Llegó en el tren de pasajeros del medio día a Providencia
en febrero del 1.965. A Puente Nacional, Santander, arribó proviniendo de Bolívar,
su tierra natal a donde había regresado a despedirse de sus padres luego de
contarles que se había posesionado como maestro de primaria en la Secretaría de
educación departamental, gracias a las atenciones que sus padres brindaron a un
senador de la Nación que pernoctó una noche en la pensión familiar y notó que
José, ya volantón y egresado de la básica secundaria de la Escuela vocacional
de Alto Jordán, era amable e inquieto y había logrado estudiar el bachillerato.
Los niños de los grados cuatro y quinto de la recién
construida escuela veredal, acudían diariamente a la construcción con la
esperanza que llegase la maestra. Al medio día, los que vivirán en el poblado
eran los encargados de hurgonear si en el tren llegaba un desconocido con cara
de forastero.
Era lunes, día de mercado en Puente Nacional. La
locomotora a vapor movida por carbón mineral y leña trepó cansada tirando doce
vagones pintados de verde selva y techos de vejez. De los últimos vagones con
tiquetes de primera, no se bajó ninguna alma. De los cuatro del medio, se
bajaron con sus canastos y costales con mercado los señores de las veredas
circunvecinas. Y en los cuatro primeros, los de tercera, atiborrados de
mochilas, capoteras y costales, se bajaron quienes pagaban menos porque
viajaban en vagones con bancas de madera.
Los conocidos se explayaron primero. En el estribo
del margen izquierdo del primer vagón del tren de pasajeros apareció un mozo alto
y moreno con mirada penetrante y curiosa portando en la mano derecha una maleta
de cuero con correas. Vestía pantalón azul oscuro, zapatos negros luciendo una
impecable camisa blanca con manga larga y mancornas a la muñeca.
Descendió curioseando para todos lados escudriñando
el entorno. Se dirigió a la oficina del jefe de estación. Se le presentó anunciándole
que era el maestro designado para el grupo de cuarto y quinto de varones del
corregimiento de Providencia. Solicitó información donde podría almorzar y
conseguir hospedaje cerca a la escuela.
Alimentación consiguió en el restaurante de Hermensia
Velandia, una viuda de la violencia del 48. Una habitación arrendó en la única casa
de ladrillo levantada en el poblado, la de Campos Sáenz, hermano del jefe de la
estación.
El martes, antes que un trozo de varilla de media
pulgada se estrellara caprichosamente contra un pedazo de riel de la red ferroviaria
que descansaba silencioso en un alambre abrazado a un seco palo de arrayan que
actuaba como gendarme en el patio pavimentado de la escuela, los niños de los
dos grados superiores esperaron al maestro forastero en la loma del poblado
para saludarle y acompañarlo al salón ultimo que servía de mirador a las aguas caprichosas
de la Luzarda que se descolgaban silenciosas cañada abajo por el lindero de la
zona escolar.
La maestra encargada de la dirección de la escuela
hizo tintinear a la varilla contra el pedazo de riel, tres veces consecutivas. El
ruido de los golpes retumbó en las cimas que vigilaban la escuela y por las que
se descolgaron corriendo los niños que venían tarde a clase.
La formación por cursos en el patio ocurría antes
de ingresar a las aulas. La maestra, muy perifollada y perfumada, con voz de cabo
ordenó formar en silencio y rapidez, mientras las demás maestras permanecían atentas
a los niños sin perder de vista al forastero varón que llegaba por primera vez
a la municipalidad a ejercer el oficio propio de las damas.
El forastero luciendo un peinado de medio lado, un
pantalón con perfectos quiebres y una impecable camisa azul, acogió la invitación
de la maestra y agradeció la presentación ante el estudiantado. Desde ese
instante empezaron los escuelantes a conocer al nuevo director de la escuela y
profesor de los grados cuarto y quinto de primaria provenientes de cuatro veredas
vecinas.
El aseo, la presentación personal, el caminado, el
trato entre si y con las niñas, el respeto al otro, el aprecio a los mayores, el
reconocimiento de la cultura veleña, el amor a la patria, el avivamiento
religioso, fue rápidamente asumido por los estudiantes por la persistencia y
ejemplo del maestro forastero.
La lectura en voz alta, en silencio; la curiosidad
por los misterioso y lo evidente la empezó a sembrar el forastero. La
competencia en todo, el desarrollo físico, los deportes, los paseos, la contemplación
del entorno, se fueron convirtiendo en valores hasta ahora desconocidos por los
escuelantes, hundidos en el miedo, la desesperanza y la incertidumbre.
Contemplar las formas y follajes de los arbustos,
pastos y maleza y hacer un herbario, fue una meta. Buscar, disecar, ordenar y
hacer un insectario fue otro producto que debía hacer cada alumno. Acariciar la
tierra, untarse sin vergüenza, diferenciarla para diversos usos; prepararla,
abonarla y dejarla descansar para las siembras se aprendió en clase de ciencias
naturales.
El basquetbol, el atletismo, fueron deportes que
entrenó convirtiendo a los niños en competitivos a nivel provincial.
Fueron pocos los años que estuvo el maestro
forastero en la escuela de Providencia, pero suficientes para cambiar la vida
incierta de los niños del campo empoderándolos con sus habilidades y con el
estudio.
Por primera vez de las tres veredas hubo niños que cursaron
el bachillerato y otros cursaron universidad. Todos en los oficios escogidos,
por necesidad o por habilidad, tornaron en exitosos.
Del maestro de Bolívar se supo que fue trasladado a
otras localidades. Luego se convirtió en maestro sindical a nivel
departamental. Los estudiantes cada uno construyó su destino en diferentes espacios,
la mayoría en Colombia, y un par en el exterior. Pocos mantuvieron contacto
entre sí hasta hace pocos años que se volvieron a encontrar en la escuela de Providencia
el 17 de marzo de 2.018 para celebrar el cumpleaños al profe de Flores.
Transcurría septiembre de 2.017. Fue un martes en
la tarde. Estaba en el segundo piso de la notaria segunda de San Gil, revisando
unos papeles. Concentrado leyendo lo entregado por la escribiente notarial,
escuché a mi profe de quinto de primaria. Su voz estaba grabada en mi memoria,
y al oírlo, los recuerdos invadieron mis pensamientos, pero no lograba recordar
sus apelativos. Presenté excusas a la escribiente y a quien esperaba mi firma
en notaria. Debía ausentarme unos minutos. Era impajaritable abandonar la
oficina. No habría otra oportunidad para mirar y abrazar a mi profe de quinto
primaria. El forastero que llegó en el tren del medio día a Providencia, mi
tierra natal.
Mientras bajaba la escalera recordé que mi profe había
nacido en Flores, un pueblo histórico, paso obligado a la región del Carare en
la provincia de Vélez, en la época de la colonia; incrustado en la cordillera
oriental, y como el relleno de un sándwich, desaparece lentamente entre los
poblados de Bolívar y Landázuri.
Recordé que a mi profe se le dio el milagro de estudiar
gracias al párroco de Vélez, en ese entonces, quien lo recomendó con el
sacerdote Alberto Cortes de la comunidad Salesiana, quien regentaba el colegio
agropecuario de El Guacamayo en la provincia comunera de Santander al que
llegaban los niños sanos de Contratación. Allí cursó los básica secundaria y luego
terminó en la vocacional Alto Jordán.
Mi profe no mostró vocación monacal, pero soñaba que
podría pescar aspirantes al mundo clerical. Y se puso en esa tarea de inducción
a los chicos del curso ultimo de la escuela, y los fue cautivando.
Un jueves del año 1.967, en el mismo horario y en
el mismo tren, arribó en el ultimo vagón del tren de pasajeros del medio, un
levita de mediana estatura, mayor edad con voz cadente de boyacense revestido
de sotana negra atada al cuerpo con botones infinitos de pies hasta el cuello,
canoso y con tonsura tan redonda que un compañero de pupitre atinó a calcular
el radio de la circunferencia que destapaba segmento circular del cuero cabelludo,
signo en ese entonces de santidad y reverencia.
Ese clérigo con caminado lento pero seguro portando
un maletín de mano tan negro como los terrones de cascajo negro, en el camino indígena
de la miel y de la sal, en donde, en invierno, las mulas cargadas con zurronadas
de miel, se enterraban hasta la pechera para ser removidas por el arriero y el
sangrero responsables de las dos yuntas de mulares que transportaban el dulce
de caña de tierras medias al paramo de Ubaque-merchán, una vez en la semana, se
acercó al jefe de estación a preguntar por el presidente de la Junta comunal y
el profesor de quinto de primaria de la localidad.
En las primeras horas de la tarde de ese día, el profesor
de flores presentó en el aula al sacerdote salesiano con rostro angelical. Habló
de la importancia del estudio; de la vida de Domingo Sabio, de María Auxiliadora,
de San Juan Bosco y de mamá Margarita. Insistió en la importancia de la ciencia
y el fin de los estudios para los jóvenes.
Al siguiente día el sacerdote estaba en el aula
junto al profesor esperando a los niños. Al terminar la primera jornada el
levita visitó algunos hogares junto con el maestro de flores. Estaban los dos
reclutando niños para el colegio salesiano de Mosquera en Cundinamarca al que
llevaban niños de recónditos lugares para formarlos como hermanos salesianos y
adiestrarlos en diversos oficios en maquinaria proveniente de Alemania.
Por las afinidades políticas y religiosas, mis
padres escucharon a los visitantes, en particular al maestro de flores y en
especial al sacerdote que actuaron como tenazas para convencer a mis padres que
mi futuro estaba en los libros y aprender un oficio.
En un baúl de pino armado por el carpintero de la
vereda, viajaron mis escasas pertenencias personales. En un costal cafetero viajó el viejo colchón
tejido en fique que fue de mi padre siendo chulavita. Terminé el bachillerato
en la municipalidad que lo hizo Gabriel García Márquez y Gustavo Petro, el
municipio de la sal bigua y en donde se firmó -con engaños- la claudicación de
la revolución comunera en 1.781.
Hoy, estoy presente con mi hijo mayor y la nuera y
mi esposa e hijo menor, celebrando con los hijos el cumpleaños del forastero.
Los ochenta años del profe de flores. Hoy nos congratulamos con el cumpleañero
y en nombre de tantos niños campesinos que fueron tocados por la sapiencia del profe
de Bolívar, el profe de Flores, nos congratulamos y damos gracias a Dios por la
vida del profesor José Manuel Suarez Serrano. Nos alegramos con la profesora
del Valle de San José, Nelly Santos que supo cautivar y enamorar al indómito carare.
Y como Yesid, Laura Y José junior, los hijos del hoy homenajeado, nos unimos en
canticos de alegría al confirmar que coronó los 80 años tan rezóngate y lucido,
quien, en los postreros tiempos de nuestra existencia, logramos establecer
sinergias que nos acompañaran hasta la tumba.
Gracias, familia Suarez Santos por hacernos
participes de esta merecida celebración a mi profe de flores.
Mesa de Los Santos, marzo 19 de 2.022