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viernes, 28 de septiembre de 2018

La niña de la capital


Cristina Martínez había nacido en el 20 de Julio, un barrio popular de la capital colombiana en el que veneran al Niño Jesús. Desde los cinco años viajaba a vacaciones  en tren recomendada por su madre a Evaristo Ramírez, el campesino de la vereda Jarantivá en Puente Nacional que, cada semana, en cajas de madera y canastos, transportaba a Bogotá los quesos, las frutas, las aves, las almojamas y las mogollas de trigo que las mujeres producían en la parcela y horneaban con leña en el tradicional horno de adobe.

Bernarda Rojas, la madre, había abandonado la vereda en el mismo tren, siendo una adolescente, luego de comprobar su precoz embarazo y el desamor de quien fue su primer varón que se casó con otra. Por haber sido una niña adoptada por una  campesina que murió virgen, y quien fue esclava de una familia de origen español, recibió la protección de uno de los herederos, quien le ayudó a ingresar a trabajar como aseadora en el distrito capital.

Bernarda creció en la misma vereda. A ella, en cada vacación escolar mandaba a sus hijos a disfrutar el campo y a acompañar a la señorita Ernestina, quien vivía con Dios y la Virgen en una casa de barro a la vera del camino real que unía a Puente Nacional con Fandiño, cerca al ojo de agua en el que los peregrinos y reinosos se proveían de agua para calmar la sed en el pendiente camino que trepaba desde las 1. 400 metros hasta los 2.800 metros sobre el nivel del mar.

A la vereda llegaba Cristina acarreada de dulces y juguetes para los niños de su edad. Y regresaba al barrio con guayabas, pomarrosas, payas, naranjas, amasijos y almojamas para el primer mes de regreso a la escuela que acomodaba con follaje verde en una caja de cartón.
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La citadina niña, la segunda en la familia sin padre, transcurría el tiempo escolar en el sur de Bogotá en  la pieza en la que vivía con su hermana mayor y la madre, y la escuela publica, distante unas tres cuadras. Su mundo estaba limitado por cuatro paredes; pero al llegar cada vacación, ella tornaba feliz cual golondrina al atardecer. Era un viaje al paraíso y a la libertad de la floresta. No importaba la madrugada del lunes para ir a la estación del tren a tomarlo para Santander. Era el viaje a las ventanas de la  curiosidad, la contemplación y libre albedrío.

Pero el retorno al terminar cada vacación, se tornaba gris, triste y quejumbroso. Cristina escuchaba que la locomotora con su pitar también mostraba la tristeza de la partida en cada estación. Entre lagrimas, Cristina veía como el tren avanzaba lentamente dejando a su paso cada poblado permitiendo  que las personas se fueran borrando a la distancia como se borra la vida cuando se muere. Notaba que el humo que salía de la caldera de la maquina movida con carbón mineral, salía del buitrón como si fuesen señas de despedida para nunca mas volver. 

El viaje  en tren hacia la capital colombiana lo disfrutaba, cual golosina. 

Entre Bogotá y la estación Providencia, el tren hacía el recorrido en seis horas, tanto de ida como de regreso. En el regreso, Cristina podía hurtar, por los huecos de las mochilas que protegían los canastos -tejidos en  caña de castilla-, una que otra guayaba, y una que otra pomarrosa que iba comiendo con paciencia y con gusto escondiendo la cabeza entre la ruana de  lana con muñecos que siempre usó en sus viajes a tierra media.

Y como otros niños, el placer estaba en el paladar. Cristina al regresar a casa, además de frutas, amasijos y almojamas, llevaba gajos y semillas de plantas medicinales para el uso familiar. Y como era de la ciudad, disponía de cuartillos y centavos para comprar viandas en las estaciones del tren de oriente.

En la estación del del tren de Robles,  se lambía los dedos comiendo  bocadillo con cuajada. En Garavito se calentaba con café con leche y mantecada. En Chiquinquirá merendaba papas cocidas con picos, –parte de la jeta de  res-. En Lenguazaque probaba morcillas con papas saladas. En Fúquene, pescado asado con papas.  En Nemocón, los dulces de azucar. En Zipaquirá, la fritanga.

El tren trepaba  el límite de Santander por los valles y breñas  tomando la planada boyacense en la estación Garavito, luego de atravesar por segunda vez el río Saravita. 

Como si estuviese cansado, el maquinista del tren se tomaba tiempo para bajarse, tomar aire y degustar un tinto. Y en ese lapso, varias jechas con sombrero negro de alas planas cortas y en  fieltro, delantal negro con pepas blancas que cubría el dorso y las extremidades, ofrecían café con leche acompañado de mantecada, almojábanas o mogollas de trigo rellenas con cuajada. La bebida caliente era portada en chorotes con capacidad de  un litro, -vasija de barro horneada en Ráquira, Boyacá- y eran exhibidos y cargados sobre la cabeza de cada matrona posados en  un cabestro redondo de bejuco que facilitaba la quietud y equilibrio.


Cristina, cada vez que pasaba por esta estación, no perdonaba el café con leche y el pedazo de mantecada. Ingería la vianda mientras contemplaba las mansas aguas del río Suárez que se desplazaban silenciosas entre predios cundinamarqueses y boyacenses para precipitarse, luego, en tierras santandereanas.

Las aguas mansas de Saravita desarrancaban  lodos y tierra ausente de piedras dando un color marrón a las tranquilas aguas que serpenteaban apeándose de las sabanas. 

La citadina niña pensaba que de todas las meriendas que se ofrecían en cada estación del tren, la más abundante, la menos costosa y  fácil de sacar, era el café con leche.  Se extraía del río con el chorote, se calentaba en el fogón de leña, se cargaba en la cabeza y  se ofrecía los pasajeros del tren.

Medio siglo después la niña de la ciudad regresó a recoger sus pasos en la vereda en donde su imaginación tejió el paraíso donde algunas veces estuvo de vacaciones siendo infante. 

El tren  fue borrando de los recuerdos de los viejos al morir. Los politicos de Colombia lo liquidaron por ser un servicio público de transporte para abrir las escotillas a la privatización de este servicio, vital para el desarrollo del país. Los rieles del tren en cada municipio donde estaban extendidos, fueron hurtados y vendidos por los alcaldes que gobernaron a finales de la década del setenta del siglo XX. 

Las locomotoras que arrastraban los vagones de los trenes hoy remolcan vagones con minerales que abundan en el país más concesionado del mundo para henchir las billeteras de las transnacionales. 

Los buitrones de las máquinas de vapor se trasladaron a las  empresas y buses de transporte que contaminan el ambiente en la capital. Los canastos de caña de castilla y bejuco fueron reemplazados por bolsas plásticas que ahogan la vida de los animales y bacterias benéficas para el hombre.  Las viandas solo están en los recuerdos de los ancianos. La industria alimenticia ofrece en el mercado, procesados con sabores artificiales empacados al vacío, que mantienen colgados en cualquier tienda. Los cabestros que usaban las mujeres en el campo para equilibrar los chorotes en la cabeza, no están ni en los museos. Los chorotes de barro de origen chibcha, unos cuantos por su forma y volumen, se exhiben en algunas pinacotecas de municipios del altiplano cundinamarqués. El imponente lago andino de más de 13.000 hectáreas de extensión, menor que el Tiquicaca, otrora venerado y protegido por los indígenas muiscas, lo vienen ahogando los dueños de sus linderos para expandir la ganadería. La vena aorta de la laguna de Fúquene sigue siendo asfixiada por  los agro        químicos, el estiércol de los ganados y las aguas servidas de los poblados adyacentes al río Suárez. La sangre, cual hilo del manantial madre, se seca en verano; y en invierno ya no se parece al café con leche, sino a una masamorra de barrancos, basuras y heces, no apta para el consumo humano, mientras que las rondas que hubo en las márgenes del río sólo existen en óleos de algunos ricos de esas tierras consideradas las más fértiles de los departamentos que las incluyen en los planes de desarrollo cada cuatro años para reforestar, mientras los árboles por sembrar, son tumbados con los serruchos de los gobernantes de turno. 

Para Cristina, fue su último viaje a su Providencia de la infancia. Como maestra de biología decidió regresar al campo en otro municipio cerca a la capital y se dedicó a sembrar cafetos para sacar café especial que ofrecía cada ocho días en hogares de amigos en la ciudad. Tuvo dos hijas que estudiaron ciencias exactas. Una se radicó en Alemania, y la otra, en México para ejercer sus profesiones. A principios del 2.020 viajó a Puebla a acompañar a su hija, docente de la universidad mientras se reponía de un malestar físico y emocional. 

La niña de la ciudad murió en Puebla víctima del Covid-19 sin atención médica por estar de turista y sus restos se perdieron en una bolsa de plástico entre cientos de muertos que aparecieron en las casas y solo recogían días después para depositar en una fosa común en un paraje distante de la ciudad. 

Nauro Torres Q. 
Eco Posada La Margarita, septiembre 22 de 2018.






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