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viernes, 18 de marzo de 2022

El profe de Flores

 

Llegó en el tren de pasajeros del medio día a Providencia en febrero del 1.965. A Puente Nacional, Santander, arribó proviniendo de Bolívar, su tierra natal a donde había regresado a despedirse de sus padres luego de contarles que se había posesionado como maestro de primaria en la Secretaría de educación departamental, gracias a las atenciones que sus padres brindaron a un senador de la Nación que pernoctó una noche en la pensión familiar y notó que José, ya volantón y egresado de la básica secundaria de la Escuela vocacional de Alto Jordán, era amable e inquieto y había logrado estudiar el bachillerato.

 

Los niños de los grados cuatro y quinto de la recién construida escuela veredal, acudían diariamente a la construcción con la esperanza que llegase la maestra. Al medio día, los que vivirán en el poblado eran los encargados de hurgonear si en el tren llegaba un desconocido con cara de forastero.

 

Era lunes, día de mercado en Puente Nacional. La locomotora a vapor movida por carbón mineral y leña trepó cansada tirando doce vagones pintados de verde selva y techos de vejez. De los últimos vagones con tiquetes de primera, no se bajó ninguna alma. De los cuatro del medio, se bajaron con sus canastos y costales con mercado los señores de las veredas circunvecinas. Y en los cuatro primeros, los de tercera, atiborrados de mochilas, capoteras y costales, se bajaron quienes pagaban menos porque viajaban en vagones con bancas de madera.

Los conocidos se explayaron primero. En el estribo del margen izquierdo del primer vagón del tren de pasajeros apareció un mozo alto y moreno con mirada penetrante y curiosa portando en la mano derecha una maleta de cuero con correas. Vestía pantalón azul oscuro, zapatos negros luciendo una impecable camisa blanca con manga larga y mancornas a la muñeca.

Descendió curioseando para todos lados escudriñando el entorno. Se dirigió a la oficina del jefe de estación. Se le presentó anunciándole que era el maestro designado para el grupo de cuarto y quinto de varones del corregimiento de Providencia. Solicitó información donde podría almorzar y conseguir hospedaje cerca a la escuela.

Alimentación consiguió en el restaurante de Hermensia Velandia, una viuda de la violencia del 48. Una habitación arrendó en la única casa de ladrillo levantada en el poblado, la de Campos Sáenz, hermano del jefe de la estación.

El martes, antes que un trozo de varilla de media pulgada se estrellara caprichosamente contra un pedazo de riel de la red ferroviaria que descansaba silencioso en un alambre abrazado a un seco palo de arrayan que actuaba como gendarme en el patio pavimentado de la escuela, los niños de los dos grados superiores esperaron al maestro forastero en la loma del poblado para saludarle y acompañarlo al salón ultimo que servía de mirador a las aguas caprichosas de la Luzarda que se descolgaban silenciosas cañada abajo por el lindero de la zona escolar.

 

La maestra encargada de la dirección de la escuela hizo tintinear a la varilla contra el pedazo de riel, tres veces consecutivas. El ruido de los golpes retumbó en las cimas que vigilaban la escuela y por las que se descolgaron corriendo los niños que venían tarde a clase.

La formación por cursos en el patio ocurría antes de ingresar a las aulas. La maestra, muy perifollada y perfumada, con voz de cabo ordenó formar en silencio y rapidez, mientras las demás maestras permanecían atentas a los niños sin perder de vista al forastero varón que llegaba por primera vez a la municipalidad a ejercer el oficio propio de las damas.

El forastero luciendo un peinado de medio lado, un pantalón con perfectos quiebres y una impecable camisa azul, acogió la invitación de la maestra y agradeció la presentación ante el estudiantado. Desde ese instante empezaron los escuelantes a conocer al nuevo director de la escuela y profesor de los grados cuarto y quinto de primaria provenientes de cuatro veredas vecinas.


El aseo, la presentación personal, el caminado, el trato entre si y con las niñas, el respeto al otro, el aprecio a los mayores, el reconocimiento de la cultura veleña, el amor a la patria, el avivamiento religioso, fue rápidamente asumido por los estudiantes por la persistencia y ejemplo del maestro forastero.

 

La lectura en voz alta, en silencio; la curiosidad por los misterioso y lo evidente la empezó a sembrar el forastero. La competencia en todo, el desarrollo físico, los deportes, los paseos, la contemplación del entorno, se fueron convirtiendo en valores hasta ahora desconocidos por los escuelantes, hundidos en el miedo, la desesperanza y la incertidumbre.


Contemplar las formas y follajes de los arbustos, pastos y maleza y hacer un herbario, fue una meta. Buscar, disecar, ordenar y hacer un insectario fue otro producto que debía hacer cada alumno. Acariciar la tierra, untarse sin vergüenza, diferenciarla para diversos usos; prepararla, abonarla y dejarla descansar para las siembras se aprendió en clase de ciencias naturales.


El basquetbol, el atletismo, fueron deportes que entrenó convirtiendo a los niños en competitivos a nivel provincial.


Fueron pocos los años que estuvo el maestro forastero en la escuela de Providencia, pero suficientes para cambiar la vida incierta de los niños del campo empoderándolos con sus habilidades y con el estudio.


Por primera vez de las tres veredas hubo niños que cursaron el bachillerato y otros cursaron universidad. Todos en los oficios escogidos, por necesidad o por habilidad, tornaron en exitosos.


Del maestro de Bolívar se supo que fue trasladado a otras localidades. Luego se convirtió en maestro sindical a nivel departamental. Los estudiantes cada uno construyó su destino en diferentes espacios, la mayoría en Colombia, y un par en el exterior. Pocos mantuvieron contacto entre sí hasta hace pocos años que se volvieron a encontrar en la escuela de Providencia el 17 de marzo de 2.018 para celebrar el cumpleaños al profe de Flores.

 


Transcurría septiembre de 2.017. Fue un martes en la tarde. Estaba en el segundo piso de la notaria segunda de San Gil, revisando unos papeles. Concentrado leyendo lo entregado por la escribiente notarial, escuché a mi profe de quinto de primaria. Su voz estaba grabada en mi memoria, y al oírlo, los recuerdos invadieron mis pensamientos, pero no lograba recordar sus apelativos. Presenté excusas a la escribiente y a quien esperaba mi firma en notaria. Debía ausentarme unos minutos. Era impajaritable abandonar la oficina. No habría otra oportunidad para mirar y abrazar a mi profe de quinto primaria. El forastero que llegó en el tren del medio día a Providencia, mi tierra natal.


Mientras bajaba la escalera recordé que mi profe había nacido en Flores, un pueblo histórico, paso obligado a la región del Carare en la provincia de Vélez, en la época de la colonia; incrustado en la cordillera oriental, y como el relleno de un sándwich, desaparece lentamente entre los poblados de Bolívar y Landázuri.


Recordé que a mi profe se le dio el milagro de estudiar gracias al párroco de Vélez, en ese entonces, quien lo recomendó con el sacerdote Alberto Cortes de la comunidad Salesiana, quien regentaba el colegio agropecuario de El Guacamayo en la provincia comunera de Santander al que llegaban los niños sanos de Contratación. Allí cursó los básica secundaria y luego terminó en la vocacional Alto Jordán.


Mi profe no mostró vocación monacal, pero soñaba que podría pescar aspirantes al mundo clerical. Y se puso en esa tarea de inducción a los chicos del curso ultimo de la escuela, y los fue cautivando.

      


Un jueves del año 1.967, en el mismo horario y en el mismo tren, arribó en el ultimo vagón del tren de pasajeros del medio, un levita de mediana estatura, mayor edad con voz cadente de boyacense revestido de sotana negra atada al cuerpo con botones infinitos de pies hasta el cuello, canoso y con tonsura tan redonda que un compañero de pupitre atinó a calcular el radio de la circunferencia que destapaba segmento circular del cuero cabelludo, signo en ese entonces de santidad y reverencia.


Ese clérigo con caminado lento pero seguro portando un maletín de mano tan negro como los terrones de cascajo negro, en el camino indígena de la miel y de la sal, en donde, en invierno, las mulas cargadas con zurronadas de miel, se enterraban hasta la pechera para ser removidas por el arriero y el sangrero responsables de las dos yuntas de mulares que transportaban el dulce de caña de tierras medias al paramo de Ubaque-merchán, una vez en la semana, se acercó al jefe de estación a preguntar por el presidente de la Junta comunal y el profesor de quinto de primaria de la localidad.


En las primeras horas de la tarde de ese día, el profesor de flores presentó en el aula al sacerdote salesiano con rostro angelical. Habló de la importancia del estudio; de la vida de Domingo Sabio, de María Auxiliadora, de San Juan Bosco y de mamá Margarita. Insistió en la importancia de la ciencia y el fin de los estudios para los jóvenes.


Al siguiente día el sacerdote estaba en el aula junto al profesor esperando a los niños. Al terminar la primera jornada el levita visitó algunos hogares junto con el maestro de flores. Estaban los dos reclutando niños para el colegio salesiano de Mosquera en Cundinamarca al que llevaban niños de recónditos lugares para formarlos como hermanos salesianos y adiestrarlos en diversos oficios en maquinaria proveniente de Alemania.


Por las afinidades políticas y religiosas, mis padres escucharon a los visitantes, en particular al maestro de flores y en especial al sacerdote que actuaron como tenazas para convencer a mis padres que mi futuro estaba en los libros y aprender un oficio.


En un baúl de pino armado por el carpintero de la vereda, viajaron mis escasas pertenencias personales.  En un costal cafetero viajó el viejo colchón tejido en fique que fue de mi padre siendo chulavita. Terminé el bachillerato en la municipalidad que lo hizo Gabriel García Márquez y Gustavo Petro, el municipio de la sal bigua y en donde se firmó -con engaños- la claudicación de la revolución comunera en 1.781.


Hoy, estoy presente con mi hijo mayor y la nuera y mi esposa e hijo menor, celebrando con los hijos el cumpleaños del forastero. Los ochenta años del profe de flores. Hoy nos congratulamos con el cumpleañero y en nombre de tantos niños campesinos que fueron tocados por la sapiencia del profe de Bolívar, el profe de Flores, nos congratulamos y damos gracias a Dios por la vida del profesor José Manuel Suarez Serrano. Nos alegramos con la profesora del Valle de San José, Nelly Santos que supo cautivar y enamorar al indómito carare. Y como Yesid, Laura Y José junior, los hijos del hoy homenajeado, nos unimos en canticos de alegría al confirmar que coronó los 80 años tan rezóngate y lucido, quien, en los postreros tiempos de nuestra existencia, logramos establecer sinergias que nos acompañaran hasta la tumba.

Gracias, familia Suarez Santos por hacernos participes de esta merecida celebración a mi profe de flores.

Mesa de Los Santos, marzo 19 de 2.022 




El parasitismo del plagio intelectual

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