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viernes, 28 de septiembre de 2018

La niña de la capital


Cristina Martínez había nacido en el 20 de Julio, un barrio popular de la capital colombiana en el que veneran al Niño Jesús. Desde los cinco años viajaba a vacaciones  en tren recomendada por su madre a Evaristo Ramírez, el campesino de la vereda Jarantivá en Puente Nacional que, cada semana, en cajas de madera y canastos, transportaba a Bogotá los quesos, las frutas, las aves, las almojamas y las mogollas de trigo que las mujeres producían en la parcela y horneaban con leña en el tradicional horno de adobe.

Bernarda Rojas, la madre, había abandonado la vereda en el mismo tren, siendo una adolescente, luego de comprobar su precoz embarazo y el desamor de quien fue su primer varón que se casó con otra. Por haber sido una niña adoptada por una  campesina que murió virgen, y quien fue esclava de una familia de origen español, recibió la protección de uno de los herederos, quien le ayudó a ingresar a trabajar como aseadora en el distrito capital.

Bernarda creció en la misma vereda. A ella, en cada vacación escolar mandaba a sus hijos a disfrutar el campo y a acompañar a la señorita Ernestina, quien vivía con Dios y la Virgen en una casa de barro a la vera del camino real que unía a Puente Nacional con Fandiño, cerca al ojo de agua en el que los peregrinos y reinosos se proveían de agua para calmar la sed en el pendiente camino que trepaba desde las 1. 400 metros hasta los 2.800 metros sobre el nivel del mar.

A la vereda llegaba Cristina acarreada de dulces y juguetes para los niños de su edad. Y regresaba al barrio con guayabas, pomarrosas, payas, naranjas, amasijos y almojamas para el primer mes de regreso a la escuela que acomodaba con follaje verde en una caja de cartón.
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La citadina niña, la segunda en la familia sin padre, transcurría el tiempo escolar en el sur de Bogotá en  la pieza en la que vivía con su hermana mayor y la madre, y la escuela publica, distante unas tres cuadras. Su mundo estaba limitado por cuatro paredes; pero al llegar cada vacación, ella tornaba feliz cual golondrina al atardecer. Era un viaje al paraíso y a la libertad de la floresta. No importaba la madrugada del lunes para ir a la estación del tren a tomarlo para Santander. Era el viaje a las ventanas de la  curiosidad, la contemplación y libre albedrío.

Pero el retorno al terminar cada vacación, se tornaba gris, triste y quejumbroso. Cristina escuchaba que la locomotora con su pitar también mostraba la tristeza de la partida en cada estación. Entre lagrimas, Cristina veía como el tren avanzaba lentamente dejando a su paso cada poblado permitiendo  que las personas se fueran borrando a la distancia como se borra la vida cuando se muere. Notaba que el humo que salía de la caldera de la maquina movida con carbón mineral, salía del buitrón como si fuesen señas de despedida para nunca mas volver. 

El viaje  en tren hacia la capital colombiana lo disfrutaba, cual golosina. 

Entre Bogotá y la estación Providencia, el tren hacía el recorrido en seis horas, tanto de ida como de regreso. En el regreso, Cristina podía hurtar, por los huecos de las mochilas que protegían los canastos -tejidos en  caña de castilla-, una que otra guayaba, y una que otra pomarrosa que iba comiendo con paciencia y con gusto escondiendo la cabeza entre la ruana de  lana con muñecos que siempre usó en sus viajes a tierra media.

Y como otros niños, el placer estaba en el paladar. Cristina al regresar a casa, además de frutas, amasijos y almojamas, llevaba gajos y semillas de plantas medicinales para el uso familiar. Y como era de la ciudad, disponía de cuartillos y centavos para comprar viandas en las estaciones del tren de oriente.

En la estación del del tren de Robles,  se lambía los dedos comiendo  bocadillo con cuajada. En Garavito se calentaba con café con leche y mantecada. En Chiquinquirá merendaba papas cocidas con picos, –parte de la jeta de  res-. En Lenguazaque probaba morcillas con papas saladas. En Fúquene, pescado asado con papas.  En Nemocón, los dulces de azucar. En Zipaquirá, la fritanga.

El tren trepaba  el límite de Santander por los valles y breñas  tomando la planada boyacense en la estación Garavito, luego de atravesar por segunda vez el río Saravita. 

Como si estuviese cansado, el maquinista del tren se tomaba tiempo para bajarse, tomar aire y degustar un tinto. Y en ese lapso, varias jechas con sombrero negro de alas planas cortas y en  fieltro, delantal negro con pepas blancas que cubría el dorso y las extremidades, ofrecían café con leche acompañado de mantecada, almojábanas o mogollas de trigo rellenas con cuajada. La bebida caliente era portada en chorotes con capacidad de  un litro, -vasija de barro horneada en Ráquira, Boyacá- y eran exhibidos y cargados sobre la cabeza de cada matrona posados en  un cabestro redondo de bejuco que facilitaba la quietud y equilibrio.


Cristina, cada vez que pasaba por esta estación, no perdonaba el café con leche y el pedazo de mantecada. Ingería la vianda mientras contemplaba las mansas aguas del río Suárez que se desplazaban silenciosas entre predios cundinamarqueses y boyacenses para precipitarse, luego, en tierras santandereanas.

Las aguas mansas de Saravita desarrancaban  lodos y tierra ausente de piedras dando un color marrón a las tranquilas aguas que serpenteaban apeándose de las sabanas. 

La citadina niña pensaba que de todas las meriendas que se ofrecían en cada estación del tren, la más abundante, la menos costosa y  fácil de sacar, era el café con leche.  Se extraía del río con el chorote, se calentaba en el fogón de leña, se cargaba en la cabeza y  se ofrecía los pasajeros del tren.

Medio siglo después la niña de la ciudad regresó a recoger sus pasos en la vereda en donde su imaginación tejió el paraíso donde algunas veces estuvo de vacaciones siendo infante. 

El tren  fue borrando de los recuerdos de los viejos al morir. Los politicos de Colombia lo liquidaron por ser un servicio público de transporte para abrir las escotillas a la privatización de este servicio, vital para el desarrollo del país. Los rieles del tren en cada municipio donde estaban extendidos, fueron hurtados y vendidos por los alcaldes que gobernaron a finales de la década del setenta del siglo XX. 

Las locomotoras que arrastraban los vagones de los trenes hoy remolcan vagones con minerales que abundan en el país más concesionado del mundo para henchir las billeteras de las transnacionales. 

Los buitrones de las máquinas de vapor se trasladaron a las  empresas y buses de transporte que contaminan el ambiente en la capital. Los canastos de caña de castilla y bejuco fueron reemplazados por bolsas plásticas que ahogan la vida de los animales y bacterias benéficas para el hombre.  Las viandas solo están en los recuerdos de los ancianos. La industria alimenticia ofrece en el mercado, procesados con sabores artificiales empacados al vacío, que mantienen colgados en cualquier tienda. Los cabestros que usaban las mujeres en el campo para equilibrar los chorotes en la cabeza, no están ni en los museos. Los chorotes de barro de origen chibcha, unos cuantos por su forma y volumen, se exhiben en algunas pinacotecas de municipios del altiplano cundinamarqués. El imponente lago andino de más de 13.000 hectáreas de extensión, menor que el Tiquicaca, otrora venerado y protegido por los indígenas muiscas, lo vienen ahogando los dueños de sus linderos para expandir la ganadería. La vena aorta de la laguna de Fúquene sigue siendo asfixiada por  los agro        químicos, el estiércol de los ganados y las aguas servidas de los poblados adyacentes al río Suárez. La sangre, cual hilo del manantial madre, se seca en verano; y en invierno ya no se parece al café con leche, sino a una masamorra de barrancos, basuras y heces, no apta para el consumo humano, mientras que las rondas que hubo en las márgenes del río sólo existen en óleos de algunos ricos de esas tierras consideradas las más fértiles de los departamentos que las incluyen en los planes de desarrollo cada cuatro años para reforestar, mientras los árboles por sembrar, son tumbados con los serruchos de los gobernantes de turno. 

Para Cristina, fue su último viaje a su Providencia de la infancia. Como maestra de biología decidió regresar al campo en otro municipio cerca a la capital y se dedicó a sembrar cafetos para sacar café especial que ofrecía cada ocho días en hogares de amigos en la ciudad. Tuvo dos hijas que estudiaron ciencias exactas. Una se radicó en Alemania, y la otra, en México para ejercer sus profesiones. A principios del 2.020 viajó a Puebla a acompañar a su hija, docente de la universidad mientras se reponía de un malestar físico y emocional. 

La niña de la ciudad murió en Puebla víctima del Covid-19 sin atención médica por estar de turista y sus restos se perdieron en una bolsa de plástico entre cientos de muertos que aparecieron en las casas y solo recogían días después para depositar en una fosa común en un paraje distante de la ciudad. 

Nauro Torres Q. 
Eco Posada La Margarita, septiembre 22 de 2018.






jueves, 13 de septiembre de 2018

EL TREN DE LOS RECUERDOS



El cien pies me trae recuerdos infantiles. Cada vez que tengo la dicha de encontrarlo en el campo, lo contemplo. Lo admiro por la rapidez que anda serpenteándose.
Hasta los 18 años me extasiaba contemplando desde cualquier loma el desplazamiento de los trenes que desde la puerta de oro de Santander[1] trepaban lentamente en las pendientes por la línea ferrea entre las estaciones, la Capilla[2]-Providencia[3]-Guayabo y Robles.
Entre curvas y rectas, entre lomas, hondonadas y cuestas, potreros y montes, cada tren se desplazaba con el movimiento de un cien patas. Unos con diez, otros con veinte, y una vez, alcancé a contar un tren con treinta vagones repletos de promeseros.
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Estación Zipaquirá. Restaurada.
Brotaba cada tren entre las paredes de las lomas pitando y cubriendo el paisaje con humo blanco que ascendía al cielo fundiéndose con las nubes; y se escondían entre otras ocultando sus cargas.
El tren de palo trepaba en Puente Nacional, a la madrugada, y se descolgaba desde Bogotá, en el ocaso hacia Barbosa. Sobre las cuatro de la mañana, cada día, anunciaba pitando, la partida desde la estación la Capilla, y en menos de tres cuartos de hora, estaba quieto en la estación de Providencia. Era el tren de carga del ferrocarril central.
El tren de carga lo componía una locomotora a vapor, góndolas para carga a granel, vagones con rejas para reses, marranos o bestias; vagones para carga diversa y un coche en el que viajaban los dueños de las cargas. Unas veces las góndolas transportaban arena, cemento, ladrillo o rajón. Y en los vagones se observaba cajas de madera con guayaba, con pomarrosas, bultos de naranja, limones, bultos de yuca, papa y plátano, o carbón.
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Estación Providencia. En este lugar en marzo de 2018, nos reunimos egresados del grado 5o. de primaria de 1966 en compañía de quien fue nuestro maestro, el profesor, José Manuel Suarez.
El nombre de la estación de Providencia tiene tinte religioso. Los mayores cuentan que en honor a la Divina Providencia, un sacerdote franciscano bautizó el lugar por ser el cruce de los caminos reales que unían los centros de peregrinación del Cristo de Guavatá con la Virgen de la Candelaria y la Virgen de Chiquinquirá. Otros recuerdan que Providencia era el nombre de la finca de la cual se escindió el área para la estación del tren, cuya casa principal fue incendiada en 1948 por pertenecer a una familia liberal y en cuyas ruinas, construyeron luego, la capilla, tan amplia como la de Quebrada Negra, pero distante de la estación, que sobresalía entre los potreros de Teodolindo Velandia y la cafetera de Segundo Sáenz, ambos campesinos provenientes de Boyacá de origen conservador que compraron aprecios irrisorios, tierras que fueron de liberales desplazados en 1948.
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Ruinas de la estación Providencia.
La estación Providencia, levantada en piedra amarilla labrada y traída de algún lejano lugar tiene un estilo colonial particular. Fue construida en 1930 y declarado monumento de interés cultural de la índole nacional en 1976; pero hoy, solo quedan las ruinas de lo que fue una estación cómoda con cuatro corredores, sala de espera, bodega para maletas y bodega para carga, servicio de baño y oficina para expedir los tiquetes, sumando los espacios privados para la familia del jefe de estación.
El primer tren diario de pasajeros tenía coches con techo rojizo y paredes en madera pintadas en verde pino; pasaba por la estación Providencia, una hora después del tren de palo; y hacia el mediodía, otro tren de las mismas características llegaba, pero tenía más capacidad de arrastre, más coches y más pasajeros. Los pasajeros que menos podían pagar por el transporte viajaban en los coches cercanos a la locomotora. Tenía sillas de madera y se le reconocían como de tercera. Quienes compraban un tiquete de primera se acomodaban en coches con sillas en cuero acolchonadas. Entre los coches de tercera, segunda y los de primera, iba siempre un coche restaurante en el que se ofrecía un menú para todos los gustos, según los recursos en la cartera. Este coche dotado de mesas y bancas fijas estaba dotado de baño a ambos lados en una de las puertas de entrada al coche. Las mesas tenían círculos hendidos en los que se colocaba la bebida, y las bancas eran para dos personas.
El tren de palo transportaba carga. Por eso se le conocía como el tren de palo, por ser los vagones en palo y rejas en hierro. Y en él, la carga era diversa, según el día de mercado de la población a donde iba la remesa. Reses, legumbres, cacao, café, leña, carbón vegetal, madera, bestias, materiales de construcción, maquinaria, etc. El color de los vagones era gris. Llevaba un vagón de pasajeros para los dueños de las cargas, pero en navidad, aumentaban los vagones para las personas que iban a las romerías a visitar a la Reina de Colombia, la Virgen de Chiquinquirá.
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El tren especial.
Pasaban por las veredas dos trenes en el transcurso del mes de diciembre. El de carga, el de diario y el especial. Se diferenciaban por la potencia de las locomotoras, los colores de los coches y el poder adquisitivo de los pasajeros. El tren común tenía coches color verde y en madera. Y el tren especial tenía techo blanco y paredes rojas con estructura de hierro y lamina, igual al tren turístico que los fines de semana hace el recorrido entre la Estación Nacional en Bogotá hasta Zipaquirá. Este servicio fue conocido hasta finales de la década del setenta del siglo XX como “El tren del sol”.
Los trenes dejaron de circular en 1976, y con su desaparición llegó el abandono de las veredas en Santander, Boyacá y Cundinamarca, aumento la pobreza, el desempleo y la incertidumbre, condenadas varias veredas al ostracismo.
En las décadas del tren, muchos vivíamos de ellos. Todo lo que se producía y se hacía en los hogares, se sacaba a las estaciones y se vendía a los pasajeros. En la Capilla eran famosos los piquetes con gallina o con carne asada. En Providencia, el balay[4], las almojábanas, los cítricos, la chicha, el guarapo y el guarrús[5]. En el Roble, el queso con bocadillo y las cuajadas. En Garavito, las mantecadas y el queso de hoja. En Saboyá las papas saladas con cerdo sudado En la estación de El Límite, las panelitas y las melcochas. En Chiquinquirá, los dulces blancos y rosados, así como los frutos secos y las papas sudadas con buche o tocino. En Ubaté, los quesadillos. En Fuquene, la trucha y el pescado. En Lenguazaque, las papas con jeta. En Nemocón el bofe y las papas saladas con costilla de cerdo. En Zipaquirá la fritanga.
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Los trenes no regresaron porque los buses y los camiones suplieron el servicio de transporte intermunicipal que estaba en quiebra por varias razones: El Estado y su recua de políticos que se convirtieron en los dueños del transporte intermunicipal y nacional. Los pasajeros de segunda y tercera no compraban tiquetes y se hacían pasar como familiares de los freneros, los carboneros, los maquinistas, los conductores o los obreros de la línea.
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Estación Central. Bogota.
Sin el tren, abundó el desempleo en las veredas y municipios por donde estaba la red férrea. Ya no reclutaban campesinos como obreros para la línea férrea, ni para freneros[6], ni para conductores[7], ni para maquinistas[8], ni para ayudantes[9], ni carboneros.



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En el desfile de andas que cada dos años ocurre en Puente Nacional, una familia construye artesanalmente un tren que, con esfuerzo y empeño personal, cargan por las calles acompañados de un equipo de amplificación que los recuerdos del ruido y el pito que hacia el tren en el desplazamiento. Esta imagen fue tomada en junio de 2018.
El desplazamiento a la capital se agudizo y las viviendas empezaron a ser habitadas por el gorgojo, las telarañas y el abandono. Los cultivos de café, caña, yuca y plátano fueron reemplazados por los potreros en los que hoy pastan ganados con una producción deficiente. Murieron las tiendas, restaurantes y pensiones que hubo en cada estación. Y desde entonces lo que se produce en el campo cayó en manos de los intermediarios de las plazas de mercado de los municipios que lograron sobrevivir por el mal llamado progreso. Hoy cincuenta años después seguimos soñando que el tren retornará para no morir en el olvido como las mismas hermosas estaciones construidas imitando a la principal de la capital colombiana.
Posada ecoturística La Margarita.
Puente Nacional, agosto de 2018.
NOTAS ACLARATORIAS




[1] Barbosa es la primera ciudad que se halla en la ruta que une a Bogotá con Bucaramanga. A mediados de los años cincuenta del siglo XX fue la estación del tren de oriente. Hoy es el centro comercial de las provincias de Vélez, Cimitarra y Ricaurte en Boyacá.
[2] Es el caserío que está en la vereda del mismo nombre en Puente Nacional y a la que arribaban los gringos, los políticos y turistas que llegaban para el hotel Agua Blanca de la misma red vial.
[3] Fue un caserío que alcanzó a tener hospital, pensiones, almacenes, boticas, famas, templo, Inspección y base para la Policía. Forma parte de Puente Nacional
[4] El balay es un piquete envuelto en hojas de plátano protegido con un paño puesto en un canasto de caña de castilla. El piquete está compuesto de yuca, papa, arracacha, bore, plátano verde, carne cocinada y asada, una gallina, chirizos y sobrebarriga dorada. Es común aun en Puente nacional y Vélez.
[5] Es una bebida dulce a base de guarapo de caña y arroz
[6] Eran los obreros que trabajaban en los trenes de carga para movilizarla, arrumarla, cargarla y bajarla.
[7] Los conductores eran los empleados bien vestidos con quepis que se encargaban de cobrar los pasajes y recoger los tiquetes.
[8] El maquinista era el empleado que iba en la locomotora controlándola
[9] Eran las personas que ayudaban al maquinista, echaban a la hornilla el carbón o la leña
























































sábado, 8 de septiembre de 2018

Reflejos de una cultura campesina creadora de riqueza

Si dono el diezmo a la Iglesia,

cuánto invierto para la familia y mi vejez?

 

 

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Alfonso González, un campesino, escogía de cada cosecha de maíz, frijol, arracacha y papa, los granos y tubérculos de mayor tamaño que resguardaba en la troja para sembrar en la siguiente cosecha. Fue padre de diez hijos quienes se levantaron sin necesidades alimentarias y fueron buenas personas.

Lorenzo Roso no conoció a los padres, pero se crió en una familia campesina metódica que le  enseñó el arte de trabajar para reservar para el mañana. Acumuló, mas de cincuenta, hectáreas en pastos y fue un campesino con mas cabezas de ganado en la vereda Jarantivá, en Puente Nacional.

Y al igual que Alfonso, fue padre de una decena de hijos, los cuales, también fueron ganaderos doblando, unos, y triplicando otros, la herencia.

   Nacidos en las veredas, Jarantivá, Montes, Urumal, Alto Capilla, regresaron 50 años después a la Escuela donde cursaron la primaria a dar gracias el profesor José Manuel Suarez-de azul, al fondo de pie- por su labor en la década del sesenta del siglo XX.

María de Velandia,  sacaba la mantequilla a la leche para usarla en la cocción y horneada de alimentos, y el suero de la cuajada como alimento para levantar y engordar  cerdos. Fue quien tuvo la tienda mas surtida en Providencia, una de las cuatro estaciones del tren que tuvo Puente Nacional;  y sus hijos, lograron ser profesionales.  

Victoria Ruiz, madre soltera, levantó sus dos hijos haciendo amasijos de maíz, almojábanas, y chucula que vende cada lunes en el marcado de la localidad. Vive sirviendo a quien lo requiera en la vereda. Ya supera los setenta años y deriva el sustento con honor y sudor.  

Clementina Pacheco sacó a la camada de  cuatro hijos amasando mogollas de trigo rellenas de cuajada, cosechando moras y tomate de árbol, y, aunque ya los hijos trazaron sus propios caminos, ella y su esposo Pedro Torres, que ya suman mas de siglo y medio, trabajan y viven felices en la parcela ordeñando  vacas normandas.

Manuel Gómez fue criado por quienes no fueron sus padres en un  runchadero en San Ignacio de Opón. Hoy, tiene mas de dos mil cabezas de ganado y varias fincas.

   Paseo anual de tres familias ganaderas por tierras del medio Magdalena. 2.018.

Giovanni Cruz, nació en la Paz, Santander, y sus padres solo le heredaron el amor por el trabajo; su primer juguete fue un bordón para arrear ganados de un municipio a otro y aprendió a negociar. Hoy tiene cincuenta años y cuenta entre sus activos quinientos vientres que le producen, además de una cría al año, dos mil litros de leche diarios.

Eduardo Garavito, nació en las tablas, pero con el trabajo tesonero y el ahorro e inversión, fue un finquero que fue dueño de las tres mejores fincas del Carare Opón en Santander, hoy con planos pastizales en las vegas del Minero en Cimitarra.

Guillermo Beltrán fue el mayor de una camada de hermanos cuyo padre no les dio el apellido y solo aportó el semen para engendrarlos al natural; debió empezar a trabajar desde niño como mandadero en parcelas, y cuando ya estaba volantón con solo la primaria fue jornalero y andariego hasta que se enroló en la Policía Nacional de Colombia. Por las necesidades padecidas en el hogar y con el empeño de contar con algo propio, empezó ahorrar e invertir en  bovinos y en tierra. Se pensionó a los 40 años, y desde entonces con el mismo método sumó una riqueza con los años representada en centenares de hectáreas y cabezas de ganado que le permiten vender semanalmente 12 novillos gordos cada semana.

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En ellos, hay una constante: pocos alcanzaron a  cursar el tercero primaria. No había mas grados en la escuela de la vereda donde crecieron, pero todos fueron educados en el trabajo, la honradez, la responsabilidad, el amor a la tierra y el anhelo por asegurar, tranquilos, una vejez sin premuras y con recursos en caja para afrontar los achaques de la salud en  el ocaso existencial.

 

Alfonso González sembraba legumbres y granos para alimentar  a los hijos. Lorenzo Roso, ahorraba del jornal diario y lo invertía en un ternero que entregaba al aumento a algún finquero que ganaba su confianza. María de Velandia reservaba el producto de la venta de la mantequilla y fue comprando tierra para que pastasen mas vacas. Victoria Ruiz trabaja  holgadamente para velar por su hijo menor, Down.  Clementina Pacheco vive su vejez con el producto de sus vacas normandas que pastan en fértiles tierras acompañada por su Pedro amor. Manuel Gómez ha engendrado diez hijos en tres uniones maritales y  a cada uno los ha apalancado para que tengan su propia finca. Giovanni Cruz, de arriero de lotes de ganado, es hoy, un prospero comerciante de bovinos con mas de mil hectáreas en sus haberes.  Eduardo Garavito, a quien le mataron una hija para extorsionarlo, abandonó la región de San Ignacio en Santander y en sus ochenta años es un prospero ganadero en el magdalena medio. Guillermo Beltrán tiene en sus haberes fincas ganaderas en tres departamentos y puntos comerciales en una capital del Caribe colombiano.

Todos,  fueron criados en la cultura campesina del ahorro y con la norma: “coma hoy, y guarde para mañana”, “siembre y coseche amando la tierra, ella es generosa y prodiga”. “Invierta en tierra, ella se valoriza todos los años”. “Invierta en ganado, ganado es”. “ De grano en grano, llena el buche la gallina”. “ Pague el diezmo cada año, pero guarde e invierta el triple para mañana”. Todos podemos llegar a ser ricos: “trabajando y ahorrando”. “El que madruga, Dios le ayuda”. “ A Dios rogando y con el mazo dando”. “ La vejez no viene sola, no sea una carga para sus hijos”.

En esta cultura del ahorro campesino que, aun persiste en las veredas y municipios productivos y productores de la provincia de Vélez, Santander, florece la generosidad, la solidaridad,  la ayuda mutua que afloran en cada comunidad, el incremento patrimonial, y un bienestar creciente de las familias reflejado en tranquilidad y felicidad por lo que se hace, a diario, con la tierra y con los frutos de ella.

Pero esta costumbre de ahorrar una parte de la cosecha, ya en semillas o en dinero producto de cada cosecha, también florece en la ciudad entre las personas con origen campesino.

Sin abandonar el credo religioso y la costumbre de dar el diezmo, las personas ahorran, con esfuerzo, un porcentaje mayor para invertir en un lote, el cual, empiezan a construir, en el tiempo, con tantas piezas como miembros hay en la familia, y como si fuese una finca, la parcelan asignando a cada integrante, un habitación en la que se acomodan con la nueva familia, y que abandonan, una vez también logran tener  los ahorros para comprar un lote y empezar a construir la casa propia.

Con los años sumados y a la espalda, usados para observar e identificar la axiología que iluminó a los personajes citados en este ejercicio de escribir haciendo el bien, inferí unos valores que contribuyeron a “crear riqueza familiar” desde la cultura campesina veleña.


Los valores de la cultura campesina veleña.

La sencillez: Son personas sencillas, amables que observaron que las gallinas, de grano en grano, llenan el buche. Los padres fueron solidarios entre si y tienen un solo bolsillo y no cada quien con su baúl. Y los hijos, se ayudan y apoyan entre hermanos cuando surgen emprendimientos individuales.

La confianza: Los padres  delegaron en el hogar, tareas y funciones a cada hijo. Fue el sendero seguro para convertirlos en personas responsables y seguras de si mismos.  Generaron confianza convocándolos a formar parte de las decisiones que afectaban la unidad familiar. Les  enseñaron  a pescar y no les dieron el pescado. Al dar el pescado, hay cena para un día. Enseñándoles a pescar, tienen cena todos los días.

La paciencia: Es el arte de darle tiempo a las ilusiones. Son los peldaños que hay trepar para alcanzar la meta. Las esmeraldas como los diamantes se acrisolan con los siglos. La riqueza se amasa con el ahorro programado, la inversión en activos productivos o en finca raíz, y con  el control de los gastos. La paciencia es darle al tiempo, tiempo. Hoy que todo corre vertiginosamente, las personas crecen en años, pero quieren conseguir dinero fácil para escalar en la vida social, sin importar los medios y el cómo hacerlo, quebrantando los cimientos de la ética y el buen proceder, dando prioridad al bien particular sobre el bien común aceptando con normalidad la corrupción que se  fermenta en los administradores de la cosa publica.

La bondad, la enseñaron con el ejemplo. Los padres que dan sin condiciones aplican la ley del Dar. Y el dar trae consigo el recibir, pues todo lo que sube, baja; y quien es bondadoso con los demás, recibe igual o mas, pues la bondad es el espejo de la ley de la compensación. Padres bondadosos forman hijos bondadosos.

La legalidad, son personas rectas, confiables; serias en los negocios. Para ellos, la palabra es una escritura. No toleran la mala fe en las personas. No admiran a quienes se enriquecen en poco tiempo en dudosos negocios. Son referentes de una cultura de la legalidad.

El cariño, lo expresan con los miembros de la familia; con los amigos y conocidos. valoran la amistad y son solidarios con los conocidos. Son personas que gozan de una alta autoestima y muestran orgullo, sin rayar en la jactancia. Se aman a si mismos.

La familia. Los veleños están atados a sus  antepasados y guardan con espero los recuerdos de sus ancestros. Las familias se reúnen con frecuencia y comparten ocasionalmente entre hermanos, tíos y primos.

Amor a la tierrita. Los veleños añoran los parajes y el terruño donde nacieron y crecieron. Y quienes viajaron a lejanas tierras para colonizar o hacer emprendimientos, regresan ocasionalmente a la vereda,  y tienen como costumbre visitar a los conocidos; jugar tejo, jugar a los gallos, montar a caballo y hacer el paseo de olla a la quebrada; sin faltar, a las ferias y fiestas navideñas de la población donde fueron bautizados.

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En el hogar y en la escuela se forjan los valores que mantienen viva la cultura campesina. Y los campesinos, en su mayoría marginados en Colombia, trabajan con dignidad para tener el pan en la mesa y no dependen de las migajas del Estado, pero si requieren vías de acceso para comercializar y asistencia técnica para mejorar y producir mas llevando al mercado productos frescos y naturales.



Puente Nacional, vereda Jarantivá, Posada Ecoturística La Margarita, junio 12 de 2018.

Nauro Torres Quintero

Esp. Alta Gerencia. UIS. Lic. en Filosofía y Letras. USTA. Colombia.

 

 

viernes, 6 de julio de 2018

Venerada prepago


Siendo bebé merecía todas las consideraciones, pero quien la engendró, nunca apareció. Siendo niña tenía una mirada expectante y triste. Debió estudiar el bachillerato  rebuscándose la vida. Su desarrollo físico y psicológico la fue convirtiendo en una sensual y bonita adolescente: Con  1,75 metros de estatura, armoniosamente proporcionada, con una cabellera café que escondía delicadamente el dorso dominado por tiernos y voluptuosos volcanes, copos de algodón en el alba,  se miraban disimuladamente escondidos bajo blusa de seda verde esmeralda. 

Unía su tronco una cintura de  hormiga que caía perfecta en la masa pélvica, imposible de no contemplar. De ella, colgaban dos juveniles y simétricos vástagos torneados, adornados por llamativas rodillas que coronaban sus piernas congruentes en un todo perfecto, despertando admiración de los géneros, que a su paso encontraba, ya en la calle, ya en el colegio, ya en los hoteles, o el templo, al que aprendió a ir, desde niña, cada domingo a ofrendar sus alegrías y sus dolores al Cristo ahumado que luce esperanzado sobre las almas en pena postradas al madero que está al lado izquierdo de la entrada a la Capilla de piedra que sobresale en el jardín artificial que cubre los restos de los lugareños que se fundieron con la tierra en la ladera del cementerio del “rincón querido de mi tierra santandereana”, San Gil, Santander, Colombia.

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Nació en invierno, en una negra noche de tempestades. Fue recibida por la comadrona que se apiadó del sufrimiento de una joven de nombre Sofía, que se enteró, sería madre, una noche sin luna cuando se bañaba a platonadas en el lavadero del inquilinato donde su progenitora rentaba una pieza, igual que  otras geishas que vivían con  sus hijos, y encontró inflada su juvenil barriga.  

Sofía era hija de Catalina, otra joven mujer, que siendo volantona, llegó a Santa Rosa de Simití, desplazada con sus padres, desde la serranía de San Lucas, por las acciones militares del grupo alzado en armas en el que militaron dos curas convencidos que tomando las armas, liberarían a los pobres de los yugos que imponen los que acaparan las fértiles tierras o se lucran con coimas y saquean las arcas publicas ostentando el poder político y económico que  han concedido las sumas de votos que los mismos necesitados han intercambiado por tejas y mercados en las elecciones. 


Las penurias y el hambre, el medio y el ruido  propio de un puerto seco, sumado al anhelo de ropa y vestido, perfumes y alhajas, con el maltrato y  deseo carnal del padre, mas el silencio consentido de la madre, empujaron a Catalina a experimentar  intercambiando besos por regalos, caricias por monedas, sudor mal oliente de mineros borrachos que pagaban el triple de billetes de veinte mil, por un par de horas con una ingenua joven que simplemente buscaba colmar sus necesidades de vestuario y comida, como otras tantas chicas del creciente pueblo de colonos y mineros de origen diverso de las montañas colombianas.


Como cualquier trabajo, Catalina intercambiaba sucios billetes de manos de  hombres mayores, que cada fin de semana, bajaban al pueblo a vender, ya sea gramos de oro o kilos de cocaína, por caricias fingidas de una fresca mujer que solo buscaba trabajar para vestirse y participar algunos billetes a su sumisa madre que usualmente lloraba, sola y en silencio, mientras hacia malabares para poner en la mesa un plato de sopa a los ocho hermanos que habían llegado sin gusto y sin anhelo a construir un camino de espinas y piedras, sin guía y sin brújula buscando amaneceres,  sin hambre, sin sed y sin abrigo.


Transcurrió una sarta de meses, durmiendo de día y trasnochando de noche buscando billetes entre canciones y trago, bocanadas de humo y olor a marihuana, entre sabanas con olor a orín,  y queso rancio.

Resultó embarazada de un paisa que llegó del Bagre y la frecuentó pagando con generosidad el trabajo realizado, hasta cuando se enteró que uno de sus espermatozoides, había ganado la carrera por las intimidades de la desplazada campesina que había creído encontrar al macho que le ofrecería, además de caricias y atenciones, techo, amor  y hogar.


Del paisa se supo que anocheció y no amaneció, pues no regresó unas semanas después  de un mes de abril pasado por agua, dejando a Catalina nadando en llanto entre canciones que emulan las tristes historias de las abandonadas que narran que el tiempo y la distancia, son el remedio para olvidar a los ingratos que se jactan contando los hímenes rotos de niñas ingenuas que por unos billetes,  por un celular o una pinta barata, entregan la virginidad a varones que olvidan que nacieron de hembras y tienen hermanas, que, al igual que ellas, están en el baile de la vida sobre la ruleta de la compensación.


Catalina, como cualquier mujer; vergüenza, tristeza y dolor la embargaron, abandonando a Santa Rosa de Simití en una chalupa colmada de colonos  coqueros, pasajeros ocasionales sobre las aguas del gran río Colombiano hasta el puerto petrolero del país. 

Luego de dos horas cuidando la bolsa y perdiendo los pensamientos con las olas que dejaba a su paso la motorizada, arribó a Barrancabermeja entregando la carga en el puerto al delegado que continuaría con la ruta del polvo blanco que iba rumbo a puerto colombiano. El puerto bermejo es otro terminal en el que los pasajeros se esfuman tras sus intereses. La mujer con pocos meses de embarazo, arribó a la ciudad un poco mareada, malestar que superó con una fría limonada  restableciendo los ánimos para continuar la ruta trazada por la flota Cotransmagdalena hasta la bonita ciudad de los parques.


A Bucaramanga arribó al parque Centenario, en ese entonces, existía allí el terminal de transporte terrestre, y en sus calles y carreras aledañas, en las noches, bombillos rojos señalaban “la zona de tolerancia”. Y en ella,  abundaban, bares, pensiones baratas y casas de citas. A una de ellas, arribó Catalina buscando a una colega que meses antes había tomado la delantera a probar suerte en la capital del departamento de Santander.


Ellas, marcadas con la indiferencia y el desprecio social, actúan unidas y  solidarias entre sí. María Magdalena, la amiga, recibió a Catalina ofreciéndole espacio en la habitación del inquilinato que esconde madres abandonadas con niños pequeños que dejaban durmiendo mientras en las noches  salen, cual lechuzas, a buscar clientes; ya en el San Andresito, en las calles, o en un bar.  Difícil trabajo que  debió ejercer en una casa de citas para obtener ingresos y subsistir en la selva de cemento en la que los habitantes viven a las carreras, angustiados y hambrientos de pasajero afecto.


Las trabajadoras sexuales, es un gremio unido, y entre ellas, actúan como una hermandad para defenderse, ya del policía que las maltrata, las persigue y explota; ya del coyote, ya del depravado, ya de los que intentan volarse sin pagar el servicio, ya de los dueños de inquilinatos.  

Varias mujeres hicieron un baby shower  para apoyar a Catalina, que un par de semanas después, hizo trabajo de parto, acompañada por una comadrona que ocasionalmente acudía al trabajo más viejo del mundo para ayudarse cubriendo los gastos. 

La parturienta, ingiriendo aguas y recibiendo sabandijas, dos días de trabajo de parto realizó, y con dificultades, una niña parió que fue recibida con alborozo por María Magdalena y otras compañeras de oficio que estuvieron pendientes de la recién llegada del Sur de Bolívar; pero por causas no determinadas, Catalina murió. Dijeron algunas que una infección la mató. Otras arguyeron que el paisa, un maleficio le mandó para que no pariera a una criatura  que él, no deseó. 


La nieta de Sofía, huérfana quedó. Ni abuelos, ni tíos, ni el taita apareció a reclamar a la tierna niña, hija de minero que había partido sin huellas en la arena de la playa del gran río Magdalena. 

María Magdalena, fue una guerrera buscando el sustento para su hijo,  con llanto y dolor, soñando con una hija, insistió e insistió hasta lograr quedarse con  la naciente muñeca que empezó a criar con empeño y esfuerzo, y luego registró con su apellido en la ciudad de los parques. 

Cleopatra fue el nombre que le colgaron cuando la sumergieron en el río Girón en manos de un pastor evangélico, pues ningún cura católico le prodigó la bendición, por señalar a María Magdalena una pecadora, y a Cleopatra, hija del pecado.


La madre putativa triplicó la jornada de trabajo, ya en el inquilinato, ya haciendo aseos en el transcurso del día, ya en la casa de citas en horas nocturnas, y con ahorros y esfuerzos llevó a la mesa el sustento y a los cuerpos de los niños, el vestido, y a sus espíritus, el afecto de una madre que hacia todo y de todo para que los hijos no sufrieran las necesidades en las que ella, creció.


El compartir posada con otras familias, cada una en una pieza, compartiendo cocina, lavadero, patio de ropas y baño, es como poner comida a perros y a gatos. Levantar niños sin presencia del padre, generalmente encerrados en la pieza y algunas veces dejándolos jugar en el solar, con las comidas cuando había, es como levantar hienas  sin llevarlas al campo. Los niños incomodan a los otros inquilinos y el dueño o subarrendador de la casona, encuentra escusas para presionar a la madre, por los daños que causan los niños, para lograr recompensas sexuales, bajo la amenaza de no arrendar más la habitación.


Fernando y Cleopatra, desde los dos años, pasaban el día en un hogar del bienestar familiar en una casa del barrio en la que otra joven señora, convenio tenía para acoger varios niños mientras las madres trabajaban. Con limitaciones económicas, fueron al preescolar, luego a la escuela pública, espacios en los que los los medios hermanos socializaban con personitas de su edad. 

María Magdalena, junto con otras mujeres fueron reclutadas para laborar en otra ciudad en el mismo oficio en una casa conocida en San Gil como  “de la perdiz”.


María Magdalena y algunas colegas junto con otras familias que viven del rebusque en la plaza de mercado de la ciudad, fueron vinculados a una organización por un joven sindicalista vendedor de especias, quien en reuniones semanales y un plan de ahorro personal impulsó, logrando, entre todos, reunir un capital en la asociación de vivienda José Antonio Galán en honor al comunero que prestando servicio militar al servicio del rey de España en el fuerte de Cartagena, deserta para unirse a la causa de los comuneros en 1781 a un grupo de charaleños que se sumaron al ejercito en el municipio de Güepsa, Santander para marchar hacia Santa fe, derrotando, sin un tiro, a los españoles en Puente Real, cruce del Saravita en que por siglos la etnia muisca intercambiaba la sal y los granos de tierra fría con las mantas de algodón y legumbres de tierra caliente con la etnia guane. Fue lugar en que los españoles mejoraron la tarabita indígena y colocaron un puesto de recaudo de impuestos por el uso del camino indígena que fue apropiado por el Rey para convertirlo en el camino real por el que se transitaba la mercancía que llegó posteriormente por el río Magdalena hasta Barrancabermeja, y de allí, en recuas de mulas, fue transportada trepando las cordilleras oriental y central hasta lo que fue posteriormente la capital del virreinato.  


La asociación, mediante contrato privado de compraventa, compraron un predio rural, distante del casco urbano, un kilómetro en línea recta. Primero, por una servidumbre peatonal, todos los fines de semana y festivos, los asociados empezaron un trabajo comunal, que a la par de la apertura de la vía carreteable,  trazaron cuatro manzanas, se asignaron los lotes y con jornadas de mano prestada y un subsidio de vivienda, mas de cien familias que vivían en arriendo, lograron construir una casa con muros en bloque y techo en teja de barro con tres habitaciones dos baños y un pequeño solar, gracias a que el dueño de la tierra facilitó el pago sin intereses, convirtiéndose, en el tiempo, en la ciudadela José Antonio Galán con una área construida cuatro veces mayor al empezar la urbanización.


Fernando, al igual que Cleopatra, acudieron a la escuela; ya  jóvenes,  asistían regularmente al colegio público, y en la jornada contraria, él, hacia mandados en la tienda del barrio, y  a una que otra casquivana de la carrera once de la localidad. 

Cleopatra, mientras tanto, jugaba con muñecas de trapo o plástico que una caritativa señora con iguales necesidades, recogía en las noches entre la basura, siendo barrendera, guardiana sin futuro, una organización creada por una joven mujer que llegó a la ciudad desde una vereda de Charalá, y con empeño y tesón, un grupo de mujeres conformó para hacer el barrido y recolección de las basuras que los pobladores producen cada día, sin medida y clasificación. 

Fue reconocida la labor de esa flor del campo, que con apoyo de un militar que, orgulloso, contaba haber dado fin a Pablo Escobar; se hizo político y gobernador, y a ella, con nombre de cumplido, directora de la CAS, convirtió. Con tan mala suerte que pasados unos años en la cárcel terminó sindicada por peculado por apropiación y falsificación de documento privado sobre un contrato de arborización que se hizo a medias en tierras bermejas, cuyo ejecutante fue la misma organización de mujeres sin futuro que ella creó.


Fernando Y Cleopatra, a leer y escribir aprendieron en la escuela Pedro Fermín de Vargas, nombre de la institución en honor al ilustre sangileño, aventajado  alumno de José Celestino Mutis, primer economista de La Nueva Granada, en su tiempo; amigo personal de Antonio Nariño, miembro de la la gesta independentista latinoamericana.


Mientras María Magdalena habría las piernas y doblaba el espinazo buscando el sustento diario, los hijos crecieron entre bares y casas de citas, ollas de bazuco y escondites de cosas hurtadas; pero como toda madre que ama a sus hijos, siempre desea lo mejor para ellos, y que su misma vida de necesidades y limitaciones, no se repita en ellos, yendo al colegio para no repetir la historia de los abuelos.


Con notas cercanas a la media y registro de numerosas inasistencias a clase, los chinos los matricularon en un joven publico colegio con nombre de otro sangileño que se distinguió porque fue gobernador y alcalde, cafetero y medico. 

La media básica cursaron a troncas y a mochas con ayuda y apoyo de maestros mostradores de afecto que registraban sin prisa y sin dudas las ausencias de los hermanos en días u horas diferentes, a solicitud de la acudiente que en el registro de la institución no era María Magdalena.


Asumiendo el significado del nombre, Fernando siempre mostró perspicacia y audacia, ya en el jardín callejero de la carrera 20, ya en las calles que terminan en el río, ya en las riveras del mismo en las que junto con otros niños se sumergían en las sucias aguas, cloaca de la ciudad buscando pulseras de oro, monedas o metales para vender y para comprar chancletas de plástico o una pantaloneta, o poder disfrutar un helado casero de coco.

 Así como le crecieron los pies y el cuerpo se alargó mostrando débiles bellos, crecieron sus necesidades de Fernando. Fue utilizado como mensajero para hacer entregas personales a un dueño de una olla con fondo, cada vez mayor, que expendía vicio entre los usuales clientes de la carrera once que discurre paralela al río Fonce  atravesando el parque El Gallineral, tranquilo y lento, para precipitarse encajonado por los riscos que alguna vez fueron los pies de la villa de San Gil y la Nueva Baeza.

Fernando, con esfuerzos logró terminar el bachillerato mientras hacia mandados los fines de semana a algunos tenderos de la plaza de mercado de la ciudad. Nadando contra la corriente de quienes crecen en calles del infortunio e inquilinatos. El muchacho se ganó la confianza de una  verdulera  con puesto fijo en el mercado cubierto, y con trabajo y tesón, ahorro y empeño, logró montar su propio puesto  en la galería, y con el fruto de su trabajo, un hogar formó en casa propia de una ciudad blanca que algún tiempo fue bañada por polvo gris que pululaba en el aire contaminado de una cementera que fue rodeada con los años por viviendas de los obreros que alguna vez trabajaron en la fabrica que por muchos años fue bandera del desarrollo empresarial de la Perla del Fonce.

El hado maligno al circulo vicioso de sus antepasados a Cleopatra metió. La putativa madre la prostitución nunca dejó, y a la niña, estudiando, convirtió en prepago.

Regularmente a clase asistía, y cuando hambre tenía, Cleopatra plata pedía al profesor de español, quien conociendo su historia, para las onces. dinero daba a la estudiante que el grado octavo cursó.

Usuales eran los permisos que María Magdalena pedía en la coordinación para llevar a Cleopatra al hospital a un tratamiento en el que, supuestamente estaba para superar los trastornos y desmayos.

Un jueves del sexto mes del calendario escolar, Cleopatra abandonó  el aula sobre las nueve de la mañana con el permiso gestionado por la acudiente. Pero ese jueves la estudiante no regresó al colegio.

El noticiero radial del medio día anuncio un extra: Una joven mujer había muerto en un accidente de transito en la carretera central que une a San Gil con la primera entrada a Pinchote viniendo de El Socorro. 
  
La necropsia reveló que la joven, de unos quince años, había muerto al impactar su cabeza con una piedra. La crónica roja del vespertino “Qu´hubo” contó que la occisa había muerto al volar por el aire desde una moto en la que iba como parrillera con un  domiciliario al caer la rueda delantera del velocípedo en un hueco en el pavimento en la curva que cae a la quebrada en la que años después se hace torrentismo en el municipio donde bautizaron a la patriota Antonia Santos.

La fuerza estática de la motocicleta lanzó a la parrillera  a la vera de la carretera mientras ella contestaba una llamada celular. Posteriormente el moto-domiciliario contó que cumplía un servicio para trasladar a Cleopatra desde el sector de Fátima de la ciudad a unos amoblados que por unos años hubo cerca al acceso de entrada a la Granja el Cucharo que a finales del siglo XX fue zona de entrenamiento agrícola y pecuario para campesinos sin tierra que recibieron parcelas en la década del setenta  en el municipio en el que fue bautizada la guerrillera de Coromoro. 
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Agraciada y bien hablada, mas amigos que amigas, Cleopatra aprendió de su putativa madre, quien en las tardes vendía chance, a pronosticar el numero en el que caería la lotería que jugaba ese día y que los compradores de fortuna, creían que iba a caer en el numero que supersticiosamente la vendedora recomendaba para salir, sin esfuerzos, de las necesidades que acosan a los apostadores que creen que la riqueza no se amasa con trabajo y ahorro, sino que se logra atinando a un numero que cada semana una maquina determina al poseedor del boleto que por arte de magia los convierte en poseedores sin necesidades materiales, o en propietarios de unos billetes con los que sufragan las deudas por mercado en la tienda de la cuadra en la que pasan los días entre las luchas permanentes por el dinero para el diario vivir.


Por imitación, ropa y un celular, la joven Cleopatra con otras tantas niñas de la misma edad fueron convertidas en prepago que una vendedora de obleas en el parque La Libertad, vendía el servicio sexual a extranjeros y adultos, que ante los demás, eran reconocidos como personas “de bien”.


La trágica muerte de la adolescente conmovió a la ciudad. Motociclistas, taxistas, estudiantes y curiosos atiborraron la funeraria donde velaron por dos días los restos mortales de la estudiante con nombre de reina griega. Clientes, amigos o admiradores sin identificar, con  un grupo de vallenato y un mariachis acompañaron el cortejo fúnebre hasta el cementerio en donde la despidieron cual diva convertida dias despues en amuleto de la suerte.

La tumba de Cleopatra permanece con flores y es visitada todos lo días, -en especial, los lunes-  por quienes juegan al chance o compran lotería convencidos que otra vez el alma joven de la adolescente indicará el numero que esa noche los puede proveer del dinero para pagar deudas, comprar algún electrodoméstico, pagar las  polas de fin de semana, o tener efectivo para el mercado de la semana por comenzar.


Puente Nacional, Posada Eco turística La Margarita, junio 11 de 2018.


























El parasitismo del plagio intelectual

  El apropiarse de los méritos de otro u otros, el copiar y usar palabras e ideas de otros y sustentarlas o escribirlas como propias y usa...