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jueves, 3 de noviembre de 2016

Homenaje a la madre muerta



“Auras del Fonce” fue una revista del Colegio San José de Guanentá a mediados del siglo pasado. Tengo en mis manos una colección incompleta de unos veinte ejemplares, que además de informar, es una autentica muestra de la riqueza literaria de la época.

He tomado de la 362 del numero 46 del año XI en  circulación de agosto 3 de 1934, el discurso  escrito por José Manuel Prada con ocasión del día de la madre proclamado en el cementerio de la villa del Fonce, por el alumno del grado 6o. de ese entonces, hoy equivalente del grado 11o  del sistema educativo colombiano.

Lo traigo al presente para que el lector compare en la redacción los resultados de la formación en el lenguaje, en ese entonces, a la que reciben hoy los estudiantes con mas materias en el pensum que días de la semana.


Quienes no tienen en sus haberes esenciales la presencia física de la madre es, esta ocasión una oportunidad para recordarla. Y quienes hoy tienen la fortuna de contar con la madre viva, den gracias al Altísimo por esa bendición. Y quienes la tienen y la conservan en el cuarto del olvido sirva este texto como una excusa para retomar los lazos del afecto y la conciliación. En Santander hay un dicho: “ madres solo hay una, un padre puede ser cualquier bolsón”.


Ante la muerte como fenómeno inevitable de la vida, ese apetito humano por el tener y acumular y esa indiferencia ante el sufrimiento humano de los otros, esa valentía que ha llevado a muchos al cementerio, los humanos terminamos en igual condición, nacimos sin nada y nada se lleva con la muerte. Solo quienes han desarrollado la espiritualidad y creen en la trascendencia tienen la fe que vuelven a la luz de donde provinieron.

“Henos hoy aquí ante la playa del eterno río, ante esa playa que el dolor sombrea, en esa playa en la que tantos seres queridos, náufragos en el mar borrascoso de la vida, han venido a perecer. Aquí declina el sol de la existencia humana entre el arrullo triste y lúgubre del silencio, entre el soñar de los melancólicos árboles, entre las oraciones de los seres piadosos y entre el llanto de los seres que aman; aquí reposan los restos de los seres que nos fueron caros y que la parca muerte los arrancó de este mundo para transportarlos  envueltos en cendales de luz a las alturas, aquí señores termina la ardua tarea de una vida; aquí la flor que ayer aparecía lozana  en el bello jardín de la existencia, mustia y desojada pasa a ser el alimento de la madre tierra; aquí mueren las ilusiones terrenales, los honores, la pompa, la opulencia; pero aquí también señores, se eleva un himno a la inmortalidad , al amor, al recuerdo.

Hoy  venimos aquí donde la tristeza habita; venimos a ofrendar a las madres muertas, una oración que unida al “deprofundis” del silencio se eleve a las alturas; hoy llenos de dolor, los que sabemos lo que significa la perdida de un ser querido como es la madre, y llenos de temor los que aún no saben ¡cuan cruenta es la pena que  experimenta el alma¡  Cuando ese ser  a quien dotó el altísimo de ternura sin par se aleja de la vida, penetramos a este recinto a orar y a meditar y a llorar por las madres que ayer cruzaron con nosotros, siendo nuestra dicha y ventura, y el frío soplo de la muerte las alejó hacia mundos de perpetua claridad y de gloria.

Señores: entonemos el canto del recuerdo y cubrámonos con el manto de la evocación: dejemos que esa madre aparezca hoy mas que nunca reflejada en la pantalla de la añoranza, y después de rogarle que desde la eternidad nos guíe, unamos una oración al llanto y roguemos por ellas al compás del dolor que nos traspasa.

Trasladémonos por medio de la imaginación a nuestra tierra natal y allí contemplaremos, los que hemos perdido a nuestra madre, esa fría loza que guarda un corazón que se incidió en amor, y allí oraremos y con el llano que el dolor desgrane, empaparemos la tumba de esa mujer que fue para nosotros, la esencia del cariño concentrado, un lucero caído de la altura y una rosa enviada de los cielos. Ellas no han muerto, viven con nosotros y guían nuestra frágil existencia hacia el puerto feliz de la eternidad.


Mas, señores, hay un consuelo: para los que sabemos amar nunca hay ausencia pues sabemos valernos del recuerdo para penetrar mas allá de la muerte, más allá del silencio, mas ella del olvido. Para nosotros esa madre que ayer alzo vuelo hacia la altura,  a diario vive en nuestra mente y a diario recibe el tributo de nuestro amor allá en lo profundo del alma, amor que se manifiesta con la evocación o con el llanto que es el único digno de ofrendarse en el altar purísimo del alma.

Oremos pues, por ellas, y lloremos por ellas y digamos: “Que las que viven gocen de la paz y el honor, y las que ya murieron, que las bendiga Dios”.

Una vez leído e imaginado, sentido y admirado, el lector gozará con sus propias conclusiones que invito comparta con los demás dejándolas en un comentario”.
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San Gil, octubre 18 de 2015

lunes, 24 de octubre de 2016

Una custodia en el camino

Una octogenaria en el corazón de los caminantes
 
 
 
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La señora María Custodia Quintero de Torres, arrastra sus 90 años y no falta a la celebración eucarística, ya sea en Providencia o en Quebrada Negra en Puente Nacional, Santander. (fotografía de Vitalia González)

Una niña de piel blanca ojos claros, cabello negro torcido en cachumbos, labios armoniosos y cuerpo proporcionado, llama la atención a quien le conoce. Y una señorita bien hablada, emprendedora y hábil para las cuentas y la atención al publico, se hace mas atractiva para los foráneos; pero como si el entorno no cambiara, las niñas del campo y los poblados distantes de las urbes, pierden el horizonte ante el uniforme y el poder que dan las armas.
 
María Custodia no fue esa excepción en enamorarse, pero lo fue al encontrar a un joven de la misma condición que la enamoró por 64 años y la ama  eternamente.
 
Quienes le conocieron de joven esposa, le vieron trabajar a la par con el marido haciendo un capital; mientras el esposo sudaba en etapas de la vida como arriero, como agricultor, como cafetero, como ganadero, ella, lo hacía como tendera, como panadera, como jardinera, como modista, como cocinera, como comerciante y productora de gotas de leche. 
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64 años de vida matrimonial celebraron, Miguel Agustín Torres Torres y María Custodia Quintero de Torres. (Fotografía del archivo de la familia)

Por años, mientras los hijos intentaban hacer las mismas faenas, los esposos: Agustín y Custodia vivieron juntos los diferentes momentos de la vejez que superó los ochenta años. Los veían madrugar a escurrir las flacas ubres de una vacas cada vez mas negras y mas enjutas. Los veían cercando y desmatonando los potreros a mano. Los veían intentando hacer la labranza anual o correr tras una gallina para darse un banquete, ocasionalmente.  Los veían ir a pie a Peña blanca, a Puente Nacional a los funerales de un compadre o camadre o amigos que partieron primero.
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Cada madrugada camina con dificultad hasta el potrero a exprimir los famélicos  ubres de sus escuálidas vacas con la ilusión de exprimir un litro de leche que envasa impecable en un botellón blanco al lechero de siempre que le paga cada ocho  días $ 650.oo que representa unos centavos mas que un octavo de dólar. Igual pago reciben otros octogenarios que viven y laboran en el campo con menos de 7 dólares al día.
 
Ya con la carga de los años, los caminantes y viajeros en auto, cuando descienden o trepan por la vía que une a Puente Nacional con Sutamarchan, los miran escondidos o como parte del paisaje del denso jardín que crece al frente de la tienda la Esperanza, la casa de barro que ellos mismos fueron construyendo con los años, y que ella, Custodia pinta cada cinco años con colores encendidos para  mostrar la vida con alegría.
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Él, se le veía sentado en una vieja mecedora de pino del color del partido del cual formó parte, y ella, al lado en una silla del color del partido opuesto. Se les veía sentados después del almuerzo y en las tardes como si estuviesen contando los días y los meses que faltan por vivir. Otros los veían como un par de ancianos esperando al cliente de la tienda para entablar cualquier conversación, o para gorrearle una pola, pues fue la única tienda de la región en donde quien comprara una cerveza, debía ofrecer otra a los dueños.
 
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El jardín y sus variedades adornan la vivienda campesina, que es apreciado por turistas ocasionales que, además de encontrar especies exóticas, pagan por una mata, lo que ella recoge en tres meses con el pago del litro diario de leche, el cual no puede faltar al lechero cada día, o si no, no la vuelven a recoger. ( fotografía de Vitalia González, 2015)
 
Agustín, el joven campesino que la enamoró y la conquistó la hizo olvidar sus planes como comerciante en Guateque, Boyacá, convenciéndola en hacer vida marital en una vereda de Puente Nacional, viviendo primero en la casa materna, posteriormente en una pieza en la casa vecina hasta que lograron hacer dos piezas en adobe a las que se trasladaron con el pequeño primogénito y una vez terminada la casa, vivieron ella, siempre. 
 
 
Recordada por sus hijos como la madre dura, sarcástica, despectiva en palabras pero blanda en sus afectos; recordada por los nietos como la abuela del genio explosivo, recordada por los hermanos como la trabajadora incansable, recordada por las personas que le conocieron como la señora que tenía un tratamiento con hiervas para cualquier dolor (http://naurotorres.blogspot.com.co/2015/09/chirrinchi-el-que-llama-los-espiritus.html), inflamación, renguera o enfermedad viral. Conocida por otros como la campesina de la  Nueva Esperanza que preparaba “el custodio”, un aguardiente casero al que le adicionaba siete plantas que lo convertía en vigorizante para quien lo consumiera. Dicen quienes lo consumen y superan los sesenta años, que dicho “chirrinche” es un larga vida; pues los mismos viejos  siempre tomaban una copa todos los días a las cinco de la mañana para iniciar las labores diarias, superaron los 85 años de vida, productiva viviendo solos los últimos cuarenta haciendo todos los quehaceres de la finca.
 
 
De Boyacá, sumercé 
 
 
María Custodia Quintero Sánchez de Torres, nació el 28 de octubre de 1931 en el municipio de Sutatenza, Boyacá; hija de Marco Aurelio Quintero e Isabel Sánchez, de quienes fue la mayor de las mujeres. Creció en la labranza entre las melgas de alverja, maíz, habas, papa y lenteja que crecían en las dos cosechas anuales que lograban en una parcela que no superaba una fanegada y de la cual, los abuelos alimentaron a Félix, Fidel, Custodia, María Precelia, Ana Delia, Ana Rosa y Marcos Aurelio; los hermanos.
 
Como hermana mayor debió asumir los oficios de la casa desde muy niña. Debía traer en chorote el agua desde el aljibe, ayudar a preparar los alimentos, lavar la loza y hacer el aseo del rancho de zinc y bareque que muchos años después de la muerte de los abuelos, se conservó como recuerdo, pero que desapareció bajo las llamas de un pirómano transeúnte.
 
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  En sus años mozos, ella, la Custodia del camino gozaba de singular belleza caracterizada por los cachumbos negros que protegían el terso rostro de una joven blanca con ojos verdes. /fotografía de la familia 1953)

Decisiones que cambian el rumbo de la existencia
 
Debería rondar por los diez años de un abril cuando, en los descuidos normales de una niña, se le rompió el chorote en el que traía el agua al rancho para lavar los tiestos y la olla de barro en la que preparaban los alimentos. La ruptura del chorote, llevado desde Ráquira, la hizo merecedora de tremenda fuetera que el padre Marcos Aurelio le propinó por el descuido. Pero, precisamente, ese día en la tarde, cuando se disponía a colocar la loza y las vasijas en el tendal donde usualmente se ponían para el secado, en otro descuido, la olla en que hacían la mazamorra terminó quebrada en el piso de tierra y el fogón apagado con la sopa para la familia.
 
 
Ella pensó que otra tanda no aguantaría su flaca y frágil humanidad y decidió escurrirse del rancho, sin dar aviso ni al hermano mayor. Pero su primer escape fue a las melgas de la sementera que circundaba la vivienda, y en una de ellas, permaneció hasta el otro día, para ponerse luego a merodear por las orillas de la carretera que une a la cabecera municipal con Guateque, allí fue contactada por una mujer que pasaba por allí que, al ver la desorientación de la niña Custodia se aprovechó de su necesidad e ingenuidad y la indujo a abandonar a sus padres.
 
 
Ese mismo día huyó a hurtadillas. La aprovechada mujer se la cargó para Villavicencio, poniéndola al servicio domestico, trabajo con el cual debió pagar los pasajes, la ropa y las piezas de vestir que quemó mientras aprendía a aplanchar con elemento eléctrico. En esa ciudad, cuenta ella, duró varios años pagando con trabajo el errado favor de abandonar a los padres por evitar otro castigo, causa por la cual muchos niños abandonan sus hogares.
 
 
Cuenta ella que ya había pagado las deudas impuestas cuando conoció otra señora visitante que tenia negocio de comida al servicio de los obreros que trabajaban en la construcción de la represa de el Cisga, lugar cundinamarqués cercano por donde se accede hacia Guateque y Garagoa. Allí, trabajó como muchacha del servicio otro par de años aprendiendo los pormenores del negocio de abarrotes y restaurante para independizarse después al regreso a Guateque en donde montó uno en el que conoció al que fue su compañero, esposo y amigo de toda la vida, Miguel Agustín Torres Torres con quien contrajo matrimonio el 24 de noviembre de  1.950.
 
 
La señora Custodia, como es conocida, es una mujer hábil en todos los oficios del hogar y del campo. Puede hacer varios oficios alternados a la vez. Cocina con facilidad para una o varias personas, competencia que conservaba a sus 85 años. Ya superando las tres partes de un siglo, sigue arreglando la ropa, aseando la casa, viendo los ganados, inyectando, purgando, ordeñando y hasta sacando los terneros cuando vienen atravesados, como en sus años mozos, evidencia que muestra para evitar que, quienes tienen la responsabilidad de cuidarla, le brinden poca ayuda y auxilio para no deber favor a nadie. 
 
  

Una  generosa señora.
 
Desde que tienen uso de razón los hijos notan que  en casa de la madre siempre hay almuerzo o comida para quien llegue o entre a la tienda en el momento del compartir  la mesa. Aún continua diciendo que en “donde comen dos, comen tres”, enseñando a los hijos a dar sin miramientos y a compartir el pan con el prójimo. Uno de ellos escribió alguna vez que “un corazón lleno de amor, sin generosidad en las manos es imposible curar a una persona enferma de soledad o brindar alguna vianda”.

 
 
Una madre en la Nueva Esperanza
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Custodia es una madre líder en su hogar. A cada persona que habite en casa, y en especial, sus hijos, recibían cada día la delegación de una responsabilidad, de un oficio el cual había que hacer, lloviera o tronara, pero haciéndolo bien. Así les enseñó a confiar en los demás, a ser responsables con sus actos y a ser puntuales en los compromisos adquiridos. Recuerdan que les decía: “el que no sirve para servir, no sirve para vivir”.
 
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Ella sigue siendo el corazón de su hogar. Establece la atmósfera que se vive en él,  mantiene una actitud vigilante para que todo funcione, para que todo en casa sea agradable y dispuesto con cierta estética con elementos del medio que sus manos han pintado y decorado con esmero.
 
Una madre maestra
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Las enseñanzas que recibieron los hijos, fueron dadas en el terreno, en la práctica sobre los hechos cotidianos. Tanto el esposo como ella, fueron un manantial de enseñanzas. Algunos de esos aprendizajes se han sintetizado en breves biografías difundidas en este blog con el ánimo que sus virtudes no queden olvidadas en la tradición oral de quienes les conocieron. La tradición oral cada vez pierde más espacio en los hogares actuales en los que la televisión, los celulares y la Internet ganan  los espacios usados en antaño para compartir y desarrollar el ser social de las personas..
 
 
Custodia estuvo pendiente de las primeras letras, les enseñó a leer en la cartilla Charry y les regaló la Enciclopedia básica de cuarto primaria en la que leyeron todos los temas que los profesores intentaban explicar en las aulas. La mencionada enciclopedia con  mas de cincuenta años estuvo algunas décadas en una caja de cartón en una de las piezas en que durmieron  los hijos, y hoy forma parte de los haberes de uno de los nietos empeñado en recuperar y exhibir antigüedades, en especial los elementos usados por los abuelos.
 
En la Nueva esperanza se  aplicó la pedagogía que “la letra con sangre entra”, y bajo esa creencia  castigó a los hijos por cualquier desavenencia y tarea mal ejecutada u olvidada, incluso  cuando los varones tenían barba en pecho y las mujeres sostén.
   
Agradecidos
 
Los hijos viven  agradecidos por anidarlos en el vientre respetando el propósito de Dios para sus vidas. Ellos sintieron amor desde el mismo momento que crecían en el vientre, y ella,  nunca intentó  deshacerse de alguno; tal vez por esa determinación personal los   corazones no han conocido el rechazo y el desamor,  tampoco lo han reflejado.
 
 
Cuentan los hijos varones que viven agradecidos por las ropas que les tejió y cosió, así fueran con los talegos de algodón en los que llegaba la harina de trigo: Ellos recuerdan y describen el tierno color blanco y la suavidad del algodón que por muchos años les abrigaron en las noches, pues aprendieron que la pobreza no es deshonra y  es un estado mental del que se puede salir con emprendimientos.
 
 
Viven agradecidos por educarlos en el trabajo, por enseñarles a ver la vida con esperanza, por enseñarles a vivir con independencia y autonomía; agradecidos por demostrarles que la vejez bien llevada no es una carga sino un estado al  que todo humano llega, y para el cual, hay que prepararse con ahorros, con optimismo, con paciencia, y en especial, a vivir acompañado de la soledad, esa amante silenciosa que arrulla a los ancianos cada día avivando los recuerdos de épocas pretéritas, añorando a los que ya partieron, anhelando menos dolor en el ajado cuerpo, y contemplando el celular, y echándole la culpa al aparato para justificar el abandono en que muchos hijos someten a sus padres por estar inmersos en los trabajos y en sus propias preocupaciones. 
 
 
Custodia, como se le conoce en la comarca, vive feliz como parte del paisaje en esa casa de adobe levantada con empeño con el esposo que falleció en noviembre 4 de 20011. Los puentes y fines de semana es visitada por paisanos residentes en Bogotá que regresan a la región a recordar la niñez y agradecerle los aportes que recibieron de ella, ya como madrina o como patrona, pues por la casa de ella pasaron numerosos niños cuyos padres les confiaron para que les enseñasen a trabajar con responsabilidad.
 
Fueron mas de trecientos las personas que apadrinaron Custodia y Agustín, ya en el bautismo, ya en la confirmación o en el matrimonio; los mismos con sus descendencias que visitaron o acompañaron en el funeral al esposo de Custodia y que la visitan ocasionalmente en la vera de la carretera que une a Puente Nacional con Quebrada Negra para llevarle un detalle y mostrarle a la descendencia el personaje que contribuyó a cambiarles el rumbo desde niños.
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Quienes transiten por la vía carreteable que une al casco urbano con los caseríos de Providencia, Quebrada Negra y Peña Blanca, le verán en la madrugada ordeñando y pastoreando sus viejas y flacas vacas del color de la vejez, o en el transcurso de la mañana cuidando sus jardines o contemplando el panorama, o tal vez, vigilando y llevando la cuenta de quienes suben o quienes bajan, quizás, para justificar el significado de su nombre. Algunos transeúntes al ver la casa pintada de naranja y azul fuertes no la ven porque con los años los ancianos forman parte del paisaje y del olvido de quienes viven a las carreras, unos atesorando, otros hundidos en sus problemas, y otros, idos de sí mismo con la cotidianidad. Otros pendientes de lo que tienen otros y en un descuido apoderarse de lo ajeno, así sea por picardía.
 
Hoy los ancianos son invisibles
 
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La Custodia del camino es una octogenaria que vive contemplando su entorno natural que, al igual que su esposo, morirá como mueren de viejos los arrayanes. De pie, y mientras eso ocurre, los caminantes y pasajeros la contemplan en las tardes sentada en la misma perezosa pintada de azul que usó  el viejo Agustín hasta que se le acabó el tiempo, y ella, ensimismada en sus recuerdos mozos sigue esperando que las hojas de su calendario sigan cayendo hasta que el último suspiro exhale del viejo y arrugado cuerpo que alguna vez fue bello y lozano. Mientras eso ocurre, seguirá siendo la custodia del camino.
 
 
Puente Nacional, finca La Margarita, abril 9 de 2016
NAURO TORRES QUINTERO.
 


































































































miércoles, 5 de octubre de 2016

Ramón Forero Fajardo, el de la eterna sonrisa

 Familia Reyes y Heermanos Forero

En esta fotografía para el recuerdo, aparece don Ramón Forero Fajardo en medio de sus hermanas: Elisa de Reyes con sus hijos, y al lado derecho, Trinidad de Cortes.

 

El tostado labio superior se le observaba encogido al lado derecho del rostro haciendo armónico gesto con el cachete del mismo lado mostrando siempre una sonrisa eterna iluminada con una chispa de oro que, como un diminuto sol, fue puesto en el canino derecho superior como signo de abolengo y merecido respeto de quien recibiese oportuno saludo  de Ramón Forero Fajardo, uno de los penúltimos nonagenarios campechanos que  aún florecen en los ejidos que integran las veredas Peñitas y Jarantivá de Puente Real de Veléz, Santander.

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En septiembre de 2015, en el cementerio de Puente Nacional, con motivo del funeral de otro jecho de la vereda, el señor Lorenzo Rosso, se produjo este ultimo encuentro entre el padrino, Ramón Forero Fajardo y el ahijado, Nauro Torres.

 

Ramón Forero Fajardo murió como los viejos arrayanes que abundan en estos coloridos paisajes perfumados por pomarrosas, moros, champos, guayabos, guamos y payos. Murió de pie y sin perder esa sonrisa eterna que lo identificó por noventa bien vividos años, este pasado 6 de septiembre de 2016.

 

Con él se fue un ejemplo de sanas costumbres propias de una familia digna y recta en la palabra, en el obrar y en el hacer. Para Ramón Forero Fajardo y quienes le antecedieron en  su eterno viaje, como los arrayanes:  Zaens,  Becerras,  Torres,  González,  Parras,  Pardos,  Gómez,  Ovalle, Contreras, Malagón, Lancheros, y otros reconocidos  apellidos que olvido por mi ausencia no deseada de esta encantada tierra de la guabina y el tiple; para ellos,  la palabra era una escritura. La fe en Dios y la Virgen, su escudo. El amor a la tierra, su sentimiento. La admiración por la mujer la expresaban inclinando el rostro junto con la quitada del sombrero en señal de lisonja y respeto. Para ellos,  el ser adulto y mayor era sello de ejemplo y responsabilidad, era marca de honestidad y rectitud en los negocios.

 

Ellos, los arrayanes citados, enseñaban con el ejemplo que, un buen negocio, es aquella transacción en la que las dos partes juegan al gana-gana, hoy convertido en el tumbe-pierde, o en el vivo vive del bobo, adagio que ha venido arraigándose en el país por el afán de amasar capital a costa de cualquier cosa, menos del trabajo honesto con la disculpa veleña que tenemos herencia de gitanos.

 

fiesta familiar

En navidad, en San Pedro, en año nuevo, la casa de los Forero Fajardo acogía a la familia y amigos a departir alrededor de un piquete, unas amargas, y desde luego, una parranda veleña.

 

Con la partida de Ramón Forero Fajardo, formaran parte del olvido, las fiestas familiares con ocasión de San Pedro y San Pablo, de la navidad y el año nuevo. Fiestas que, además de francahela y comilona, se departía sanamente alrededor de la chicha y unas amargas, por varios días con sus noches, animadas con tiple y bandola, con tocadiscos o victrola, pero siempre con canastadas de gallina, carne asada, yuca y ají al gusto y en abundancia para propios, familiares, vecinos, amigos, compadres y ahijados que acudían a la finca Las delicias en el recodo de las quebradas Jarantivá y el Toro en el límite entre las veredas Peñitas y Jarantivá.

 asado en Jarantivá

La carne asada, la yuca blanca, el bore y la arracacha con abundante ají servidos sobre hojas de plátano, inicialmente en canastos, luego en bandejas, era el deleite en cada reunión familiar, cuando eran menos de 20 personas en la casa, pero si el numero de visitantes era mayor, una ternera asada en chuzos de madera se ofrecía en el potrero que enmarcaba la casa de Ramón Forero Fajardo.

 

El juego de los mararayes, ya jugando al “por cuantas”, a la “casita”, o la “copa” que en cada San Pedro y San Pablo, junto con el juego del garbinche, unía a las familias y vecinos, terminará de borrarse de la memoria de los habitantes de la comarca cuando ya no haya jechos que cuenten a sus nietos las formas de divertirse sanamente cuando fueron niños, jóvenes, incluso adultos. El juego del tejo como de toruro o el tute ya no se apostaran, solo por compartir y pasar un rato, pues quienes lo jugaban, ya sus espíritus anidaran en los robledales y pinares que protegieron o sembraron con empeño en su existencia. Con ellos también desaparecerán los convites comunales y el empeño por construir obras mancomunadas al servicio de la región.

 

Estación del tren en Providencia 1.993

La imagen muestra las ruinas que quedan de lo que fue una hermosa construcción republicana de la estación de Providencia en Puente Nacional. Desde 2012 hay en una de sus esquinas un aviso oficial que anuncia que será reconstruida.

 

También serán parte del olvido las vísperas del 7 de diciembre para celebrar la fiesta del Inmaculada Concepción con candeladas, y al rededor de ellas, la familia y los compadres con los críos divirtiéndose con la vaca loca. También serán recuerdo las calles, las rayuelas y los quines que, tanto niños, jóvenes como adultos, jugaban con los trompos; igual sucederá con la competencia con la coca y la vara de premio y la competencia acaballo para degollar el gallo.

 

 Elisa Forero Ramón Forero y Trina Forero

Como los tres mosqueteros, los hermanos Forero se mantuvieron unidos en las alegrías y en las tristezas.

 

 

Con la muerte de estos arrayanes desparecieron “los pago de oleo”, “la pedida de mano”, las serenatas para conquistar una flor, el matrimonio como fiesta social para toda la vereda, los rosarios de mayo para recaudar dinero para el templo, los san isidros generosos, los diezmos obligatorios, los presentes al visitar a un amigo, el buen guarapo y la espumosa chicha, el piquete mañanero, el plátano asado y la yuca sata asada entre el rescoldo. Y, hoy somos testigos de la extinción de los velorios, de los novenarios implorando piedad y protección a las benditas almas, incluso de la visita al cementerio y a las tumbas, pues como de barro somos en cenizas quedamos  escondidos en cenizarios construidos como palomares por aquello del espacio, el lucro y el medio ambiente.

 

Quienes le conocieron ya no tendrán el placer de ver a un viejo que nunca faltó a un velorio ni a un entierro del compadre, del  amigo, del conocido. Solo recordaran  a ese buen hombre por el buen gusto para vestir, ya de paño, ya de paisano con su perrero  viéndosele sentado en una mesa de tienda conocida fresquiandose con  aguardiente ante la carencia de un buen wiski, bebidas que prefirió desde joven hasta que el atardecer existencial lo condujo al eterno ocaso al que llegaremos todos en este camino, tortuoso unas veces, y otras, parrandero.

 casa en el páramo

En esta hermosas casa de campo en la vereda El Páramo que se casó con el olvido, nació la madre de los hermanos Forero Fajardo.

 

Quienes éramos cachifos, cuando él estaba en plena juventud, lo tenemos en la pizarra del recuerdo por sus gestiones como presidente de la Acción comunal de Providencia. Con otros patricios gestionó la construcción de la carretera que conectó la región con lo urbano. Gestionó la construcción de las aulas escolares de la estación de Providencia, el mantenimiento de las vías veredales y  la construcción de puentes; también le recordaremos por  los buenos oficios entre credos y tendencias políticas.

 Don Ramón en casa

El alcohol es dañino para la salud, pero quienes conocieron a Ramón Forero Fajardo, guardaran la imagen de un campesino que desde joven hasta los 90 años se deleitaba y departía con los amigos con copas de Wiski, ya en la casa, ya en el pueblo.

 

Ramón Forero Fajardo fue hijo de Eliseo Forero, natural de la vereda Peñitas y María del Carmen Fajardo nacida en la vereda El Páramo del mismo municipio, Puente Nacional. Creció en la finca Las Delicias de los abuelos junto con sus hermanos: Angelita, Elisa, Trinidad y Abdón. La violencia del 48 fue la causa para abandonar el campo e irse a la cabecera municipal, y luego, a la capital del país, regresando en la década del setenta a las Delicias con la muerte del padre y asumiendo la administración hasta el final de sus días. En Bogotá, Abdón se vinculó a los ferrocarriles nacionales como frenero, muriendo en el oficio al ser golpeado por una piedra cuando revisaba, en movimiento, el ruido que causaba los muelles de uno de los vagones del largo tren para la carga. Y Trinidad, la hermana menor se convirtió en tendera en la convulsionada Bogotá de la década del sesenta del siglo XX.

 

La madre de Ramón Forero Fajardo murió en el bisiesto año de 1968 declarado como el año internacional de los derechos humanos, en el mes que el papa Paulo VI visitó Colombia y los obispos de América latina se reunieron en Medellín y produjeron el documento: “La iglesia en la actual transformación de América Latina a la luz del Concilio”. Fue agosto  el mes que la ultima locomotora inglesa dejó de usar el vapor como energía.  Ramón Forero Fajardo se enferma el 13 de agosto, es trasladado de urgencias a una Clínica de la capital de país, y muere el seis de septiembre de 2016 sobre las seis de la tarde. Sus cenizas serán empotradas en la finca donde nació, creció y se envejeció este 8 de octubre a las doce del día, luego de una celebración eucarística a las once de la mañana en el templo parroquial. Los deudos, luego de dejar las cenizas en el espacio preferido del difunto, lo recordarán  con una parranda como fue su costumbre y la de sus padres.

 

Puente Nacional, finca La Margarita, septiembre 12 de 2016.

 

 

domingo, 25 de septiembre de 2016

Saulo el ermitaño


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Las guabinas y libélulas, fueron sus mascotas; la piedra de moler el maíz, su primera herramienta de trabajo; los pedazos de madera, sus carritos; los árboles, sus parques de diversión; las cuevas en las márgenes de  las quebradas, sus carpas para acampar; un toche y un corruco su compañía; su Mp3, las manadas de síllaros y torcazas; sus cobijas las hojas de plátano y la hojarasca; su estufa, tres piedras; su ducha, los chorros de las quebradas Jarantivá, el Toro, la Negra y Agua Blanca; su techo, el cielo azul; su energía eléctrica, el sol y las brasas de arrayán. Su comida, lo que encontrara en las huertas escondidas en los matorrales. Sus anhelos, vivir en libertad sin atajos y condicionamientos. Sus harapos, su piel; su jabón, la misma tierra; sus enseres, una vieja olla de barro y una olleta de aluminio de un litro de capacidad; sus armas un machete y una resortera de caucho.  Su maleta, un mochila de fique;  su escondite, cuando le pegaban ya los padres o los hermanos mayores, el cementerio de los contagiosos,  cercano a la vivienda paterna. El campo santo florecía entre piedras en el bosque de arrayanes del potrero que separaba su hogar del camino real que unía las veredas productoras de tubérculos y  legumbres con  Puente Nacional.


El nombre se lo colocó el cura que lo bautizó  en honor al apóstol que persiguió a los cristianos en Asia. Su apellido es originario de Castilla en España. El lugar de nacimiento, fue una blanca casa de paredes de adobe tapada con tejas de barro construida en un mirador desde donde se contemplaban las poblaciones de Barbosa, Vélez, Guavatá, Puente Nacional, Sucre, Berbeo y Bolívar, en Santander, Colombia.


Fue a la escuela como los demás niños, pero los niños no lo veían como los demás. La maestra le enseñó lo mismo que a los otros niños, pero él no aprendió igual que los otros niños. Jugaba como los demás niños, pero los niños no lo dejaban jugar. Sentía hambre como los compañeros de la escuela, pero los compañeros le quitaban los envueltos de maíz y la botella de agua de panela que cargaba junto con los cuadernos en la mochila confeccionada por Antonia, la madre.

En los recreos no jugaba   con la pelota porque los otros niños no lo incluían en el juego. Él, se iba al arroyo a jugar y hablar con las guabinas y libélulas que abundaban en el zanjón por donde se despeñaba el agua que brotaba de un aljibe anidado debajo de una piedra abrazada eternamente por un parásito  y frondoso árbol de gaque que creció a expensas de un centenario arrayán que se secó contemplando pasar  el tiempo,  sin pasar.


Saulo le llamaban los hermanos. Sauloncito le decía Antonia. Chivato le decía Demetrio, su padre; y los niños de la escuela lo reconocían como el niño diferente.


Un lunes del tercer mes de 1.960 Saulo no volvió a la escuela, pero como los días anteriores, el niño salía de la casa blanca posada en el mirador para ir a clase.

 Saulo encontró mas placer contemplando el paso y el cruce de los trenes que detallaba cuando paraban en la estación de Providencia. Se hizo amigo de las locomotoras que identificaba con el numero y  el nombre con que las fue bautizando. Sabía de ellas cuántos vagones arrastraban; cuánto tiempo bebían agua; a qué horas  serpenteaban por los Andes y el Guayabo; cómo se llamaba el maquinista y qué mercancía transportaban la sarta de vagones, unos verdes, otros terracota, otros blancos con azul, y otros, con ajado color.


Los niños de la escuela que nunca jugaron con él a la pelota, y los otros, que le quitaban los molidos y la botella de agua de panela que llevaba para las onces le contaron a la profesora lo que hacía Saulo, en vez, de entrar a clase.


La profesora, molesta por la ausencia de Saulo, jochó a los compañeros de clase para encontrarlo y traerlo a la escuela sin contemplaciones. 

A Saulo lo toparon frente a la casa de lata de “mana pía” debajo del tanque de agua que apagaba el sudor de las locomotoras cuando trepaban cuesta arriba con su mercancía para la capital del país. 

Estaba jugando y hablando con las ranas y las ratas que abundaban en la humedad que producía el sobrante de agua del tanque de agua puesto sobre un trípode de rieles para darle caída al agua que se precipitaba por una manguera de cuero curtido de vaca que servía de pitillo a las locomotoras para hidratarse y retomar fuerzas con la combustión del carbón mineral, que con garlanchas, el ayudante del maquinista iba introduciendo en la caldera de la mole de hierro con patas redondas que se desplazaban sobre dos rieles con el impulso que daban los brazos que las unían por el ombligo para ser separadas solamente por las manos del animal mas depredador que ha tenido el planeta tierra, el hombre. 


Los niños, obedientes a su profesora, lo cogieron como se ata un ternero para que no mame  con un lazo que tomaron sin permiso de la pesa de Salvador Lancheros, el matarife del lado liberal del ferrocarril. Lo tiraron hasta la escuela nueva que estaba a unos doscientos metros del puesto de policía en el que estaban acantonados mas de tres docenas de uniformados a la espera de cazar al tío Juan, ya vivo o muerto, para que pagase por los ríos de sangre que había causado con su facineroso grupo en varias familias liberales del territorio.


Cual general que le entregan un trofeo de guerra, la profesora recibió a Saulo en la puerta de trancas de madera que había para acceder al lote de la escuela. Lo condujo al patio central y frente a todos los demás niños que estaban en  recreo, le exigió que le alcanzase sus tiernas manos. Los demás niños contemplaban silenciosos y expectantes la escena.  En cada mano del niño, dejó caer con fuerza tres varazos con un palo de rosa que un padre de familia  le había regalado como recurso para castigar a los niños que  no le hicieran caso. Posteriormente, lo postró de rodillas y lo dejó como bandera de autoridad, mientras los otros niños regresaron a terminar de jugar. 

Una vez terminó el juego de pelota de los niños, Saulo tenia  las manos arriba.  La profe, en cada una de ellas, dejó caer un ladrillo. Cada ladrillo estuvo por una hora en manos del niño desobediente para que aprendiera a acudir al salón de clase y no quedarse bruto como  algunos niños que no los enviaban a la escuela por estar trabajando en las labranzas con los padres.


Saulo,  una vez fue cazado por los demás niños, se sintió como una copetón en  jaula. Obedeció a su maestra sin chistar nada y cumplió el castigo, convencido que sería el ultimo que recibiría en la escuela.

Esa tarde, regresó a la casa de sus padres, quienes, por algún niño vecino, se enteraron de lo ocurrido en la escuela y le recriminaron con fuete por la cola y la espalda por estar perdiendo el tiempo en la estación del tren.
 
Saulo decidió no soportar más los castigos recibidos, ni la burla de sus compañeros. No regresó a la escuela. Tampoco a la casa de adobe pintada con cal blanca posada en la cima de una montaña que servía de faro para contemplar la luz eléctrica que había en los poblados y no se conocía en los campos.


El niño se descabulló con su carruco y su toche a acampar en los bosques de las quebradas que nacen y  bañan las tierras de las veredas: el Páramo y Jarantivá del municipio de Puente Nacional. 

Con los días, los hermanos  lo ubicaron en una cueva de la quebrada el Toro y lo retornaron  a casa; pero el niño se volvió a ir un lunes que lo dejaron solo. Esta vez, se fue a acampar en las riveras de la quebrada que dio origen al nombre de la vereda.

 El el bosque de ojo de agua de la Jarantivá,  acampó varias semanas hasta que fue pillado por un grupo de policías liderados por el inspector de Providencia. Apresado,  lo llevaron a Bucaramanga a un centro de rehabilitación para locos.


Saulo regresó a la vereda ya siendo un adolescente. Vestía un pantalón café y un suéter de lana del mismo color, lucía una abundante melena  color negra con risos desordenados que semejaba el nido de una guara. Estuvo varios meses en la casa de adobe pintada de blanco.  desapareció otra vez,  un  viernes de abril de 1966  con el ocaso cuando sus padres estaban en el pueblo en un  funeral múltiple causado por Carlos Bernal, el bandolero liberal que asesinaba familias campesinas  residentes en veredas conservadoras en venganza por los asesinatos que perpetraba Efraín González, “el tío”.


Pero esta vez el joven Saulo no se fue a acampar a la quebrada El Toro, tampoco a la quebrada Jarantivá. Cambió de flanco, trasladándose a fuentes de agua que nacen en los cucuruchos del páramo que une los departamentos de Santander y Boyacá.

Los habitantes de la vereda el Urumal lo empezaron a llamar “el ermitaño”. Acampaba en las cañadas de la quebrada la Negra pero se bañaba en aguas de la Agua Blanca.

Llegó el mes de María en que  se celebraban los rosarios a la Virgen, en las casas. El mes de mayo hasta ahora ha sido lluvioso en esta región que actúa como zona de recarga hídrica para la provincia de Vélez.

Esa tercera semana del mes llovió día y noche. Las quebradas  se hincharon, pero las aguas de la Negra eran mas negras  que las mismas noches lluviosas. Cayó granizo y llovió ocho horas seguidas. 

Los habitantes escucharon rugir las quebradas; pero además,  la Negra se desbordó formando   en las paredes de su lecho, derrumbes que arrastró junto con vacas y caballos. Las familias que vivían en la rivera contaron que fue una avalancha que arrasó todo a su paso.

Amaneció un nuevo día, sin lluvia, y los habitantes de las riveras de las quebradas contemplaron los destrozos que hicieron las turbulentas aguas; pero las lodosas  aguas de la quebrada la Negra corrían mas profundas y ruidosas, y acceder al lecho de la quebrada  se tornaba difícil puesto que los pastizales en que los finqueros había convertido sus cañadas habían sido borrados por la furia de las aguas.


Igual suerte le ocurrió a la carpa de hojarasca de Saulo que regresó a su primigenio estado con sus guabinas, sus libélulas, sus ranas; pues el curruco y el toche se habían guarecido en un frondoso payo. De los restos de Saulo, nunca los encontraron. Se fundieron en el lecho profundo de la quebrada. Su olor, se percibe aún en el lodo que abunda en la Negra, cada vez que se hinche de agua que se desliza   laderas abajo como si fuese un jabón fabricado por las manos dañinas de los hombres que talan sin misericordia los montes y montañas.


Cada siete años las aguas de las quebradas retornan  con furia a sus lechos originales, pero pasan los años, y ellas, llevan en sus entrañas menos agua, mientras los finqueros mas bovinos cargan a sus potreros y menos árboles adornan los parajes.
 
Desde la desaparición de Saulo los habitantes de la región, cuando contemplan los estragos de las quebradas, sin hacer nada para remediarlo, creen que es el espíritu de “el ermitaño” que baja por ellas revolviendo la tierra acabando los pastizales y haciendo inservible  las cañadas para los ganados mientras presumen, sin árboles y sin matorrales, sin mirlas ni toches, sin sillaros y  currucos, sin guacharacas y azuléjos, sin copetones y cucaracheros.


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Los campesinos que quedan en los campos no se preocupan de la suerte de las quebradas, ni de los humedales, ni de los aljibes porque el agua les llega por manguera a las casas, pero cuando el preciado líquido no entra a sus mangueras, se preocupan y tildan al fontanero y a la junta de cada acueducto del poco mantenimiento de las redes, pero ninguno de los habitantes  de las veredas de Puente Nacional, incluso el casco urbano, intentan hacer algo para remediar la disminución de las fuentes de agua que bañan cada vez menos estas tierras veleñas.

El agua se esta volviendo una ermitaña para los humanos, mientras los humanos se amontonan en las ciudades donde tienen todos los servicios y los Estados  y las empresas como las corporaciones creadas para regular el uso del agua cobran tasas lucrativas pero no retornan en preservación y protección de las fuentes hídricas y en reforestación.


Puente Nacional, finca la Margarita, agosto 23 de 2016.



lunes, 19 de septiembre de 2016

LA LORITA PARLANCHINA DE DOÑA CUSTODIA

 

 

 

 

 

La historia
me la contó un amigo
que cuando era niño
sacaba dulces, a escondidas, de la tienda
de doña Custodia,
para repartir a sus amigos.

 

 

Del Valle de Tenza vino ella,
doña Custodia Quintero de Torres,
cuando un viento fuerte
la sacó de raíz, como una cebolla tierna,
y la dejó en las manos
de un policía que regresaba del cuartel.

A Jarantivá, vino a dar,
arriba de Puente Nacional, el comunero,
de donde era oriundo
el referido uniformado, que de civil
y ya sin fusil y sin revólver, la convirtió
en su esposa.


Y le hizo una casita en adobe y teja de barro
a la orilla de un camino real.


Tendría como compañía,
además del patrón, el perro y la vaca ya parida
detrás de la cerca de piedra,
una lorita parlanchina que a todo pulmón
menudeaba improperios
a todo el que transitaba por el dichoso
camino real.

 

 

Tendría, también, doña Custodia,
una tienda donde vendería pan y cachivaches,
y dulces para los niños.

 

 

Allí sentaría reales, doña Custodia Quintero
de Torres, por el resto de sus días,
atendiendo a don Agustín,
el policía de civil que ahora era su marido,
criando con amor la prole,
cuidando de su vaca, dando de comer al perro,
vendiendo dulces, pan y cachivaches,
y gozando, claro está,
de los alegatos de su lorita parlanchina.

 

 

Por su parte don Agustín,
tendría que viajar cada semana a Bogotá,
de ida y vuelta en ese tren
que bajaba por Chiquinquirá y Garavito
a la estación de La Capilla, con tremenda
chimenea de humo negro a la espalda,
resoplando vapor como una olla de agua hirviendo,
y berreando como un ternero arisco
al que recién le ponen el lazo.


En modesto vagón de tercera clase, viajaría siempre,
don Agustín, meditabundo y solitario,
cargado de panes, dulces y cachivaches
para surtir la tienda de doña Custodia en Jarantivá.
Entonces los tiempos eran otros, en todas partes,
y la vida distinta, aquí y allá.

 

 

Llegó de sopetón la época
en que el viejo tren dejó de bajar de Bogotá,
a la estación de La Capilla
que no tardó en cubrirse de rastrojo, y los rieles
de la carrilera, de perderse
bajo la alfombra verde del tenaz kikuyo.

 

 


También los hijos tomaron su camino,
y don Agustín se fue un día,
sin morral y a pie descalzo, al más allá.

El perro entristecido se perdió de la casa,
hubo que vender la vaca y su ternero,
y un mal vecino se llevó la lorita parlanchina.

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En la pequeña estancia
solo queda hoy, doña Custodia Quintero de Torres,
como un recuerdo que no se olvida,
cuidando su casita de adobe y teja de barro,
detrás del mostrador
de su pequeña tienda, que mira día y noche
al camino real
por donde suben y bajan los viajeros silenciosos;
añorando a don Agustín
que ya se fue para nuca más volver;
al viejo tren que dejó de oírse llegando a La Capilla,
al perro que ya no ladra en la entrada,
a la vaca y su ternero
que fueron a dar a la feria del lunes en el Puente,
a los hijos que ahora son ajenos,
y a su lorita parlanchina,
que quizá no haya dejado de insultar a los marchantes
bajo el alero del vecino.

 

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Este cuadro, tejido a mano por la señora María Susana Marín que, luego de leer la historia, elaboró con afecto para la señora Custodia de Torres, sin conocerle. La artista del hilo, es la esposa del autor der este poema.

 

 

 

Solita,
en cuerpo y alma, con Dios y todos los santos,
allí está doña Custodia Quintero de Torres,
en su casita de Jarantivá,
tan bella como cuando era joven,
esperando que algún día, lejano ha de estar,
Dios la llame a gozar de su gloria eterna.

 

 

Por el escritor colombiano, Pedro Antonio Mateus Marín.

 

Bucaramanga, Porto fino, mayo 6 de 2016

 

 

 

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Gilberto Elías Becerra Reyes nació, vivió y murió pensando en los otros.

      ¡ Buenas noches paisano¡ ¿Dónde se topa? “ En el primer puente de noviembre estaremos con Paul en Providencia. Iré a celebrar la...