Transcurría el día once del mes de las cometas del tercer año de la década de los setenta del siglo XX, procedente de Bucaramanga, capital del departamento de Santander, llegaba a la naciente ciudad, puerto del oriente colombiano a cumplir una cita con la vida que cambiaría el rumbo de mi existencia.
Llegaba, luego de una semana de ensimismamiento y sorpresas propias de un joven que no conocía la capital del departamento llamada hoy, la ciudad bonita de Colombia. Luego de haber llenado todos los requisitos exigidos por la Secretaria de Educación de Santander para posesionarse como maestro de escuela; diligencias que había adelantado en compañía de Marilú Forero, compañera de Normal de Margarita González Gamba, y quien había sido nombrada como maestra en una vereda de Puente Nacional.
Para Marilú, era su primer viaje a una ciudad capital. Yo, era el conocedor, pues había estudiado en la capital de la sal del país, Zipaquirá, cerca al colegio donde había adelantado estudios secundarios, nuestro nobel Gabriel García Márquez y el actual presidente de Colombia, Gustavo Petro Urrego y me defendía en Bogotá como cualquier desempleado que conoce los recónditos lugares, buscando un empleo con ingresos para sobrevivir en la Atenas Suramericana.
La pobreza ayuda a cuidar y tazar las monedas.
Viajamos con Marilú, luego que mi padre, Miguel Agustín Torres Torres y la señora Rita Parra, madre de la compañera de viaje, nos sacaran a la estación del bus, en Puente Nacional, que nos transportaría a Bucaramanga. Y con las recomendaciones de todo padre y madre, nos embarcaron, luego de recomendarnos al chofer y darnos la bendición. Cada uno, llevábamos consigo la maleta campesina santandereana, que no es otra cosa que una caja de cartón, atada con cabuya.
Ya en el bus, uno al lado de otro, poco hablábamos. Estábamos extasiados con los paisajes tan diversos en tonos verdes pintados el laderas y montañas, sin descuidar la cajita que no soltábamos, pues nos habían advertido que no nos bajáramos del bus, ni para orinar, y que ya en la capital, buscáramos un hotel, y ya en él, podíamos desprendernos la caja, soltar el nudo que cada quien había hecho con la guía de cada padre que la colocó como señal para establecer si alguien abría el cartón en nuestra ausencia.
Nos habían informados que las gestiones y procedimientos para la posesión oficial como maestros ocurría en dos días; pero no ocurrió en el ese lapso. Empezamos a tazar el mecato que nos habían empacado en casa, a comer una sola vez en el día, y nos vimos obligados a buscar una posada más barata, así nos tocara compartir cama. Pues si no lo hacíamos, no tendríamos el pasaje de regreso, que nos daría, en el pueblo, el estatus de maestro y nos permitiría ser empleados estatales con posibilidades de trabajar, estudiar, formar una familia, servir y orientar a niños y retirarnos pasados 40 años de servicio docente.
La cita fue en Barbosa, allí habíamos decidido unirnos por la Iglesia católica con la bendición de un amigo sacerdote llamado Mario Pimiento, extinto sacerdote que murió un año después en joven en la casa cural de la parroquia de Barbosa.
Ella, mas hermosa que todos los días, lucía un conjunto de terlenka del color de las mariposas de Mauricio Babilonia, que la hacia ver radiante, expectante y sencillamente bella. No era un traje nuevo. Era el mismo que le había servido para la ceremonia de grado en la primera promoción de bachilleres de 1972 de la Normal Nacional de Señoritas de Puente Nacional.
Yo, no tenía más que ponerme, sino el mismo pantalón y la misma camisa que en la semana ya me había puesto dos veces, pero que había tenido la precaución de lavarlos para la ocasión.
A la misa vespertina asistieron, no más que unas cuantas señoras mayores que acudían diariamente al templo para que el sacerdote no se sintiera solo, y nuestros invitados, que no fueron más que tres. La pareja de padrinos y un testigo familiar que se encargaría de contar lo sucedido y haría creíble el acto sacramental celebrado a escondidas paternales.
Los padrinos los consiguió Margarita. Era una pareja joven como nosotros. Julieta Suarez, la madrina, se había graduado dos años antes en la misma institución educativa. Y fue muy especial para los dos, porque era nuestra confidente y Celestina. A ella, la recuerdo siempre, y hoy doy gracias a Dios por su existencia (q.e.p.d.), pues fue la primera novia oficial del hermano mayor de Margarita, quien se casó luego con una compañera de labores cuando se desempeñaron como maestros en un colegio de Charalá, Santander, y, quien se parece físicamente a la que fue nuestra madrina. De los padrinos, los años los sacaron de nuestras vidas con el olvido.
Ella, Margarita González G. , ya trabajaba como maestra en la escuela de Providencia, y por amor y solidaridad, incurrió en los gastos de la boda, pues yo llevaba un día devengando sueldo sin trabajar aún.
El sacerdote Mario nos dio la bendición. Fuimos invitados por los padrinos a su improvisado apartamento, nos ofrecieron un sencillo entremés y nos dieron el regalo de bodas. Una jarra y sus seis vasos de pasta fueron nuestros primeros haberes, los cuales cuidamos hasta que Cristian, el hijo mayor que se gestó el la Belleza, Santander, propició que los cambiáramos con sus juegos.
Antes, en la boda y luego de la misa estuvimos acompañados de Custodio González Velandia, un hijo de Tobías González, (q.e.p.d.) hermano de mi suegro Darío González Pacheco y primo de Margarita.
Custodio es un personaje en la historia personal y en la historia del tren que trepaba las montañas santandereanas, boyacenses y cundinamarquesas desde Barbosa hasta Bogotá. Desde muy joven, dos de sus hermanos lo vincularon a los ferrocarriles nacionales.
Custodio cuando regresaba a la vereda, cuyos viajes eran frecuentes porque no pagaba tiquetes en el tren, decía que trabajaba en la estación principal en Bogotá como oficinista, hasta que un día, fue descubierto por Guillermo Beltrán, compañero de escuela cuando viajaba colado en el tren que al que se había calichado en una de las curvas ascendentes al cerro Los Andes dormido en la vereda Montes en donde el gusano motorizado se perdía todos los días de nuestras vistas de niños, en las montañas donde se funden los departamentos de Santander con Boyacá. Guillermo Beltrán había encontrado a nuestro testigo trapeando uno de los corredores de la estación de la Sabana.
Así lucia la Estación del tren de Barbosa. Hoy sus ruinas son una vergüenza patrimonial histórica de la Nación.
Custodio González Velándia fue el testigo de nuestra decisión legal de casarnos a escondidas. A él, lo delegamos como representante en la boda de todos los miembros de las familias para que les contase, con el tiempo, lo sucedido. Función que desempeñó a sus alcances. Fue el encargado de enterar a propios y curiosos de la decisión de suavizar a los deudos en esta afrenta familiar.
La cena para celebrar la boda la pagó Custodio. Fue una cena para tres. El restaurante semejaba una caja de cartón colocada paralela al suelo, y cuya tapa superior se habría a voluntad de sus propietarios como ventana para mostrar los productos a ofertar y como espacio para relacionarse con los visitantes. Era un restaurante portátil uní modular fabricado en lámina de hierro, decorado en sus paredes externas con avisos de gaseosas Colombiana, reconocidas como casetas.
Allí, sentados a la vera de una improvisada mesa armada con pedazos de tabla sobrante de aserrío, comimos cualquier cosa, que no fue mas que la comida diaria de estudiantes y trabajadores de los estratos bajos de nuestro hermoso país. Fue al aire libre, en uno de los costados de la avenida principal que era la misma carretera central que une a Bucaramanga con Barbosa. La cena estuvo amenizada con música de grupos regionales e internacionales cuyas notas salían de victrolas ubicadas en casetas similares administradas por familias campesinas que abandonaron sus parcelas huyendo de la violencia partidista probando suerte en la ciudad para poder sobrevivir y educar a los hijos.
Custodio González Velandia nos dio la oportunidad de pasar nuestra primera noche en una quinta. Una quinta a donde llegaban los ejecutivos de los Ferrocarriles Nacionales y que estaba ubicada en la estación última del ferrocarril del oriente, hoy sede del distrito de la Policía Nacional.
Era una quinta muy hermosa, así nos percatamos al otro día cuando la observamos desde lejos al abandonarla. Estaba distante de otras viviendas y llevaba varios años sin uso: Pero allí se había acomodado Custodio para ejercer la vigilancia y el trabajo que hacia como almacenista del moribundo sistema de transporte masivo que hubo en el país del cual hoy nos lamentamos por su perdida.
Nos asignó una pieza adornada de telarañas y poblada de cucarachas. Tenia una ostentosa cama sencilla de estilo francés con terminado en colores del olvido. Con unos tendidos invisibles cubiertos de rosas de todos los colores de la imaginación. Allí pasamos nuestra primera noche como pareja. Y allí intenté por primera vez perder mi virginidad con la novia de niño y la mujer que me acompañaría por 27 años de existencia. Hoy sumaria medio siglo de casorio.
Fue una noche sin cobijas, pero llena de miedos, de intentos, de mucho sudor, de poco sueño y muchas frustraciones personales de parte y parte. Ella, como cualquier santandereana de la época, e hija de una familia campesina, asumió que nada sucedió por su inexperiencia. Y yo, amanecí escondido en la vergüenza por mi incapacidad para transportar a la niña deseada en los últimos seis años, al frenesí que generan las estancias escondidas de la pasión erótica de los humanos enamorados.
EL BUS Y LA PARTIDA, CADA UNO A SU TRABAJO
Y nos tomó el amanecer del domingo con la sensación de una frustración sexual compartida, pero con el gusto de habernos amarrado para siempre.
El desayuno fue frugal, como la noche, y hacia las diez de la mañana del 11 de agosto de 1973, ella, mi primera esposa, me despidió con la tristeza de novia abandonada, mientras yo abordaba el destartalado bus que ocho horas después con un recorrido de saltamontes me votó a mi suerte en el parque de un escondido corregimiento del municipio de Jesús María, que nunca antes supe de su existencia; hoy municipio prospero con nombre de LA BELLEZA rebautizado por el escritor del lugar, Pedro Antonio Mateus Marín como la Suiza de Santander.
Separados trabajamos cuatro meses, y ella, por amor, sacrificó las comodidades de su escuela para irse a trabajar al mismo lugar donde yo inicié mi trabajo permanente como maestro oficial, estando allí 30 meses, al cabo de los cuales, fui trasladado a otra ciudad aplastada en la cresta de una planicie caprichosa que escasean en las arrugas de la cordillera central colombiana. Ciudad conocida como “la ciudad levítica” por ser oriundos de allí, numerosos sacerdotes y religiosas católicas. A Zapatoca llegó ella, un año después trasladada a la escuela urbana, y allí vivimos tres años para radicarnos, luego por siempre en la capital turística de Santander, San Gil.
De esa unión quedaron cuatro hijos, dos varones y dos mujeres. Vivimos 10. 000 días hasta un 13 de noviembre de 2000 cuando el cáncer me la arrancó de mis brazos dejándome en los labios el almíbar de un amor infantil y juvenil que permanece vivo en el baúl de los recuerdos personales y en la vida de cada uno de los retoños que en noches estrelladas fueron el culmen de una pasión que nació en el bosque, se acrisoló en los caminos, se fundió en una una casa de campo, -hoy mi escondite para escribir- y se esfumó físicamente en una cama hospitalaria en la casa que compramos juntos y adaptamos para nuestros sueños. Sus cenizas reposan en la catedral de San Gil y su perfume permanece en cada lugar que compartimos en esta existencia terrenal. Desde entonces, su presencia intangible e invisible se siente protectora en la vida de quienes fuimos sus amores y su razón de ser en sus 48 años.
Finca la Margarita, julio de 2010.
Finca la Margarita, julio de 2010.
NAURO TORRES Q.