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sábado, 15 de abril de 2017

José Antonio Peréira Arenas, escultor y musico

 En verde pradera curiteña, nació un 25 de septiembre de 1926, arrullado por  tonadas interpretadas por melómanos padres que criaron a los hijos sin recursos económicos, pero  con torrentes de amor por la vida, la naturaleza, Dios, la música colombiana y por la familia; cosechando en el tiempo, un trabajo artístico que revela las huellas imborrables en el sendero que fue cincelando en tallas, remodelaciones, restauraciones y esculturas en piedra, y pincelando  en pentagramas  en mas de 180 canciones  al amor, a la mujer, a la belleza, a los poblados, a la amistad y a la vida.

 

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ilustración de la caratula del cancionero “Cuando canta el sentimiento”, realizada por María Teresa Pereira Arenas, Hija del maestro José Antonio Pereira.

Junto con sus padres, debió abandonar el verde tapete de invierno sobre tierra amarilla y piedras milenarias para radicarse en su bella y preciosa Perla del Fonce a la que consideró “un pueblo sin par con tesoros de gestas gloriosas por sangres guerreras que sembraron libertad”, para inicialmente dedicarse al oficio del fique, luego a la música, la construcción, y finalmente a la talla en piedra.

El escultor, compositor y músico, José Antonio Peréira Arenas (q.e.p.d.), fue un autodidacta. De su vida anterior, traía la habilidad para esculpir y componer;  en el seno de la familia materna, se contagió con la música, y del padre aprendió la responsabilidad y la honorabilidad.

Siendo niño aún, viviendo en media agua en una calle de San Gil, Observó  un día como una vieja volqueta descargó una burda piedra que hombres fornidos, sobre varas, empujaron hasta el solar vecino. Y en él, cada día, un hombre golpeaba y golpeaba con porra y puntero, mientras  miraba, curioso y admirado, cómo las manos de ese hombre, que le prohibía mirarle por las hendijas del portón de tabla, había convertido la masa  milenaria  de piedra, en una estatua que adornó, luego, un parque de un pueblo santandereano.

 

En personas inquietas la necesidad los convierte en emprendedores

 

Como ayudante de construcción colocando piedra sobre piedra en una de las torres de la catedral de la Villa del Fonce, observó, sin descanso, el trabajo que llegó a esculpir un tallador, en columnas, tumbas y altares. El reconocido escultor no regresó a labrar un encargo especial para distinguir el panteón de un extinto obispo diocesano que reposa en una de las criptas de la majestuosa catedral. José Antonio, necesitado y con ganas, propuso a Monseñor Quijano, el párroco, que él escupiría el cordero, con una condición: si al sacerdote no le gustaba la escultura, no cobraría por ella, y el cura, no le cobraría la piedra; pero si le gustaba, le pagaba el trabajo. Y, el presbítero, aceptó.

 

Usando un registro recibido por la hija mayor en una primera comunión de una compañera de escuela, lo cuadriculó, y por semejanza, lo transportó al papel de una bolsa de cemento, y con el plano y su calco, empezó su primer trabajo en piedra que hizo en las noches usando bombillo en el solar de la casa que tenía en ese entonces, en arriendo. Terminado el torso del cordero, en zorra de madera, lo descolgó con suavidad por la empinada calle 15  hasta la casa cural de la parroquia catedral. Y allí, mostró el cuerpo tallado a quien siempre confió de sus habilidades estéticas. El sacerdote contempló la estatua, sorprendido y contento; y para disimular su complacencia, solo preguntó: Cuánto cuesta el trabajo?. José Antonio había pensado que la talla no cumpliría las expectativas del levita por las referencias del escultor que no regresó; pero al escuchar la pregunta, solo atinó a hacer cuentas rápidas, y por primera vez, puso precio a su labor, y confirmó que él, podría ser escultor.

Siendo joven, estudio caligrafía por correspondencia, convirtiéndose en quien hacia, a mano y con tiza, los carteles para promocionar las películas en los dos teatros que había en la ciudad, y elaboraba los carteles mortuorios y edictos que se comunicaban en las carteleras que hubo en las esquinas de la zona reconocida, hoy, como histórica. Por el trabajo recibía, en parte,  boletos para asistir al cine. Junto con Ángel María, un hermano mayor, repetían función, con mas empeño, cuando eran películas mexicanas. Por el gusto al canto, terminaron aprendiéndose la letra y la melodía de una salve cantada en una cinta que recreaba un pasaje bíblico; igual hicieron con el himno de un grupo eclesial que ocasionalmente se reunía en el mismo lugar. Los dos, una vez terminada cada función, o reunión, ya afuera del recinto teatral, cantaban, tanto la salve, si era la película que terminaba la proyección, o el himno, si terminaba la reunión de afiliados. Una noche, mientras cantaban el himno, captaron la atención de un visitante a la reunión que, luego de oírlos, los comprometió a cantar en una misa, con la cual, se daría apertura al congreso del mencionado grupo eclesial que habría en Barichara. El par de chinos, luego de cumplir la tarea, y por ser el acto religioso, sin que alguien lo solicitara, hicieron el dúo y respondieron la salve que entonaban los con celebrantes. En la ceremonia religiosa estaba el maestro Ciro Antonio Santos Martínez, quien, sorprendido, se interesó en el origen e interés musical de los niños, quienes justificaron su interés por el canto, porque en casa, además de los padres, a las tías también les gustaba la música.

Dos días después, el músico charaleño visitó el hogar de José Antonio Peréira y Romelia Arenas, y les propuso ofrecerse como maestro para enfocar a José Antonio y José María, por las voces y las notas. Pero Ciro Antonio Peréira, el padre,  se negó, pues los chinos ya estaban en edad de trabajar y ayudar en el oficio del fique. El visitante persistió, logrando que le confiaran a José Antonio, el menor, quien, desde ese momento alistó capotera y partió con el maestro a Barichara a empezar la formación musical, pues el maestro Ciro Antonio Santos Martínez, en ese momento dirigía la banda de esa población, y era muy conocido en la región, pues había fundado, con apoyo municipal, banda en Charalá, en Bucaramanga y  en San Gil. En poco tiempo, el niño alumno empezó tocando la tuba valiéndose de una banca para alcanzar la boquilla y actuar como integrante de la banda municipal.

El mencionado maestro posteriormente llegó a San Gil a dirigir la banda local; y en su deleite por la música, supo de la existencia de un contrabajo que fue usado por Carlos Martínez Silva, -emérito sangileño, doctor en leyes, político, periodista y militar,  co-fundador de la sociedad San Vicente de Paúl en la ciudad, la segunda constituida en Colombia a mediados del siglo XVIII, y participó en la redacción de la Constitución de 1886-; y, quien, luego, lo enajenó a otro músico local.

El instrumento, junto con otros, fueron importados de Alemania a mediados del siglo XVIII para la escuela de música de la sociedad San Vicente de Paul. El contrabajo fue propiedad del músico Rafael Cubillos, posteriormente de Carlos Monróy, el padre de los hermanos Monróy, luego, fue usado por un integrante del grupo “Ritmos del Fonce”, y posteriormente rescatado y recuperado  por el maestro Ciro Antonio Santos en un pasillo de una casa ubicada en la calle 15 con sexta, entre un montón de madera, y se lo entregó a José Antonio, quien, las primeras clases para el uso del instrumento las recibió personalmente, y luego, cuando su maestro de música se residenció en Bogotá, las lecciones y  partituras, las recibía por correspondencia. Fue tanto el empeño y el deleite por aprender, que se convirtió en contrabajista, y desde entonces, usó el instrumento del ilustre sangileño que falleció en Tunja en 1903. El contrabajo es una reliquia bajo el cuidado de su hija mayor, Graciela de Gómez. En honor al extinto sangileño y al instrumento, el maestro Pereira talló una escultura en piedra que esta en la entrada de la escuela Carlos Martínez Silva de la misma ciudad.

 

Bambucos, pasillos, boleros, vals y pasodobles en el cancionero,

legado de José Antonio Pereira Arenas.

 

Como compositor e interprete, bordó canciones a la vida, al amor, a la esposa, a la patria chica, al amanecer, al campo y a la contemplación.

 A la musa de sus creaciones, su eterna Romelia, le compuso entre otras: “Cuando te conocí”.

“sentí en mí

cuando te conocí,

algo, nuevo, raro, extraño,

sentí de mi corazón

acelerar su latir”…

 

Los azules ojos de su esposa están reflejados en varias composiciones: 

“que lindos son sus ojos

tan llenos de ternura,

cuando me miran dulces

serenos, soñadores.

 

No quiero verlos tristes

jamás por culpa mía,

que no haya en ellos llanto

porque eso nunca lo soportaré”…

 

 

“Culpa fue de esos tus ojos,

que con tu mirada,

embrujaron mi ser,

culpa fue de esa tu boca,

con su fuego ardiente

encendió una hoguera

en mi corazón”…

A su Curití del alma, lugar donde vio por primera vez el sol, lo eternizó con el himno  y el del colegio Luis Camacho Gamba, y en varias canciones; una de ellas, reza:

“Rincón querido de mi tierra santandereana

donde hace años mi tierna infancia feliz pasé,

nadie allí me recuerda, pero yo nunca olvido

sus calles tranquilas y su bello templo

en donde infantiles mis tiernas plegarias a Dios dirigí”.

A los amigos de infancia y a una de las actividades que hacían los jóvenes en verano, narra en  canción cómo empezó el canotaje por  el río Fonce

 

Balsa de troncos

sacados del río

rústica barca

que allá en mi niñez,

la construimos

con grande alegría,

para cruzar el río imaginando el mar.

 

Luego en las tardes

hora de regreso,

en la húmeda arena

la ocultábamos,

para al otro día

navegar de nuevo

con los mismo sueños

en el mismo mar.

 

Cambió la vida

y al llegar a grandes,

cada cual su ruta

hubo de tomar,

y seguir el rumbo

que nos dio el destino,

sin balsas de juego

sin sueños de mar”.

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Fotografía de Nauro Torres, tomada en abril 1o de 2017 que muestra un angulo del parque La Libertad de San Gil.


Y a la  señora ciudad que lo vio crecer profesionalmente, la misma en la que colgó su nido familiar  y  acogió sus cenizas, también le cantó con un pasodoble:

 

Eres del Fonce la perla,

bella y preciosa ciudad,

majestuosos paisajes te adornan,

soñados encantos te ha dado el creador…

 

Fue tu gente valiente y altiva,

generosa y de amor por la patria,

que ofrendara en la lid comunera

sus bienes, su vida,

todo ello en aras de la libertad….

 

Hay algo que te hace muy hermosa

y agiganta tu encanto y belleza,

que el mas lindo retazo del cielo

te cubre tu suelo,

preciosa, graciosa y alegra ciudad,…

Mural realizado por un nieto de Antonio Pereira en el BAR EL MURAL, cerca al cementerio La Esperanza de San Gil.


“Sin maestros ni escuelas se forjó en el taller continuo de la vida

convirtiéndose en maestro de talladores y escultores 

Su hija, Gladys Safira en el cancionero titulado “Cuando canta el sentimiento” que recopila la obra musical del maestro, cuya publicación esta ilustrada por plumillas de María Teresa, otra de sus hijas, y facsímil de partituras a mano del mismo José Antonio, relaciona algunas de las  tallas en piedra expuestas para la historia: El panteón del extinto santandereano, Luis Carlos Galán Sarmiento; y el del maestro Pacho Benavides, en Vélez. Decoró en piedra el “rinconcito amable” del maestro José A. Morales en el Socorro. Esculpió los escudos de Ocaña, San Gil y la USTA en Bucaramanga; talló las columnas del palacio de justicia de la localidad, formó parte de los restauradores de la Catedral de San Gil, del frontis del Palacio Municipal de su “rincón querido de su tierra santandereana”; pero sus obras prolíficas en piedra están dispersas en capillas, templos, basílicas y catedrales en Colombia.

 

Rosadelia, el amor de sus amores

Muy joven se fijó en  los ojos azules y en el oro de una larga cabellera de una graciosa y tierna niña, quien correspondió a sus galanteos, sembrando juntos, un eterno amor desde una noche de luna hasta el último suspiro, que los retornó de nuevo al universo, tallando sus nombres en  canciones y fusionando sus esencias en catorce hijos que  fueron motivo y empeño para aprender, mirando y haciendo, inicialmente oficio cualquiera para regresar con pan a casa.

 

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Retrato de Romelia Arenas pintado por la artista María Teresa Pereira Arenas, hija.

Rosadelia Sánchez – 28/01/1928- 30/05/2004- fue la primera flor del jardín de sus ilusiones y el único nombre  escrito en el diario de su vida, mujer tierna, amorosa y dulce; artesana y ama de casa que rebosaba de amor, incluso para quienes fueron compañeros de estudio de los vástagos. La comparó  con una dulce melodía, con una alborada musical, con el aroma de las flores y con  poemas a la ternura. Siempre se bañó en el lago azul de sus ojos y nadó en las caricias de sus olas para recuperar fuerzas, compartir responsabilidades y guiar a los retoños como buenos barqueros en el mar existencial tan diverso y citadino en el que viven diez de ellos.

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El maestro Pereira Arenas fue una persona que reflejó en su actuar y en su pensar, la sabiduría de su vida anterior, y la plasmó enriquecida en sus obras estéticas. Regreso a su comienzo, el 17 de septiembre de 1997, escribiendo previamente, con su puño y letra,  una carta a cada uno de los hijos vivos. A cada uno le reconoció sus afectos, sus valores, sus habilidades, y le recomendó en que aspectos de la vida personal, profesional y familiar, debería mejorar para ganar las indulgencias con una vida honesta, alegre, amorosa y justa, y encontrarse luego, en el cielo, desde donde los vienen acompañando junto con Rosadelia, Hugo y Beatriz,  embriagados de amor en búsqueda de la iluminación.


San Gil, abril 04 de 2017

NAURO TORRES Q. 

 

 

 

 

martes, 4 de abril de 2017

Sobander@s en extinción

 

El marido la abandonó al sumar tantos hijos como años tenía él, cuando se casaron; Los hijos llegaron añeritos y al natural, el tipo no paraba ni en las dietas. 

Los 12 varones dormían en una pieza, las cinco mujeres en otra pieza, y los dos, en otra. Los niños se acomodaban como marranitos mamando para dormir en el piso sobre esteras de junco. Llegó en  1948 a Guateque, junto con su esposo, huyendo de la violencia en la Vega, Cundinamarca, convidados por un amigo a buscarse la vida en Boyacá.  

Para empezar, montaron una sancocharía en la plaza de mercado en Guateque que,  en ese entonces, era en el mismo parque, pero el trabajo ocurría los fines de semana y en las fiestas; y entre semana, el marido trabajaba en lo que le saliera; y ella, Abigail, por intermedio de una amiga, entró, ocasionalmente de ayudante en el matadero municipal, a sacrificar cerdos, y por ese trabajo, le pagaban en especie, dejándola recoger la sangre de los vacunos y cerdos que ella vendía por botellas  para saborizar las morcillas.

 

 

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Abigail se casó cumplidos los 15 años con el único marido  que ha tenido cuando él, tenia 17 años, pero éste  la dejó, yéndose con otra, cuando ella estaba en embarazo del hijo numero 17. 

Abigaíl , como otras tantas mujeres del ayer, no se pusieron a llorar al sentirse abandonadas, sino a buscar medios para encontrar la comida para la tracalada de chinos  que había que alimentar. Continuó con el toldo de comida en la plaza, puso un puesto de comida cerca al terminal de transporte; se convirtió, en las madrugadas, en trabajadora del matadero como matarife de cerdos; luego, de ganado mayor, y a la vez, aprendió a preparar “sudado de pata”, “cazuela de ternero”, “sopa de raíces”, “sopa de venas”, “ pichón” y a procesar los cueros de ternero, y a engordar cerdos; tareas en las que los hijos mayores, ayudaban.

 

Con el carné de salud expedido por el hospital de Guateque, Abigail, ofreció hasta que cumplió 70 años: el mute de mazorca, el sudado de pata, la cazuela de ternero, los tamales; oferta que hacia vestida de blanco con una gorra de igual color portando una caja de madera también blanca, y en ella, las delicias de la sancocharía por calles y carreras, oficinas y negocios del municipio, cabeza de la provincia del Valle de Tenza en Boyacá.

 

Por varios años vivió en arriendo, y por piedad, una familia amiga le arrendó un lote cercano que acomodó para  criar, levantar y engordar cerdos con las lavazas que sobraban de la  sancocharía, y las que recogían los hijos en otros toldos.

 Empezó con un cerdo, y alcanzó a tener un lote de diez cochinos, pero el casco urbano se expandió, y la higiene le cerró la marranera. Con el producto de la venta de los cochinos compró el lote donde actualmente vive. Con los ahorros del trabajo y los aportes de un hijo que se enguacó, levantó la casa en la que desde hace medio siglo ejerce como sobandera, don que surgió por mera necesidad, pues con mas de diez hijos en la escuela, éstos estudiaban, ayudaban y jugaban futbol, regresando, a la media agua, con esguinces, fracturas y desgarres.


Tiene 70 nietos, 50 biznietos y 40 tataranietos, y sus 17 hijos están vivos, menos quien fue su marido, quien murió hace una década en la Vega Cundinamarca, a donde viajó ella con todo el rebaño al funeral y a conocer los tres hijas que dejó el difundo en su segunda unión. 

Abigail, nació en 1926, ya cumplió los 91 años y sigue activa preparando tamales y atendiendo a quienes requieren de una sobada, ya en las manos,  en los brazos, ya en las piernas; personas que  atiende en su casa en una habitación con dos camas aseadas, usando crema de manos y sus manos que tienen la fuerza de una tenaza para disminuir la tendinitis, quitar el dolor del síndrome del túnel carpiano y la escoliosis y acomodar  los huesos en su estado natural.

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En veredas y poblados, en tiempos pretéritos era normal que abundaran los sobanderos, parteros, rezanderos y curanderos. Hoy, escasean, mientras que en las capitales, hay calles exclusivas donde  brindan el servicio los sobanderos.


En la perla del Fonce con calles empinadas, ceibas milenarias y gallineros con barbas blancas, rodeada de majestuosos paisajes casados con verdes colinas comunicadas por caminos tendidos de piedra artísticamente puestas como si fuese una avenida para caballos y recuas de mulas, aun quedan unos pocos sobanderos.

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Don Luis Alejandro Ballesteros con 85  años de vida, quien ha vivido desde niño en la carrera novena con calle cuarta, aprendió a sobar por necesidad. Un día, yendo al mercado vio como a su lado iba una señora, quien caminaba con paso rápido,  y sin darse cuenta, trastabilló al bajar del anden a la calle, luxándose el pie derecho, perdiendo el equilibrio.

Luis Alejandro, al ver lo ocurrido, se apiadó. La ayudó a incorporarse haciendo de bordón hasta una de las bancas del parque la Libertad. Y allí, a petición de la dama, él le quitó el zapato y ajustó el pie con sus manos. El cuento se regó en los toldos y puestos de la galería. Y desde entonces, desde lugares lejanos diariamente recibe entre 20 y 25 personas que acuden a la residencia, solicitando ayuda, ya para luxaciones, quebraduras, espasmos, dolores de columnas, quienes con una o dos sesiones, terminan regresando en buenas condiciones físicas a los hogares.

 

Siendo niño, Luis Alejandro  junto con su familia, debió dormir en las peñas que vigilan la quebrada Curití, en cuya ribera vivió con sus mayores. De joven se instaló en San Gil, y en sociedad montó la funeraria Santander para brindar consuelo y servicios fúnebres a los miembros del partido en el que la familia  estuvo vinculado. Su casa actual, fue sala de velación y lugar de encuentro de deudos. Los servicios funerarios se pagaban cuando se brindaban, o se pactaba una fianza por un par de semanas;  luego aparecieron en el país, los servicios fúnebres prepago, y la funeraria cerró sus puertas, pero se abrió el portón para recibir a las personas con intenso dolor por algún movimiento brusco con afecciones en huesos, músculos o tendones.

 


Los sobanderos son personas amenas conversadoras, amables y serviciales. Gozan sirviendo  a los demás y con sus manos, acomodando huesos, músculos y tendones, a cambio de una donación en dinero que muchas veces no es equivale a media hora de un salario mínimo, pues por tradición, no ponen precio a sus servicios mientras regalan sonrisas e historias a los pacientes que solo llegan a sobar la vida.


Cada vez, hay menos sobanderos en veredas y ciudades. Vienen siendo reemplazados por ortopedistas. Pero en los municipios aislados, es una fortuna que junto a ellos, abunden los curanderos y parteras que cumplen una misión no reconocida por los estamentos estatales, pero muy benéficos para la ciudadanía. 

 

 

San Gil, febrero 22 de 2017

 

sábado, 25 de marzo de 2017

El espanto vestido de novia


Estaba en la alborada de sus dieciocho años. Cada día transcurrido era un eterno amanecer, y sus noches, ocasión para transportarse al huerto de las hadas y sentirse contemplada por duendes amorosos y tiernos.

Fluía su belleza en su esbelto cuerpo de gacela guiado por unos ojos verdes, que al alba y en el ocaso, se tornaban verde esmeralda, y en el esplendor del día alternaban verde tropical, protegidos por pobladas cejas arqueadas que armonizaban sus ingenuas miradas, cual follaje, que obligaba, a varón que la contemplase, a fijarse en los labios pomarrosa delineados por la diosa venus que servían de alacena a remilgada nariz que florecía cual clavel en la jardinera de su rostro.



Valeria fue el nombre de pila que sus padres propusieron en el bautismo, y el cura, que administraba la pila del agua bendita, no objetó el nombre al contemplar la niña vestida cual azucena en brazos de la madre. 

Fue la cabeza de la progenie de una joven familia cuyo mástil  mayor ganaba el sustento operando maquinas tejedoras de tela para costales de fique, en los que se empaca aún, el café colombiano que sale de los puertos nacionales, mientras la joven madre, además de las responsabilidades de la casa, tejía y bordaba a mano, blusas, tendidos y camisas de uso exclusivo de las señoras distinguidas de la Perla del Fonce que dedicaban algunos fines de semana a brindar caridad y compañía esporádica a enfermos en caridad en el hospital local.

Trivias Venezuela: Espantos y Leyendas de Venezuela
La mayor de la familia recibía los cuidados a  rosas en ramillete en jarrón puesto en  la mesa de la sala. Era el amor consentido de Damián, el tejedor industrial. Era la niña de los ojos de la bordadora de blusas señoriales. Era la reina de la Virgen del Carmen de los vecinos asentados en  las cuadras que encausaron la quebrada la Magdalena para recolectar dinero en  bazares  pro-construcción del templo de Cristo Resucitado, la futura parroquia que administraría, con los años, el cementerio.


Por sus encantos físicos, sus modales, el gusto por la escritura y los libros, los padres hicieron el esfuerzo en mandarla a estudiar al colegio de las monjas de la Presentación de la Villa  para que se relacionase con niños provenientes de familias de reconocidos apellidos mochuelanos propietarios de colinas y riveras de las cintas azules del río y quebradas que se descuelgan serpenteando  cual musgo al Fonce.


Valeria cursó el bachillerato sin notorios reconocimientos académicos, pero con pomposa fiesta de quince años en el Club Campestre de la ciudad, pagada por cuotas y con intereses por el padre asociado a una cooperativa, de tantas que florecieron en los albores del cooperativismo en la región Guanentina  y comunera de Santander en Colombia, en las décadas sesenta y setenta del siglo pasado, y que hoy, forman el acerbo de la economía solidaria con reconocimiento internacional por el papel en el impacto de la economía regional.


La fiesta empezó a las siete de la noche un viernes de noviembre. Los padres de Valeria, en la escalera al salón principal, recibieron a los invitados y los fueron acomodando en las mesas previamente marcadas con los nombres y apellidos de los invitados.


A manteles blancos con carpetas rosadas y en sillas de madera revestidas con nieve y corbatín  rosado, se sentaron doncellas contemporáneas y volantones mozos estudiantes y egresados del egregio colegio San José de Guanentá, algunos acompañados por los padres que animaban a los sucesores a mantener o entablar nuevas amistades en ambos géneros.


Los oferentes invitaron a los mozos a engalanar la recepción portando una rosada rosa para dar comienzo a la presentación en sociedad de la quinceañera. 

Valeria apareció por la escalera, primorosa y bella, de gancho con Damián, quien estrenó el mejor paso, orgulloso de su hija, quien irradiaba felicidad en su expresión facial. 

Fueron recibidos con intensos y extensos aplausos mientras desfilaba oronda junto con el padre hasta la silla principesca en la que se acomodó la quinceañera dando comienzo a la ceremonia. Costumbre social en la que el padre le cambia los zapatos de niña por unas zapatillas de señorita; y la madre, le entrega una joya de mujer que simboliza la entrada de la niña a la pubertad. Luego sonó el vals, y Valeria lo empezó bailando con Damián, luego con los primos, y finalmente, con los demás invitados preseleccionados para la primera pieza bailable, terminando en vals con Demetrio, el chico que conoció desde niña en la básica, que estudió en el Colegio Nacional Guanentá y sus padres lo educaron posteriormente en la Escuela Militar General Santander.


Valeria terminó el bachillerato académico, y la empresa donde trabajaba Damián, la patrocinó para estudiar en el SENA, en Bucaramanga. 

Demetrio y Valeria se hicieron novios por misivas  que iban y venían cada semana por el correo nacional. Se veían y visitaban en vacaciones. Los escasos besos, los apretones de mano, las miradas furtivas fueron carbones que soplaron los contenidos de  las cartas escritas a mano con letra script por los enamorados. Él, interno en la escuela militar; y ella, en la casa de una tía materna que la cuidaba más que la madre.


Transcurría el bisiesto 1960, calendario que recuerda en Liverpool, ciudad inglesa,  la conformación  de la banda los Beatles, año eminente para  la construcción  del muro de Berlín en Alemania: Ese año, la semana santa cayó en abril, y los novios a la distancia, tenían la oportunidad de encontrarse por una corta semana, ya en las celebraciones religiosas, ya en la casa de la novia, ya en en bambi, cafetería frente a la capilla a San Vicente de Paúl. 

Demetrio pensaba en Valeria, día y noche. La soñaba rosando su piel con su piel, la sentía a su lado, ya de día, ya de noche. Su cara de muñeca la veía en las gotas de agua en la ducha, la imaginaba en las frías noches santafereñas calentando su cuerpo. 

Ella, vivía sin vivir en el aquí. Ella, en cada línea de los cuadernos en los que tomaba apuntes en clase, encontraba el perfume, los labios y las manos de Demetrio. Ella, soñaba día y noche viéndose casada y esposa de un militar en ascenso periódico por su desempeño profesional. Fue precisamente en esa semana santa del bisiesto que Demetrio le propuso matrimonio, y Valeria aceptó con condición y complacencia de Damían y Gloria, la madre.


En un almuerzo para matar la vigilia al diablo, organizado por los padres del novio, el sábado santo, Demetrio uniformado y formal, solicitó la mano de Valeria, quien acudió a la invitación con su familia. El compromiso se selló acomodando un anillo de oro de 24 quilates y una incrustación de esmeralda en el dedo anular izquierdo de la futura comprometida en medio de melodías colombianas de un trío que acudió al almuerzo para amenizar el compromiso.


Damían, decidió que la fiesta de bodas tenía que ser más pomposa que la realizada con motivo de los 15 años de Valeria, pues en esta segunda, debía florecer la etiqueta propia de compromiso con un militar. 

Gloria asumió el consentimiento del marido, y los dos acudieron al hogar de los padres de los novios para proponer el protocolo, el menú, las invitaciones, la bebida, la comida y la parranda para el casorio. Los padres de Demetrio escucharon la propuesta, mejoraron el menú, recomendaron el lugar, la Iglesia, el cura y el grupo musical. Y los cuatro, concertaron asumir los gastos de la fiesta, por partes iguales. El matrimonio se pactó, una vez ocurrido el ascenso a teniente, ceremonia que debía ocurrir en enero de 1963.


Ejerciendo como subteniente del ejercito, Demetrio estuvo en dos brigadas, y en ellas, patrulló en municipios recién declarados con presencia bandolera en tierras del Valle de Cauca. En su labor de salvaguarda, conoció otras niñas de la sociedad en Buga y Anserma. La responsabilidad de mando ocupó su tiempo y pobló sus pensamientos. Las cartas de amor disminuyeron, la frecuencia y el lenguaje idílico empezó a desteñirse en pocos renglones perdidos en los blancos de los otros, sin texto; pero su orgullo de militar y los recuerdos del primer amor, mantuvieron el compromiso que se afianzaba con el concurso de la prometida y los padres de los novios.


El vestido de novia para la boda, como el ajuar para la noche nupcial, fue cuidadosamente escogido por la prometida y la bordadora de blusas. El primero, fue ordenado confeccionarse en reconocidas modistas de apellido Castillo en la Villa de San Gil; y la seductora ropa interior, palo de rosa, fue buscado con esmero en la ciudad bonita, Bucaramanga. 

La casa de la confección junto con la novia escogieron un traje almendra de una sola pieza con straples con cierre de corsé, asimétrico y halagador para enaltecer la figura de gacela novia que, imaginado el peinado de la diosa romana, sería una reencarnación de venus.


Todo estaba listo: el ajuar de novia, la capilla contratada, el corista, el cura, el lugar de la recepción, las tarjetas de invitación previamente entregadas, los músicos, los recuerdos y el viaje de bodas. La música, la cena, la decoración y el carruaje tirado por alazán de raza árabe. 

Las conversaciones de los novios en el ultimo mes se mantuvieron los fines de semana con citación previa a la oficina de teléfonos. Demetrio esperaba el ascenso a teniente, reconocimiento militar que se efectuó en la misma escuela donde se graduó como oficial, pero ese mismo día fue notificado de un traslado a una base militar   en el Urabá antioqueño, al oeste del país.


El día del matrimonio con su parafernalia, llegó con un amanecer con nubarrones. La novia, por los nervios, tomó un desayuno frugal para estar con tiempo anticipado en el salón de belleza, lugar en  que manos femeninas exaltarían las líneas armónicas faciales de la novia quien regresó a casa, una hora antes.  

En casa de Gloria, había oscuras noticias provenientes de uno de los progenitores de Demetrio. El novio no había llegado a casa esa noche, previa a la boda. Se había esfumado en la despedida de soltero que le organizaron los compañeros de colegio con milongas contratadas donde Jorge Mora recién llegadas de la capital norte santandereana.


Valeria esperó y esperó. 

Llegó el jinete con el carruaje tirado por el caballo alazán y se plantó frente a la casa de la novia. 

Los curiosos de la calle de la Magdalena se sumaban y amontonaban sobre los andenes a la espera que la novia pasara trepada, cual amazonas en coche con estructura de madera con hierro forjado. Pasaron los minutos, y el novio no apareció en casa, señal para que los padres calmaran los nervios y tranquilizaran a Valeria.


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La novia se embargó en llanto. Se encerró en la habitación y decidió no hablar con nadie. Tampoco tomar agua y algún alimento. La decepción y la rabia se tomaron a la familia de Damián. La preocupación y la vergüenza, a la familia del novio. 

Llegó la noche, sin la fiesta, sin luna y sin miel; y después de ella, el amanecer con más dolor, más lagrimas y más heridas que fueron lacerando rápidamente la autoestima de la abandonada novia. 

El primer día después  del desplante, fue lluvioso y frío en la ciudad señorial de antaño. La novia se levantó de madrugada a tomar agua en la cocina, y en el cuarto de san alejo, buscó y encontró lo que había visto que su padre había colocado en una alacena un par de semanas antes de la pactada boda. 

Regresó a la habitación sigilosamente y se encerró de nuevo a revolcarse en su desdicha, a bañarse con lagrimas y a nadar en sus preguntas sin respuestas. 

Concluyó que el amor existe en los libros de las hadas, y ellas no acudieron a secar su llanto, a extirpar su dolor, a borrar su ira, y en especial, a calmar su angustia existencial; esa angustia que crecía en sus pensamientos al imaginar las burlas de los invitados a la boda. 

¡La decisión estaba tomada¡. 

¡Había que borrar lo que le atara al pasado¡. 

Había que evitar las preguntas en la calle, en el SENA, y las demás que le hicieran los mismos que estarían riéndose aún de la huida de Demetrio, que tampoco llamó ni escribió para dar una explicación. ¡Explicación que Valeria no estaba dispuesta a pedir, ni a oír¡. 

El gallo de la casa vecina iba para el tercer canto en esa madrugada del segundo día de la boda fallida, también fría como pared de tumba abandonada.


Valeria amaneció invadida de valor. No iba a echar atrás la decisión tomada esa misma noche, que debió ser la segunda en brazos de Demetrio, la segunda nadando en miel de un matrimonio anhelado; la primera de la primera semana como esposa feliz. El valor que sentía, la instó a convertir esa madrugada en la primera de su nuevo estado. 

En él, se imaginó saliendo como un suspiro apresurado de su cuerpo. Se vio vestida de novia en un ataúd de cedro con flores blancas hermosamente dispuestas en coronas llorando al cielo. Se vio rodeada de sus amigas y amigos  llorándole, los mismos que se burlaron por el desplante sufrido. 

Vio a Demetrio empañado en lagrimas abrazando arrepentido, su ataúd. Vio a las centenares de personas que acompañaron a Damián y a Gloria en su dolor. Y vio amontonarse a los vecinos de la calle de la Magdalena, unos curiosos, otros llorando mientras sus familiares cargaban el féretro a la capilla donde se realizarían sus honras fúnebres. 

Con ese valor que dominada su mente y su corazón tomó con calma y rapidez  el vaso con agua, en el cual, previamente había echado el polvo total del sobre sin abrir que Damián había escondido en la lacena del cuarto de los chécheres: un sobre con estricnina.

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Desde entonces en las noches de noviembre y diciembre, cuentan los trasnochadores y borrachos que ascienden por las calles que se funden en la carrera once sin dejar rastro sobre el río Fonce para aparecer de nuevo trepando a la montaña, al otro lado del caudal, que por la calle de la Magdalena, ven subir lenta y levitando hacia el cementerio un vestido de novia color almendra que entra  por la puerta lateral del campo santo acompañado de un llanto lastimero y triste que se esfuma con las brisas que acarician las tumbas abandonadas y sin flores del cementerio sangileño que le fue negado a los restos de Valeria por no enfrentar el destino que debió asumir para darse otra oportunidad.


San Gil, marzo 22 de 2017.






 


domingo, 19 de marzo de 2017

“Las viudas” invisibles

Al morir el esposo, ella fue declarada socialmente muerta. Sus hijos fueron repartidos entre los cuñados, y las propiedades del marido, tomadas por los mismos. Su larga cabellera terminó en el fuego y su cabeza mantendrá rapada hasta que se convierta en el estado del esposo: muerta. Para la familia de ella, ella es una paria, una victima de los dioses, una fastidiosa y una vergüenza, una mujer sin derechos a la propiedad y formar parte de ella; para las mujeres, es un espejo no deseado, y para algunos cuñados, la anhelaron como concubina y se reveló a esa condición; y para los demás varones, simplemente es una abandonada que merece caridad  sexual a escondidas.

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Adhikari fue casada a los 12 años con un esposo convenido, mayor de ella, cincuenta años. Antes de cumplir los 17 años, envolvía su juvenil figura femenina en un sari de particular colorido cuya enagua ocultaba la armonía de su efímero cuerpo acicalado con la blusa de la misma seda que dejaba entrever sus femeninos brazos que lucían escampados bajo la tercera parte del sari que recataba su larga y suelta cabellera que se precipitaba hasta las curvas de las caderas, y en ella, salía como un rayo de luna, el rostro de una niña que aún no conocía instantes de felicidad, pero mantenía maquillada como la diosa Krishna convirtiendo  su rostro octagonal en una erótica figura que atraía las miradas de los varones, sin derecho a contemplarla a los ojos cuya  estática mirada escudriñaba la soledad de un horizonte sin amanecer soleado. 

Diez hermanos y una hermana mas integraron su borrada familia. A juntas, el padre les consiguió un esposo en los primeros años de vida pagando una dote en miles de rupias. Adhikari antes de cumplir los 17 años fue madre de dos varones, y luego de cumplirlos, quedó viuda. Los hijos le fueron arrebatados por los cuñados; la que fue su casa y su huerto, pasó a los hermanos del difunto marido. Fue desterrada del hogar que formó siendo niña. Su familia la desechó como vaca para la carranga. Para la mujer india, el cabello pertenece al esposo, por esa razón, quienes fueron su familia de cuna, la rasuraron y desde entonces se mantiene así, hoy que cumple 96 años. Y desde entonces, su ajado y esquelético cuerpo se esconde bajo un sari totalmente blanco, color reservado a la mujer que tiene la condición de viuda.  La viudez, en varios estados de la India, es aceptada como otra muerte que las esposas deben purgar en vida.

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 Adhikari, una vez despojada de su condición de esposa y de sus derechos, abandonó la granja, y por un  día con una noche sin amanecer, viajó en tren hasta Vrindavan, la población que desde siglos anteriores esta poblada por viudas que suman mas de diez mil provenientes de recónditos lugares del país para vivir de la mendicidad, amontonadas unas junto a otras, cantando todo el día, bhajans,- cantos devocionales al dios hindú, Krishna, quien nació en este lugar-  esperando su propia muerte que  las anima con la esperanza de no reencarnar, jamás.

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  La exclusión social de las viudas, a quienes se les sindica de la muerte del esposo, surgió desde 1987, pues en tiempos anteriores, cuando el cabeza de la familia, moría, la viuda o viudas, - el esposo tiene derecho a tener varias esposas-, en el momento de la cremación del difunto, se inmolaban por amor, lanzándose a la hoguera ante la vista de todos los deudos y presentes, costumbre abolida por los ingleses en el ocaso de la colonia.

Las mujeres con la condición de viudas deben guardar luto de por vida y guardar respeto a los recuerdos del esposo. No se les esta permitido visitar a los hijos, ni a la familia, pues son despreciadas por los mismos; tampoco pueden consumir exquisiteces y alimentos con sazón, carne y algunos vegetales con el fin de extirpar la libido y enterrar la esperanza de ser poseída o poseer algún varón, quienes al verlas vestidas de blanco y su cabeza rapada, se alejan de ellas y las desprecian por considerarlas malditas, muertas en vida y dolientes eternamente menoscabadas.

El devenir de un nutrido numero de viudas de Vrindavan, es el mismo desde el amanecer hasta el ocaso. Las mas afortunadas en recaudar limosnas, viven en grupo en viejas casas que rentan para pasar la noche. Otras, según los ingresos del día, pagan una habitación para guarecerse del frío, y las mas ancianas y menos convincentes solicitando socorro cargan  estera durmiendo en corredores en casas cercanas a los templos que abundan en la ciudad de unos sesenta mil habitantes. Desde muy temprano deambulan por las mismas calles en búsqueda de bebidas calientes que ofrecen algunas organizaciones no gubernamentales que subsisten con donaciones de turistas y mochileros europeos que descubrieron este fenómeno social que convirtió a las viudas en invisibles, y, aunque el Estado ha legislado reconociendo los derechos sucesorios, las costumbres, la intimidación, el desalojo, desaapropiación y la exclusión social, prevalecen sobre la ley.

 

23 de junio día internacional de las viudas

 

Históricamente fue la mujer botín de guerra, sumado que en algunas culturas  son las  mas vulneradas en su derechos; vergüenza humana que obligó a la ONU a designar el 23 de junio, desde el 2011, como el día internacional de las viudas, por ser ellas, las victimas de tradiciones culturales abusivas, las empujadas a estados de pobreza e indigencia, las dolientes de las guerras con sevicia para asesinar a los varones, y las potencialmente victimas en términos de derechos humanos.

En India, Bosnia, Herzegovina y Uganda, el anhelo de las organizaciones que protegen a la mujer, sueñan que de sus diccionarios y lenguas, desaparezca el termino “ viudas” por la connotación que en esas culturas tiene ese estado civil que  sindica a la mujer-viuda como inútiles y desfavorables, aislándolas y convirtiéndolas en invisibles.

Las viudas bosnias de la guerra 

La guerra en Bosnia y Herzegovina dejó siete mil varones bosnios musulmanes masacrados- hermanos, hijos y esposos-, cuyos restos fueron dispersos, y sus viudas, llevan dos décadas buscando y sepultando a pedazos a sus amados esposos. La guerra que duró tres años, en una sola semana, del 11 al 19 de julio de 1995, fueron asesinados los varones de la ciudad de Srebrenica y sus alrededores.

 

Mirsada Uzunovic y su pequeño hijo, fueron testigos cuando Ekren –el esposo y padre-  abandonó despavorido el hogar y corrió por el bosque cercano en donde fue cazado con otros centenares bosnios. Una década después, ella recibió una llamada  del centro de identificación forense que le anunciaba que habían encontrado restos de Ekren. Ella no comento a su hijo, tampoco a los vecinos y compañeras del calvario. Su silencio se prolongó por tres meses, tiempo en el cual, poco durmió soñando despierta contemplando los recuerdos gratos de él, y llorando una y otra vez la ausencia definitiva del esposo, cuya muerte produjo que de su boca disminuyeran las palabras y los ojos fuesen manantiales de lágrimas sin consuelo para acallar los gritos de la ignominia.

 En un acto publico que se celebra el 11 de cada mes, en la ciudad de Potocari, a unos kilómetros de Srebrinica, Mirsada Uzunovic recibió una parte del cráneo del esposo, en el 2003 que, junto con 600 féretros mas, fueron sepultados, luego que fueron identificados y dado a conocer al mundo la forma como fueron masacrados estos bosnios varones, unos hijos, otros hermanos y los demás, esposos. Cuatro años después, recibió la segunda llamada en la que le anunciaban que habían identificado los huesos de las cadera y el fémur de su esposo; pero esta vez, ella se rehusó a realizarle un segundo funeral, por considerar que aun no había suficiente de  Ekrem, un hombre alto, blanco de ojos verdes, fornido y amado por su familia y amigos, cuyos restos junto con centenares mas, terminaron en tumbas masivas, y que los líderes serbios de Bosnia, preocupados que encontraran esas tumbas, ordenaron que se desenterraran los cadáveres y vueltos a enterrar, dispersándolos por toda la campiña; y al hacerlo, destrozaron los cadáveres que, una vez identificados, sus pedazos, los van confiando en la medida que los van encontrando,  y dando a los deudos para ser enterrados en un cementerio tendido en una de las laderas de la ciudad que tendrá la marca de la violencia religiosa y étnica de ese país, otrora comunista.

 

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Cuando se celebraron los 20 años de este genocidio masculino había 6241 tumbas listas. En esa efemérides de la vergüenza humana, 136 féretros verdes cubiertos con bandera del mismo color, sagrado para los musulmanes. Uno de ellos estaba identificado con el 59, y en él, los restantes restos de  Ekrem Uzunovic.

Fue una cálida mañana, sin nubes y menos frío. Mirsada Uzunovic buscó entre el sin numero de tumbas, la marcada con el nombre de su esposo. Ésta estaba abierta. Y en ella, junto con su hijo depositaron el resto de huesos sumados, la cubrieron, con ayuda de solidarios brazos, con la tierra negra de la ignominia, y cerca al destino final de uno de los espejos de la vergüenza humana, su hijo colocó una silla, y en ella, la viuda se sentó  a recibir las condolencias murmuradas de conocidos, extraños y curiosos, cuyo saludo fue interrumpido por el imán que llamó a los presentes a una oración por los caídos, plegaria a la que miles de personas se inclinaron simultáneamente en esa ladera que muestra lo inútil de las guerras.

Las viudas de Uganda, objeto sucesorio

Tumushabe Clare y sus seis hijos fueron testigos de la muerte del esposo y padre por un agudo dolor de cabeza que no fue tratado oportunamente en el hospital del pueblo. Luego del funeral, estando embarazada, fue convocada a una reunión con los miembros importantes del clan del fallecido. Le informaron que los  hijos, desde ese momento, ya no le pertenecían, sino a ellos; le ordenaron mantener sus manos alejadas de todas las cosechas sembradas en la parcela familiar, puesto que ya no era suya, y le notificaron, que el hermano mayor de su esposo, 20 años mayor que ella, se mudaría de inmediato a la casa del difunto a tomar posesión, y que la tomaría como  la tercera esposa.

El terreno, alrededor de una hectárea que el esposo había heredado del padre, al igual que el café, la yuca y demás cultivos de la parcela, junto con la viuda y sus hijos, por tradición debería pasar a la familia política, pero ella, una mujer sumisa hasta entonces, se atravesó a la costumbre, y en vez de aceptar el despojo, alegó que tenía evidencias que su difunto marido había dejado un testamento que la reconocía como única dueña para seguir cultivando y prodigar la comida para sus seis hijos y la que venía en camino.

Los hermanos del difunto, tercos en mantener la costumbre, delegaron a uno de los menores a hacer el desalojo con una acción violenta en la que la viuda resultó herida, mas no muerta como era la intención de quien le informó que ese día se convertiría en compañía del hermano fallecido, y que éste no vendría en su auxilio. La viuda no se quedó callada y lo denunció en el tribunal cercano.

La agresión física a la viuda sirvió para que se investigara la causa que la originó, y el agresor que la hirió con una panga, recibió su castigo encerrado por un año, mientras la familia política de la viuda se corroe de ira, y el investigador del caso que demostró el intento de robo de la propiedad, logró protección para la viuda y sus hijos, quienes, como el veinte por ciento de los  39 millones de Ugandeses viven en el campo en parcelas pequeñas que siembran para cosechar los alimentos y tener leña para cocinar.

La Constitución del país esta redactada en un ingles florido, y en ella se reconocen los derechos de los herederos, pero la difusión de la misma entre los campesinos, hasta ahora lo vienen haciendo jóvenes ugandeses que lograron estudiar y están vinculados a organizaciones no gubernamentales para la defensa de la mujer que están financiadas con ayudas internacionales.

Las privaciones, la ausencia del esposo en el hogar, el trauma, el aislamiento y la privación financiera que acompañan a las viudas en algunos distritos de India y en Uganda, además del estigma de la mala suerte, las consideran a las viudas, malditas. 

La Fundación Loomba que proporciona apoyo internacional a las viudas, calcula que hay actualmente 259 millones de viudas en el mundo, las cuales, no reciben apoyo ni solidaridad, ni reconocimiento como un problema social derivado de las costumbres ancestrales de los clanes que las convierten en un objeto sexual en Uganda, y en India, en una pordiosera muerta en vida, en estas culturas las viudas son personas invisibles para la sociedad.

 

San Gil, marzo 19 de 2017

NAURO TORRES Q. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

martes, 21 de febrero de 2017

A mi profe no le gusto mi escuela

A mi profe no le gustó mi escuela por estar en medio de una hermosa vega del rio Opón, por estar rodeada de colinas ocultas por árboles frondosos, gruesos y altos en los que juegan los micos aulladores, cantan  las guacharacas, se esconden las manadas de cafuches, cazan las culebras y hacen sus madrigueras los tinajos y armadillos. A mi profe no le gustó mi escuela por estar levantada por los mismos padres de familia en medio de una hacienda en la que pastan novillos de engorde y tener cerca un bosque de solera, una madera apetecida para construir muebles que embellece la playa del río en el que pescamos en verano cada año.

 Estudio de caso: Huerto escolar y finca de café | UNICEF Honduras

Mi profe llegó a mi escuela después de dos intentos por lograrlo, y se regresó tres días después para nunca mas volver. Era un jueves de una semana de octubre del año en el que el gobierno de Colombia, firmó unos acuerdos de paz con un grupo alzado en armas desde que nació mi abuelito Serafín, quien me ha contado de la violencia que sembraron y los jóvenes que reclutaron sin contemplación en las veredas de Velez, Landazuri y Cimitarra en Santander. 

Ese ultimo día de mi profe, o sea el tercero de ella en mi escuela, ella, nos esperaba en el improvisado patio de la casa de material, -la única que existe en la vereda con algunas comodidades para vivir- nos recibió con amor anunciándonos que nos quería mucho y que nosotros debíamos corresponderle porque se encontraba sola  y triste. En ese momento arribaba a las orillas del río Opón, la Toyota, que cada día, llueva o truene, llega como el único automotor, a recoger la leche que las señoras o los niños que no alcanzaron a hacer el quinto de primaria, transportan en bestias desde sus finquitas en canecas azules plásticas que  cargan sobre un jais de tubo o amarradas a la cabeza de la silla de montar en las bestias que son el único medio para movilizarnos con alguna rapidez o para trasladar el cacao, el plátano, la yuca, el maíz y el mercado de tienda..

Ella, mi profe, ese día estaba vestida de blusa blanca con manga corta con un yin pre-lavado desteñido tirando a azul; tenía el pelo recogido y usaba unos tenis también azules.   Al ver la lechera, ella pensó en su hogar, en sus hijas, en su tierra y unas lagrimas aparecieron en sus tostadas mejillas, y sin  comprender, ella me ordenó ir hasta el carro a solicitarle a Cesar, -el chofer de la lechera- que la esperara. –Yo pensé que iba a solicitar un favor o a encargar algo del pueblo que esta a tres horas, en la misma lechera-.

Mientras yo observaba desde el bosque de solera en donde el carro acababa de cargar la leche de las fincas vecinas, mis compañeros de escuela, salieron en procesión con mi profesora. En romería hacia la Toyota encabezada por mi profesora. Ella llevaba colgando del hombro derecho un bolso de tela con flores impresas; el mismo bolso, tal vez, con el mismo contenido que traía el día lunes cuando arribo a la escuela a la misma hora en que había decidido abandonaba.

Los demás niños de la escuela, al igual que yo, no alcanzamos a comprender lo que estaba pensando y decidiendo la profesora, pues estábamos muy felices de regresar a la escuela, luego de dos meses sin maestra; la que había llegado a principio del año, concursó y fue nombrada cerca a la capital del departamento.



Mi profesora, abrazó llorando a quienes encontró cerca y se despidió justificando su partida de la escuela porque  ella venía de la capital de Valle de Upar, nunca había estado en el campo, tenía una familia amaba y extrañaba y tenia miedo de vivir sola en la habitación de la escuela porque la batería de baño era la misma de los niños, debía bañarse a la intemperie, la cama es cuatro tablas sobres unos bloques, no había fluido eléctrico y la casa mas cercana estaba a unos cien metros.

Las setenta y dos horas que estuvo mi profesora en la escuela fueron suficientes para regresarse a Bucaramanga. 

Ella nos contó el primer día que estuvo en la escuela que la Secretaría de Educación de Santander le había dado la oportunidad de trabajar en el departamento, y ella, había escogido una escuela del municipio de Vélez con el nombre “Puerto Rico” que, en el mapa, aparecía muy cerca al casco urbano. Luego de cinco horas de viaje desde Bucaramanga había llegado a Vélez, y ese mismo día se presentó al jefe de núcleo escolar, quien, luego de contestarle el saludo, le recriminó por presentarse tres días después de posesionarse como empleada oficial de libre remoción. En esa oficina fue informada  que para llegar a la escuela escogida tenía que viajar a la vereda del mismo nombre, la vereda Puerto Rico.

Para arribar a la escuela, debía tomar desde Vélez una buseta hibrida, es decir, una buseta con estructura de madera y motor de camión armadas en San Gil y aptas para transitar por las trochas de la provincia de Vélez, atravesar el municipio de Landazuri y llegar a Cimitarra a abordar otra buseta de similares características, a las doce del día, y luego de tres horas de viaje, llegar a un punto conocido como la Tienda, y de allí, caminar dos horas largas hasta la escuela de la vereda Puerto Rico del municipio de Vélez.

Mi profe hizo el primer  recorrido, pero cuando llegó a Cimitarra, ya la buseta había partido a la vereda. Como mi profe llegaba con poca plata, tomó la decisión de regresarse a Bucaramanga para intentarlo una segunda vez, al otro día. 

Mi profe tenía interés en trabajar, pero en el segundo intento, regresó a Cimitarra, otra vez después de las doce del día. Mi profe lloró nuevamente al ver su suerte, o mejor, el descuido. En la agencia de Cotransricaurte, buscó ayuda, y allí le pusieron en contacto con el presidente de la Junta Comunal que ocasionalmente acababa de llegar al casco urbano. Jorge Medina, el joven dirigente, le ofreció apoyo económico para cenar o hospedarse, y le informó como llegar a la escuela en camioneta

Una camioneta que recoge leche en la vereda, parte de Cimitarra a las tres de la mañana. Mi profe, estaba lista desde las dos de la mañana, y de esa manera llegó al lugar del trabajo y conoció nuestra escuela, pero no le gusto a mi profe mi escuela. 

No quiero nunca irme a la ciudad, quienes viven allí, no conocen ni disfrutan la belleza del campo, pero quienes vivimos en las montañas de Colombia, pocas oportunidades tenemos de estudiar para ser maestros, pues en nuestro caso, en la provincia de Vélez no hay escuela normal cercana, y son contados con los dedos de las manos los maestros que llegan a las escuelas dispersas en las montañas del Opón, que se amañen y se estén un par de años en la escuela a donde llegan por necesidad de trabajar.

NOTA: las ilustraciones que acompañan este texto, son de propiedad del diseñador gráfico, Luis Domingo Rincón: Domingó, publicadas con su consentimiento.


Puente Nacional, finca la Margarita, enero 8 de 2017.


El parasitismo del plagio intelectual

  El apropiarse de los méritos de otro u otros, el copiar y usar palabras e ideas de otros y sustentarlas o escribirlas como propias y usa...