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martes, 9 de agosto de 2016

El aljibe que se ahogó con la indiferencia


La naturaleza lo pintó y lo puso a brotar agua en la cuesta de una loma de greda blanca poblada por piedras de arena del mismo color vestidas de hongos grises  que semejan una cobija del color de la vejez a cielo abierto. Tuvo como sombrero arbustos de tunos, cucharos, manchadores y payos y como cinta mortiños, helechos y malezas benéficas para los cucaracheros.

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Los párparos del ojo de agua se cierran ante la indiferencia de los humanos que usaron y usan el agua, y se ahoga ante la indiferencia estatal y el abandono comunitario. (Fotografía de Nauro Torres, 2016)

El ojo de agua tenía un diámetro de dos metros rodeado de musgo verde, poblado de guabinas y libélulas que brillaban con los rayos del sol que las acariciaban a diario  mientras las primeras nadaban a su antojo, y las segundas, caminaban como el hijo de Galilea, sobre las aguas bailando una melodía que solo la culebra, madre del agua conocía el son.

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Fotografía de un perfil del ojo de agua en el que se aprecia el bello paisaje Puentano, y a la vez, la deforestación y la primacía de las praderas para los ganados, y el abandono del yacimiento del agua. (foto de Nauro Torres, 2016)

Del aljibe se desprendían dos lazos de agua en medio de musgos verdes que metros abajo formaban un manantial que llegaba a alimentar el humedal principal que sostenía un pantano de cien metros de diámetro que tenía  bacterias e insectos benéficos que eran suculento plato para chirlomirlos, y avacados que revoleteaban y se reproducían en  el mismo humedal, y en épocas de inmigración aviar, los alcaravanes y las garzas  pernoctaban, a la vez que millares de diminutas aves llegaban adormir en los matorrales y árboles  que circundaban el ojo de agua.


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El paisaje contrasta con el olvido de una fuente de agua-al fondo, bajo las piedras el ojo de agua- que tributaba a la quebrada la Honda por cuyo nacimiento esta proyectado el paso de un oleoducto. (Foto de Nauro Torres, 2016)

Del ojo de agua se surtían, en chorotes, los miembros de cinco familias, también los transeúntes que cansados trepaban por el camino real y no tenían ni un cuartillo o un centavo para comprar un guarapo en cualquiera de las tiendas que abundaban a la vera de la vía del rey.

El humedal es el centro de una plana tierra que alguna vez fue pensada para levantar un poblado, pero los habitantes de ese entonces cuidaban las fuentes y los arroyos de agua mas que el dinero,     y el poblado se formó unos mil metros arriba en otra planada que era una arrabal en el que poco se producía la agricultura y la grama que salía era alimento para los rebaños de ovejas.
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Vista desde el ojo de agua, al fondo la planada que fue un humedal. En la imagen inferior la planada con los vestigios de lo que fue un humedal frondoso y rico en biodiversidad. (Fotos de Nauro Torres, 2016)
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Cincuenta años después, el humedal se convirtió en potrero y sus escasas aguas salen por una estrecha zanja que tributa a la quebrada Honda, hoy un zanjón mas, y el ojo de agua ha ido cerrando sus párparos por el mismo musgo que produce su escasa humedad. Su sombrero fue talado para dar espacio al pasto y sus piedras vestidas de musgo del color de la vejez, fueron voladas e incorporadas en pedazos en la carretera que se comió el camino real que ya no es del rey, ni del Estado que no mantiene la vía, pues lo hace los mismos usuarios ante la desidia municipal.

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En antaño, los alcaravanes y las garzas pernoctaban en sus migraciones en el humedad, al fondo, y como fuente diversa crecían y vivían los avacados y chirlomirlos, hoy solo en los recuerdos de los mayores. (Foto de Nauro Torres. 2016)

Los avacados, chirlomirlos, alcaravanes y garzas, las nuevas generaciones no los conocieron pues los insectos se fueron con las aguas y las bacterias escasearon igual que los microbios benéficos y la vida en ese sistema natural se ahogó con los pastos para engordar novillos, y los niños que escasean en las escuelas vecinas no conocieron los pozos  de la quebrada Honda donde los niños de viejas generaciones aprendieron a nadar y a pescar, pues en las quebradas de la municipalidad desaparecieron los pescados como han desaparecido especies de aves e insectos sin que nadie se pregunte el por qué.  

Solo dos ancianos que rondan por los 90 años se surten del ojo de agua que la conducen a sus casas con manguera de media pulgada y protegen la riqueza hídrica con dos oxidados alambres de púas en un área que no supera los cuatro metros cuadrados. La vieja Custodia de Torres y el viejo  Gustavo  Gonzalez Cubides se acuestan soñando que el alcalde recién posesionado aísle los yacimientos de agua, los humedales y se apropie de los 15 metros al lado y lado de las quebradas que dicen que son del Estado para que los arboricen y las quebradas vuelvan a henchirse como cuando fueron niños y se pueble de nuevo con runchos, chocas y  sardinas y volver cada semana santa a pescar y comer guardando la vigilia al Amo de Galilea.


Puente Nacional, finca la Margarita, junio 9 de 2016.

miércoles, 27 de julio de 2016

Olivo, el empujado


Ulises Contreras y Clara Montalvo, siendo muy jóvenes huyeron de la vereda; habían perdido a sus padres al ofrecer resistencia en la finca cuando los atacaron para quedarse con la tierra en 1948. Se fueron a donde iba la trocha y había montaña baldía para trabajar, lugar escondido en la  selva de un municipio del Catatumbo conocido como Convención en Norte de Santander.


Allí formaron un hogar y tres hijos llegaron a aumentar la mano de obra para ampliar la parcela, pues los colonos llegaban de diversas partes y trabajaban de sol a sol descuajando montaña, tanta como sus hachas y serruchos tumbaban para convertir en cementeras, luego en potreros o cultivos de caña o cacao.

En la parcela, Ulises y Clara tenían lo suficiente para comer y dar a los hijos, y tras ellos, llegaron otros familiares a hacer lo mismo, trabajar la tierra y esperar posesión para que el INCORA, con los años, les diera una titulación y gozar de una propiedad familiar.

En la tierrita familiar construyeron un rancho con tres piezas, otro rancho con un molino de piedra para sacar el dulce de la caña, un rancho para colgar los aperos de las bestias y la troja para el maíz y espacio para las herramientas, abonos y trastos viejos que algunas personas, en la medida que se hacen mayores, empiezan a guardar para el activar los recuerdos.

Ulises fue un hombre recio y duro como los arboles que logró tumbar. educó a los hijos con el rejo, el grito, la humillación, el desprecio por quienes se les atravesaran por la vida, la  agresión física y verbal y con  el principio del no dejarse de nada ni de nadie. Esa actitud de vérselas con la vida trajo a Ulises numerosos conflictos cuando se emborrachaba, ya en el pueblo, ya en el rancho en el que Clara debió aprender a defenderse de igual manera.

En los campos de Colombia, las historias se repiten a diario. Detrás de los colonos llegan otros que fueron colonos a comprar las fincas recién hechas, y quienes venden, se van a otro departamento a abrir trocha y tumbar montaña para hacer finca y seguir en el círculo de la colonización.

La parcela de Ulises y Clara recibió varias ofertas de compradores, ya vecinos u provenientes de otros lugares, pero no deseaban venderla, pues recordaban lo ocurrido con sus padres.


Olivo, Euclides y Mercedes fueron los guambitos que criaron Ulises y Clara. Ninguno fue a la escuela porque en la punta de las trochas no hay escuelas sino brazos para trabajar para tener algo en la vida y los hijos son mano de obra sin paga, y entre mas hijos, mas tierra para trabajar.

 
Olivo, el mayor se fue al pueblo a traer unos encargos. Regresó al rancho sobre las cuatro de la tarde. No encontró a nadie en el rancho y empezó a llamar a la mamá, y luego de varios llamados escuchó su voz entre cortada y llorando como si estuviese comiendo molido de maíz. La voz salía de adentro de la pieza principal pero la puerta estaba cerrada. Por la mente de Olivo pasaron escenas de  la historia que Ulises le contó sobre la suerte de sus abuelos en el Tolima. Encontró y se armó con el machete 22 de su padre que estaba enfundado y colgado en la columna central del rancho, y llorando, empezó a pedir clemencia por su madre que la habían amarrado y la tenían en estado de indefensión dentro de la habitación. El hombre que la tenía en esa condición pensó en callar los llamados del niño que tenía unos 12 años y abrió la puerta para agarrarlo, amarrarlo y amordazarlo. Abrió la puerta y no vio al muchacho, dio un paso al corredor, y en un cerrar de ojos recibió un machetazo en la cabeza y otro en el brazo  derecho en el que segundos antes guindaba un revolver calibre 38. El hombre se descolgó como un racimo de plátano cuando se  corta con fuerza en el virolo.


Olivo, en un santiamén liberó a la madre y le pidió se quedase encerrada trancando la puerta, pues salió saltando cual  saltón   a buscar al padre sigilosamente cual perro de cacería; no lo encontró en el rancho de la troja y los aperos, tampoco  cerca al patio del rancho. Desde lejos, en el trapiche de piedra oyó unas voces que le exigían a Ulises que vendiese la tierra y se fuera de la región o si no lo mataban al igual como había pasado con Clara. La ira y el dolor se activó con mas furor en Luis, quien saltó como un león a su presa sobre el hombre que mantenía atado y humillado a Ulises. El hombre no se percató de la presencia del niño quien le propinó ocho machetazos liberando al padre, mientras un tercer hombre huía despavorido disparando una carabina calibre 18 con la cual logró pegarle tres tiros a Olivo, quien lo persiguió hasta fuera de la chacra dejándolo levemente herido con una cortada en un brazo.


Olivo vio sangre en su humanidad, sintió debilidad y se recostó en la banca de madera que había en el corredor del rancho principal. Clara lo auxilió, igual Ulises, las balas de la carabina calibre 18 habían atravesado el muslo de su pierna derecha, el musculo del brazo izquierdo y rosado la parte  lateral del abdomen.


La policía fue avisada por quien usó la carabina de la U argumentando que junto con dos amigos mas habían sido atacados por Ulises y sus hijos cuando los visitaban para que les vendiera una miel.

Ulises y Clara  fueron detenidos y llevados al calabozo de la municipalidad, pero  como no fueron señalados  como victimarios por quien usó la carabina de la U, quedaron libres. Olivo huyó a Venezuela por trochas y caminos, país en el que debió guerrearse la vida hasta cuando cumplió 21 años y regresó a Colombia a visitar a los padres y sacar la cedula de ciudadanía, gestión que hizo en Ocaña, Norte de Santander.


Ulises y Clara habían vendido a bajo precio la tierra que habían trabajado con tanto empeño para evitar venganzas y huyeron a Chaparral, Tolima. Olivo se dedicó a trabajar como jornalero en las veredas de Ocaña mientras le salía la cedula. El documento de identidad lo retiró ocho meses después y cuando se disponía a firmar para que se la entregaran, fue detenido por doble homicidio y lesiones personales a un tercero. Fue condenado a 35 años de cárcel e inició su  condena en Pamplona, capital religiosa del Norte de Santander, departamento colombiano fronterizo con Venezuela.


Cinco años llevaba el joven Olivo en la cárcel aprendiendo a sembrar hortalizas y a tejer mochilas de fique, por su prontuario de valentía era respetado en el penal; como otros presos, no recibía visitas porque sus familiares estaban en municipios alejados. Urdieron con otros diez presos una estratagema para conseguir ser trasladados a otro penal en clima templado o caliente, anhelaban la cárcel de Bucaramanga o Valledupar, pues alguien les hizo creer que por estar  en la capital, las mujeres de la vida visitaban sin condición a los reclusos a brindarles comprensión sexual.


Retuvieron a tres guardianes a quienes desarmaron y amenazaron con las mismas armas de dotación y amotinaron a los demás presos del patio. Olivo y sus secuaces lograron su cometido, luego de varias horas de exigencia. El director de la cárcel logró el traslado de cinco de los amotinados, quienes un día después fueron trasportados en un camión ganadero que se movilizó carpado hasta llegar al destino.


El hado del camión cargado de presos e igual numero de guardianes no fue en clima caliente. El camión arribó luego de ocho horas de viaje al Barne, la cárcel de Tunja, ciudad capital del departamento de Boyacá que esta sobre los dos quinientos mil metros del nivel del mar. Allí los amotinados fueron recluidos en calabozos individuales, desnudos a oscuras y con poca comida, espacio en el que estuvieron veinte días para luego ser trasladados a patios diferentes.

En el patio al que trasladaron a Olivo, una noche oscura y fría fue violado por dos hombres que habían echado una apuesta con otros presidiarios a ver quien le quitaba la berraquera al asesino de Convención. Lograron el cometido, pero Olivo guardó mas odio en su corazón, y dejó pasar los días, y en un descuido se vengó de uno de sus violadores que seguía en el penal. Lo dejó inerte en la ducha donde se bañaba con el hielo que venia en tubería de la montaña tunjana.

Olivo recobró la libertad cuando tenía cuarenta años. Se fue al Tolima a buscar a  la familia, pero no la encontró. Se dedicó a trabajar y ahorrar y en pocos años se hizo a una finca en Planadas, Tolima, en la que constituyó una familia, sembró café, cítricos, legumbres para el consumo familiar.

Un sábado al medio día cinco guerrilleros fueron a buscarlo al rancho donde intentaba rehacer su vida. La esposa lo negó, pero los jóvenes guerrilleros no le creyeron y se estacionaron a esperarlo. Olivo estaba podando unos naranjos y con su sentido de liebre se descabulló entre huertas, montes y cañadas hasta llegar kilómetros atrás donde iba la punta de la trocha. Allí lo alcanzó el camión que cada sábado compraba el plátano que vendían los colonos para hacer la compra de la semana.

El camión amaneció en Centroabastos en la capital colombiana, la ciudad del mundo con mas desplazados por tres violencias sucesivas que ha tenido el país. Olivo se convirtió en cotero en la misma plaza principal en donde fue aconsejado a acudir a la oficina estatal a contar su historia y fue reconocido como desplazado recibiendo salud y subsidios del Estado, inscribió a su hija y a quien fue su compañera en el Tolima en familias en acción dando una dirección de la capital del país para recibir las tres las ayudas del Estado colombiano a los desplazados y a quienes ostentan el estrato 1 en los niveles de riqueza que estableció el gobierno Nacional en la primera década del siglo XXI.


Un domingo en la tarde estando tomándose unas amargas en la tienda de una esquina de un barrio colgado en un cerro del municipio de  Soacha acompañado de desconocidos del oficio de la rusa, por razones no recordadas u omitidas, entraron en gresca con botella y cuchillo y Olivo terminó en el hospital herido con arma blanca. Allí además de curarlo, le hicieron examines de rigor y le diagnosticaron una arritmia. Enterado del diagnostico, recordó lo que le habían contado de niño, que las personas que se enfermaban del corazón, que unos morían en minutos y otros lograban sobrevivir a una operación. La operación consistía en meterle un cuchillo por el pecho para sacarle el corazón y revisarlo. Recordó tanto dolor físico y moral que había tenido en su vida que solo anhelaba vivir, asunto que no había logrado hacer en años anteriores. Se sintió mejorado y se voló del hospital sin dejar razón.


Por su constitución física y fuerza corporal trabajó en la rusa convirtiéndose en ayudante de obra. Allí enamoró a la señorita que preparaba los alimentos a los obreros de la obra, una bolivarense santandereana que llevaba varios años en la capital rebuscándose la vida. El edificio fue terminado en el tiempo previsto y liquidados los obreros. Olivo y Mariela decidieron hacer vida compartida y regresaron a donde los padres de la dama en Bolívar. Allí compraron un lote de diez novillas e hicieron planes con las crías y la leche que producirían, animales que pastaban en predios del padre de Mariela.

Habían transcurridos dos años de feliz estadía, tiempo en el cual no hubo hijos, la plata florecía en los bolsillos y los domingos, además de vender la legumbre, ir a misa, almorzar en un toldo, se tomaban sus cervezas hasta perder el equilibrio.

Un domingo, sin quererlo, resultó tomando con un campesino menor a su edad, quien resultó haber sido la causa de la partida a la capital de su Mariela, quien había quedado embarazada y el padre no le había perdonado que el novio no respondió argumentando que la criatura no era de él. Mariela herida en su dignidad, se fue a Bogotá a donde una conocida, quien le ayudo a buscar un trabajo domestico, y en él, perdió la criatura. Olivo le reclamó su cobardía y el campesino respondió en igual medida formándose una trifulca con heridas leves en ambos contrincantes. Antes que la policía llegara Olivo se voló y fue a parar a San Vicente de Chucuri y se dedicó a trabajar donde lo contrataran los domingos en la plaza y en época de la cosecha de café, en la Mesa de Los Santos, San Gil, Socorro y Pinchote y sus veredas se convirtieron es sitios de trabajo recogiendo la pepa recibiendo la paga según las arrobas que a diario desgranaba de los palos.

En el municipio del cacao se organizó con una mujer joven diez años menor, madre de cinco hijos de dos padres diferentes, quien lo acolitó andaregueando. Consiguieron un trabajo en una finca, luego en otra, y otra en las que trabajaban hasta los septiembres, montaban pleito a los patrones y se iban a coger café en cada cosecha a otro lugar.


Olivo nunca suministra papeles a los patrones, no firma recibos de pago alguno, no sigue instrucciones, no reconoce subordinación, no acepta que lo afilien a la seguridad social, pero al salir de cada finca donde trabajaron, montan camorra al patrón y los demandan reclamando todos los derechos, sin embargo, cada primera semana de cada mes viaja a Bogotá a reclamar los subsidios del Estado a favor de él, de la hija y la madre que siguen viviendo en el Tolima a quienes no les gira ni les reconoce derechos y sigue a la espera de recibir una gran indemnización por la ley de restitución de tierras y tener, por fin, un pedazo de tierra propio para volver a empezar.
 
Olivo es un bipolar, cambia de ánimo como de color el alacrán; habla hasta por los codos y narra con prepotencia a quienes se lo beben que ha estado en la cárcel y que no le da miedo volver a ella porque hasta ahora nadie le ha puesto el cascabel al gato. Beodo y en la cama que caiga sufre alucinaciones y como un niño llora al lado de la compañera a quien ve como “ una buena para nada” pero que soporta con estoicismo el maltrato verbal y psicológico que permanentemente le hace el ex presidiario al que apoya silenciosamente y es alcahuete de sus desmanes contra quienes se atraviesan en su camino.

Pero Olivo es un trabajador incansable, se esconde de sus sombras y de sus recuerdos ingratos y dolorosos en el trabajo, no aprende cosas nuevas pues cree que lo sabe todo, gusta de la labranza y cosecha todo lo que siembra en cualquier rincón, incluso mariguana a escondidas del patrón. Se empodera de su trabajo que olvida que labora en tierra ajena y un día cualquiera desconoce al dueño de la tierra y le impide acceder a la propiedad para que sea suspendido del trabajo e iniciar de nuevo otro pleito laboral a su favor.


Olivo y su actual Clementina, mañana actuaran sin Clemencia a donde quiera que vayan buscando trabajo, viviendo embarrados en sus propios odios, untados en sus propias mentiras, olvidados de sus hijos y despreciados por quienes ofenden e intimidan por doquier; vivirán en sus propias soledades en la espiral de violencia en la que están empujados  desde los bisabuelos, tal vez la misma vida les enseñe que hay que guindar siempre una rama de olivo en la mano y actuar con clemencia para recibir benevolencia de la misma vida.


Puente Nacional, La Margarita, junio 09 de 2016. 


 

jueves, 21 de julio de 2016

¡Yo, soy bueno para algo¡

 

Mi madre dice siempre que mi padre es “un bueno para nada” y que yo soy la copia de él. Para mí, mi padre es una persona silenciosa que me quiere y se preocupa por mí, lo que pasa es que no ha tenido suerte con el trabajo, pues dura muy poco tiempo en los trabajos que ocasionalmente consigue; por eso es que aporta muy poco a los gastos de la casa, pero cuando tiene algún trabajito, él trae toda la quincena para la casa. Mi madre es una batalladora buscándose el dinero para la comida, el arriendo y los gastos en mis cuadernos, las onces y los uniformes.

 

Soy un niño que pasé los primeros cuatro años en guarderías, no tengo hermanitos, y cuando no estoy en el colegio, estoy solo en la pieza donde vivimos. Veo a mis padres en las mañanas y en las noches, y en los dos momentos, mi madre que lo hace todo por mí, no encuentra nada bueno en mí.

 

Que no hago bien los oficios encomendados, que no doblo perfectamente la ropa, que lo que preparo para comer no me queda rico, que no hago bien las tareas y que voy al colegio a pasear y a jugar con los compinches.

 

En el colegio mi profesora Esmeralda Naranjo me reprende en el salón porque no llevo la tarea completa o porque no la hice y delante de los otros niños me dice que soy un bruto porque no aprendo y un bobo porque no se explicarle las razones por las cuales no hice la tarea o quedó incompleta.

 

 

A mis padres no les pregunto sobre las tareas porque siempre llegan cansados a rebuscar la comida, porque están siempre peleando o porque nunca me preguntan sobre como me ha ido en el colegio; pero cuando recibe mi madre el boletín y ve los logros no alcanzados entra en furia y me pellizca desde que sale del colegio hasta el Transmilenio, y ya en él, mientras mantiene una sonrisa ante los demás, sigue pellizcándome a ver si aprendo a las malas. Yo, no me quejo porque si lo hago el pellizco se arrecia, y ya en la pieza, me suelta mientras prepara algún alimento y luego de consumirlo me agarra a correazos hasta dejarme sin gritos por el dolor, pero si tengo la suerte que mi padre ya este en la habitación, la tanda de manos mi madre es menor y se duplica con la de mi padre que grita pegándome pero lo hace con menos fuerza para que no me duela, y yo disimulo gritando mas duro para calmar a mi mamá.

 

A mi profesora Esmeralda Naranjo no le pregunto porque me regaña, no le cuento nada porque no tiene tiempo para escuchar a los niños pues somos 35 en el aula y de varios grados. Lo que ella no sabe es que poco entiendo sus clases, que le tengo miedo y que no le pregunto porque me dice como mi madre; “soy un bueno para nada”. Ella no se da cuenta que mis compañeros mas altos que yo me llaman burro y me pegan con frecuencia una hoja de cuaderno con ese nombre a la espalda, sin que yo me de cuenta, pues quien lo hace primero me abraza en señal de aprecio.

 

En el recreo en algún corredor del colegio donde intento estar tranquilo, algunos compañeros se acercan y me desafían a pelear si no les entrego las onces que con tanto esfuerzo mi madre compra y me empaca en una bolsa y esconde en el bolso. Otros en el baño, algunas veces me empujan o no me dejan entrar al inodoro, así este para orinarme, lo que efectivamente una mañana sucedió y la burla fue mayor, tanto en los patios como en el salón.

 

 

Yo tengo 14  años pero parezco como de sexto bachillerato porque mi padre es alto de estatura. Un día cuando salíamos del colegio un alumno de grado superior me saludó muy atento y me dijo que quería ser mi amigo para darme fuerzas y animarme, ese día me acompañó hasta el Transmilenio. Los siguientes días me buscaba en los corredores y me acompañaba algunos momentos en el recreo.

 

Un lunes llegué muy triste al colegio porque mi padre esa semana no tenia trabajo y mi madre entraba en cólera por la situación. Ese día mi amigo del grado noveno escuchó mis tristezas y me anunció que me tenía el remedio para todo. Me regaló una pasta que luego de tomarla me haría olvidar de los reproches de mis padres de los gritos de mi profesora Esmeralda Naranjo y de las carencias de comida en la pieza. La pasta me hizo sentir tranquilo, relajado, fuerte y valiente pero me dio sueño en el salón y la profesora Naranjo me despertó de un grito. El amigo de noveno grado me regaló las primeras cinco pastas, pero después me tocó comprárselas robando  plata a mi mamá.

 

Pero el efecto de las pastas duraba muy pocas horas y mis problemas en la casa y en la escuela no tenían solución. Estaba acorralado por mis compañeros de aula que me llamaban burro y por los gritos de mi profesora Esmeralda Naranjo que me comparaba con los demás y me tildaba que no aprendía nada, de los problemas de mi padre que no conseguía trabajo y de las rabias de mi madre que batallaba todos los días para conseguir el sustento diario y yo no le correspondía con las notas.

 

Mi profesora Esperanza Naranjo en clase de ética nos leyó una parábola y la lectura dejaba la enseñanza que todo problema traía una solución. Eso lo aprendí clarito. En casa yo era el problema. En el aula, yo era el problema, en los recreos yo era el problema. Entonces busqué el camino mas corto para acabar con el problema. Hurté por ultima vez la cuchilla de afeitar de mi padre y la escondí entre las hojas del cuaderno de ética, y en el recreo luego de comerme las onces, entré a un baño y como si fuera un hilo corté el flujo de mi existencia demostrando que si soy bueno para algo.

 

 

La Margarita, junio 8 de 2016.

NAURO WALDO TORRES Q.

 

 

 

sábado, 16 de julio de 2016

Romelia y la casa de lata



Nació con los afectos de una madre piadosa, hija de un padre ocasional que trabajaba como frenero en el tren de oriente y que una vez informado de su responsabilidad pidió traslado al tren de la costa.

Piedad fue una mujer trabajadora que se ganó el sustento trabajando como ayudante de cocina en los restaurantes que en ese entonces hubo en la estación del tren con nombre providencial, Providencia. Al quedar embarazada le mantuvieron los trabajos mas le quitaron la posada. Ella debía aprender que quien se hecha obligaciones debe cargarlas por si misma, pero los hombres casados de las casas que se fueron construyendo en la década del cuarenta alrededor de la estación del tren organizaron un convite y con latas de hierro dejadas como chatarra por la misma red ferroviaria, le construyeron una mediagua.

Piedad empezó a criar a su hija que le bautizaron como Romelia en la casa de lata que tenía una cocina grande y una pieza como único dormitorio.   A la cocina le agregaron una mesa con un par de bancas de madera que armaron con viejas  traviesas de eucaliptos ya usadas para sostener y nivelar los rieles por los que se desplazaban los trenes que se movían como  un cien patas entre montañas y planadas, laderas y valles de los departamentos del interior del país. Frente a la puerta armada con otra lata y armellas de alambre calibre 12  estaba la fogonera de forma rectangular formada por un par de pedazos de riel y  fragmentos de cuatro hojas de muelle de uno de los vagones reparado en el Ocaso, lugar cundinamarqués donde restablecían  la pesada estructura de locomotoras y vagones.
 
Sobre las hojas de muelle siempre había una vieja olla tiznada numero 30 con yuca, arracacha, bore y papa cocinada que se mantenía calientita con las brasas de viejos palos de arrayán o astillas de traviesas que mantenían sus brasas encendidas bajo cenizas blancas como la nieve. Sobre la fogonera y en el mismo sentido había un alambre de hierro dulce que se engrosaba con los años por el hollín y la grasa de los pedazos de carne que siempre estaban colgadas oreándose al humo.

La casa de lata fue ganando visitantes, los empleados del tren era clientela fija, igual los turistas que fueron conociendo lo que se preparaba en la casa de lata, también los finqueros que, además de piquetear encontraban como bebida, chicha de maíz con pata, chicha de zanahoria o chontaduro, además de guarapo con dos grado diferentes de alcohol, y para los menores, un guarrús que era un guarapo dulce con arroz.

Con los años, a Piedad la empezaron a llamar “mana pía” apelativo con el cual llegó al cementerio de Puente Nacional pocos años después que el tren no regresó y se disminuyeron los ingresos para sobrevivir y pasar la vejez.


Romelia, la hija de Piedad, desde muy niña debió trabajar en alguna finca ganadera apartando los terneros y haciendo mandados. Ya volantona aparecieron los tributos de una alta mujer blanca con ojos pardos y cabello castaño que atraía a jóvenes, a  solteros, a patrones y enamorados viajeros.


A Romelia la desarrollaron contra su voluntad los primogénitos de las familias donde trabajó y algún que otro frenero que visitaba con frecuencia la “chichería de “mana pía”  a cambio de algún dinero para comprar ropa y zapatos panam.

Cuando tenía 15 años Romelia sufrió una enfermedad rara en la región. Su cuerpo cogió un  hollín del color del alambre en el que Mana pía colgaba la carne a orear al humo y la fiebre la asistía con preocupación, trabajaba en ese entonces con la señora de la tienda la Esperanza que existía a la vera del camino. Los mayores diagnosticaron peste negra, los dueños de la casa, para evitar contagio, la acomodaron debajo del un piso elevado  de tabla, lugar donde se escondían enterradas las armas usadas para la defensa en la época de violencia partidista y las ollas del guarapo para destilar el aguardiente. Allí la trataron con hiervas y le daban de beber orines del primogénito que tendría unos cinco años y otros bebedizos cuyo tratamiento restableció, con los días, el color de la piel y la temperatura normal del atractivo cuerpo de la joven Romelia.

Romelia, como toda mujer soltera en el campo y sin respaldo varonil, trabajaba a la vez, ordeñando en varias fincas y cocinando para peonadas en cosechas de café. Romelia quedó embarazada, sin que se supiese quien fue el padre del muchachito al que le pusieron el moquete del “diablo” dizque por ser hijo del pecado.

Al quedar embarazada y ya no existir el tren, Romelia no se fue a vivir a la casa de lata de “mana pía”. Se llevó las mismas latas y levantó una casa con los mismos espacios de la guarapería unos trecientos metros adelante del tanque del agua en el que las locomotoras bebían el agua para convertirla en vapor a la vera del ferrocarril y frente al ordeñadero del finquero Teodolindo Velandia.

“El diablo” tendría unos cinco años y Romelia lo mandó a la escuela para que no le pasara igual que a la madre y la abuela. Un viernes, al medio día, el hijito no encontró en casa a Romelia, tampoco le dejó almuerzo en la ollita de siempre sobre la fogonera. El chino regó entre los vecinos la noticia y enteró al inspector de policía de la desaparición de la madre. Hubo convites por potreros y cañadas, quebradas y montes por dos meses consecutivos sin encontrar rastros de la desaparecida. Al niño le ofrecían comida y dormida a donde llegara en  la estación del tren.


Tres años después un par de obreros que cambiaban un acerca de púas e intentaban cortar un tubo de cobre por el cual llegaba el agua al tanque para uso en las locomotoras que tiraban los vagones, ya de carga o pasajeros, escarbando encontraron unos restos humanos a unos cincuenta metros al lado derecho  del frente de lo fue la casa de Romelia.
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Las autoridades establecieron que los restos óseos pertenecían a una mujer pero nunca precisaron si correspondían a la estructura ósea de Romelia, pues ella no sacó la cédula. El asesino no fue identificado nunca, pero treinta años después un joven enamorado secreto que tuvo Romelia, confesó borracho que él había matado a Romelia por asuntos de propiedad amorosa. La confesión la hizo a una vieja octogenaria que murió seis meses después llevándose el secreto del borracho  a la tumba y como los borrachos hablan tanto y no recuerdan que contaron, la muerte de Romelia no ha tenido victimario castigado y al igual que las latas de su casa que las consumió el oxido y a los rieles del ferrocarril que desaparecieron con la complacencia de las autoridades municipales, los que la conocieron ya la olvidaron y así como las nuevas generaciones no conocieron el tren ni los rieles por donde trepaba o bajaba, esa mujer esbelta y de ojos pardos que tuvo que trabajar desde niña la escondieron en el olvido todos los habitantes de la región y quienes disfrutaron de su pasión, llevan flores imaginarias a la tumba inexistente, mientras quien la deseo con la muerte la llora en sus borracheras justificando sus lagrimas con asuntos del guarapo o la pola. Y el diablo construyó su casa en tierras del Estado a 50 metros del paso que fue del tren y dando crédito al adagio de palo que nace torcido no se endereza, todo lo que en la región se pierde, sindican al infeliz y como ya tiene varios calendarios encima, señalan a su descendencia, pero una cosa dice la gente y otra es la verdad, pues mientras no se demuestre lo contrario persiste el derecho de ser inocente. 


Puente Nacional, finca La Margarita, junio 21 de 2016.
NAURO TORRES Q. 

jueves, 7 de julio de 2016

Edipo ocultó a su padre en la mata de guadua

Antonio, un campesino cuarentón, andariego desde joven, se ganaba el jornal cogiendo café en Caldas, algodón en el Cesar, cortando caña en Guepsa o echando azadón donde le contrataran en épocas  sin cosechas, pero desde niño aprendió a guardar monedas para las épocas de las vacas flacas. Con la suma de varios chanchos que engordaba con monedas de alta denominación y con billetes que escondía en hendiduras de la pieza de adobe de la casa de los padres, logró comprar un terreno a la vera del camino real que unía a Puente real con Vélez, Santander; el terreno fue denominado como “salto del burro” por lo abrupto de su topografía.

 

 

El predio  escaseaba una extensión de tres hectáreas faldudas que caían en  pendiente de sesenta grados de una loma rayada  transversalmente por el paso de los años del camino real coronada por una casa colonial levantada en adobe que servía de garita para identificar a los caminantes que trepaban o bajaban rumbo al poblado que vio nacer al maestro, Lelio Olarte el 4 de diciembre de 1882  quien a los 18 años compuso el pasillo “amor secreto”.           

 

Los andariegos que derivan su sustento recogiendo cosechas en varios municipios y departamentos colombianos, son como los marineros o como los policías, tienen un amor en cada puerto, pero Antonio luego de haber dejado unos cuantos jornales con las mujeres de la vida en bares, cantinas y prostíbulos de mala muerte, se robó una hermosa doncella campesina en una vereda de Pijao, Quindío, y la hizo de su propiedad horas después del rapto ocurrido en una vieja chiva de carrocería de madera que hacia la línea a Calarcá.

 

Él, con la experiencia de un cuarentón la poseyó con pasión desmedida, y ella, una pura doncella, entre susto y curiosidad vio como el jornalero que le llevó dos veces chocolatinas y le regaló un par de cortes de popelina que usó para mandar coser unas jardineras y le endulzó el oído con una mejor vida, le quitó con agilidad los pantis de algodón blancos con pepitas verdes y le desojó el corpiño dejándola cual flor a las chagualas, sin sentir una tierna caricia, escuchar una palabra que enamore, un beso que despierte amor y una penetración placentera.

 

Francelina fue el nombre que le dieron los padres a la bella doncella  raptada. Ella siendo niña había escuchado de su progenitora que los hombres actúan sexualmente como ladrones agresivos, Francelina perdió la cuenta de las veces que su padre, luego de llegar borracho del pueblo el día de mercado, trataba con groserías y palabras agresivas a la madre que sola en casa estaba pendiente de los hijos, y luego de pegarle y hacerla llorar, escuchaba en la pieza de tabla de al lado que ella disminuía el llanto mientras el padre pujaba como si estuviese muriéndose.

 

Esa noche en una pensión para jornaleros, Francelina escuchó varias veces que Antonio  pujaba y se moría sobre su delgado y tierno cuerpo, mientras ella sentía ardor en la vagina y sus delicadas piernas estaban húmedas con su propia sangre. Esa primera noche con Antonio le dio la razón a su madre, los hombres sexualmente son ladrones agresivos.

 

En la madrugada partieron para la capital colombiana arribando hacia el medio día a la plaza España, lugar cercano a la estación principal de la red ferroviaria nacional. En las horas de la tarde, Antonio la llevó a caminar por los alrededores de San Victorino, de la plaza de Bolívar y el templo del voto nacional, y en las primeras horas de un lunes de 1950 tomaron el tren de segunda que partió a las tres de la mañana rumbo a Santander, arribando sobre las primeras horas del medio día a la estación La Capilla.

 

Tomaron el camino que se descolgaba hasta la quebrada La Agua Blanca y de allí atravesaron por el camino usado por arrieros de caña hacia el trapiche de los señores Vallés para coger el camino rumbo a Pirasía en cuyo trayecto vivían  los padres de Antonio, quienes se alegraron de volverlo a ver  y mostraron curiosidad por la tierna joven que lo acompañaba a quien presentó como su esposa.

 

Marcos, el padre de Antonio se puso muy contento que el hijo mayor hubiese cogido juicio y le animó a iniciar unos cultivos por aparcería en tierras de Pedro Ariza.  Con empeño y trabajo remplazaron el rancho de hoja de caña por una casa de tres piezas de adobe y techo de eternit cuya cara mira al camino real y desde el patio de atrás se aprecia la estampa del bello poblado de Puente Nacional y su hotel Agua Blanca que en época del tren alojaba a extranjeros que se arriesgaban a conocer los parajes de las abruptas y misteriosas tierras del departamento de Santander que su parte sur penetra con permiso y sin él al pintoresco departamento de Boyacá.

 

Por el camino real que ascendía desde boca puente por el lava patas hasta bajar a las entrañas de la quebrada que dio el nombre a la vereda Jarantivá y desde la guarapería mate caña, lugar donde se daban a guardar las armas de uso exclusivo de los conservadores en la época de la violencia partidista, se veía como un blanco huevo la casa de Antonio y su doncella quindiana.

 

Al cumplir los nueve meses dio a luz Francelina, trayendo al palomar al primer hijo que bautizaron con el nombre de Edipo. Los esposos se dedicaron a la labranza, cuyo oficio alternaba Antonio con el de prensero en el trapiche de los señores Valles ubicado unos doscientos metros camino arriba del palomar donde nacieron otros dos hijos distanciados uno del otro mas de un quinquenio.

 

Cerca al palomar Antonio sembró el agua. Trajo desde la Basílica de Chiquinquirá un potado de agua bendecida por el fraile que ofició la misa de nueve de un 16 de junio de la década del cincuenta. El potado fue sembrado en un descanso de la pendiente en cuyo cucurucho se había levantado el palomar y junto a la siembra, luego de un ritual religioso que aún se conserva en familias campesinas, se sembró una mata de guadua traída de las vegas de la quebrada Jarantivá que se descuelga desde su origen en la vereda Páramo hasta fundirse en amor consentido en las cristalinas aguas de la hermana quebrada Agua Blanca cuyo nacimiento esta al margen izquierdo de la misma vereda Páramo.

 

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Francelina, además de los oficios de una mujer del campo, le correspondía vender las cargas de hoja seca de bijao que aun sirve de empaque del reconocido bocadillo veleño, así como los bultos de naranja y las cajas de guayaba en época de cosecha, y Antonio en el mercado feriaba las cargas de yuca y plátano que se cosechaban, tanto en el predio “salto del burro” como en las cementeras que tenía en otros predios por el sistema de aparcería.

 

Edipo creció libre como la liebre. Fue a la escuela de Brazuelito en donde cursó hasta cuarto primaria para dedicarse a la arriería como ayudante del yuntero arrimando caña al trapiche en donde ocasionalmente el padre trabajaba como prensero.

 

Francelina amaba con mas consentimiento a Edipo por ser el hijo que engendró Antonio en su luna de miel y violada recordación para Francelina. Para él había huevo el domingo, al igual que para Antonio, mientras los demás hermanos se lo imaginaban en el plato. Para él había bocado de carne azada a escondidas en los piquetes con yuca asada entre la ceniza. Para él había colombinas de coco todos los lunes al regreso del mercado. Para él había abrazos y besos en la boca desde que era un bebé, así como arrunchamientos y echada de pierna cuando el viejo Antonio llegaba borracho del mercado.

 

Para Edipo, su madre era su luna, era el sol y el aire que respiraba. Cuando se desarrolló y lo invadió la pubertad y la adolescencia, cada vez que Francelina lo apapachaba en ausencia del viejo Antonio, Edipo notaba que tenia erecciones. Francelina lo notaba cuando lo arrunchaba debajo del cobertor de algodón, y mientras lo hacía, se transportaba a su juventud y tenia la fantasía de lo que siempre soñó que era una luna de miel.

 

Y tuvo su primera luna de miel con su propio hijo. Y Edipo fue por primera vez varón poseyendo a su propia madre y con la abundancia y fuerza como bajaban las aguas de la quebrada Jarantivá en invierno, se ayuntaron cada vez que se topaban solos, asunto del que nunca se percató el viejo Antonio que cogió el vicio del guarapo en la prensería del trapiche de los señores Valles.

 

Lo que ocurrió entre Francelina y Edipo fue igual que las chagualas a la miel en el trapiche en donde sacaban la miel que se vendía en la tierras frías de los municipios del reino de la Virgen de Chiquinquirá protegido por los frailes dominicos.

 

Para ellos, Antonio se convirtió en un estorbo, y luego de tantas lunas sin testigos decidieron sacar del medio al borracho. Escogieron el día, la hora, la forma y el lugar donde dejarlo descansando para siempre. Un lunes era el apropiado, pues se fue al mercado y no regresó; el arma los lazos para amarrar la carga al mercado y la forma como se ahogan los terneros cuando se pone un lazo con nudo corredizo, y la hora, la misma en la que llegaba el viejo los lunes perdido con el guarapo que tomaba las últimas totumadas en la tienda matecaña.

 

Esa noche la luna iluminaba como si fuese cómplice de los amantes. Los hermanos dormían en la cama de varas sobre una estera de bagazo de plátano metidos cada uno entre un costal de yute en lo que llegaba el salvado de trigo.

 

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El lazo hizo el trabajo y los cuatro brazos lo arrastraron sobre un cuero viejo de res que servía para secar los granos de café. Días  antes habían construido un foso para hacer abono en el que echarían la cereza del café. El foso fue la sepultura para Antonio y su tumba la mata de guadua que él mismo había sembrado sobre el pote de agua bendita que había traído en una promesa a la Virgen reina de Colombia.

 

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Pasaron tres quinquenios de esa fatídica noche. El nuevo dueño del “santo del burro” que había adquirido meses después de la desaparición de Antonio por venta de Francelina, quien había regresado a su tierra natal junto con Edipo dejando a los demás hijos al cuidado de una cuñada a quien le entregó la mitad del precio de la venta del predio que había comprado Antonio, observó luego de una noche de intensa lluvia que la mata de guadua se había corrido con el barranco y había aflorado un esqueleto.

 

 

 

La fiscalía dictaminó que la osamenta correspondía al ADN del viejo Antonio que había desaparecido un lunes quince años antes. Francelina y Edipo estuvieron en la cárcel 35 años sin que ninguno supiese de la suerte del otro.

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Finca La Margarita, Puente Nacional, junio 3 de 2016. 

 

 

 

 

viernes, 1 de julio de 2016

Camino a potrero largo

La vida es como una gota de agua en el mar. Es como una brizna de aire en un ojo. Es como un grano de  arena en la playa. Es como un punto negro en una pared blanca. Es como un átomo en el universo. sin embargo, quienes la tenemos creemos que es eterna, y muchas veces, la desperdiciamos en el camino, olvidando que “caminante no hay camino, se hace camino al andar”, pues no hay camino cierto, cada uno vamos configurando nuestro camino, nuestro sendero con  piedras y llanos, con senderos de felicidad,  con pendientes de tranquilidad, con sorbos de placer y  tragos amargos.

 

Porque….

“todo pasa y todo queda

pero lo nuestro es pasar,

pasar haciendo camino,

camino sobre el mar

 

Caminante son tus huellas

el camino y nada mas

caminante no hay camino

se hace camino al andar

 

Al andar se hace camino

y al volver la vista atrás

se ve la senda que nunca

se ha de volver a pasar”.

Los labriegos al referirse a las distancias por caminar comparan lo lejos de un destino con un potrero largo y el tiempo para recorrerlo con tabacos,  por eso desde antaño la vida se compara con un largo camino  con varios tabacos por trasegar.

Titán era el macho rucio de Rodrigo que lo acompañó desde joven hasta entrada la edad mayor. Fue titán el medio para acortar la jornada en los caminos  recorridos por Rodrigo. Fue su jumento para aliviar la carga al mercado, fue su bestia para cargar la leña a la casa, fue el mular en el que sus hijos  aprendieron a cabalgar, fue el dócil animal que sirvió por treinta años a la familia de Rodrigo.

El pelo de titán se tornó grueso, hosco y largo, su blanco color de joven jumento, con los años, se tornó gris y áspero. Sus molares y dientes se le cayeron  y sus orejas que siempre fueron erguidas se mostraban flácidas y decaídas. Sus cascos no volvieron a ser herrados ni a  campanear en los pedregales. Sus bríos  de juventud fueron reemplazados por la lentitud de la vejez. Sus descomunales fuerzas con 12 arrobas sobre el espinazo se redujeron a cargar un par de arrobas, y sus dientes, se fueron cayendo como granos de maíz colgado en tusa sobre una fogonera.  Titán no volvió a ser bañado con jabón de tierra, ni curado sus heridas causadas por el peso desequilibrado de las cargas de caña, después de cada jornada. No volvió a recibir el premio de una panela a pedazos en la jeta. Su dueño, al notar la poca utilidad del rucio, lo soltó al camino real para que pastara a su gusto de cabo a rabo, y el fiel y manso animal  buscó un bocado de pasto  en potrero largo hasta que murió de inanición e infección siendo comida para los buitres.

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Juan, Pedro, Raúl, Ramón, Laureano, Gilberto y otros… fueron curas que desde su juventud sirvieron al pueblo de Dios desde sus jurisdicciones eclesiásticas en la que estuvieron incardinados. Hicieron votos de obediencia a su pastor y por más de medio siglo, trabajaron sin descanso en las parroquias donde fueron designados, sin pensar nunca que los años se acaban como las fuerzas del cuerpo. 

Ninguno quiso ser maestro oficial porque se hicieron sacerdotes para pastorear, no para dar clases, y con los escasos ingresos por estipendio en las parroquias donde laboraron, aportaron a la seguridad social para recibir, a los 62 años de edad, una pensión igual a un salario mínimo legal vigente.  

Como ya no tienen la vitalidad de antaño, no les volvieron a asignar parroquia y viven de arrimados a cualquier parroquia en donde los asignan como colaboradores  a cambio de la comida y algún peso por celebrar alguna misa extra. Como no fueron curas religiosos no forman parte de una comunidad que responda por ellos. Fueron votados en potrero largo.

Fernando y Carlota fueron novios estudiosos logrando graduarse y conseguir un trabajo que les generaba ingresos limitados para cubrir los gastos de la familia con tres hijos que formaron y por quienes hicieron ingentes esfuerzos porque ellos tuviesen mejores comodidades que las que les dieron a ellos, sus mayores. La pareja vivió para trabajar y la crianza de los hijos se la delegaron a las guarderías y señoras del servicio, pero ellos amaban a sus hijos, sin medida; pero no tenían el tiempo que requerían los niños en sus primeros siete años, periodo en que se forma la conciencia, el pensamiento, las habilidades y los valores.

 

Fernando Y Carlota trabajaron más jornadas que sus padres, cuyas madres, siempre estuvieron en el hogar. Pasó el tiempo y se pensionaron, mientras que sus hijos estudiaron y se hicieron profesionales, formaron una familia y siguieron el circulo que los padres trazaron. Carlota y Fernando pasaron de los setenta años y los últimos treinta estuvieron poco visitados por sus hijos y nietos. Los viejos se fueron convirtiendo en una carga para los hijos que los visitaban cada domingo a la hora del almuerzo, pues Carlota siempre se caracterizó por tener  buena sazón. Los hijos decidieron internarlos en un ancianato; a los hijos les era más costoso, pero como no tenían tiempo  para cuidarlos, ni tuvieron la voluntad de contratarles una enfermera.

 

La suerte del macho titán, la suerte de los curas Juan, Pedro, Raúl, Ramón, Laureano, Gilberto y otros, y la de Fernando y Carlota, fue la misma. 

Hay cada vez más guarderías en ciudades y campos, pero también hay más casas o centros geriátricos. Hoy la gente vive trabajando para tener y tener más y votan a sus mayores al potrero largo, a los ancianatos, mientras los niños crecen sin el afecto fraternal alimentando una sociedad cada vez mas materialista y ausente de valores   olvidando que la vida es un camino que se hace “golpe a golpe, verso a verso y se hace camino al andar”

Con los años, habrá más personas viviendo solas, más niños en las guarderías y  más ancianos en centros de la tercera edad,  en un circulo en que los jóvenes y adultos de hoy no se percatan que están en él, mientras la familia se desmorona sin piedad ante la indiferencia de todos.

 

 

San Gil junio 17 de 2016.

NAURO TORRES QUINTERO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

jueves, 23 de junio de 2016

La cruz de un acoso escolar

Marina  mandó ese miércoles 21 de marzo de 1963 a media mañana a su hija Pascuala de diez años con el hermanito Aniceto de siete años camino abajo desde El Morro en la vereda Páramo hasta la tierra caliente de la vereda Jarantivá del municipio donde nació Eduardo Camacho Gamba. Los niños llevaban la misión de llevar unas papas a Valerio, el padre quien tenía una cementera de yuca y plátano por el sistema de aparcería en tierras de la viuda Trinidad Lancheros.


En la escuela que funcionaba en el corredor principal de la casa del inspector ferroviario, Miguel Vargas,  construida en un mirador para contemplar el movimiento del tren desde la estación la capilla hasta la estación de El guayabo por la empresa nacional del sistema ferroviario, la profesora Sara Mosquera oriunda del casco urbano terminaba la jornada a las once de la mañana y despachaba a los niños para sus casas a almorzar.
 
Los niños por edades o por grupos cogían sus senderos a sus casas y quienes tenían sus padres en residencias a la vera del camino real que comunicaba a Vélez con Leiva y Chiquinquirá regresaban por tierras del rey de España. Dinael, Eliseo y Saúl cursaban  los grados tercero y cuarto, eran la cola de los estudiantes rumbo a sus casas.

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Pascuala descendía por el camino vestida con una jardinera de flores rojas con flores grises; Aniceto llevaba un pantalón de dril corto hasta la rodilla del color del cascajo negro, paso obligado de los caminantes, usaba unos alpargates rotos amarrados con cabuya, un sombrero negro  con manchas alrededor de la copa producidas por el sudor y llevaba puesta una ruana de lana de ovejo que el abuelo le había regalado. El pantalón iba atado a la cintura con una cabuya  y de ella colgaba encintada una funda de cuero, y en ella, un cuchillo de seis pulgadas que Valerio, el padre, le había regalado en el ultimo cumpleaños para diversos usos en el campo.

Dinael, no había nacido en la vereda. El padre, un militar lo había traído a dejarlo con los abuelos para que lo terminaran de criar, pues era hijo de un amor de aventura, cuya madre murió cuando el niño tenía siete años. Había cursado los primeros años de primaria en una escuela de los cerros del barrio del 20 de julio de la capital colombiana y había sufrido en carne propia el desprecio y marginación de los compañeros del salón.



Los estudiantes trepaban por el cascajo negro liderados por Dinael,   y Pascuala y Aniceto, bajaban por el mismo camino, luego de comprar unas mogollas en la panadería de Pastora Gómez, las que se venían comiendo, cuando se encontraron con los tres estudiantes frente a la puerta de golpe de acceso a la casa  de Napoleón Forero. Dinael propuso a los compañeros hacer cadena para atajar a los niños campesinos que descendían tranquilos hacia la tierra caliente, y sin pensarlo, los acorralaron para asustarlos, y el mayor, intentó manosear a Pascuala. Aniceto se sintió como ternero prieto enlazado y recordó la misión que le había encomendado Marina, la de cuidar a su hermana. El instinto del niño actuó de inmediato, desenfundó el 6 pulgadas y lo descargó una sola vez en la derecha de la ingle de quien intentaba coger a su única hermana entre gritos de gavilla de los niños estudiantes.

Dicnael gritó del dolor, mandó sus manos a sus partes intimas y las observó llenas de sangre. Pascuala y Aniceto corrieron sin parar camino abajo y Elíseo y Saúl, corrieron en sentido contrario al ver al compañero en el suelo gritando y sangrando.

Ese medio día ningún vecino escuchó los gritos asustados y de auxilio del niño herido. Los otros niños alcanzaron al grupo de estudiantes que iban jugando con piedras al tejo por el camino a Pastora de Ovalle y comentaron lo sucedido, y en vez de regresarse, apuraron el paso a sus casas. Pascuala y Aniceto pasaron por la estación de Providencia y el paso nivel del tren como en una carrera atlética, huyendo del miedo. Pascuala no supo lo que había hecho Aniceto, y Aniceto no recordaba lo que había hecho el cuchillo que su padre le había regalado en un cumpleaños para uso en los oficios del campo.

Los caminos en los campos son espacios para contemplar en soledad o compartir caminando. El cuerpo de Dinael lo encontró Pablo Casas cuando regresaba de la huerta a almorzar a su casa. Obdulia, su esposa, no había escuchado los gritos de la victima.


El cuerpo de Dinael estaba boca arriba, su rostro se veía desencajado y sus ojos  abiertos al infinito y los dientes de leche brillaban en el verde de los matorrales del camino real. El color del pantalón azul de marca Lee lucía negro y mojado, y de él, se desprendía desganado un hilo de sangre que se enterró entre la greda silenciosa de un testigo que no contaría  lo que había presenciado.


El padre de Aniceto se enteró de lo ocurrido frente a la casa de su amigo y copartidario Pablo Casas cuando el inspector de Providencia junto con tres policías llegaron al rancho de la aparcería a detener al reo que llevaron ante un juez en la municipalidad.

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Aniceto fue regresado a su hogar en el que permaneció al cumplir 12 años y de regalo de cumpleaños, su padre lo llevo a conocer el municipio de Piedecuesta y lo entregó a la correccional de menores, lugar en el que cumplió los 18 años, y de allí, fue trasladado a la cárcel de Bucaramanga en la que purgó la osadía de defender a su hermana ante el acoso escolar de un citadino.


Pascuala, una vez cumplió los 15 años, una familia se la llevó para la capital a trabajar como muchacha del servicio, y de sus huellas, se borraron con los vientos de agosto. Las adversas circunstancias carcelarias entrenaron a Aniceto en la escuela del crimen. Intentaron violarlo en la cárcel, pero él, se defendió con un afilado tenedor que había logrado hurtar y convertir en arma blanca. La pena fue aumentada y las pagó sin intentar volarse. Al cumplir los cuarenta y cinco años regresó a la libertad y se perdió en ella en la ciudad. Unos dicen que murió practicando las enseñanzas de la cárcel, pues nunca volvió al campo ni al hogar que había dejado huérfano y en estado de vergüenza familiar. Por muchos años, Marina y Valerio no asistieron a las reuniones en la vereda, pero mientras vivieron y pasaron frente a la cruz del recuerdo del homicidio de un niño causado por un niño mas menor, le coloraron flores rojas de dalia y rosas y elevaron,  de bruces, oraciones a Dinael, pues siempre creyeron que su alma era el ángel que les acompañó desde entonces en el valle de las tristezas y las lagrimas.




Puente Nacional, finca La Margarita,  junio 11 de 2016







El parasitismo del plagio intelectual

  El apropiarse de los méritos de otro u otros, el copiar y usar palabras e ideas de otros y sustentarlas o escribirlas como propias y usa...