jueves, 13 de agosto de 2015

María escondió sus pecados en una cueva.

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La violencia en Colombia no tiene sexo, ni edad, tampoco religión ni compasión. La violencia es como el lobo, dijo el poeta nicaragüense, Rubén Darío,  en el poema “El hermano lobo”:

bestia temerosa, de sangre y de robo,
las fauces de furia, los ojos de mal:
¡el lobo de Gubbio, el terrible lobo!
Rabioso, ha asolado los alrededores;
cruel, ha deshecho todos los rebaños;
devoró corderos, devoró pastores,
y son incontables sus muertos y daños.


Si, la violencia sigue devorando al colombiano del pueblo y del campo, unos por la que sufrimos hoy, y otros, por la que sufrieron ayer antes o después de nacer, es como si el colombiano naciera con la levadura del mal.

Esa guerra que cazaron los políticos de los cuarenta del siglo pasado, inició su vergonzosa bestialidad en el 46 cuando los mismos liberales radicales derrotaron en las urnas a Jorge Eliecer Gaitán, y posteriormente con su magnicidio,  los mismos liberales tomaron sus machetes y armas y se vinieron lanza en ristre contra los conservadores acusados de patrocinar la muerte del líder social ese 9 de abril conocido como el bogotazo, dividiendo los campos de Colombia entre los godos y los cachiporros.

Los segundos, nacidos en la vereda Cristales del municipio de Jesús María, Santander, Colombia, treparon las lomas desplazando a los godos que habitaban las bajas veredas del vecino municipio de Sucre; quienes se aferraron a la pobreza de sus ranchos fueron descabezados con machete, y muchos de los que huyeron por los improvisados caminos de colonización, cayeron acribillados por las balas que vomitaban a mansalva los matorrales de las lomas contra los inocentes vallados por los que huían despavoridos familias enteras con sus críos tratando de alcanzar las cimas de los montes fríos o las selvas sudorosas de las tierras calientes por colonizar a la espalda de la cordillera de los cobardes que nos divide a los santandereanos de las breñas y a los santandereanos de las fértiles tierras del Magdalena medio.


María vio morir a su padre degollado y exhibida su cabeza en un chuzo de palo en el camino que desde la vereda terminaba en el casco urbano de Jesús María trepando senda arriba tratando de alcanzar las nubes testigas silenciosas de la violencia entre hermanos originada en la década ultima del moribundo siglo XIX que pasó a la historia por tener Santander el único presidente desde la independencia.

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María vio como hombres sin pasamontañas pero con ruanas y sombreros se turnaban sobre el cuerpo indefenso y postrado de su progenitora, mientras la madre, impávida, gritaba a su pequeña hija que corriera sin descansar camino arriba a las veredas que viven en coito permanente todas las mañanas con las nubes en la cresta de la cordillera de los cobardes, que vista desde Boyacá, pareciera que es limite entre este mundo y el otro.

Ella, no supo cuanto recorrió. Solo recuerda que fue parte del día en que su familia dejó de serla por culpa del color azul y rojo de los partidos políticos en disputa en el país consagrado al Corazón de Jesús, y toda la noche por una trocha desconocida hasta quedar exhausta, al amanecer, en una ladera cerca a un rancho de la vereda Cuchina 2 del municipio de Sucre, en ese entonces, el mas extenso de Santander, cuyas tierras vírgenes fueron dadas por el Estado a los comandantes y soldados  sobrevivientes de la guerra de los Mil Días como contraprestación a los servicios al pedazo de  Nación conservadora de principios del siglo XX.

 

María fue socorrida por una familia del rancho a la vera del camino que unió, cual bejuco, a las lomas frías con las tierras cálidas de las vegas del rio Cuchinero que nutre el Suarez en tierras de Puente Nacional. Brindaron comida y calor humano, mientras aprontaban la bestia que cargaría las pocas pertenencias y trastos, para coronar la cúspide de la montaña y adentrarse en ella, en búsqueda de tierras para volver a empezar la chacra y  construir el rancho distante de la violencia partidista que se acrecentaba entre los liberales y los conservadores.

 

Esta familia desplazada, compuesta por los esposos y dos guambitos, acogieron a María. La convirtieron en niñera. Los cinco, luego de aprontar el piquete, arriar una vaca parida, una oveja y un can, tomaron camino hacia la Alta Mira, cerro tutelar del que se desprenden afluentes del rio Horta y la quebrada que le canta a las ventanas de Tisquizoque que adornan el acceso al casco urbano de Florián, región de Santander que esta entre las piernas del departamento de Boyacá poblado por liberales desde su colonización.

 

Hacia la hora nona llegaron a la ranchería del destino levantada a muñeca y brazo por una familia amiga que  se había desplazado antes y que trabajaba como aparcera en la hacienda La Moravia de propiedad de los Morales, predio extenso en proceso de conformación de praderas. Los Morales venían de Sucre y tenían extensas tierras que logaron convertirlas en productivas con el sudor de numerosas familias arrendatarias que iban llegando desplazadas por la violencia partidista, y fue en esa misma hacienda donde la familia recién llegada, encontró un lugar donde erigir el rancho, hacer huertas y tener una vida distante  de los rojos.

La niña María creció poniéndose volantona y guapa, siendo reclutada por la doña de la Hacienda para los oficios domésticos. Así como le aumentó el oficio y las responsabilidades, crecieron sus corpiños y sus perniles que lucían voluptuosos y misteriosos en  armonía con una cara de tez blanca y ojos verdes con una cabellera color miel que siempre estaba escondida en una gruesa moña que servía de cabeza para el sombrero negro que usaba cuando debía ir a recoger los terneros para el ordeño de cada mañana siguiente.

Sin padres, sin hermanos, sin familiares, sumisa, trabajadora y semejante a  flor de lis por su pureza corporal y espiritual, se convirtió, sin que ella lo percatara, en un objeto deseado por el hijo del patrón y jornaleros. Un domingo, cuando los patrones se habían ido al poblado mas cercano a misa, la abandonada María, fue virginalmente poseída por el hijo intermedio de los dueños de la tierra. Ella, en su inocencia, fue despojada de sus escasas vestiduras que cubrían sus intimidades, y como si se hubiese tomado un chocolate recién bajado del fogón sintió dolor y ardor dentro de su vulva, nunca contemplada, ni por ella misma. 

El hijo intermedio de los hacendados, simuló un ternero criollo, que por su misma naturaleza, es precoz y veloz. María la huérfana, María la muchacha del servicio, viendo sus ropa interior y sus inocentes piernas untadas de sangre, se acordó del momento en que los encapuchados degollaron al padre colocando su cabeza sobre un palo a la vera del camino, y sin pensarlo, desgarró sus calzones y los quemó por ser de color azul claro como el cielo a la hora del piquete diario.

 

Y como entonces, corrió y corrió por las praderas hasta las peñas que enmarcaban los pastizales, buscando refugio en ellas hasta el atardecer, cuando se acordó que tenía que cumplir la tarea diaria de recoger los terneros para que las vacas, al otro día, dieran tanta leche para llenar cinco cantinas de cincuenta y cinco litros. La patrona le recriminó la tardanza acusándola de estar coqueteando con alguno de los peones de la finca.


Transcurría el primer trimestre del 49, tiempo en  que el odio entre azules y rojos se tomó los corazones de los habitantes de los poblados y campos colombianos, casándose intrigas, peleas y muertes por el simple hecho de pertenecer a uno u otro de los partidos políticos en disputa.  

Los rojos colonos de las tierras de antaño, dominio del cacique Tisquizoque, treparon las lomas buscando a los azules que se habían asentado en fértiles tierras por las que transcurría el rio Moravia, quemando a su paso oscuro y nocturno, el incipiente caserío de iniciativa de algún soldado azul desplazado de una de las Chúchinas  veredas de Sucre. Los colonos sencillos, aparceros y propietarios, hacendados y pequeños propietarios, se unieron al filo de la peinilla para defender sus vidas, sus familias, sus tierras y sus labranzas.

Los filos se convirtieron en las líneas divisorias entre los bandos en disputa, y tantos los unos, como los otros, hacían guardia de día y de noche para impedir que los unos invadieran las tierras, ahora separadas por los filos. 

Los ataques a las casas de las  familias  ocurrían en las noches, y mientras hubo incertidumbre, odio y pelea, las mujeres de uno u otro bando dormían en guaridas desplazando a los búhos, a los guaches y  murciélagos, amos de la oscuridad y el misterio que desde tiempos de Matusalén, viven en las capillas que la madre naturaleza ha venido caprichosamente tallando en el silencio del tiempo.

 

La barriga de María empezó a abombarse, así como el susto de los habitantes de las regiones campesinas habitadas por unos y por los otros. La doña de la hacienda habló con María prometiéndole  continuar con el trabajo si se iba de la casa, hecho que coincidió con las noches aciagas en que muchas madres con sus hijos dormirán en las cuevas de la Peña Bonita. 

María, al igual que otras del genero, por muchas noches, fue a dormir en las cuevas escondidas entre  las columnas finalizadas en el cenit como testigas de los cambios climáticos. Ellas, se elevan al cielo con un sombrero verde posado sobre roca caliza que, al contemplarse desde lejos semejan capas de galletas puestas armoniosamente una sobre la otra como para contar los siglos transcurridos desde la erupción.

 

El conflicto disminuyó y las mujeres volvieron a dormir con sus esposos e  hijos en sus casas de tabla y zinc; pero María convirtió una de esas cuevas en su hogar. Allí, sola, cual juagara tuvo sola su primer hijo, y como armadilla salía a trabajar en lo que se le apareciera, retornando a la anochecer con comida para su primer cachorro, que   se relacionó con los animales del bosque. Un par de años después María quedó embarazada de un peón, y en esa época,  el tener un hijo sin padre conocido, era un pecado y una vergüenza social, y esta vez, actuó como la primera, fue madre y partera a la vez.  Y esta segunda criatura, creció en el mismo entorno que el primero, y con la prohibición de María, que tanto de día como de noche no podían alejarse de la cueva.

 

La violencia partidista obligó a los campesinos de uno y otro bando a exigir a sus elegidos al congreso  la apertura de vías carreteables, las cuales construyeron sobre los caminos, y las mulas  fueron reemplazadas por camiones y los caballos por un bus viejo que hacía la línea desde la Belleza cada día hasta Barbosa, Santander.

Jacobo y Guarrús se hicieron niños, y como todo niño curioso, donde oían ruido allí acudían a constatar que lo originaba. Un atardecer Jacobo no regreso a la cueva, y en la noche, María preguntó a su hijo menor sobre la suerte del hermano mayor, pero como el niño solo balbuceaba, indicó a la madre el sendero por el que había partido Jacobo. Al día siguiente María puso al hijo menor a buscar por el sendero al  hermano mayor, pero no lo encontró.  De regreso a la cueva, Guarrús caminó por las laderas y  encontró una trocha ancha, pelada de pasto pero poblada de piedras pequeñas y tierra; era tan ancha y tan larga que salía de una cúspide de la montaña y se descolgaba paralela al rio Moravia, que tomó la decisión de caminar por ella de arriba hacia abajo como bajándose de un árbol.


Jacobo había hecho la misma ruta, sin que Guarrús lo supiera. Jacobo fue alcanzado por el destartalado bus que hacia todos los días el recorrido de diez horas entre los poblados de Barbosa y La Belleza, y el dueño del bus, al ver al niño solo y  viniendo la noche, recogió al niño y lo dejó a su suerte en el casco urbano del pueblo escondido levantado con hacha y azadón. A Guarrús lo recogió el camionero del pueblo que tenía un Ford 54 color verde con el cual hacía tres recorridos dobles cada semana con ganado o madera hasta Jesús María. El segundo hijo de María también fue abandonado a su suerte en el mismo poblado.


Algunas señoras caritativas del pueblo,  al ver al niño Jacobo, alto y esbelto, callado y obediente, lo vestían con ropas de paño, camisa blanca y zapatos negros; y una que otra matrona, algunas veces le ponían corbata roja, recordando a quien lo viera, que era alto, mudo, esbelto y liberal, convirtiéndolo en espantapájaros de burla  de los niños de la escuela como del colegio con nombre de santo italiano con apellido Bosco. Jacobo  se hizo joven, adulto y viejo en las calles improvisadas del casco urbano del pueblo fundado por liberales y desarrollado por conservadores. Guarrús tiene una estatura menor que Jacobo, goza de una tez trigueña que brilla a la luz por los ojos verdes protegidos por una cejas pobladas que armonizan el rostro del niño, el joven y el viejo, que al igual que Jacobo, desde que llegaron como pasajeros sin tiquete de regreso, fueron convertidos por los pobladores en los bobos del pueblo. A Jacobo y Guarrús los conocí por treinta meses siendo maestro en la década del setenta en ese lugar. Cuarenta años después regresé encontrando la metamorfosis que habían logrado los habitantes en menos de cincuenta años de ser municipio. No encontré a Jacobo, ni supe de su suerte, pero buscando entre calles encontré a Guarrús, quien fue mi invitado a desayunar en la casa de mercado de un domingo de la tercera semana de mayo de 2015.

SAM_5308 Guarrús, el hijo de María. mayo 15 de 2015

Así como es  común  en Colombia el nombre María, de la suerte de la protagonista de esta historia nadie me supo decir, igual que tantas Marías que en barrios de pueblos y ciudades las dejan embarazadas muy niñas, abandonadas a su suerte olvidada, pero abusadas en silencio por supuestos varones que engendran a niños  condenándolos al desamor y al desarraigo social empujándolos al ostracismo y a la burla mordaz e inclemente de seres que olvidan, o no saben, que somos, en buena parte el resultado del entorno social.

 

Cada bobo del pueblo y cada desechable de la ciudad, son personas que tienen su historia oscura y silenciosa tejida bajo  las cobijas o el techo de una casa que nunca fue un hogar. Si hubiese humanos sensibles dispuestos a escudriñar y escuchar, en vez de burla o indiferencia, brindaran amor, las formas de violencia disminuirían bajo el cielo azul de las tierras colombianas.

La Margarita, julio 7 de 2015.

La vaca pintada no pinta, pero hay que pintar hasta lograrlo.

 

El trabajo es un valor que se siembra en el alma de las personas que nacemos en el campo, así crean los citadinos que quienes tenemos el moquete de “campeches”, somos brutos, iletrados, burdos, y además, torpes y pobres que nos gusta vivir de los subsidios del Estado, y en las elecciones recibimos tejas de zinc por nuestro voto.

Es en los campos que conforman las cordilleras colombianas en los que los campesinos, al son de la carranga bailamos con el azadón y movemos las manos cual bailarín de ballet para llenar en un santiamén los catabros con café, o las cantinas con el ordeño, o los costales con las legumbres, cereales u hortalizas para llevar a las ciudades y recibir a cambio ínfimos pagos por los productos, sin los cuales, no habría vida en las urbes que siguen expandiéndose como lodo en las crecientes de los ríos, para en menos de medio siglo, convertir a Colombia en un país de regiones con ciudades pobladas por seres humanos que no se conocen ni se hablan, a pesar de vivir separados por paredes de cemento en viviendas similares a cajas de fosforo arrumadas una encima de otras.

Es en el seno de la familia campesina donde se forjaron con el amor de unos padres que veían la unidad en la pareja-entiéndase la unión de un varón con una mujer- como la primera escuela en la formación de los hijos. Era en el seno de esos hogares donde se infundía el amor a Dios, el amor a los padres y a la familia, el amor a la patria chica y grande, el amor a la tierra y lo que hay en ella, el amor al trabajo, al ahorro y gusto por hacer siempre las cosas bien.

Lidia fue la hija mujer de un hogar con dos hermanos y una adoptada. Fue formada bajo el amor complaciente de un padre que enseñaba con amor y la rigidez de una madre que a sus 85 años sigue creyendo que la letra con sangre entra usando como recursos pedagógicos, el rejo, el garrote, las cachetadas, las ollas, los platones, los gritos y los insultos. Pero en ambos progenitores hubo unidad en la formación de valores.

El trabajo honesto y responsable como único recurso para derrotar a la pobreza acompañado del ahorro  y la inversión. La fraternidad, la solidaridad y la ayuda mutua como liga en la vida comunitaria. El respeto a Dios, a los mayores, a las instituciones, al medio  y a la autoridad.  La unidad de los padres se dio también en la delegación del trabajo; los varones se encargaban de la finca y los ganados, y las mujeres de los oficios de la casa, el arreglo de la ropa y las ventas en la tienda o en las busetas los dias de mercado.

Pero a ellos como a ellas se les reconocía el trabajo de la misma forma. Se les permitía tener una polla, un cerdo, unos conejos o una ternera con cuyos animales se iniciaba el capital semilla para el patrimonio personal.

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Con la venta de moras nativas, Lidia logró comprar su primer cerdo que empezó a levantar y engordar con empeño. Los cerdos sueltos se acostumbran a comer los sobrantes de la cocina, de la tienda y de las huertas.

 

Campesino que se respete le pone nombre a sus animales. Lidia no fue la excepción. Pirulo fue el nombre que le puso a su primer semoviente comprado con el sudor del trabajo de niña. Por ser la hija mayor tenia el derecho de usar el suero luego de procesar la cuajada para las almojábanas, que ella recogía sin desperdiciar, y a la mañana siguiente, daba a pirulo como desayuno. Pero en las zonas cafeteras en la época de la cosecha, así como se trabaja, se gana. Y los recogedores del grano, el fin de cada semana no dejan de tomarse sus amargas en la misma tienda del patrón. 

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La madre de Lidia desde que llegó como esposa de un nativo a la vereda, organizó una tienda al frente de la existente en la casa de la suegra, y en ella, la venta de cerveza era la esperanza de quienes bajo la escusa de sed se pasaban de copas los fines de semana. Y en el campo, nada se crea, nada pierde, todo se transforma, y los cunchos de cerveza era un banquete para pirulo. Lidia deseaba engordar rápido el cerdo para venderlo un martes en Saboyá y comprarse, luego, una cerdita a la que llamaría pirula.

Una mañana de un  lunes de octubre dio de desayuno a pirulo un buen baldado de suero del escurrido de la cuajada del día anterior, que el cerdito bebió con el gusto de  quien tiene guayabo y aplica el refrán “ a mordedura de perra, pelos de la misma perra”. 

 

Y  luego del piquete, y hecho el aseo en la casa, Lidia llevó a pirulo las sobras de las botellas de cerveza que escurrió, que pirulo, como todo garoso, se bebió de un respiro.

 

El marrano bien lleno se echó debajo del payo a dormir y no se volvió a levantar sino para pelarlo y salvar las piernas y las costillas.

 

Pirulo tuvo una muerte feliz como efecto de la mezcla del suero y la cebada fermentada, hubo una bomba en su estomago y murió “reventado”. Y cual papaya que cae del palo, los sueños de Lidia, quedaron en el piso.

El padre supo comprender el dolor que Lidia sentía por la muerte súbita de pirulo, mientras la madre se alegraba por lo sucedido ante la ambición de la hija de hacer un capital desde muy niña.

 

Por esa razón en el diciembre siguiente la vaca cachona parió una linda ternera blanca orejinegra y se la dio como regalo a la hija para reponer a pirulo.

 

Cual niña que en la ciudad le regalan una barby, Lidia agradeció el detalle del padre amoroso, y le puso el nombre de la pintada. La pintada creció rápido y se hizo novilla y a los 30 meses dio cría otra ternera con iguales pintas; pero con la mala suerte que la novilla parió en una falda rodándose con la cría muriendo cuando hacia el trabajo de parto.

La vaca pintada no pinto, y desde entonces, Lidia comprendió el mensaje de su padre; el ganado, ganado es, pero no todos nacieron con la fortuna de ganar con el ganado.

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Y desde entonces, ella, Lidia pinta en el cuaderno vacas de colores para contarle a sus hijos la suerte de pirulo y la vaca pintada, insistiendo que cada quien nace con una estrella, la magia esta en identificar la estrella; y la de ella, fue el transporte urbano; y desde entonces una buseta pare otra buseta, y a así sucesivamente, dejando entrever en cada  una de ellas el amor por el campo al decorar cada automotor con un tono del verde.

miércoles, 12 de agosto de 2015

EN EL EMBLEMATICO CAFE TORTONI DE BUENOS AIRES


El interior del café

El frontis del café

No hay mas parisino, cuando se esta en la ciudad luz, que hacer un descanso y sentarse a beber un buen expresso en alguno de los cientos  de bares que desde antaño están en la ciudad; y hacerlo en el Café de la Paix es impregnarse, por un momento, de la pintura y la poesía.  Los frescos que decoran su interior y su proximidad con la Ópera Garnier de París, hacen de su clásico look un museo más que un simple restaurant. Una vez adorado por escritores franceses como Guy de Maupassant y Émile Zola, este café es tan conocido que pasa a la categoría de imperdible.


Otra opción, según el gusto, es  beber el café  en Le Select, uno de los grandes cafés parisinos clásicos, tiene prácticamente el derecho a ostentarlo debido a la larga lista de clientes connotados que lo han visitado. Cito a modo de ejemplo: Henry Miller, Ernest Hemingway, Pablo Picasso y F. Scott Fitzgerald, quienes disfrutaban bebiendo café bajo su terraza, mientras el sol iluminaba el Boulevard. Azulejos de mosaico en el suelo y sillas de mimbre, Le Select lleva la impronta del clásico estilo de los cafés parisinos.


Y estando en Buenos aires, persona amante del pasado y de las novedades del presente, luego de un día de intensa caminata contemplando a la París de Suramérica, el sentarse, al atardecer a beber un buen café en el  tradicional  café Tornoni, el mas antiguo de la ciudad,  mas que un deleite, es una contemplación a las reliquias gráficas que muestran a sus visitantes al igual que  la lista de personajes ilustres que lo han visitado desde 1858.


En sus mesas de mármol y sus paredes está presente una parte importante de la historia de Buenos Aires, ya que entre sus clientes más destacados se encontraban los escritores Jorge Luis Borges, Luigi Pirandello, Federico García Lorca y Julio Cortázar, así como los músicos Arthur Rubinstein y el mítico Carlos Gardel. Carlos Gardel tenía siempre una mesa reservada para él, lejos de la vista de sus admiradores? De acuerdo con el poeta Enrique Cadícamo, era la que se encontraba en el costado derecho del salón junto a la ventana entrando por Rivadavia.


Los cafés en los pueblos y ciudades con algún patrimonio histórico, eran y siguen siendo en buena parte de ellas, el lugar para charlar, compartir, hacer negocios, incluso para admirar a alguna linda dama.


En Bogotá, ciudad que sigue incrementando el flujo de turistas extranjeros y nacionales, goza de cafés con gran solera que es reconocido visitar alguno de ellos; por ejemplo en el centro de la ciudad esta el Café Pasaje. Este café-bar se encuentra en la plazoleta del Rosario y durante décadas ha sido lugar de reunión de los empleados de las oficinas aledañas. Merece la pena pasarse un viernes por la tarde a tomar unas cervezas. Carrera 6 # 14-25. Otro muy agradable es Café San Moritz. Aires cachacos para una de las cafeterías con más solera de toda la ciudad. Curiosamente, aún siguen elaborando el café con una vieja máquina italiana de principios del Siglo XX. Calle 16 # 7-91.


Quienes nacimos en el siglo XX y en el transcurso de la existencia gustamos de las manifestaciones culturales de donde se vive o, se viaja a conocer, registramos nuestra presencia como una contemplación a aquellos varones y mujeres que emprendieron algún iniciativa que prevalece en el imaginario de los habitantes y visitantes.


En San Gil, por ejemplo, un buen tinto se degusta en “La Polita”. En Puente Nacional, el “dulce de doña Silvia de Mosquera”, es obligatorio para residentes y visitantes.


Es mi caso, en mi breve periplo por Buenos Aires, del cual contare en breves notas y fotografías, el  gusto por estar en una verdadera reliquia cultural del continente latinoamericano.

NAURO EN EL CAFE TORTONI

Al fondo la fotografía del  café mas antiguo y que prevalece en Buenos Aires

NAURO EN EL TORTONI CON INVITADOS

Posando en el lugar clásico dentro del café para registrar la visita al Tortoni.

NAURO Y GARDEL 1

Posando al lado del busto a Gardel

EFIGIE DE SABATO EN EL TORTONI

Y la fotografía del recuerdo, un carboncillo a Ernesto Sábato, el autor del Túnel, novela que gusta en todas las edades.

Trastocado

    “ Cuando el poeta está enamorado es incapaz de escribir poesia sobre el amor. Tiene que escribir cuando se acuerda que estaba enam...