba del cuartel.
A Jarantivá, vino a dar,
arriba de Puente Nacional, el comunero,
de donde era oriundo
el referido uniformado, que de civil
y ya sin fusil y sin revólver, la convirtió
en su esposa.
Y le hizo una casita en adobe y teja de barro
a la orilla de un camino real.
Tendría como compañía,
además del patrón, el perro y la vaca ya parida
detrás de la cerca de piedra,
una lorita parlanchina que a todo pulmón
menudeaba improperios
a todo el que transitaba por el dichoso
camino real.
Tendría, también, doña Custodia,
una tienda donde vendería pan y cachivaches,
y dulces para los niños.
Allí sentaría reales, doña Custodia Quintero
de Torres, por el resto de sus días,
atendiendo a don Agustín,
el policía de civil que ahora era su marido,
criando con amor la prole,
cuidando de su vaca, dando de comer al perro,
vendiendo dulces, pan y cachivaches,
y gozando, claro está,
de los alegatos de su lorita parlanchina.
Por su parte don Agustín,
tendría que viajar cada semana a Bogotá,
de ida y vuelta en ese tren
que bajaba por Chiquinquirá y Garavito
a la estación de La Capilla, con tremenda
chimenea de humo negro a la espalda,
resoplando vapor como una olla de agua hirviendo,
y berreando como un ternero arisco
al que recién le ponen el lazo.
En modesto vagón de tercera clase, viajaría siempre,
don Agustín, meditabundo y solitario,
cargado de panes, dulces y cachivaches
para surtir la tienda de doña Custodia en Jarantivá.
Entonces los tiempos eran otros, en todas partes,
y la vida distinta, aquí y allá.
Llegó de sopetón la época
en que el viejo tren dejó de bajar de Bogotá,
a la estación de La Capilla
que no tardó en cubrirse de rastrojo, y los rieles
de la carrilera, de perderse
bajo la alfombra verde del tenaz kikuyo.
También los hijos tomaron su camino,
y don Agustín se fue un día,
sin morral y a pie descalzo, al más allá.
El perro entristecido se perdió de la casa,
hubo que vender la vaca y su ternero,
y un mal vecino se llevó la lorita parlanchina.
En la pequeña estancia
solo queda hoy, doña Custodia Quintero de Torres,
como un recuerdo que no se olvida,
cuidando su casita de adobe y teja de barro,
detrás del mostrador
de su pequeña tienda, que mira día y noche
al camino real
por donde suben y bajan los viajeros silenciosos;
añorando a don Agustín
que ya se fue para nuca más volver;
al viejo tren que dejó de oírse llegando a La Capilla,
al perro que ya no ladra en la entrada,
a la vaca y su ternero
que fueron a dar a la feria del lunes en el Puente,
a los hijos que ahora son ajenos,
y a su lorita parlanchina,
que quizá no haya dejado de insultar a los marchantes
bajo el alero del vecino.
Este cuadro, tejido a mano por la señora María Susana Marín que, luego de leer la historia, elaboró con afecto para la señora Custodia de Torres, sin conocerle. La artista del hilo, es la esposa del autor der este poema.
Solita,
en cuerpo y alma, con Dios y todos los santos,
allí está doña Custodia Quintero de Torres,
en su casita de Jarantivá,
tan bella como cuando era joven,
esperando que algún día, lejano ha de estar,
Dios la llame a gozar de su gloria eterna.
Por el escritor colombiano, Pedro Antonio Mateus Marín.
Bucaramanga, Porto fino, mayo 6 de 2016
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