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martes, 4 de abril de 2017

Sobander@s en extinción

 

El marido la abandonó al sumar tantos hijos como años tenía él, cuando se casaron; Los hijos llegaron añeritos y al natural, el tipo no paraba ni en las dietas. 

Los 12 varones dormían en una pieza, las cinco mujeres en otra pieza, y los dos, en otra. Los niños se acomodaban como marranitos mamando para dormir en el piso sobre esteras de junco. Llegó en  1948 a Guateque, junto con su esposo, huyendo de la violencia en la Vega, Cundinamarca, convidados por un amigo a buscarse la vida en Boyacá.  

Para empezar, montaron una sancocharía en la plaza de mercado en Guateque que,  en ese entonces, era en el mismo parque, pero el trabajo ocurría los fines de semana y en las fiestas; y entre semana, el marido trabajaba en lo que le saliera; y ella, Abigail, por intermedio de una amiga, entró, ocasionalmente de ayudante en el matadero municipal, a sacrificar cerdos, y por ese trabajo, le pagaban en especie, dejándola recoger la sangre de los vacunos y cerdos que ella vendía por botellas  para saborizar las morcillas.

 

 

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Abigail se casó cumplidos los 15 años con el único marido  que ha tenido cuando él, tenia 17 años, pero éste  la dejó, yéndose con otra, cuando ella estaba en embarazo del hijo numero 17. 

Abigaíl , como otras tantas mujeres del ayer, no se pusieron a llorar al sentirse abandonadas, sino a buscar medios para encontrar la comida para la tracalada de chinos  que había que alimentar. Continuó con el toldo de comida en la plaza, puso un puesto de comida cerca al terminal de transporte; se convirtió, en las madrugadas, en trabajadora del matadero como matarife de cerdos; luego, de ganado mayor, y a la vez, aprendió a preparar “sudado de pata”, “cazuela de ternero”, “sopa de raíces”, “sopa de venas”, “ pichón” y a procesar los cueros de ternero, y a engordar cerdos; tareas en las que los hijos mayores, ayudaban.

 

Con el carné de salud expedido por el hospital de Guateque, Abigail, ofreció hasta que cumplió 70 años: el mute de mazorca, el sudado de pata, la cazuela de ternero, los tamales; oferta que hacia vestida de blanco con una gorra de igual color portando una caja de madera también blanca, y en ella, las delicias de la sancocharía por calles y carreras, oficinas y negocios del municipio, cabeza de la provincia del Valle de Tenza en Boyacá.

 

Por varios años vivió en arriendo, y por piedad, una familia amiga le arrendó un lote cercano que acomodó para  criar, levantar y engordar cerdos con las lavazas que sobraban de la  sancocharía, y las que recogían los hijos en otros toldos.

 Empezó con un cerdo, y alcanzó a tener un lote de diez cochinos, pero el casco urbano se expandió, y la higiene le cerró la marranera. Con el producto de la venta de los cochinos compró el lote donde actualmente vive. Con los ahorros del trabajo y los aportes de un hijo que se enguacó, levantó la casa en la que desde hace medio siglo ejerce como sobandera, don que surgió por mera necesidad, pues con mas de diez hijos en la escuela, éstos estudiaban, ayudaban y jugaban futbol, regresando, a la media agua, con esguinces, fracturas y desgarres.


Tiene 70 nietos, 50 biznietos y 40 tataranietos, y sus 17 hijos están vivos, menos quien fue su marido, quien murió hace una década en la Vega Cundinamarca, a donde viajó ella con todo el rebaño al funeral y a conocer los tres hijas que dejó el difundo en su segunda unión. 

Abigail, nació en 1926, ya cumplió los 91 años y sigue activa preparando tamales y atendiendo a quienes requieren de una sobada, ya en las manos,  en los brazos, ya en las piernas; personas que  atiende en su casa en una habitación con dos camas aseadas, usando crema de manos y sus manos que tienen la fuerza de una tenaza para disminuir la tendinitis, quitar el dolor del síndrome del túnel carpiano y la escoliosis y acomodar  los huesos en su estado natural.

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En veredas y poblados, en tiempos pretéritos era normal que abundaran los sobanderos, parteros, rezanderos y curanderos. Hoy, escasean, mientras que en las capitales, hay calles exclusivas donde  brindan el servicio los sobanderos.


En la perla del Fonce con calles empinadas, ceibas milenarias y gallineros con barbas blancas, rodeada de majestuosos paisajes casados con verdes colinas comunicadas por caminos tendidos de piedra artísticamente puestas como si fuese una avenida para caballos y recuas de mulas, aun quedan unos pocos sobanderos.

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Don Luis Alejandro Ballesteros con 85  años de vida, quien ha vivido desde niño en la carrera novena con calle cuarta, aprendió a sobar por necesidad. Un día, yendo al mercado vio como a su lado iba una señora, quien caminaba con paso rápido,  y sin darse cuenta, trastabilló al bajar del anden a la calle, luxándose el pie derecho, perdiendo el equilibrio.

Luis Alejandro, al ver lo ocurrido, se apiadó. La ayudó a incorporarse haciendo de bordón hasta una de las bancas del parque la Libertad. Y allí, a petición de la dama, él le quitó el zapato y ajustó el pie con sus manos. El cuento se regó en los toldos y puestos de la galería. Y desde entonces, desde lugares lejanos diariamente recibe entre 20 y 25 personas que acuden a la residencia, solicitando ayuda, ya para luxaciones, quebraduras, espasmos, dolores de columnas, quienes con una o dos sesiones, terminan regresando en buenas condiciones físicas a los hogares.

 

Siendo niño, Luis Alejandro  junto con su familia, debió dormir en las peñas que vigilan la quebrada Curití, en cuya ribera vivió con sus mayores. De joven se instaló en San Gil, y en sociedad montó la funeraria Santander para brindar consuelo y servicios fúnebres a los miembros del partido en el que la familia  estuvo vinculado. Su casa actual, fue sala de velación y lugar de encuentro de deudos. Los servicios funerarios se pagaban cuando se brindaban, o se pactaba una fianza por un par de semanas;  luego aparecieron en el país, los servicios fúnebres prepago, y la funeraria cerró sus puertas, pero se abrió el portón para recibir a las personas con intenso dolor por algún movimiento brusco con afecciones en huesos, músculos o tendones.

 


Los sobanderos son personas amenas conversadoras, amables y serviciales. Gozan sirviendo  a los demás y con sus manos, acomodando huesos, músculos y tendones, a cambio de una donación en dinero que muchas veces no es equivale a media hora de un salario mínimo, pues por tradición, no ponen precio a sus servicios mientras regalan sonrisas e historias a los pacientes que solo llegan a sobar la vida.


Cada vez, hay menos sobanderos en veredas y ciudades. Vienen siendo reemplazados por ortopedistas. Pero en los municipios aislados, es una fortuna que junto a ellos, abunden los curanderos y parteras que cumplen una misión no reconocida por los estamentos estatales, pero muy benéficos para la ciudadanía. 

 

 

San Gil, febrero 22 de 2017

 

El parasitismo del plagio intelectual

  El apropiarse de los méritos de otro u otros, el copiar y usar palabras e ideas de otros y sustentarlas o escribirlas como propias y usa...