Cuando no existía el alambre de púas y los linderos entre fincas eran en piedra o con cercas vivas o con profundas zanjas que se identificaban como vallados que tenían de ancho hasta un metro y de profundidad medio tanto. Se hacían de común acuerdo entre los colindantes que se encargaban de mantenerlos entre mojón y mojón, los cuales, podrían ser vivos como un árbol o inertes como la piedra.
Un vallado impedía que los ganados y aves de corral se pasasen a la otra propiedad. Servía, además de trinchera, y en mi caso, era mi sendero de escape, mi bodega, mi escondite y mi punto de observación al camino real. De trinchera porque los asalta-caminos y los francotiradores los usaban para esconderse y atacar. Y como sendero porque por él me escapaba de mi madre y en un santiamén corría de ida y regreso. Como bodega porque en una de sus paredes escondía el pan. Y mi escondite porque a él, llegaba cuando me anunciaban una fuetera uno de mis padres.
Entre la casa que construían mis padres y la casa de mi abuela paterna, habían tres predios intercomunicados por un vallado que separaba los dichos predios del camino real que unía a Vélez con Bogotá en la época de la colonia. En el trayecto de unos cuatrocientos metros el color de la tierra a ambos costados semejaba un arco iris con parches en musgo, que luego usé para tapar los huecos que fui haciendo como bodegas para esconder los roscones que mi abuela colocaba como brazaletes en mis brazos.
Entre mi abuela y mi madre hubo diferencias, que en vez, de limarse, se acrecentaron. Diferencias que abundan entre los pobres causadas por la envidia. Mi abuela quedó viuda muy joven y con dos hijos, el menor tenía dos años cuando una enfermedad de origen no conocido, en ese entonces, cegó al abuelo en plena juventud. Ella, mi abuela, continuó con el negocio de los mayores. El negocio era una chichería con destilación de aguardiente chirrinche y panadería.
Mi madre, una joven de unos 22 años, llegó al campo a continuar la vida matrimonial, y como una forma de ayudar a los ingresos del hogar, colocaba los lunes día de mercado, frente a la pieza que servía de tienda a mi abuela, una pequeña mesa para ofrecer pan, gaseosa y otras viandas de la época, convirtiéndose en competencia, generando confrontaciones verbales y maltratos psicológicos entre sí.
Mi padre que sufría solo por las peleas entre mi madre y mi abuela, logró con trabajo como arriero, comprar unos derechos sobre un terreno de unos tres mil metros, y allí, los fines de semana, empezó a construir lentamente la que se convirtió luego en nuestro hogar y la tienda la Esperanza.
A la construcción de la casa se unieron varias familias y vecinos que bajo la modalidad del “brazo prestado” trabajaban sin descanso logrando hacer en un mes las bases para una casa de cuatro piezas, y las paredes de una habitación, que tapada con hojas de zinc se convirtió en nuestro definitivo hogar.
Las paredes fueron levantadas en adobe que hacíamos y dejábamos secar en el mismo lugar. Un adobe es un bloque de greda que previamente se amasaba con el caminar en torno a un palo de una bestia o un buey convirtiendo la tierra en moldeable masa que se fundía al clima en gaveras con espacios rectangulares.
Tendría menos de cinco años, recuerdo, y a esa edad uno no diferencia entre la envidia y la ayuda mutua, entre el amor y el odio, pero si entre el hambre y la satisfacción de no tenerla.
Cuando notaba que mi madre estaba ocupada en los menesteres del hogar o atendiendo en su mesa que ponía a la vera del camino cubierta con un mantel blanco, salía por el vallado, cual mula del sacamuelas, sin descanso hasta llegar a la casa de mi abuela, quien con sospecha me esperaba los domingos y lunes, y ella, en un abrir y cerrar de ojos convertía mis brazos en ganchos con roscones, y sin descanso retornaba por el vallado.
Las primeras veces, mi madre me premió quitándome las viandas y con una fuetera, pero con el sentido de supervivencia que tenemos los humanos, aprendí a cuidar lo que a mi juicio era mío: las viandas. Entonces, en el trayecto del sendero hice huecos y en ellos escondía parte de los roscones dados por mi abuela que iba consumiendo en el transcurso de la semana cuando el hambre era mi única compañía.
Los valores que se transmiten por voz y por testimonio son los que los niños toman cual esponja. Si los padres dan y enseñan amor, los hijos comprenden y viven en el amor. Si los padres son solidarios, comprensivos, tiernos, trabajadores, unidos y creyentes, los hijos será una muestra de esos valores.
Cuando se encuentran dos ricos, ellos se unen para hacer empresa. Cuando un pobre monta una tienda, el otro pobre monta una al frente, ambos siguen igual de pobres. La envidia es la madre de la pobreza.
De ella, mi abuela y de mi madre provienen mis emprendimientos, mi pasión por las iniciativas comerciales y por las finanzas. Y en mi trabajo por 30 años me convencí que el trabajo cooperativo y la solidaridad son una estrategia para el desarrollo.
Bajo los principios universales del cooperativismo fui gestor de la recuperación de la Cooperativa de ahorro y crédito en la Belleza, y en la Cooperativa de ahorro y crédito de Zapatoca, cofundador de la cooperativa de de ahorro y crédito del sector cooperativo: COESCOOP; cofundador del periódico JOSE ANTONIO; cofundador de EDISOCIAL, empresa de artes gráficas de la Diócesis de Socorro y San Gil; directivo por mas de un lustro en Coopcentral y Coimpresores del Oriente; fundador de la Academia de mueble y gestor de INVERSIONES Y CONSULTORIAS TORRES S.A.S. Además fui asesor en constitución de EL COMUN, INDECOL, COOVIMAG y la emisora la Cometa, todas con sede en San Gil.
Por treinta años laboré de la mano del insigne sacerdote Ramón González Parra, quien dedicó y laboró por 45 años gestando cooperativas y proponiendo y ejecutando proyectos de desarrollo que convirtieron a las provincias de San Gil, Socorrro y Vélez en un laboratorios de paz y desarrollo como lo demuestran las numerosos publicaciones de prestigiosas universidades de Colombia y Canadá.