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viernes, 19 de abril de 2019

El camino real a Vélez, Puente Nacional, Raquira, Chiquinquirá, Nemocón, Zipaquirá, Bogotá





El camino real de la sal, la miel y las ollas





Los indígenas muiscas del altiplano cundiboyacense  que extendieron su reino hasta Chipatá y Guepsa,  mantuvieron un intercambio comercial permanente  con las etnias, Caribes, Yareguies y Guanes, pobladores de Santander. Un lugar del intercambio denominado Sorocotá, estuvo en el valle donde estuvo la canasta, –hoy Boca Puente en Puente Nacional-. Se movían por “El camino de la sal” que unía a Zipaquirá-Nemocón- Chiquinquirá con las montañas del  Carare en la hoy reconocida provincia del bocadillo  el torbellino y la guabina y los territorios hoy identificadas como  Guanentino y comunero. “El camino de la miel” unió a Moniquirá con Santa Sofia y Leiva. Y el “Camino de las ollas” conectó a Puente Real con Ráquira y La Candelaria. Estos caminos  hermanaron a Santander, Boyacá y Cundinamarca.


La primera misa en los Andes americanos


El español Gonzalo Jiménez de Quesada, luego de navegar por  el río Magdalena procedente de Santa Marta, desde el 5 de abril de 1.536 con la intención de llegar a Perú en búsqueda de  “el dorado” con una flotilla de 6 naves y 800 hombres, de los cuales 670 avanzaban por tierra bajo el mando del español, trepó  río arriba  por la desembocadura del  Opón y entre pantanos, selva oscura y lluvia  por sendas y caminos inhóspitos, llegó a  un altiplano  que llamaron de “Las Gritas”, y en él, encontraron unas chozas en la falda de  Agatá, lugar sagrado para los indígenas Agataes.

 Era el 15 de enero  de 1.537, y en el lugar,  Fray Domingo de Las Casas, O.P.,  celebró, por primera vez,  una misa en los Andes americanos en tierras  de los  agataes, hoy, municipio de Chipatá en Santander, Colombia. 

Por información recogida con los indígenas Opones, el mayor de seis hijos de un abogado nacido en indeterminado lugar de Córdoba o Granada en España, en vez de continuar  el camino a Perú, tomó luego el camino de la sal por la codicia del oro, metal que supuestamente, tenían los indígenas del altiplano de la Nueva Granada.

La travesía por el río grande y el  Opón y la penetración por las selvas de la región del Carare y el Opón y el recibimiento belicoso que por siempre dieron la etnia Yareguie a los españoles y  a los colonos hasta 1.918, diezmaron al ejercito español arribando con 166 soldados al fundar Vélez.

Fundación de Vélez


El ejercito, del que formaron parte los capitanes Martín Galeano y Gonzalo Suárez Rendón, reanudaron  el camino coronando la cresta de la cordillera oriental apareciendo  en parajes nutridos por guayabales en Ubasá, lugar pintoresco en una ladera con clima de 19 grados. El sitio en donde acamparon fue del agrado de la expedición, y en común acuerdo  de los tres españoles, el genovés fundó  a Velez el 14 de julio de 1.539 en honor a la ciudad homónima en Málaga, España; nombre propuesto por Martín Galeano, extirpador del cacique Agatá, quien le había dado información de unas minas de oro en los valles del sapó.

Martín Galeano y su séquito de conquistadores,  días después, fundó a Cite en mayo del mismo año y retomó “el camino indígena de la sal,  y las ollas” que, desde la etnia los yareguies trepaba a dominios de los muiscas pasando por Sorocotá, y atravesaban el río Saravita; unos a pie y otros a caballo, el corcel montado por el capitán Gonzalo Suárez Rendón, terminó ahogado en las aguas del río que nace en la laguna de Fúquene. Razón emocional que motivó al jinete español a rebautizar el río, borrando el nombre indígena, Saravita, por el  del río Suárez.


El río Sarabita lo rebautizan con el nombre del jinete
que perdió el caballo que terminó ahogado en él.


La etnia Yareguie compuesta por los Opones, Agataes, Arayaes y Carares dominaron la cordillera oriental entre los ríos Carare y Saravita. Cuenta el sacerdote Isaias Ardila en su libro “Los Guanes” que la  etnia Guane pobló  desde Guepsa hasta el Páramo de Berlin y su expansión alcanzó regiones de Antioquia por lares del Magdalena.


La razón del nombre, Caminos reales.

Los Yareguies,  tenían sus trochas para movilizarse y hacer intercambio de productos. Igual los Guanes. Estas trochas fueron usadas por los españoles para adentrarse en la Nueva Granada buscando  oro y arrasando con quienes se opusieran a sus ambiciones; y posteriormente fueron los hispanos, sumados los criollos, mejoraron las caminos que empezaron a llamarse desde la época de la colonia  “Caminos reales” por pertenecer a la  corona española para suscitar el comercio usando el río Magdalena y el puerto de Santa Marta a Europa.

El camino de la sal y de las ollas

El camino indígena de la sal conectaba las etnias Guanes, yareguies y muiscas en  la vega del río  Saravita que se  descolgaba  encajonado, y sobre él, hubo una tarabita. Luego de una pendiente se arriba a una planicie. En tierras de la señora veleña Catarina Saavedra y e Zurita, decidieron fundar un poblado cediendo un lote para construir un templo en el mismo lugar que esta el actual. Bajo la promoción del señor Francisco Beltrán Pinzón  puso en venta lotes alrededor surgiendo el poblado como iniciativa privada, bautizado luego   como “Puente real de Vélez” cuando en 1.555 los españoles construyeron un puente para facilitar el comercio entre Vélez, Tunja y santa Fé. 

El camino empezaba su ascenso perpendicular en la tarabita sobre el río Saravita, en el sitio conocido hoy como “Boca Puente” en Puente Nacional; atravesaba verticalmente  las veredas Jarantivá y Páramo, atravesada la serranía de Fandiño hasta el desierto de la Candelaria. El camino gateaba ascendiendo paralelo a un arroyo, en el que años después los habitantes de las veredas atravesadas identificaron una bahía que nominaron “lava patas”, por el uso que los católicos le daban para   lavarse los pies antes de calzar las alpargatas para entrar a  misa en el templo de  Santa Barbara, hoy declarado Basílica del Niño Jesús. Luego de ascender a  una leve planada, el camino descansaba perezoso hasta la quebrada que dio origen al nombre de la vereda,  Jarantivá. En este trayecto, desde la década del cuarenta hubo una familia acantonada en el sitio conocido, en ese entonces, como “mate caña”, cuya vivienda fue  bodega de  armas de los conservadores  cuando bajaban al pueblo, ya a misa, ya a mercar.  Las utilizaban para defenderse en las emboscadas de los cachiporros en las riveras de la quebrada Jarantivá.

La carretera enterró los rastros de la historia 
de los caminos reales

Por tierra cascajosa el camino de la sal descendía opresivamente hasta el lecho de la quebrada, sobre la cual, con los años hubo un puente, inicialmente en madera y techo en teja de barro, y actualmente en cemento y hierro. Entre caña brava el camino trepaba perpendicularmente hasta el “salto del burro”. Un mirador  donde se contempla el casco urbano y el valle del río Suárez hasta Barbosa y la ladera que comparte con el municipio con Guavatá. Siguiendo el meneo de las culebras, el camino alcanza una planada en el sitio conocido como Brazuelito para adentrarse, luego, en una cañada escarpada por los años en medio de un bosque de arrayanes y payos, en cuya cúspide hubo un cementerio en la época de la viruela en 1.918. La senda indígena fue atravesada  por la linea férrea del Carare que unió a Bogotá con Barbosa en el paraje conocido como “paso nivel” hasta llegar a la estación Providencia construida en 1930.


En Providencia el camino indígena se bifurca. A la izquierda, hasta alcanzar “el camino de la miel” que iniciaba en Moniquirá hasta Santa Sofía en Boyacá, y continuaba hasta Tunja;  continuaba verticalmente hasta el cruce de los caminos a las veredas: Montes, Muralla y Páramo en el hoy poblado Quebrada Negra. En este mojón veredal, el camino de las ollas se bifurca nuevamente. A la izquierda trepa hasta la veredas: Muralla y Páramo hasta la serranía de Fandiño y desciende a Santa Sofía y Raquirá, epicentro del horneado de  las vasijas de barro y centro artesanal de la Nación. Y a la derecha, el camino  asciende hasta el cerro El Morro para explayarse hasta Peña Blanca bordeándola hasta ascender a Saboyá y continuar la planada a  Chiquinquirá, Zipaquirá, el Puente el Común y Bogotá.

Los caminos reales de la miel, la sal y las ollas, en la década del sesenta y setenta  del siglo XX fueron borrados por la red de carreteras veredales que, al trazarlas, evitaron daños a los finqueros pero acabaron con la reliquia histórica de “Los caminos indígenas y reales en esta parte de la provincia de Vélez.

Mientras en las provincias comunera y guanentina el gobierno departamental esta empeñado en restaurar los caminos reales  trazados y construidos por el alemán Joao Von  Lenguerke. en la provincia de Velez, “el camino del Carare” que intentó unir a Bogotá con el río Magdalena para facilitar el comercio internacional trazado y empezado a construir por Fray Pedro Pardo siendo párroco de Puente Real, solo quedan vestigios entre la población de Flores y la Hermosura en el municipio de Bolívar para bajar a Landazuri.

Y del camino de la sal y de las ollas que hubo en Puente Nacional existen tres cortos   tramos. Uno de unos 400 metros, salvado de los destrozos del buldozer, gracias al inspector de Policía de Providencia que hubo en la década del sesenta del siglo pasado que se empeñó en que la carretera pasara por su finca, hoy conocida por la Eco posada La Margarita. Un segundo, es un trayecto mas largo, conocido como cascajo negro. Empieza a 200 metros de Providencia y corona el primer kilómetro de la carreteable. Este se salvó por tener una pendiente de 60 grados y gozar de dos yacimientos de agua. Igual cantidad de afloramientos de agua hay en el primer tramo, usados en antaño para beber cristalinas aguas. Y un tercero, en Quebrada Negra que es cortado por la carretera. pasa por el lado de la casa de los fundadores y baja hasta el puente existente sobre la misma quebrada Negra.


Los trozos de camino están a la vera de la carretera Providencia-Quebrada Negra-Peña Blanca-Muralla, en el margen izquierdo a 5.500 metros desde la carretera central Chuiquinquirá- Barbosa por la carreteable a estos poblados. Es un sendero enmontado que, con el paso de los siglos se convirtió en vallao; pasa por la casa de Neponuceno Ovalle hasta la tienda la Esperanza. Si bien, esta cercado por los propietarios de los predios lindantes, aun es terreno es del Estado; si hubiese intención gubernamental, es factible restaurarse para mostrar a las actuales y futuras generaciones, un fragmento del “camino real” por el que Transitaron los indígenas Muiscas, luego transitaron Gonzálo Jiménez de Quesada y sus soldados, posteriormente en 1.781 lo hicieron los comuneros ,y en 1.818, el libertador Simón Bolívar que tuvo cita en Puente Real con delegados de las guerrillas de Charalá para detener el avance de los ejércitos españoles que habían entrado por la isla Margarita  Venezuela y trepaban por Pamplona hacia el interior de la Nueva Granada a reforzar las tropas de Barreiro que estaban en Boyacá.


Recuerdos del camino de las ollas 
que unió a  Puente Nacional con Raquira.

Viví mi niñez a la vera del camino real que comunicaba a Puente Nacional en Santander con Sutamarchan, Santa Sofía, Gachantivá y Ráquira en Boyacá. Exactamente a diez kilómetros desde el Templo de Puente Nacional en  la tienda La  Nueva Esperanza, en ese entonces aposento para reinosos. 

Recorrí numerosas veces este trayecto, ya a pie, ya a caballo, o de arriero. Y, desde casa  aprecié a los caminantes: peregrinos, comerciantes, olleros, paperos, ganaderos, aparceros, jornaleros, cafeteros y andariegos.  Sentí, siendo escuelante, la desazón al ver como un bulldozer D4 fue destruyendo los pasos en piedra que tenia el camino indígena, las paredes del camino talladas por el tiempo y las rondas que adornaban sus linderos en los que anidaban los copetones y cucaracheros para sobreponer  una carretera sin conexión con otra vía que facilitase el ingreso de algún automotor.


Las recuas de asnos cargados con  vasijas de arcilla.

Los domingos en la tarde me extasiaba mirando descender, a paso lento pero seguro, las recuas de burros cargados con ollas, ures, chorotes, olletas, pailas y  tiestos en arcilla moldeados a mano y horneados con carbón mineral o leña en veredas de Raquira. Las vasijas protegidas con  paja seca y almacenadas  en mochilas de fique, lucían ataviadas en lomos  de los burros que por su color y descenso parsimonioso se integraban al paisaje formando sombras que se fundían con el ocaso en el espinazo de la cordillera que separa los departamentos de Santander y Boyacá en tierras de Moniquirá.  

Tras cada yunta de asnos caminaba, a igual paso, un varón y una campesina dueñas de la carga  vigilantes de la mercancía que ofrecían  o intercambiaban en la plaza de Puente Nacional con productos agrícolas de tierra caliente. Otras parejas de campesinos junto con sus burros cargados de arveja, frijol, cebolla, trigo, maíz, cebada, papa, patatas, ibias, nabos, zanahoria, o  remolacha acompañaban los cortejos que se conocían en la  vereda ,como “los reinosos”.

“Los reinosos" empezaban a descender cada domingo por “el camino de las ollas” por la vereda Jarantivá desde las cuatro de la tarde, y en invierno, la jornada era de un día de camino y se prolongaba hasta las primeras de la noche. Cuando eso ocurría, “los reinosos acampaban en los corredores de las posadas que eran las mismas guaraperías que abundaban a la vera del camino para colmar la sed y el hambre. Ellas como ellos, trabajaban y caminaban al mismo ritmo; pero las mujeres se encargaban, donde les cogiera la noche, de preparar la cena, mientras los arrieros descargaban los burros, les suministraban miel y agua antes de soltarlos en los pequeños encerrados destinados para los mulares para mitigar el hambre, la sed, revolcarse y dormir.

Las posadas y guaraperias en el camino

Conocí las posadas y guaraperías de Rafaela Velandia, Maria de Jesús Torres, Ernestina Gómez, Rodrigo Ovalle, Vidal Gamba,  Zoila Lancheros, Miguel Agustín Torres y Abrahan Ortiz. Las viviendas eran gemelas. Estaban levantadas en adobe, empañetadas con  estiércol, arcilla y arena blanca y pintadas en blanco con cal sin apagar y tenían techo en caña de castilla amarradas con lazos torcidos con paja de cuan, perenne en el tiempo, desde que no se moje, cubiertas en teja de barro. Las viviendas eran cuadradas o rectangulares. Poseían un corredor mirando el camino y al horizonte por el que se accedía a los aposentos, y en mediagua adjunta estaba la cocina  con fogonera sobre barro colmado de ceniza calcificada que resultaba al mezclar con agua caliente y aplicarla a la base y paredes de la hornilla.


En los corredores descansaban los varones y en una pieza, las mujeres. Todos empezaban el día a las tres de la mañana para retomar el camino. Pagaban la posada con legumbres o granos y con cuartillos y centavos pagaban  los guarapos, el masato o el guarrús.


Por el mismo camino transitaban rezagos de una familia  española que tenían fértiles tierras y extensas áreas. Los señores o patrones recorrían el camino montando hermosos corceles,  vestidos con saco y corbata y sombrero blanco de jipa acompañados de sabuesos perros. Y las mujeres, igual, montaban yeguas o caballos mansos ataviados con sillas femeninas en las que las damas montaban acomodadas sentadas de medio lado sobre el espinazo del cabalgar. Usaban  vestidos largos con mangas que protegían y escondían sus humanidades. Cubrían la cabeza con sombreros adornados con plumas y elegantemente protegían el rostro de los rayos del sol con sombrillas.

Los lunes en la madrugada descendían los cultivadores de papa con sus cargas sobre el espinazo de mulas y machos, y el mismo día, al atardecer, regresaban las recuas, cargadas de víveres, yuca, maíz duro, plátano y naranja. Los 2 de febrero, el 16 de julio, el 24 de mayo y el 24 de diciembre tomaban el camino los peregrinos que iban a cumplir “La promesa”, ya a la Virgen del Carmen en Leiva, ya a la Virgen de la Caldelaria en el poblado del mismo nombre, ya quienes iban a confesarse hasta el  convento  El Eccehomo en Santa Sofía.

Los caminos y senderos están recobrando su relevancia por ser senderos campestres cargados de historia y recuerdos. Los citadinos demandan cada vez mas espacios campesinos, y los extranjeros se deleitan recorriendo los senderos. Vendrán épocas en que los alcaldes y gobernadores despertaran interés por restaurar tramos de los caminos como testigos vivientes de la época en el que el desarrollo y comunicación del país, se gestó y comunicó por los caminos.

Florida, Santander, marzo 5 de 2019.









jueves, 8 de noviembre de 2018

JARANTIVAES, AGRADECIDOS Y GENEROSOS


https://www.flickr.com/photos/144935158@N07/albums/72157697445347050

Fue un sábado de marzo. Un 17 de marzo de 2018. Desde ese día y por dos más, se dieron cita en la escuela donde cursaron la primaria. Hacía medio siglo no se veian. Cada uno, habia recorrido su propio sendero, y en ellos, pocos se habian encontrado en el camino. Al encontrarse a las punto ocho de la mañana en la Ecoposada La Margarita, en la misma vereda donde estudiaron, se percataron que faltaron cinco del grupo que recibio el certificado de calificaciones con las notas del grado 5o. de primaria EN 1966.
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Los ausentes tambien habian  hilvanado su propia senda, y por mas que todos anhelaron verles en el encuentro, no acudirían. Habían muerto víctimas del cancer. Pero esa ausencia eterna, habia aflorado en cada uno de los presentes los mejores recuerdos nacidos en los caminos, en el aula, o en el recreo en el  patio de la escuela.

Jarantivá es una palabra chibcha que lleva el nombre de la vereda irrigada por la quebrada del mismo nombre que alimenta al rio Saravita como una subcuenca de la se surten 8 acueductos que llevan agua a mas de mil familias en cuatro veredas lindantes. Cuentan los antiguos que esta región calida de Puente Real, vivio el cacique Jarantivá con su comunidad que disfrutaba de un clima variable pues oscila entre los 1.300 metros a los 2.500 metros sobre el nivel del mar, gozando de variedad de climas, cultivos y frutas.

La causa de el encuentro fue la noticia de la existencia del profesor de quinto de primaria que les habia cambiado la forma de ver la vida y de enfrentarla en la juventud.

El profesor había sido detectado en San Gil por uno de los alumnos que habia seguido sus pasos, ya en el proceso formativo como en el ejercicio de la doscencia. Y este alumno se empeño el buscar y contactar a los demas que hicieron el 5o. de primaria. Labor que ejecuto por un año. Y a la vez, fue quien organizó y ejecutó el encuentro de egresados de la escuela de Providencia 1966. Este alumno escribe esta crónica.


José Manuel Suarez, llegó como maestro al cumplir los 18 años nombrado por la Secretaria de Educación de Santander, convirtiendose en el unico varón en el  cuerpo de maestros de Puente Nacional en 1.964. Oriundo de Landazuri, capital cacaotera de Santander, estudió gracias a su empeño por el estudio y por la protección y guia que le brindó un sacerdote salesiano que tenia la misión de facilitar la formacion academica de los niños campesinos a nivel secundario, y a la vez, inducirlos al servcio religioso.

José Manuel, implementó la responsabilidad, la honestidad, la disciplina, la investigación y la cultura fisica como habitos personales en el desempeño en cualquier oficio. Enseñó a los niños a competir en atletismo y basketbool. Cohesionó a las familias de los estudiantes organizando una excursión a las minas de sal en Zipaquirá. Animó bazares para recaudar recursos para abrir la carretera  hasta el casco urbano y construir un templo.

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La influencia de este maestro en sus alumnos fue significativa y notoria. Asi como reconocieron y lo expresaron quienes aceptaron la invitación para reunirse y celebrar la amistad, reconocer el trabajo del docente, y hacer presencia en la región de Jarantivá con entrega de libros y didacticos en tres escuelas.

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Ese sábado el sol madrugó más, y la noche trasnochó llegando mas tarde. Unos provenían de la capital colombiana, otros de la capital santanderean, otros de Puente Real, otros de la puerta de oro de Santander. LLegaron a la Ecoposada, que no conocían con las adecuaciones actuales, y al verse, se identificarón con los abrazos, las sonrisas la euforia y la alegría, pues había transcurrido algo mas de medio siglo sin versen.

El autoreconocimiento generó una sinergía, cuya amistad volvió a aflorar. Y desde entonces, los une un grupo en la red, soñando cada quien en volverse a encontrar en la provincia guanentina para celebrar la vida con alegría y optimismo.

Ecoposada La Margarita, noviembre 08 de 2018.



jueves, 4 de octubre de 2018

FRANCISCO DURAN NARANJO Y SU LEGADO MUSICAL


“Podrán los amaneceres romper el alba,

podrán los atardeceres cubrir el sol,

el viento que abraza el árbol quedarse quieto;

el agua del manantial, no moverse mas;

irán pasando los días tranquilamente

al modo de no tener yo, felicidad;

pero no podré olvidar cuando aquella noche

tu amor me quisiste dar”…. Reza  un fragmento de un pasillo del compositor guanentino que nació el 5 de agosto de 1931 en San Gil, Santander, Colombia, y murió en la misma ciudad el 11 de julio de 2018.


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Solo con el recuerdo de esos TIEMPOS IDOS nos persigue a los dos (https://www.youtube.com/watch?v=p_4r12xjF78)

“Solo el recuerdo de esos “Tiempos idos” nos consume  a los dos.

No se si fue el pecado de quererte tanto  lo que me perdió.

Oh¡ fue tu cruel orgullo, lo que nos separara con un triste adiós.

Así fue que tomamos diferentes rumbos,

y por eso es que hoy,

solo el recuerdo de esos “tiempos idos” nos persigue a los dos”.


Con esta bella  canción el compositor santandereano egresado en 1950 del Colegio Nacional San Josè de Guanentá, de su pueblo natal, le canta a la añoranza y al amor que se esfumó con un triste adiós. Pero en el mismo camino estamos, y el encontrarse con ese amor que el destino esfumó, ocurre. (https://www.youtube.com/watch?v=p_4r12xjF78) “Con tu presencia reviví la vuelta llama del amor. Los dos pudimos compartir toda una vida entre tu y yo. Ya vez que todo terminó, culpable fue el destino cruel porque nunca pensamos que algún día llegara tardío, tal vez…”.

Luego de graduarse bachiller, y por tres años consecutivos estuvo andareguiando por las inclinadas calles de la Perla del Fonce, que en su diario caminar, siempre confluían en el parque la Libertad, y bajo sus ceibas silenciosas y la brisa del río, Francisco compuso los versos de sus primeras canciones en un cuaderno que lo acompañó por varios años en las frías noches de la capital colombiana a la que llegó en 1954 a iniciar estudios musicales en el Conservatorio Nacional de Música.

En el Conservatorio conoció otros jóvenes estudiantes de música con los que departió en grupos musicales en quienes  sus canciones se convirtieron en piezas anheladas en serenatas y presentaciones públicas, sin que Francisco, se diese por enterado de la riqueza musical que venía componiendo como legado en bambucos y pasillos colombianos, y que los Hermanos Martínez, Garzón y Collazos, Jaime Llano González y Ruth Marulanda Salazar difundieron y eternizaron a Pachito Naranjo como se le recuerda en los ámbitos musicales de la capital turística de Santander.

La maestra bugueña del piano, Ruth Marulanda Zalazar, quien fue compañera de pupitre de Pachito Benavides cuenta que el sangileño tenía en su cuaderno varias melodías, y que ella, las convirtió en partituras porque encontró en sus composiciones un pentagrama de cantos al amor y al desamor que con sus melodías, enamora y enalteció el pasillo y el bambuco colombiano.

Francisco Durán Naranjo, nació y vivió para los demás con su música. La soledad fue su fiel compañera, desde joven hasta el ocaso existencial; pero fue ella, la que facilitó su obra musical y sus sencillas y tiernas historias contadas al son del tiple, la guitarra o el piano en melódicas canciones que engolosinan y enamoran.

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“Soñé un amor” así no hubiese  amor. Así reza esta canción:

“Soñé un amor” 

(https://www.youtube.com/watch?v=d_CHb4-UQo8&t=1s)

 Tan grande y tan hermoso que me alegrara este inmenso penar. Así esperé toda una vida ansioso y una mañana cálida y bella lo vi llegar. Soñado amor, perfume de jazmines ven a embriagarme con su néctar sutil para encontrar el consuelo divino… cuenta la letra de esta canción del maestro sangileño que le canta a un amor que llegó una vez y se esfumó con el viento.


Para el sacerdote Gilberto Bautista, amigo del compositor, y quien ofició el funeral, afirmó que Pachito, fue un maestro de la música, de la amistad y la generosidad. De la música porque sus 39 canciones impresas y otras tantas inéditas, forman parte del álbum de la música colombiana. Fue un maestro de la amistad porque fue generoso y constante con quienes fueron sus amigos. Fue un maestro de la generosidad porque vivió para dar, sin mirar a quien. Con sus donaciones y sus clases de música, empoderó a los niños del Hogar Pastorín en su ciudad natal y entregó partituras para todos los instrumentos de la escuela de música que lleva su nombre y que dirige el profesor Fernándo Martínez. Los feligreses de la parroquia de la Virgen del Carmen de San Gil, desde hace mas de un decenio acuden al tañir de las campanas que escogió y seleccionó el donante, el maestro Francisco Duran Naranjo.


TIEMPOS IDOS 

(https://www.youtube.com/watch?v=p_4r12xjF78)

“No se si fue el pecado de quererte tanto lo que me perdió;

o fue tu cruel orgullo el que nos separara con un triste adiós.

Así fue que tomamos diferentes rumbos,

y por eso es que hoy,

solo el recuerdo de esos “tiempos idos” persigue a los dos. (https://www.youtube.com/watch?v=p_4r12xjF78)

Con tu presencia reviví

la vuelta llama del amor.

Los dos pudimos compartir toda una vida entre tu y yo.

Ya vez que todo terminó,

culpable fue el destino cruel

porque nunca pensamos que algún día llegara,

este final,  tal vez…”

Para el joven promesa del órgano, Jonathan Reyes,, quien le conoció desde los seis años y con quien compartió varios años en el ocaso del maestro, éste y su música tiene un “sello especial” que impregna sencillez y deleita el espíritu por su fragilidad y sinceridad en los versos melodiosos.

Fue una persona de proyectos, metas y sueños alcanzados. Sus tiempos vividos fueron intensos y productivos, y hasta el final de sus días, no hubo descanso sin terminar sus acometidos, sin esperar aplausos, ni reconocimientos mas que la satisfacción de saber que sus melodías gozan del aprecio de quienes palpitan con los pasillos y bambucos andinos.

Como cualquier cronista, anduvo con libreta en el bolsillo tomando apuntes, y con ojos de águila y la sensibilidad de un colibrí, plasmó de sus observaciones significativas canciones. He aquí esta usual historia que discurre en cantinas y bares colombianos.

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Se puso a tomar José” 

 ( https://www.youtube.com/watch?v=5N7DOFtla9M)  creyendo que  así podria olvidar siquiera un día a la novia que se le fue. Se puso a tomar José de ver que todo en la vida se va muy pronto y se olvida sin saber cómo? y por qué?.

Cada mañana que paso por la tienda de la esquina esta José en su rutina aligerando su caso, y yo me pongo a pensar, que me pasaría si un día la ilusión de mi vida me empezara a abandonar… Yo, a José, le hallo razón porque es muy negro el destino cuando se va del camino, la dueña del corazón”.

Aunque la soledad fue su compañera, hubo instantes de su vida que surgió el enamoramiento, mas no la constancia de quien fuera la diva de su corazón. Y a diferencia de quienes maltratan y desprecian, Francisco atinaba a componer y cantar al desamor….

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VETE PAL DAIBLO MUJER¡ ( https://www.youtube.com/watch?v=oAiE-krkJ5Q)


“Ya que no me querés y mi corazon ya no es para ti. Que´ le vamos a hacer?. Vete de una vez, no vuelvas po´aquí,  si tu  corazon ya no es para mi.   Mucho yo le implore´ hasta que al final decidí mas bien que es mejor no estar con una mujer que a uno le toque que rogar. 

¡Vete pa´l diablo mujer¡ Ya que no me querés y mi corazon ya no es para ti; que le vamos hacer?  ¡vete de una vez y no vuelvas po´ aquí¡ –“Vete pa´l diablo mujer”-. ¡No vuelvas jamas¡. Llévate todos tus chiros y ya no te quiero ni volverte a ver. ¡Vete¡ que seas muy feliz con el diablo en compañía, y yo, dichosísimo viéndote arder”.

Las notas musicales, los pentagramas, los teclados ocupaban sus tiempos y sus pensamientos, tareas poco comprendidas por algunas mujeres que demandan atención y cuidado, y el enamorado, sin percatarse, de un momento a otro, solo atinó a registrar en una melodía lo ocurrido con otro amor que se esfumó.


ABANDONO ( https://www.youtube.com/watch?v=xXifw_20FDg)

“Se fueron mis esperanzas, volaron cual mariposa inciertas y vagarosas tras una ilusión. Se fueron para muy lejos llevándose la alegría dejando el alma herida sin una llama de amor. Se fueron mis esperanzas, volaron cual mariposa inciertas y vagarosas en busca de otra ilusión. En busca de otro querer mi corazon anhelante seguía siempre adelante por ella dijo que no. Cómo me vuelve de loco y me deja enguayabado el haber estado a tu lado brindándote el corazón. No podré nunca olvidarte, primor de muchacha hermosa tan suave como la rosa y perfume de clavel y de tus recuerdos me pierdo como el día entre la noche oliéndome tu reproche me duele mas tu desdén. Vamos pues tiplecito alejémonos cuanto antes, sigamos como un errante en búsqueda de otro amor. Mi corazon esta herido, no podrá soportar. No hace sino llorar ese fugitivo anhelo”.


Y como todo mortal con las características de un artista, su sensibilidad brotaba en notas, y con ellas, muchas veces quiso preguntarse, sin hallar respuesta, por qué no se ganó la lotería de un amor que le acompañase por años, como a cualquier mortal.


“Porqué te vas ( https://www.youtube.com/watch?v=iq_ouqhA2pE) dulce querer, no me abandones, ya que con tu amor siempre forjé mis ilusiones. Lejos de ti mi corazón muere en silencio y tu desdén es para mí, un buen tormento. Es porque tus labios a mi me entregaron el amor mas dulce que no he de olvidarle. Porque sin tus besos se acaba mi vida y sin tu cariño no podre existir. No me deje solo, ven que yo te espero porque necesito de tu amor vivir”.


Con un lenguaje sencillo narró historias de amores y desamores en la mayoría de las 39 canciones entre pasillos y bambucos que, interpretes amantes y promotores de la música colombiana grabaron en diferentes momentos de los 86 años que vivió el compositor sangileño, inmortalizando su obra musical en el siglo XX y XXI.

La medica Julieta Rueda, el sacerdote Benjamín Pelayo, la interprete Ruth Marulanda, pianista; los jóvenes interpretes, Jonathan Reyes, organista, y Carlos Vasquez Soto, tiplista; y un grupo reducido de amigos, fue su familia en los últimos días de vida; pues los de sangre, siempre estuvieron lejos de su corazón y distantes de su hogar.

Comentó en el funeral, Julieta Rueda que, como diabético, Pacho era irascible, irritable, inquieto, y lo que hacia o pensaba hacer “era para hoy, y, ya”. Murió dejando terminadas las partituras para la escuela de música que lleva su nombre, y que muy seguramente hará temporal la obra de este insigne músico sangieño, quien en vida, recibió  reconocimientos y los honores, tanto de la municipalidad como de la Gobernación de Santander.


Puente Nacional, Ecoposada La Margarita, octubre 04 de 2018.

NAURO TORRES QUINTERO


viernes, 28 de septiembre de 2018

La niña de la capital


Cristina Martínez había nacido en el 20 de Julio, un barrio popular de la capital colombiana en el que veneran al Niño Jesús. Desde los cinco años viajaba a vacaciones  en tren recomendada por su madre a Evaristo Ramírez, el campesino de la vereda Jarantivá en Puente Nacional que, cada semana, en cajas de madera y canastos, transportaba a Bogotá los quesos, las frutas, las aves, las almojamas y las mogollas de trigo que las mujeres producían en la parcela y horneaban con leña en el tradicional horno de adobe.

Bernarda Rojas, la madre, había abandonado la vereda en el mismo tren, siendo una adolescente, luego de comprobar su precoz embarazo y el desamor de quien fue su primer varón que se casó con otra. Por haber sido una niña adoptada por una  campesina que murió virgen, y quien fue esclava de una familia de origen español, recibió la protección de uno de los herederos, quien le ayudó a ingresar a trabajar como aseadora en el distrito capital.

Bernarda creció en la misma vereda. A ella, en cada vacación escolar mandaba a sus hijos a disfrutar el campo y a acompañar a la señorita Ernestina, quien vivía con Dios y la Virgen en una casa de barro a la vera del camino real que unía a Puente Nacional con Fandiño, cerca al ojo de agua en el que los peregrinos y reinosos se proveían de agua para calmar la sed en el pendiente camino que trepaba desde las 1. 400 metros hasta los 2.800 metros sobre el nivel del mar.

A la vereda llegaba Cristina acarreada de dulces y juguetes para los niños de su edad. Y regresaba al barrio con guayabas, pomarrosas, payas, naranjas, amasijos y almojamas para el primer mes de regreso a la escuela que acomodaba con follaje verde en una caja de cartón.
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La citadina niña, la segunda en la familia sin padre, transcurría el tiempo escolar en el sur de Bogotá en  la pieza en la que vivía con su hermana mayor y la madre, y la escuela publica, distante unas tres cuadras. Su mundo estaba limitado por cuatro paredes; pero al llegar cada vacación, ella tornaba feliz cual golondrina al atardecer. Era un viaje al paraíso y a la libertad de la floresta. No importaba la madrugada del lunes para ir a la estación del tren a tomarlo para Santander. Era el viaje a las ventanas de la  curiosidad, la contemplación y libre albedrío.

Pero el retorno al terminar cada vacación, se tornaba gris, triste y quejumbroso. Cristina escuchaba que la locomotora con su pitar también mostraba la tristeza de la partida en cada estación. Entre lagrimas, Cristina veía como el tren avanzaba lentamente dejando a su paso cada poblado permitiendo  que las personas se fueran borrando a la distancia como se borra la vida cuando se muere. Notaba que el humo que salía de la caldera de la maquina movida con carbón mineral, salía del buitrón como si fuesen señas de despedida para nunca mas volver. 

El viaje  en tren hacia la capital colombiana lo disfrutaba, cual golosina. 

Entre Bogotá y la estación Providencia, el tren hacía el recorrido en seis horas, tanto de ida como de regreso. En el regreso, Cristina podía hurtar, por los huecos de las mochilas que protegían los canastos -tejidos en  caña de castilla-, una que otra guayaba, y una que otra pomarrosa que iba comiendo con paciencia y con gusto escondiendo la cabeza entre la ruana de  lana con muñecos que siempre usó en sus viajes a tierra media.

Y como otros niños, el placer estaba en el paladar. Cristina al regresar a casa, además de frutas, amasijos y almojamas, llevaba gajos y semillas de plantas medicinales para el uso familiar. Y como era de la ciudad, disponía de cuartillos y centavos para comprar viandas en las estaciones del tren de oriente.

En la estación del del tren de Robles,  se lambía los dedos comiendo  bocadillo con cuajada. En Garavito se calentaba con café con leche y mantecada. En Chiquinquirá merendaba papas cocidas con picos, –parte de la jeta de  res-. En Lenguazaque probaba morcillas con papas saladas. En Fúquene, pescado asado con papas.  En Nemocón, los dulces de azucar. En Zipaquirá, la fritanga.

El tren trepaba  el límite de Santander por los valles y breñas  tomando la planada boyacense en la estación Garavito, luego de atravesar por segunda vez el río Saravita. 

Como si estuviese cansado, el maquinista del tren se tomaba tiempo para bajarse, tomar aire y degustar un tinto. Y en ese lapso, varias jechas con sombrero negro de alas planas cortas y en  fieltro, delantal negro con pepas blancas que cubría el dorso y las extremidades, ofrecían café con leche acompañado de mantecada, almojábanas o mogollas de trigo rellenas con cuajada. La bebida caliente era portada en chorotes con capacidad de  un litro, -vasija de barro horneada en Ráquira, Boyacá- y eran exhibidos y cargados sobre la cabeza de cada matrona posados en  un cabestro redondo de bejuco que facilitaba la quietud y equilibrio.


Cristina, cada vez que pasaba por esta estación, no perdonaba el café con leche y el pedazo de mantecada. Ingería la vianda mientras contemplaba las mansas aguas del río Suárez que se desplazaban silenciosas entre predios cundinamarqueses y boyacenses para precipitarse, luego, en tierras santandereanas.

Las aguas mansas de Saravita desarrancaban  lodos y tierra ausente de piedras dando un color marrón a las tranquilas aguas que serpenteaban apeándose de las sabanas. 

La citadina niña pensaba que de todas las meriendas que se ofrecían en cada estación del tren, la más abundante, la menos costosa y  fácil de sacar, era el café con leche.  Se extraía del río con el chorote, se calentaba en el fogón de leña, se cargaba en la cabeza y  se ofrecía los pasajeros del tren.

Medio siglo después la niña de la ciudad regresó a recoger sus pasos en la vereda en donde su imaginación tejió el paraíso donde algunas veces estuvo de vacaciones siendo infante. 

El tren  fue borrando de los recuerdos de los viejos al morir. Los politicos de Colombia lo liquidaron por ser un servicio público de transporte para abrir las escotillas a la privatización de este servicio, vital para el desarrollo del país. Los rieles del tren en cada municipio donde estaban extendidos, fueron hurtados y vendidos por los alcaldes que gobernaron a finales de la década del setenta del siglo XX. 

Las locomotoras que arrastraban los vagones de los trenes hoy remolcan vagones con minerales que abundan en el país más concesionado del mundo para henchir las billeteras de las transnacionales. 

Los buitrones de las máquinas de vapor se trasladaron a las  empresas y buses de transporte que contaminan el ambiente en la capital. Los canastos de caña de castilla y bejuco fueron reemplazados por bolsas plásticas que ahogan la vida de los animales y bacterias benéficas para el hombre.  Las viandas solo están en los recuerdos de los ancianos. La industria alimenticia ofrece en el mercado, procesados con sabores artificiales empacados al vacío, que mantienen colgados en cualquier tienda. Los cabestros que usaban las mujeres en el campo para equilibrar los chorotes en la cabeza, no están ni en los museos. Los chorotes de barro de origen chibcha, unos cuantos por su forma y volumen, se exhiben en algunas pinacotecas de municipios del altiplano cundinamarqués. El imponente lago andino de más de 13.000 hectáreas de extensión, menor que el Tiquicaca, otrora venerado y protegido por los indígenas muiscas, lo vienen ahogando los dueños de sus linderos para expandir la ganadería. La vena aorta de la laguna de Fúquene sigue siendo asfixiada por  los agro        químicos, el estiércol de los ganados y las aguas servidas de los poblados adyacentes al río Suárez. La sangre, cual hilo del manantial madre, se seca en verano; y en invierno ya no se parece al café con leche, sino a una masamorra de barrancos, basuras y heces, no apta para el consumo humano, mientras que las rondas que hubo en las márgenes del río sólo existen en óleos de algunos ricos de esas tierras consideradas las más fértiles de los departamentos que las incluyen en los planes de desarrollo cada cuatro años para reforestar, mientras los árboles por sembrar, son tumbados con los serruchos de los gobernantes de turno. 

Para Cristina, fue su último viaje a su Providencia de la infancia. Como maestra de biología decidió regresar al campo en otro municipio cerca a la capital y se dedicó a sembrar cafetos para sacar café especial que ofrecía cada ocho días en hogares de amigos en la ciudad. Tuvo dos hijas que estudiaron ciencias exactas. Una se radicó en Alemania, y la otra, en México para ejercer sus profesiones. A principios del 2.020 viajó a Puebla a acompañar a su hija, docente de la universidad mientras se reponía de un malestar físico y emocional. 

La niña de la ciudad murió en Puebla víctima del Covid-19 sin atención médica por estar de turista y sus restos se perdieron en una bolsa de plástico entre cientos de muertos que aparecieron en las casas y solo recogían días después para depositar en una fosa común en un paraje distante de la ciudad. 

Nauro Torres Q. 
Eco Posada La Margarita, septiembre 22 de 2018.






jueves, 13 de septiembre de 2018

EL TREN DE LOS RECUERDOS



El cien pies me trae recuerdos infantiles. Cada vez que tengo la dicha de encontrarlo en el campo, lo contemplo. Lo admiro por la rapidez que anda serpenteándose.
Hasta los 18 años me extasiaba contemplando desde cualquier loma el desplazamiento de los trenes que desde la puerta de oro de Santander[1] trepaban lentamente en las pendientes por la línea ferrea entre las estaciones, la Capilla[2]-Providencia[3]-Guayabo y Robles.
Entre curvas y rectas, entre lomas, hondonadas y cuestas, potreros y montes, cada tren se desplazaba con el movimiento de un cien patas. Unos con diez, otros con veinte, y una vez, alcancé a contar un tren con treinta vagones repletos de promeseros.
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Estación Zipaquirá. Restaurada.
Brotaba cada tren entre las paredes de las lomas pitando y cubriendo el paisaje con humo blanco que ascendía al cielo fundiéndose con las nubes; y se escondían entre otras ocultando sus cargas.
El tren de palo trepaba en Puente Nacional, a la madrugada, y se descolgaba desde Bogotá, en el ocaso hacia Barbosa. Sobre las cuatro de la mañana, cada día, anunciaba pitando, la partida desde la estación la Capilla, y en menos de tres cuartos de hora, estaba quieto en la estación de Providencia. Era el tren de carga del ferrocarril central.
El tren de carga lo componía una locomotora a vapor, góndolas para carga a granel, vagones con rejas para reses, marranos o bestias; vagones para carga diversa y un coche en el que viajaban los dueños de las cargas. Unas veces las góndolas transportaban arena, cemento, ladrillo o rajón. Y en los vagones se observaba cajas de madera con guayaba, con pomarrosas, bultos de naranja, limones, bultos de yuca, papa y plátano, o carbón.
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Estación Providencia. En este lugar en marzo de 2018, nos reunimos egresados del grado 5o. de primaria de 1966 en compañía de quien fue nuestro maestro, el profesor, José Manuel Suarez.
El nombre de la estación de Providencia tiene tinte religioso. Los mayores cuentan que en honor a la Divina Providencia, un sacerdote franciscano bautizó el lugar por ser el cruce de los caminos reales que unían los centros de peregrinación del Cristo de Guavatá con la Virgen de la Candelaria y la Virgen de Chiquinquirá. Otros recuerdan que Providencia era el nombre de la finca de la cual se escindió el área para la estación del tren, cuya casa principal fue incendiada en 1948 por pertenecer a una familia liberal y en cuyas ruinas, construyeron luego, la capilla, tan amplia como la de Quebrada Negra, pero distante de la estación, que sobresalía entre los potreros de Teodolindo Velandia y la cafetera de Segundo Sáenz, ambos campesinos provenientes de Boyacá de origen conservador que compraron aprecios irrisorios, tierras que fueron de liberales desplazados en 1948.
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Ruinas de la estación Providencia.
La estación Providencia, levantada en piedra amarilla labrada y traída de algún lejano lugar tiene un estilo colonial particular. Fue construida en 1930 y declarado monumento de interés cultural de la índole nacional en 1976; pero hoy, solo quedan las ruinas de lo que fue una estación cómoda con cuatro corredores, sala de espera, bodega para maletas y bodega para carga, servicio de baño y oficina para expedir los tiquetes, sumando los espacios privados para la familia del jefe de estación.
El primer tren diario de pasajeros tenía coches con techo rojizo y paredes en madera pintadas en verde pino; pasaba por la estación Providencia, una hora después del tren de palo; y hacia el mediodía, otro tren de las mismas características llegaba, pero tenía más capacidad de arrastre, más coches y más pasajeros. Los pasajeros que menos podían pagar por el transporte viajaban en los coches cercanos a la locomotora. Tenía sillas de madera y se le reconocían como de tercera. Quienes compraban un tiquete de primera se acomodaban en coches con sillas en cuero acolchonadas. Entre los coches de tercera, segunda y los de primera, iba siempre un coche restaurante en el que se ofrecía un menú para todos los gustos, según los recursos en la cartera. Este coche dotado de mesas y bancas fijas estaba dotado de baño a ambos lados en una de las puertas de entrada al coche. Las mesas tenían círculos hendidos en los que se colocaba la bebida, y las bancas eran para dos personas.
El tren de palo transportaba carga. Por eso se le conocía como el tren de palo, por ser los vagones en palo y rejas en hierro. Y en él, la carga era diversa, según el día de mercado de la población a donde iba la remesa. Reses, legumbres, cacao, café, leña, carbón vegetal, madera, bestias, materiales de construcción, maquinaria, etc. El color de los vagones era gris. Llevaba un vagón de pasajeros para los dueños de las cargas, pero en navidad, aumentaban los vagones para las personas que iban a las romerías a visitar a la Reina de Colombia, la Virgen de Chiquinquirá.
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El tren especial.
Pasaban por las veredas dos trenes en el transcurso del mes de diciembre. El de carga, el de diario y el especial. Se diferenciaban por la potencia de las locomotoras, los colores de los coches y el poder adquisitivo de los pasajeros. El tren común tenía coches color verde y en madera. Y el tren especial tenía techo blanco y paredes rojas con estructura de hierro y lamina, igual al tren turístico que los fines de semana hace el recorrido entre la Estación Nacional en Bogotá hasta Zipaquirá. Este servicio fue conocido hasta finales de la década del setenta del siglo XX como “El tren del sol”.
Los trenes dejaron de circular en 1976, y con su desaparición llegó el abandono de las veredas en Santander, Boyacá y Cundinamarca, aumento la pobreza, el desempleo y la incertidumbre, condenadas varias veredas al ostracismo.
En las décadas del tren, muchos vivíamos de ellos. Todo lo que se producía y se hacía en los hogares, se sacaba a las estaciones y se vendía a los pasajeros. En la Capilla eran famosos los piquetes con gallina o con carne asada. En Providencia, el balay[4], las almojábanas, los cítricos, la chicha, el guarapo y el guarrús[5]. En el Roble, el queso con bocadillo y las cuajadas. En Garavito, las mantecadas y el queso de hoja. En Saboyá las papas saladas con cerdo sudado En la estación de El Límite, las panelitas y las melcochas. En Chiquinquirá, los dulces blancos y rosados, así como los frutos secos y las papas sudadas con buche o tocino. En Ubaté, los quesadillos. En Fuquene, la trucha y el pescado. En Lenguazaque, las papas con jeta. En Nemocón el bofe y las papas saladas con costilla de cerdo. En Zipaquirá la fritanga.
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Los trenes no regresaron porque los buses y los camiones suplieron el servicio de transporte intermunicipal que estaba en quiebra por varias razones: El Estado y su recua de políticos que se convirtieron en los dueños del transporte intermunicipal y nacional. Los pasajeros de segunda y tercera no compraban tiquetes y se hacían pasar como familiares de los freneros, los carboneros, los maquinistas, los conductores o los obreros de la línea.
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Estación Central. Bogota.
Sin el tren, abundó el desempleo en las veredas y municipios por donde estaba la red férrea. Ya no reclutaban campesinos como obreros para la línea férrea, ni para freneros[6], ni para conductores[7], ni para maquinistas[8], ni para ayudantes[9], ni carboneros.



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En el desfile de andas que cada dos años ocurre en Puente Nacional, una familia construye artesanalmente un tren que, con esfuerzo y empeño personal, cargan por las calles acompañados de un equipo de amplificación que los recuerdos del ruido y el pito que hacia el tren en el desplazamiento. Esta imagen fue tomada en junio de 2018.
El desplazamiento a la capital se agudizo y las viviendas empezaron a ser habitadas por el gorgojo, las telarañas y el abandono. Los cultivos de café, caña, yuca y plátano fueron reemplazados por los potreros en los que hoy pastan ganados con una producción deficiente. Murieron las tiendas, restaurantes y pensiones que hubo en cada estación. Y desde entonces lo que se produce en el campo cayó en manos de los intermediarios de las plazas de mercado de los municipios que lograron sobrevivir por el mal llamado progreso. Hoy cincuenta años después seguimos soñando que el tren retornará para no morir en el olvido como las mismas hermosas estaciones construidas imitando a la principal de la capital colombiana.
Posada ecoturística La Margarita.
Puente Nacional, agosto de 2018.
NOTAS ACLARATORIAS




[1] Barbosa es la primera ciudad que se halla en la ruta que une a Bogotá con Bucaramanga. A mediados de los años cincuenta del siglo XX fue la estación del tren de oriente. Hoy es el centro comercial de las provincias de Vélez, Cimitarra y Ricaurte en Boyacá.
[2] Es el caserío que está en la vereda del mismo nombre en Puente Nacional y a la que arribaban los gringos, los políticos y turistas que llegaban para el hotel Agua Blanca de la misma red vial.
[3] Fue un caserío que alcanzó a tener hospital, pensiones, almacenes, boticas, famas, templo, Inspección y base para la Policía. Forma parte de Puente Nacional
[4] El balay es un piquete envuelto en hojas de plátano protegido con un paño puesto en un canasto de caña de castilla. El piquete está compuesto de yuca, papa, arracacha, bore, plátano verde, carne cocinada y asada, una gallina, chirizos y sobrebarriga dorada. Es común aun en Puente nacional y Vélez.
[5] Es una bebida dulce a base de guarapo de caña y arroz
[6] Eran los obreros que trabajaban en los trenes de carga para movilizarla, arrumarla, cargarla y bajarla.
[7] Los conductores eran los empleados bien vestidos con quepis que se encargaban de cobrar los pasajes y recoger los tiquetes.
[8] El maquinista era el empleado que iba en la locomotora controlándola
[9] Eran las personas que ayudaban al maquinista, echaban a la hornilla el carbón o la leña
























































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