El ver no es obstáculo para identificar, ni para caminar, ni para hablar, ni para compartir, ni para comunicar.
Mientras el caballo y los pies eran los únicos medios para trasladarse de un lugar a otro y los caminos reales pertenecían al rey, por muchos años vi llegar de oriente, guiado por un perro y caminando seguro con su bordón por los potreros del frente de la tienda la Esperanza, un hombre alto como una vara y delgado como un chamizo, con mentón salido como un estribo, con cuevas en los ojos vigilando la nariz que semejaban acantilados, con dentadura perfecta y hablar en ráfagas.
Aparecía después de la hora del piquete y se sentaba debajo de un viejo y florecido clavellino sobre un abandonado pedazo de tronco al margen izquierdo del camino que unía a la estación del tren de Providencia con Peña Blanca, una vereda en donde la reina es la papa.
Llegaba a hacer su trabajo ordenado por la madre y uno de los hermanos que cuidó de él, mientras fue huésped en esas hermosas praderas colmadas de arrayanes y payos.
Su hobby lo ejerció cada lunes hasta que la carretera y los carros dieron sepultura a la economía de numerosas familias que derivaban parte del sustento ofertando viandas y hospedaje a los comerciantes que intercambiaban los productos de la tierra y las artesanía en barro que se cargaban en recuas de burros desde Ráquira hasta Puente Nacional.
Ese hombre largo y enjuto era Martín, el ciego.
Tenía la virtud de identificar a las personas por la voz, una vez supiera el nombre. Martín, no me miraba, pero me escudriñaba con los ojos de su alma. No fue a la escuela, pero me narró muchas historias en las que viajé guiado por su ceguera.
No pedía limosna para vivir, sino como un recurso para relacionarse con los caminantes y vecinos. No fue catequizado por autorizado del cura pero sabía todas las oraciones de sus mayores, y las que no, las inventaba.
La muerte de Martín fue lenta. Lo fue matando la aparición de los carros y la estocada final para irse con la luz, fue el no regreso del tren a Barbosa, Santander. Con ellos se fueron los comerciantes y transeúntes del camino y la clavellina no volvió a florecer, fue derribado por el bulldozer que convirtió el camino real en carretera.
Martín nació ciego en una familia de nueve hermanos. Y desde entonces en los lasos de sangre de las generaciones posteriores, silenciosamente como fue su existencia, la tara ha venido apareciendo con diferente cara, pero a diferencia de Úrsula y José Arcadio en Cien años de Soledad, la unión entre primos no ha mostrado en los hijos la cola de higuana.
Miguel Ramón González Martínez, un psicólogo colombiano, escribió recientemente en Facebook : “Tan lejos, tan cerca”. Los conflictos y traumas vividos por nuestros antepasados, de al menos tres generaciones anteriores a la nuestra, se manifiestan en algún miembro del grupo familiar. Ese conflicto o trauma, cuando se resuelve, sana a todo el sistema familiar implicado.
El asunto es con qué recursos u apoyos se logra la sanación?.
Recientemente leí un libro titulado “La ventana de tu alma”. En él, la autora que cree en la reencarnación, plantea que existe una programación prenatal; es decir, que cada uno, antes de venir a este mundo, hemos programado la familia en donde nacemos, nuestros valores y nuestros sufrimientos y enfermedades, y, en consecuencia, nada sucede porque si.
Por lo observado en mi existencia, el psicólogo tiene razón. “Los conflictos y traumas vividos por nuestros antepasados, de al menos tres generaciones anteriores a la nuestra, se manifiestan en algún miembro del grupo familiar”.
San Gil, Enero 2 de 2015