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lunes, 19 de septiembre de 2016

LA LORITA PARLANCHINA DE DOÑA CUSTODIA

 

 

 

 

 

La historia
me la contó un amigo
que cuando era niño
sacaba dulces, a escondidas, de la tienda
de doña Custodia,
para repartir a sus amigos.

 

 

Del Valle de Tenza vino ella,
doña Custodia Quintero de Torres,
cuando un viento fuerte
la sacó de raíz, como una cebolla tierna,
y la dejó en las manos
de un policía que regresaba del cuartel.

A Jarantivá, vino a dar,
arriba de Puente Nacional, el comunero,
de donde era oriundo
el referido uniformado, que de civil
y ya sin fusil y sin revólver, la convirtió
en su esposa.


Y le hizo una casita en adobe y teja de barro
a la orilla de un camino real.


Tendría como compañía,
además del patrón, el perro y la vaca ya parida
detrás de la cerca de piedra,
una lorita parlanchina que a todo pulmón
menudeaba improperios
a todo el que transitaba por el dichoso
camino real.

 

 

Tendría, también, doña Custodia,
una tienda donde vendería pan y cachivaches,
y dulces para los niños.

 

 

Allí sentaría reales, doña Custodia Quintero
de Torres, por el resto de sus días,
atendiendo a don Agustín,
el policía de civil que ahora era su marido,
criando con amor la prole,
cuidando de su vaca, dando de comer al perro,
vendiendo dulces, pan y cachivaches,
y gozando, claro está,
de los alegatos de su lorita parlanchina.

 

 

Por su parte don Agustín,
tendría que viajar cada semana a Bogotá,
de ida y vuelta en ese tren
que bajaba por Chiquinquirá y Garavito
a la estación de La Capilla, con tremenda
chimenea de humo negro a la espalda,
resoplando vapor como una olla de agua hirviendo,
y berreando como un ternero arisco
al que recién le ponen el lazo.


En modesto vagón de tercera clase, viajaría siempre,
don Agustín, meditabundo y solitario,
cargado de panes, dulces y cachivaches
para surtir la tienda de doña Custodia en Jarantivá.
Entonces los tiempos eran otros, en todas partes,
y la vida distinta, aquí y allá.

 

 

Llegó de sopetón la época
en que el viejo tren dejó de bajar de Bogotá,
a la estación de La Capilla
que no tardó en cubrirse de rastrojo, y los rieles
de la carrilera, de perderse
bajo la alfombra verde del tenaz kikuyo.

 

 


También los hijos tomaron su camino,
y don Agustín se fue un día,
sin morral y a pie descalzo, al más allá.

El perro entristecido se perdió de la casa,
hubo que vender la vaca y su ternero,
y un mal vecino se llevó la lorita parlanchina.

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En la pequeña estancia
solo queda hoy, doña Custodia Quintero de Torres,
como un recuerdo que no se olvida,
cuidando su casita de adobe y teja de barro,
detrás del mostrador
de su pequeña tienda, que mira día y noche
al camino real
por donde suben y bajan los viajeros silenciosos;
añorando a don Agustín
que ya se fue para nuca más volver;
al viejo tren que dejó de oírse llegando a La Capilla,
al perro que ya no ladra en la entrada,
a la vaca y su ternero
que fueron a dar a la feria del lunes en el Puente,
a los hijos que ahora son ajenos,
y a su lorita parlanchina,
que quizá no haya dejado de insultar a los marchantes
bajo el alero del vecino.

 

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Este cuadro, tejido a mano por la señora María Susana Marín que, luego de leer la historia, elaboró con afecto para la señora Custodia de Torres, sin conocerle. La artista del hilo, es la esposa del autor der este poema.

 

 

 

Solita,
en cuerpo y alma, con Dios y todos los santos,
allí está doña Custodia Quintero de Torres,
en su casita de Jarantivá,
tan bella como cuando era joven,
esperando que algún día, lejano ha de estar,
Dios la llame a gozar de su gloria eterna.

 

 

Por el escritor colombiano, Pedro Antonio Mateus Marín.

 

Bucaramanga, Porto fino, mayo 6 de 2016

 

 

 

https://www.facebook.com/permalink.php?story_fbid=10209649419050882&id=1191301056

domingo, 12 de junio de 2016

Juan Pineda, el subastador de Montes

 

No supo quienes fueron sus padres, tampoco el por qué tiene el apellido Pineda, no fue a la escuela pero sabe de letra, y aún, es un buen conversador; no tuvo hermanos pero lo criaron un par de hermanos; se relacionó por primera vez con otros niños en el “catecismo” cuando ya tenía ocho años, vivió desde cuando tuvo razón entre un monte por el que caminaba hasta la quebrada Jarantivá a traer en un chorote el agua para el consumo familiar; mientras vivió en el campo lo hizo en el mismo lugar en donde creció y formó su hogar en el que se criaron sus hijos integrados por siete mujeres y par de varones.

 

Su niñez, juventud y adultez ocurrió entre los montes, los arroyos, los caminos, el ferrocarril, y en ese lapso sembró aprecio, admiración y respeto por los demás y uno de sus mayores orgullos, ya a los 92 años, es que en su tranquila y placida vida no se ha enfermado ni recuerda que haya tenido un disgusto con alguien.

 

A Juan Pineda lo bautizaron el 29 de agosto de 1924. Nunca se enteró de quienes le mandaron echar el agua y hacerlo crédulo, pero cree que su nombre tiene alguna relación con  el hombre que lo recibió y asumió su crianza. Ese buen campesino tenía el nombre de Evangelista Merchán, quien junto con Celsa Merchán, su hermana, se convirtieron en los padres putativos de Juan Pineda, “el subastador”.

 

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Don Juan Pineda a sus 90 años

 

Los hermanos Merchán vivieron en un baldío  cuyos padres descuajaron de pinos, robles, estoraques, tunos, cucharos, siete cueros, en extensión de 30 hectáreas dejando una tercera parte en montaña. En ese predio conocido como  El Charrascal  se hicieron adultos los hermanos Merchán, quienes velaron por sus padres hasta el ultimo suspiro, sin darles tiempo de conquistar pareja, razón por la cual, luego de un costoso diezmo, recibieron la bendición de un cura de Santa Sofía que les consiguió un niño abandonado al que criaron con esmero con amor y con rectitud. Ese niño es  Juan Pineda “el subastador”.

 

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En los meses de verano de las décadas del  cuenta y sesenta  del siglo pasado, sin que nadie lo propusiera, se convirtió en “el subastador” en cuanto bazar hubo y en  las visitas de la Virgen de Fátima a  las familias de las veredas Páramo y Jarantivá que promovió el párroco de Puente Nacional para fomentar la devoción a la madre de Jesús  que se la apareció a tres niños en el valle de la Cova de Iria, cerca a Fátima en Portugal, y recaudar fondos para construir el templo de Quebrada Negra.

 

 

 


La colmena para construir una templo.

 

 

Los habitantes de la vereda Páramo se organizaron en cinco sectores: Quebrada Negra, La Muralla, el Morro, Montes y Peña Blanca; cada sector nombró un presidente y organizados como una colmena empezaron la construcción del templo que dio origen al nombre del caserío,  Quebrada Negra(https://www.youtube.com/watch?v=pV3sovaTwKw), en honor la quebrada que baña parte de la vereda Páramo, mientras que los habitantes de Brazuelito y Providencia, se empeñaron en recaudar fondos para comprar el terreno donde levantaron su capilla a trecientos metros de la estación del tren sobre las ruinas de una casona incinerada y  abandonada por sus dueños de estirpe liberal.

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El registro fotográfico en 1964 toma el momento del brindis de inauguración de la casa cural de Quebrada Negra. de pie, de izquierda a derecha,  Monseñor Pedro José Rivera, el sacerdote Eduardo Vargas y don Agustín Torres, al fondo el profesor Gabriel Gamboa.

 

Alfredo Parra, productor de papa y el ganadero Eduardo Malagón en el sector  La Muralla; Vicente Malagón   en el sector Peña Blanca; Ismael Contreras y Juan Pineda en el sector Montes; Horacio Parra en el sector El Morro y Agustín Torres y los hermanos, Salvador, Alejandro y Tobías González representaron a las familias que quedaron en un sándwiches entre las dos iniciativas, quienes  apoyaron a las dos.

 

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Un momento de un reinado de la simpatía para recaudar fondos para la construcción del templo de Quebrada Negra. En la fotografía de izquierda a derecha, los estudiantes Nauro Torres, Rubén Darío González, la reina, Felisa Pineda y Custodio González.(foto cortesía del álbum de la familia Torres Quintero 1970)

 

Con el recaudo producido por reinados, por los bazares, por los rosarios cantados y visitas de la imagen de la Virgen de Fátima, los habitantes de las veredas Páramo y Jarantivá construyeron en menos de quince años sus templos.

 

 

El templo de Quebrada Negra

 

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Vista del templo de Quebrada negra. (foto de Nauro Torres 2016)

 

 

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Las fotografías muestran unas caídas que  forman las aguas de la Negra en predios del actual dueño de la casona; caídas que están a unos cien metros de la misma construcción. (Foto de Nauro Torres junio 8 de 2016)

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Juan Pineda “el subastador”

 

quien aprendió haciendo el oficio de construcción, se convirtió en el animador de cualquier iniciativa para recaudar dinero para comprar el ladrillo, la arena y el cemento para la construcción del templo de Quebrada Negra (https://www.youtube.com/watch?v=h2ulWcdkt9c)  . El ladrillo se cocía en el chircal de la estación La Capilla, la arena se compraba en la mina de alguna peña de Tunja, y el cemento se comparaba en Puente Nacional, y los tres productos eran trasladados en tren hasta la estación de Providencia, y de allí hasta el cruce de los caminos a lomo de mula en convites en los que participaban las familias por cada sector, actuando todas organizadamente como una colmena, logrando levantar un templo tan alto y tan espacioso en el que pueden  estar cómodamente todas las familias de las dos veredas.

 

 

En ese entonces los bazares en el campo se nutrían con donaciones de porcinos, bovinos, aves de corral y ovinos, también con donaciones de los frutos de la tierra, como miel, café, yuca, plátano, papa, arveja, batatas, ibias y cuyes. Unas donaciones se remataban al mejor postor, y otras se preparaban para vender a los visitantes y participantes de la fiesta campesina. El bazar se organizaba y se desarrollaba en el centro de cada sector suscitándose una competencia sana al que produjera mas dinero para invertir en la obra comunitaria, bajo la promesa de mas bendiciones a la familia.

 

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Vista del templo de Quebrada Negra. ( Foto de Nauro Torres 2016)

En cada vereda y en verano las familias se inscribían para acoger en el hogar la imagen de la Virgen de Fátima. La familia que recibía el anda con la imagen, donaba artículos y especies menores (aves, conejos, curíes y ovejas) que la misma familia rifaba entre quienes acudían después de las cuatro de la tarde  a trasladar y dejar por ocho días la imagen  en otro hogar. En el trayecto de un hogar a otro, el jefe del hogar que acogía a la imagen, rezaba el rosario con la participación de niños, jóvenes y adultos; a la procesión se unían los compadres, los vecinos y  los amigos, quienes acudían con generosidad para comprar las rifas o rematar a un mayor valor lo que “ el subastador”  ofrecía, es decir, en palabras de Juan, “el que mas pujara, mas longaniza comía”.

Don Juan Pineda con su hija, profesora Posidia y una nieta. (Foto tomada de Facebook 2016)

 

Juan Pineda “el subastador” se enamoró una sola vez de una mujer que tenía 18 años y con ella se casó cuando tenía 23. La conoció y la galanteó en una caseta de guadua y teja de zinc en la que ella, por encomienda de  Verónica Gómez, la panadera y partera de la vereda Jarantivá. La caseta estuvo a la vera izquierda del camino real a Peña Blanca, cerca a un ojo de agua del que se surtían tres familias y estaba estratégicamente ubicada luego de coronar una pendiente luego de una larga y baja pendiente que se empezaba en otra tienda campesina.

 

Teresa Gómez Naranjo fue la hija menor de la partera, y por ser la menor se quedó con los rasgos de esa raza blanca de ojos verdes de ascendencia española que escaseó en la vereda y que también entró por el patio del aire en Boyacá, a Santander después de la guerra de los mil días.  El matrimonio con Juan Pineda ocurrió en 1967 en el templo antiguo de Puente Nacional levantado en piedra en la época de la colonia en el que escondieron al español Francisco Ponce que comandó al ejercito que desde Santafé se desplazó a Puente Real de Vélez-hoy Puente Nacional- a enfrentar a los vasallos comuneros que en numero de 23.000 se desplazaban de Mogotes, Charalá, San Gil, Socorro y Guepsa hacia la capital del virreinato para lograr la suspensión de los impuestos de barlovento.  El colonial templo se averió con el temblor de 1968 año en  el que por primera vez un papa visitó a Colombia, Pablo VI, el mismo año en que la energía eléctrica iluminó por primera vez las casas del caserío de Providencia.

 

De la unión Pineda Gómez llegaron a adornar el hogar un manojo de flores: Felisa, Marina, Beatriz,  Martha Irene, Carmen, Posidia, Miryam y Eucaris y dos gendarmes: Gerardo y Rafael.

 

Juan Pineda se crio entre maneas, vasijas para el ordeño, tiestos, estiércol y terneros; desde muy niño aprendió a sacar la cuajada, pues en ese entonces la leche no tenía compradores, y con la cuajada aprendió a hacer las almojábanas, que a diferencia de las de hoy, se amasaban con tres partes de cuajada y una de harina  y se horneaban en hornos semicirculares levantados en adobe.

 

Teresa Gómez se crio en una vieja casona que aun existe, levantada en una pequeña porción de tierra sobre una planicie desde donde se puede contemplar buena parte de la provincia de Vélez; ella tuvo una hermana que bautizaron como Pastora y un hermano que murió virgen de nombre fue Senén. Los hijos de Jorge Gómez y Verónica Naranjo, crecieron en el oficio de buscar chamiza y cargar leña de champo para alimentar el horno de adobe que tres veces a la semana doraba el mejor pan de la región.

 

 

El mejor pan de las Gómez y provocativas y esponjosas  almojábanas de los Merchán eran apetecidos por quienes bajaban o trepaban por el camino real, por los habitantes del casco urbano de Puente Nacional y por los pasajeros de los de trenes que transportaban los pasajeros entre la capital del pais y parte de los departamentos de Cundinamarca, Boyacá y Santander, cuya red vial fue vendida a pedazos a escondidas en la década del ochenta por inescrupulosos funcionarios públicos.

 

 

Al estar casamenteras las dos  hijas mayores de Juan y Teresa, y por haberse casado la tercera antes de cumplir los 15 años con un joven de apellido Becerra de la vereda, que por razones de complicidad terminó en Venezuela, Juan empezó a preocuparse por la suerte de su manojo de flores. El primer yerno lo invitó a trabajar en el vecino país que vivía época boyante por el precio del petróleo;  transcurría 1969 y Juan Pineda, una vez terminado el techo y las paredes del templo de Quebrada Negra, se fue a San Cristóbal, Venezuela en donde trabajó por mas de veinte años, tiempo en el cual ahorró para comprar una vivienda en el casco urbano del municipio, y a donde Teresa se trasladó con seis hijos que lograron hacerse bachilleres y citadinos.

 

Don Juan Pineda rodeado de sus hijas. (Foto tomada de Internet 2016).

Felisa por ser la mayor debió ayudar a criar a los hermanos, y luego de hacerlo se radicó en Bogotá donde trabajó como modista. Marina, la segunda hija se enamoró de Neponuceno Ovalle con quien tuvo cinco hijos. Gerardo ejerció la especialidad que aprendió en el Instituto Técnico Francisco de Paula Santander y es actualmente  un prospero comerciante, Rafael logró el bachillerato y fue empleado bancario siendo asesinado en un bazar que hubo en Providencia el 9 de septiembre de 2001 con balas de un sicario a quien le habían pagado para sacarlo del camino político. Martha Irene, Posidia, Carmen, Miryam y Eucaris son dignas egresadas de la Escuela Normal Antonia Santos y ejercen como docentes en el país.

 

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Las esponjosas almojábanas de Juan Pineda, aun las hace por encargo su hija Marina de Ovalle, en su casa sobre el abandonado camino real que de Providencia conducía a Quebrada Negra, el rico pan de las Gómez lo siguen dorando en un horno a gas en la casa cuya compra cerró el joven Gerardo, quien debió ir hasta Cúcuta a recoger  la plata ahorrada por Juan. La panadería y tienda de Juan Pineda, atendida actualmente por Felisa esta en la casa adyacente a la esquina de abajo de la plaza de mercado por la que se accede a ella en automóvil.

 

 

Los días por vivir que aún le quedan a Juan Pineda el subastador de la vereda Montes cuyo servicio comunitario, los actuales habitantes de las veredas Paramo y Jarantivá ya no recuerdan, la pasa en una desvencijada mecedora con marco metálico tejida con cuerda plástica, desde donde vigila la tienda y contempla el escaso jardín que se amontona en el patio que tiene un corredor en el que aun se amasa el pan de Teresa, cuyo olor emanado de cada dorada en el horno a gas, lo mantiene activo física y mentalmente pues le aviva los recuerdos de su amada esposa que se fue años adelante a aromatizar el camino al lugar que muchos, el cielo de los seguidores de Jesús el nazareno.

 

 

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Registro fotográfico con motivo de la celebración de los 90 años de don Juan Pineda en 2014. (foto tomada de internet)

 

 

Puente Nacional, finca La Margarita, mayo 20 de 2016

domingo, 27 de marzo de 2016

La casa de barro que se desposó con el olvido


En una casa como esta
yo si tuve esa dicha
De nacer y de vivir

De tomarguarapo y chicha.

La cocina era de paja
El perol en fogonero.
Y con leña de arrayán
Aprendí a ser cocinero.

Es mi orgullo ser veleño,
pero nací en Guavata
De allá eran mis abuelos,
mi padre y y mama.


(Estas coplas escribió,  Ignacio Hernández.  Cómo no incluirlas, si me  dejaron con el sabor a barro en las entrañas¡¡¿)

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Casa de adobe.
Esta casa abandonada hace mas de 25 años es de todos y es de nadie. Quienes la construyeron, el señor murió en 1928 y la esposa en 1957. La heredera murió en 1964 y los herederos la vendieron años después a Tobías González (http://naurotorres.blogspot.com.co/2014/12/tobias-fue-un-campesino-santandereano.html) en donde vivió los últimos años junto con Rafaela Velandia. La casa fue levantada en un lote de unos tres mil metros y los últimos herederos no hicieron juicio de sucesión, razón por la cual ninguno de los 40 herederos le pone mano a la casa que fue en su tiempo una posada y guarapería. Hoy el viento y la lluvia la viene demoliendo. La casa esta en medio del trayecto entre los corregimientos de Providencia y Quebrada Negra en Puente Nacional. En esta casa, en la pieza de adobe que esta a la derecha con una ventana de madera, quien escribe esta historia nació un 15 de septiembre de un año cualquiera de la década del cincuenta del pasado siglo. (foto de Nauro Torres 2016).




Era una casa de hadas en medio del bosque protegida con cimientos de piedra blanca como las nubes, estaba cerca a un arroyo con aguas cristalinas en el que jugaban las guabinas y nadaban decenas de sardinas. Había sido levantada un siglo atrás al margen derecho de un camino real en el que hacían camino los viajeros para ir y regresar al mercado,  los peregrinos y familias a hacer sus pagamentos.

 El frente de la casa  era de adobe y teja de barro, miraba al oriente para contemplar cada amanecer y daba la espalda al atardecer. Como las casas vecinas, hacían ángulo recto con el camino y estaban metidas varios metros con verde  césped  en el que pastaban  equinos y asnos con los que bajaban y subían los caminantes, ya con carga o aperados para disminuir el cansancio de las largas y extenuantes jornadas entre vallados, matorrales, cultivos, montes y potreros.
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Casa las Palmas en la que Abrahán Ortiz y sus esposas levanto a la familia. Esta ubicada por el camino que une a Quebrada Negra con el Morro en Puente Nacional(Foto de Nauro Torres). Los dueños la abandonaron en la década del setenta del siglo pasado, aquí nació el curandero ( http://naurotorres.blogspot.com.co/2016/02/desiderio-ortiz-el-curandero.html). En tiempos del camino real, era un sitio obligado para descansar e hidratarse con un buen guarapo. Hoy la parcela esta a la venta.


La casa de barro, vista desde el camino, semejaba una casa de chocolate con barras de crema de leche sus paredes y tejas de cacao la cubierta. Había una ventana cuadrada que estaba abierta de día y trancada de noche por donde entraba la luz del día y el aire para ventilar él dormitorio de quien usualmente vivió allí, igual sus descendientes. Al dormitorio se accedía por una pieza mas grande que servía se sala y dormitorio para los viajeros cuando los aguaceros y la oscurana impedía ver el camino. Al lado derecho de la pieza grande había otra pieza de menor área que se usaba como bodega, guarapería y despensa, y muy pegada,   compartiendo cimiento estaba otra pieza  igual,   hacían estas tres habitaciones, escuadra con un viejo y hermoso horno levantado con el mismo material de las paredes de la casa en el que se cocinaban las almojábanas, las colaciones y se tostaba el cacao y  los granos para la mazamorra y el chucula.

Se accedía  a las habitaciones de la casa de barro por un largo corredor cuyo techo descansaba en tres vigas de arrayán talladas con zuela que mantenían el color de los años. En el corredor había un par de perezosas de pino pintadas con los hongos y el polvo que se levantaba cuando se barría dejando mas desnuda la tierra que servía de piso. En ese corredor se tejían las mantas, se remendaba la ropa, se atendía a los visitantes, se albergaba al desconocido y se hilvanaban los sueños de quienes allí habitaron. Era el espacio para caminar de un lado para otro para hacer la digestión de las comidas que preparaban en vasijas de barro.

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La casa del ultimo tejedor.
Esta casa abandonada hace varios décadas fue sede del ultimo tejedor de lana que hubo en la comarca. Esta construida en una loma con una vista de 180 grados desde se divisan los cuatro poblados de igual numero de municipios en los que la guayaba, la guabina y el tiple se mezclan en manos de los habitantes para hacer de la vida campesina, un placer con tranquilidad. (foto de Nauro Torres 2016).

El dormitorio principal tenía en sus esquinas una tabla cuadrada atravesada y entreverada con los adobes que servían de repisas. En una de ellas, estaba siempre el cuadro de la Virgen de Chiquinquirá al que todos los primeros viernes y domingos, se le veneraba con una veladora que la prendían con cerillos de uso religioso exclusivo. Las velas y las veladoras mas apetecidas por su pureza eran las que se fabricaban con cebo de res. Hubo en la habitación dos camas de pino, una semidoble y una sencilla pintadas con tapón, y en ellas, esteras; de junco una, y la otra, con vástago seco de plátano. Las dos, siempre tenían unas cobijas de lana teñidas con colores naturales antes de ser tejidas por manos de vecinos que fueron los últimos tejedores  que murieron llevándose el arte de hilar y teñir  lana, costumbre muisca. 

La casa quedó sola en julio de 1964 cuando la ultima hada madrina murió de vieja en una cama del hospital San José de la capital. Esta hada provenía de una familia de hadas  que estuvieron en el mundo para hacer felices a los humanos. Los antiguos la recuerdan como Ernestina Gómez, quien murió siendo señorita.

El tiempo borró el nombre de esta hada madrina, así como el viento y las manos de los hombres barraron la casa de barro. Los niños que la conocieron la recuerdan con lagrimas de felicidad, pero esos niños hoy con el montón de años que alcanzó a tener esa hada madrina, la recuerdan con nostalgia.

María Cristina Martínez vivió su niñez con el hada madrina, y desde entonces hasta hace un par de años, regresó al camino y a la montaña donde estaba la casa de barro.

No encontró el camino, había sido convertido en carretera. No regresó en tren, éste ya no estaba en los recuerdos de los nuevos habitantes de la región. No encontró la casa de barro, había sido borrada por el viento y la mano de los hombres, así como desapareció el cimiento de piedra color nube que rodeaba la casa. Había sido saqueada a hurtadillas para ser convertida en cimiento de una casa levantada en bloque cocido. No encontró el naranjo grey para los remedios. No encontró la mata centenaria de coca, su follaje que en otrora era utilizado solamente para calmar las dolencias, fue raptado en las noches por manos juveniles con fines económicos hasta dejarla sin vida.

No encontró las vasijas de barro, perdiéndose con ellas, el olor a mazamorra de maíz. No encontró los garabatos en donde se colgaban los canastos de caña de castilla para guardar el pan y los amasijos. Ya los árboles con sus gajos no formaban garabatos, y las matas de caña de castilla habían desaparecido de la región. No encontró las esteras, pues el junco como los humedales tampoco estaban ni en los recuerdos de quienes vivían cerca. No encontró el tendal con varas en donde se ponían las vasijas y la loza después de lavada. En lenguaje de los niños de la escuela mas cercana ya no estaba esta palabra. No encontró la fogonera erigida sobre  4 orquetas de arrayán y cuatro durmientes de la misma madera, y sobre ellos, varas de juco tapadas con greda amarilla mezclada con ceniza y miel de caña. Tampoco encontró las tres piedras que formaban el fogón en el que se preparaban los alimentos en ollas y chorotes de barro. No encontró la piedra donde se molía el maíz golpeándose con otra piedra de forma redonda o de balón de fútbol americano. No encontró el arroyo donde jugaban las guabinas.  No encontró el guayabo donde se alimentaban los azulejos. No encontró la mata de jite-chachafruto-  que cargaba el gigante frijol para los almuerzos ocasionales. No encontró las hiervas aromáticas, ni el horno de barro donde se tostaban las esperanzas; tampoco la ventana cuadrada que daba luz al dormitorio principal.

Los pastos enterraron las cementaras, las peinillas asesinaron a los arboles, y el ganado empezó desde entonces a apretar la tierra, y  los campesinos se volvieron citadinos, las casas se abandonaron.

Floreció la pobreza, pues los pocos habitantes que quedan en la región olvidaron amar la tierra cultivándola, y en vez de prosperar, la ganadería en los minifundios, es un signo de pobreza y miseria. Pobreza porque el litro de leche se vende menos de una sexta parte de un dólar; miseria porque la producción anual por hectárea no alcanza los cien dólares.

Como la casa de barro, son numerosas las que existen abandonadas en los campos de Colombia. La ganadería se incrementa en la proporción que desaparecen las labranzas y los montes. Y mientras tanto, proliferan las viviendas amontonadas en las pendientes y cimas de las montañas que rodean las ciudades, en las que hay niños que crecen  en cajas de cartón y adultos que no tienen tiempo ni para los recuerdos de una niñez feliz y placentera.

Así como la viruela, la peste negra,  la contaminación y el apetito por acumular capital y propiedades, impajaritablemente nos llega la vejez. Para los allegados, seremos trapo viejo, una carga y un estorbo.Para borrarnos como las casas de barro, un virus lo gestaran para suministrar a los ancianos y desaparecernos como las cenizas de una hoguera en una loma después de hacer la candelada del 7 de diciembre que anunciaba la pura y limpia.
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Cada amanecer surge una nueva esperanza.  Esta casa levantada en adobe en 1954 por una pareja de jóvenes campesinos recién casados se mantiene pintada y decorada por manos de una anciana de 85 años que enfrenta con amor la soledad que comparte con la manada de toches y guacharacas que cada mañana y al atardecer llegan a la clavellina a buscar gusanos y coquitos irrumpiendo el silencio con sus cánticos que acompañan a Custodia Quintero de Torres que se mantiene vigilante viendo pasar las horas sentada en una silla de pino que alguna vez, su esposo que murió un agosto de 2012, construyó con sus manos para ir moldeando el cuerpo para la posición horizontal que tomaremos todos cuando aligerada la maleta, regresemos a la vida de donde provenimos. La casa prevalece dispuesta a acoger a los caminantes que hacen camino por el camino que une a Providencia con Quebrada Negra. ( Foto de Nauro Torres 2016).

La Margarita, marzo 2 de 2016.
NAURO TORRES Q. 




   


El parasitismo del plagio intelectual

  El apropiarse de los méritos de otro u otros, el copiar y usar palabras e ideas de otros y sustentarlas o escribirlas como propias y usa...