“Hay una mujer al principio de todas las cosas”.
Alphonse de Lamartine.
Tenía tez canela que brillaba a la luz del día destacándose su cara rectangular decorada con cejas pobladas armonizadas en los arcos de sus ojos negros radiantes de afecto desde el pozo de la dicha escondido entre sus pómulos sobresalientes; uno de ellos, adornado con un lunar color miel, que al mirarlo, la vista se perdía bajo el sombrero de paño negro barbisio adornado con brillante pluma de pavo real muy usual en la época de la vestimenta de paño negro con sobresalientes tejidos con hilo brillante del mismo color.
El canasto, tejido por artesana de Tenza, Boyacá con delgadas tiras de caña de castilla, con forma de porrón y orejeras de ratón, tenía capacidad para unas cincuenta libras. En él, llegaban a la espalda de Isabel: las arepas de maíz con cuajada, las arepas cari secas, las habas verdes y tostadas, la arveja fresca y seca, las lentejas y los garbanzos, las chirimoyas, y, algunos dulces y chicharrones mezclados con maíz tostado que remplazaban a los chicles, hoy.
En el presente encanastado, no faltaban las nueve presas de una gallina campesina, debidamente cocida con leña y adobada con azafrán, cominos y migas de pan. La gallina ya cocinada, luego de dejarse enfriar con las brisas de la noche, era empacada en hojas de plátano previamente sancochadas con el calor de las llamas del fogón de tres piedras sentado en tierra para abrigar las habitaciones de la vivienda campesina.
El bocado boyacense llegaba envuelto en blanco mantel ilustrado con flores rojas y amarillas con verde amarrado con doble nudo con las puntas opuestas de la tela, y sobre él, el ave en estado inerte y provocativo. Llegaban en un joto, unas morenas señoriales mogollas de trigo rellenas con cuajada que lucían frescas para calmar antojos o para remplazar el piquete acompañándolas con un buen guándolo cerrero con miel de caña.
Si. El canasto de Isabel, subía cargado a la espalda, cual morral, por la cuesta, hasta la casa de mis padres, por el pendiente camino indígena de la miel, la sal y las ollas, que desde la estación del tren de Providencia, trepaba hasta Peña Blanca, la vereda productora de papa del Municipio de Puente Nacional, Santander.
Las veces que ese canasto llegó lleno a la tienda y posada la Esperanza, fueron pocas en mi niñez.
El canasto que cargaba Isabel Sánchez, mi abuela, tenía un gemelo con más capacidad. En él, arribaba sobre espalda masculina, igual presente. Este gemelo cesto, más gordito, era cargado por el siempre compañero de mi abuela. El tío Félix, el mayor de los Quintero Sánchez.
El canasto que cargaba Isabel Sánchez, mi abuela, tenía un gemelo con más capacidad. En él, arribaba sobre espalda masculina, igual presente. Este gemelo cesto, más gordito, era cargado por el siempre compañero de mi abuela. El tío Félix, el mayor de los Quintero Sánchez.
Los visitantes, provenientes de Sutatenza, Boyacá, llegaban a la vereda en tren al que trepaban en Chiquinquirá, la capital mariana de Colombia, luego de un largo viaje en la flota del Valle de Tenza.
La abuela, tenía el nombre de la madre de San Juan Bautista, por lo que se infiere que el nombre tiene origen hebreo que significa “promesa de Dios”, razón por la cual es muy común en el mundo occidental, pues así se bautizaron reinas, princesas y duquesas en Europa.
Isabel, mi abuela materna, era una mujer de estatura mediana, delgada con pelo largo, siempre torcido en trenza tejida con alguna cinta de color diferente que combinaba con la blusa del mismo material y estilo, confeccionada en seda con encajes; cerrada al frente y con botones a la espalda; ancha en los hombros y pegada hacia la cintura desde donde se desplomaba un ruedo que tapaba el cordón con que aseguraba su, siempre falda negra de paño con pliegues verticales en los cuales llamaban la atención las flores bordadas a mano por la misma dueña que cubría el tronco hasta los tobillos.
Caminaba como una reina sin pasarela, no se exhibía como las mismas en desfile de modas, pero la veía avanzar por el camino, cual cuerpo de palmera totalmente de negro, pues su dorso se veía envuelto en fino pañolón de paño cruzado sobre si, protegiendo su misteriosa belleza.
Me extasiaba contemplando lo poco que se veía de sus pies, siempre protegidos por blancos alpargates tejidos en algodón bordados con hilo negro con suela en moño de fique delicadamente atado sobre el pie dando una particular vuelta sobre el mismo, convirtiendo los tobillos en un maniquí dejando a la imaginación el misterio de sus extremidades.
A diferencia de mi madre, hablaba pausado, con tono afectuoso bajo y comprensivo. Cuando ella anunciaba el regreso a su labranza, empezaba mi llanto, añorando su buen trato. Regresarían los gritos de mando de mi siempre madre que, con sus 90 años, bien vividos, me sigue mandando cual chino de los mandados.
Isabel, mi abuela, quedó viuda a los 49 años. Perdió su esposo en 1954. Mi abuelo nació el mismo día que ella, pero en 1883, y desde entonces, hasta su muerte, vivió sola en su rancho cultivando la fanegada de tierra con el apoyo del hijo mayor y el animo del hijo menor. Ella nació el 1º. De marzo de 1905 y murió de un infarto cardíaco el 12 del mismo mes en 1982.
NAURO TORRES Q.