La violencia en Colombia no tiene sexo, ni edad, tampoco religión ni compasión. La violencia es como el lobo, dijo el poeta nicaragüense, Rubén Darío, en el poema “El hermano lobo”:
bestia temerosa, de sangre y de robo,las fauces de furia, los ojos de mal:
¡el lobo de Gubbio, el terrible lobo!
Rabioso, ha asolado los alrededores;
cruel, ha deshecho todos los rebaños;
devoró corderos, devoró pastores,
y son incontables sus muertos y daños.
Si, la violencia sigue devorando al colombiano del pueblo y del campo, unos por la que sufrimos hoy, y otros, por la que sufrieron ayer antes o después de nacer, es como si el colombiano naciera con la levadura del mal.
Esa guerra que cazaron los políticos de los cuarenta del siglo pasado, inició su vergonzosa bestialidad en el 46 cuando los mismos liberales radicales derrotaron en las urnas a Jorge Eliecer Gaitán, y posteriormente con su magnicidio, los mismos liberales tomaron sus machetes y armas y se vinieron lanza en ristre contra los conservadores acusados de patrocinar la muerte del líder social ese 9 de abril conocido como el bogotazo, dividiendo los campos de Colombia entre los godos y los cachiporros.
Los segundos, nacidos en la vereda Cristales del municipio de Jesús María, Santander, Colombia, treparon las lomas desplazando a los godos que habitaban las bajas veredas del vecino municipio de Sucre; quienes se aferraron a la pobreza de sus ranchos fueron descabezados con machete, y muchos de los que huyeron por los improvisados caminos de colonización, cayeron acribillados por las balas que vomitaban a mansalva los matorrales de las lomas contra los inocentes vallados por los que huían despavoridos familias enteras con sus críos tratando de alcanzar las cimas de los montes fríos o las selvas sudorosas de las tierras calientes por colonizar a la espalda de la cordillera de los cobardes que nos divide a los santandereanos de las breñas y a los santandereanos de las fértiles tierras del Magdalena medio.
María vio morir a su padre degollado y exhibida su cabeza en un chuzo de palo en el camino que desde la vereda terminaba en el casco urbano de Jesús María trepando senda arriba tratando de alcanzar las nubes testigas silenciosas de la violencia entre hermanos originada en la década ultima del moribundo siglo XIX que pasó a la historia por tener Santander el único presidente desde la independencia.
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María vio como hombres sin pasamontañas pero con ruanas y sombreros se turnaban sobre el cuerpo indefenso y postrado de su progenitora, mientras la madre, impávida, gritaba a su pequeña hija que corriera sin descansar camino arriba a las veredas que viven en coito permanente todas las mañanas con las nubes en la cresta de la cordillera de los cobardes, que vista desde Boyacá, pareciera que es limite entre este mundo y el otro.
Ella, no supo cuanto recorrió. Solo recuerda que fue parte del día en que su familia dejó de serla por culpa del color azul y rojo de los partidos políticos en disputa en el país consagrado al Corazón de Jesús, y toda la noche por una trocha desconocida hasta quedar exhausta, al amanecer, en una ladera cerca a un rancho de la vereda Cuchina 2 del municipio de Sucre, en ese entonces, el mas extenso de Santander, cuyas tierras vírgenes fueron dadas por el Estado a los comandantes y soldados sobrevivientes de la guerra de los Mil Días como contraprestación a los servicios al pedazo de Nación conservadora de principios del siglo XX.
María fue socorrida por una familia del rancho a la vera del camino que unió, cual bejuco, a las lomas frías con las tierras cálidas de las vegas del rio Cuchinero que nutre el Suarez en tierras de Puente Nacional. Brindaron comida y calor humano, mientras aprontaban la bestia que cargaría las pocas pertenencias y trastos, para coronar la cúspide de la montaña y adentrarse en ella, en búsqueda de tierras para volver a empezar la chacra y construir el rancho distante de la violencia partidista que se acrecentaba entre los liberales y los conservadores.
Esta familia desplazada, compuesta por los esposos y dos guambitos, acogieron a María. La convirtieron en niñera. Los cinco, luego de aprontar el piquete, arriar una vaca parida, una oveja y un can, tomaron camino hacia la Alta Mira, cerro tutelar del que se desprenden afluentes del rio Horta y la quebrada que le canta a las ventanas de Tisquizoque que adornan el acceso al casco urbano de Florián, región de Santander que esta entre las piernas del departamento de Boyacá poblado por liberales desde su colonización.
Hacia la hora nona llegaron a la ranchería del destino levantada a muñeca y brazo por una familia amiga que se había desplazado antes y que trabajaba como aparcera en la hacienda La Moravia de propiedad de los Morales, predio extenso en proceso de conformación de praderas. Los Morales venían de Sucre y tenían extensas tierras que logaron convertirlas en productivas con el sudor de numerosas familias arrendatarias que iban llegando desplazadas por la violencia partidista, y fue en esa misma hacienda donde la familia recién llegada, encontró un lugar donde erigir el rancho, hacer huertas y tener una vida distante de los rojos.
La niña María creció poniéndose volantona y guapa, siendo reclutada por la doña de la Hacienda para los oficios domésticos. Así como le aumentó el oficio y las responsabilidades, crecieron sus corpiños y sus perniles que lucían voluptuosos y misteriosos en armonía con una cara de tez blanca y ojos verdes con una cabellera color miel que siempre estaba escondida en una gruesa moña que servía de cabeza para el sombrero negro que usaba cuando debía ir a recoger los terneros para el ordeño de cada mañana siguiente.
Sin padres, sin hermanos, sin familiares, sumisa, trabajadora y semejante a flor de lis por su pureza corporal y espiritual, se convirtió, sin que ella lo percatara, en un objeto deseado por el hijo del patrón y jornaleros. Un domingo, cuando los patrones se habían ido al poblado mas cercano a misa, la abandonada María, fue virginalmente poseída por el hijo intermedio de los dueños de la tierra. Ella, en su inocencia, fue despojada de sus escasas vestiduras que cubrían sus intimidades, y como si se hubiese tomado un chocolate recién bajado del fogón sintió dolor y ardor dentro de su vulva, nunca contemplada, ni por ella misma.
El hijo intermedio de los hacendados, simuló un ternero criollo, que por su misma naturaleza, es precoz y veloz. María la huérfana, María la muchacha del servicio, viendo sus ropa interior y sus inocentes piernas untadas de sangre, se acordó del momento en que los encapuchados degollaron al padre colocando su cabeza sobre un palo a la vera del camino, y sin pensarlo, desgarró sus calzones y los quemó por ser de color azul claro como el cielo a la hora del piquete diario.
Y como entonces, corrió y corrió por las praderas hasta las peñas que enmarcaban los pastizales, buscando refugio en ellas hasta el atardecer, cuando se acordó que tenía que cumplir la tarea diaria de recoger los terneros para que las vacas, al otro día, dieran tanta leche para llenar cinco cantinas de cincuenta y cinco litros. La patrona le recriminó la tardanza acusándola de estar coqueteando con alguno de los peones de la finca.
Transcurría el primer trimestre del 49, tiempo en que el odio entre azules y rojos se tomó los corazones de los habitantes de los poblados y campos colombianos, casándose intrigas, peleas y muertes por el simple hecho de pertenecer a uno u otro de los partidos políticos en disputa.
Los rojos colonos de las tierras de antaño, dominio del cacique Tisquizoque, treparon las lomas buscando a los azules que se habían asentado en fértiles tierras por las que transcurría el rio Moravia, quemando a su paso oscuro y nocturno, el incipiente caserío de iniciativa de algún soldado azul desplazado de una de las Chúchinas veredas de Sucre. Los colonos sencillos, aparceros y propietarios, hacendados y pequeños propietarios, se unieron al filo de la peinilla para defender sus vidas, sus familias, sus tierras y sus labranzas.
Los filos se convirtieron en las líneas divisorias entre los bandos en disputa, y tantos los unos, como los otros, hacían guardia de día y de noche para impedir que los unos invadieran las tierras, ahora separadas por los filos.
Los ataques a las casas de las familias ocurrían en las noches, y mientras hubo incertidumbre, odio y pelea, las mujeres de uno u otro bando dormían en guaridas desplazando a los búhos, a los guaches y murciélagos, amos de la oscuridad y el misterio que desde tiempos de Matusalén, viven en las capillas que la madre naturaleza ha venido caprichosamente tallando en el silencio del tiempo.
La barriga de María empezó a abombarse, así como el susto de los habitantes de las regiones campesinas habitadas por unos y por los otros. La doña de la hacienda habló con María prometiéndole continuar con el trabajo si se iba de la casa, hecho que coincidió con las noches aciagas en que muchas madres con sus hijos dormirán en las cuevas de la Peña Bonita.
María, al igual que otras del genero, por muchas noches, fue a dormir en las cuevas escondidas entre las columnas finalizadas en el cenit como testigas de los cambios climáticos. Ellas, se elevan al cielo con un sombrero verde posado sobre roca caliza que, al contemplarse desde lejos semejan capas de galletas puestas armoniosamente una sobre la otra como para contar los siglos transcurridos desde la erupción.
El conflicto disminuyó y las mujeres volvieron a dormir con sus esposos e hijos en sus casas de tabla y zinc; pero María convirtió una de esas cuevas en su hogar. Allí, sola, cual juagara tuvo sola su primer hijo, y como armadilla salía a trabajar en lo que se le apareciera, retornando a la anochecer con comida para su primer cachorro, que se relacionó con los animales del bosque. Un par de años después María quedó embarazada de un peón, y en esa época, el tener un hijo sin padre conocido, era un pecado y una vergüenza social, y esta vez, actuó como la primera, fue madre y partera a la vez. Y esta segunda criatura, creció en el mismo entorno que el primero, y con la prohibición de María, que tanto de día como de noche no podían alejarse de la cueva.
La violencia partidista obligó a los campesinos de uno y otro bando a exigir a sus elegidos al congreso la apertura de vías carreteables, las cuales construyeron sobre los caminos, y las mulas fueron reemplazadas por camiones y los caballos por un bus viejo que hacía la línea desde la Belleza cada día hasta Barbosa, Santander.
Jacobo y Guarrús se hicieron niños, y como todo niño curioso, donde oían ruido allí acudían a constatar que lo originaba. Un atardecer Jacobo no regreso a la cueva, y en la noche, María preguntó a su hijo menor sobre la suerte del hermano mayor, pero como el niño solo balbuceaba, indicó a la madre el sendero por el que había partido Jacobo. Al día siguiente María puso al hijo menor a buscar por el sendero al hermano mayor, pero no lo encontró. De regreso a la cueva, Guarrús caminó por las laderas y encontró una trocha ancha, pelada de pasto pero poblada de piedras pequeñas y tierra; era tan ancha y tan larga que salía de una cúspide de la montaña y se descolgaba paralela al rio Moravia, que tomó la decisión de caminar por ella de arriba hacia abajo como bajándose de un árbol.
Jacobo había hecho la misma ruta, sin que Guarrús lo supiera. Jacobo fue alcanzado por el destartalado bus que hacia todos los días el recorrido de diez horas entre los poblados de Barbosa y La Belleza, y el dueño del bus, al ver al niño solo y viniendo la noche, recogió al niño y lo dejó a su suerte en el casco urbano del pueblo escondido levantado con hacha y azadón. A Guarrús lo recogió el camionero del pueblo que tenía un Ford 54 color verde con el cual hacía tres recorridos dobles cada semana con ganado o madera hasta Jesús María. El segundo hijo de María también fue abandonado a su suerte en el mismo poblado.
Algunas señoras caritativas del pueblo, al ver al niño Jacobo, alto y esbelto, callado y obediente, lo vestían con ropas de paño, camisa blanca y zapatos negros; y una que otra matrona, algunas veces le ponían corbata roja, recordando a quien lo viera, que era alto, mudo, esbelto y liberal, convirtiéndolo en espantapájaros de burla de los niños de la escuela como del colegio con nombre de santo italiano con apellido Bosco. Jacobo se hizo joven, adulto y viejo en las calles improvisadas del casco urbano del pueblo fundado por liberales y desarrollado por conservadores. Guarrús tiene una estatura menor que Jacobo, goza de una tez trigueña que brilla a la luz por los ojos verdes protegidos por una cejas pobladas que armonizan el rostro del niño, el joven y el viejo, que al igual que Jacobo, desde que llegaron como pasajeros sin tiquete de regreso, fueron convertidos por los pobladores en los bobos del pueblo. A Jacobo y Guarrús los conocí por treinta meses siendo maestro en la década del setenta en ese lugar. Cuarenta años después regresé encontrando la metamorfosis que habían logrado los habitantes en menos de cincuenta años de ser municipio. No encontré a Jacobo, ni supe de su suerte, pero buscando entre calles encontré a Guarrús, quien fue mi invitado a desayunar en la casa de mercado de un domingo de la tercera semana de mayo de 2015.
Así como es común en Colombia el nombre María, de la suerte de la protagonista de esta historia nadie me supo decir, igual que tantas Marías que en barrios de pueblos y ciudades las dejan embarazadas muy niñas, abandonadas a su suerte olvidada, pero abusadas en silencio por supuestos varones que engendran a niños condenándolos al desamor y al desarraigo social empujándolos al ostracismo y a la burla mordaz e inclemente de seres que olvidan, o no saben, que somos, en buena parte el resultado del entorno social.
Cada bobo del pueblo y cada desechable de la ciudad, son personas que tienen su historia oscura y silenciosa tejida bajo las cobijas o el techo de una casa que nunca fue un hogar. Si hubiese humanos sensibles dispuestos a escudriñar y escuchar, en vez de burla o indiferencia, brindaran amor, las formas de violencia disminuirían bajo el cielo azul de las tierras colombianas.
La Margarita, julio 7 de 2015.