Cerca a las seis de la
tarde, mi madre cerraba y aseguraba con llave la puerta principal. Las otras
puertas, se trancaban. Ya no era seguro dormir en el escondite, bajo el piso de
madera. Llegan a quemar la vivienda, y por tener el piso de madera, nos
transformarían en chicharrón. Nos escurríamos en la oscuridad hasta el monte
cercano. En él, había una cueva bajo una piedra que servía de sombrero para
armadillos y tinajos. En ella nos acomodábamos con mi madre y otras dos mujeres
jóvenes, mientras transcurría la noche. Antes del amanecer, una de las féminas
inspeccionaba, trepando a árboles escondidos entre otros. Despejado el
panorama, regresábamos a la casa a continuar, ellas, en los oficios del día.
Los varones no dormían
en las casas. Pasaban la noche en el cinturón de seguridad y vigilancia que mi
padre y otros reservistas habían trazado con garitas abiertas ubicadas en las
colinas altas que servían de ojos para identificar los movimientos y linternas
encendidas. Previeron tres líneas de control y combate. En loma del Gavilán, en
la del cementerio de las víctimas de la viruela, en los Andes. Y una segunda,
en el cerro de la muralla, y otra, el Morro. Distantes dos kilómetros en línea
recta. Una, tras de otra.
Era la época de la violencia
entre azules y rojos, agudizada, luego del bogotazo. Desde la línea del
ferrocarril hacia el rio Suarez, estaban los campesinos y los del casco urbano
que se identificaban con el color rojo, el de la libertad de las ideas. De la
línea del ferrocarril hacia el páramo Iguaque-Merchán y Chiquinquirá labraban
la pobreza, los conservadores, los de las ideas fijas. En asuntos de defensa,
la gente se organiza y reconoce liderazgos para defender la vida y la
menesterosa propiedad privada.
Desenterraron las armas usadas en la guerra de
los Mil Días, cincuenta años antes. En cada línea, en el cerro más alto y con
dominio sobre el horizonte, catapultaron dos fusiles gras. Un fusil de largo
alcance diseñado por el coronel francés, Basile Gras y en uso desde 1.874 con
casquillos con cartuchos de metal de 25 grs que salían en mono tiro. Mi padre
dijo que, con él, había matado un perro a 500 metros de distancia. Otros
campesinos disponían de carabinas guacharacas de 18 tiros en ráfagas, revolveres
38 corto y largo. Y la mayoría, escopetas de fisto. Todos dispuestos a no dejar
trepar intrusos en la oscuridad.
En cada línea, había
dos o tres grupos patrullando en las noches. En el día, escondidos había
custodios en sitios estratégicos dispuestos a usar mensajes cifrados con espejos.
Los campesinos de las veredas conservadoras, por seguridad, no volvieron al
pueblo donde los cristianizaron. Quienes nacieron en esos años, fueron
bautizados en Santa Sofia y Saboyá. Solo mi padre, iba ocasionalmente al pueblo
natal acompañado de un acolito auxiliar encargado de una capotera, y en ella
iba, el revolver y los tiros. Caminaba a unos cinco metros. Su misión, suministrar
el arma en caso de agresión.
Los unos de un color, como los otros del otro color, tenían y sentían las mismas necesidades. estaban marginados, sin vías de comunicación y sin escuelas en la la vereda, y en el pueblo, los comerciantes liberales, vivían del trabajo de los conservadores que traían los productos agrícolas a vender al casco urbano.
San Gil, noviembre 23
de 2.019.