Era gañán y guía a la vez. Dos
castrados novillos blancos orejinegros era la yunta con los que trabajaba,
sacando, tirando, arrastrando y acomodando piedras, unas cubiertas de hongos
parásitos que cambiaban de tono según el clima, y otras, cenizas como la niebla
matutina que transporta en diminutas gotas de agua para renovar el ciclo
natural de la lluvia y mantener la tierra húmeda y productiva.
Una pica, una pala, una pate cabra,
una barra, varias cuñas de hierro y tres palancas de arrayán eran las
herramientas con las que destapaba, desenterraba, removía, montaba y acomodaba
las piedras sobre una horqueta de champo que posaba atada sobre el yugo que los
mansos bueyes tiraban tras el gañan quien iba regando la carga con la que reemplazaría
los vallados por una cerca de piedra que convertía en cimiento, cual muralla
indígena para separar los predios rurales y los solares para que ni los perros
ni las aves molestaran la labranza que en cada hogar se erguía con verduras,
granos o tubérculos para el consumo familiar.
Nació y se crio en la vereda
Jarantivá y murió a los 94 años arrumado en la capital colombiana. Las tres
terceras partes de su vida la dedicó a cuidar bovinos. En el siglo XX fue el
primer ganadero que tuvo en la vereda Jarantivá de Puente Nacional, Santander,
la cría el levante y el engorde de ganado criollo blanco orejinegro, hoy
conocido como Bond traído por los españoles en la colonia. De los seis hermanos varones, junto con uno
menor fueron los únicos de su estirpe que triplicaron la herencia en tierras
que recibieron de la progenitora, viuda joven que, una vez cada hijo cumplía la
edad mayor, les fue entregando la herencia representada en predios rurales que
convirtieron con los años en pastizales para ganados.
Católico fue, precepto que
guardaba en la semana mayor. La única en la que no trabajaba todos los dias.
Engendró diez hijos, dos varones y los demás, alcancías. A ellas, fue las
únicas que envió a la escuela a terminar la primaria. Él estaba convencido que
la mujer debía instruirse para conseguir un marido decente, respetuoso y
trabajador. A Álvaro y Miguel, sus hijos varones, una vez aprendieron a leer y
escribir, trabajaron al lado del cerquero.
Álvaro fue el mas alto
conservando la genética de los González; con la práctica se hizo experto en
hacer adobe, trabajar la madera y construir casas y hornos en tierra. Murió
antes de cumplir los noventa años en la capital dejando 4 hijos.
Miguel es el hijo díscolo. Por
correspondencia aprendió electrónica y se convirtió en el radiotécnico de la
región con servicio a domicilio. Si no lograba arreglar el radio o el
tocadiscos, afirmaba que ya no era útil y solicitaba al dueño que se lo
regalase para sacar piezas para otros arreglos posteriores a otros
transistores. Para ofrecer sus servicios y que lo viesen trabajar, armó con
madera una casa en el aire a la vera de la carretera veredal a la que se
trepaba por una escalera la que recogía para que nadie lo visitara ni
interrumpiera cuando estaba revisando los radios y tocadiscos que funcionaban
con pilas Eveready. Fue prolífico como el padre, engendró 10 hijos.
Las hijas que poco salían de la
casa levantada en una moya entre dos quebradas se fueron casando volantonas con
el primero que las enamorara. Según un nieto que es abogado y ganadero como el
abuelo y padres, suman sesenta nietos, el doble de biznietos y un par de
docenas los tataranietos, la descendencia de Antonio González Pacheco y Arminda
Alarcón Rodríguez, un año mayor que él quien nació el 13 de marzo de 1.913 y
falleció el 27 de marzo de 1.993. Antonio había nacido un 18 de marzo de 1914 y
falleció el 9 de septiembre de 2009.
Antonio fue un varón campesino
muy metódico y particular. Poco interactuaba con los hermanos a quienes
consideraba manilimpios y atenidos, algunos se dedicaron a vivir de la herencia
mas no a multiplicarla. Usaba sombrero de fieltro y ruana de lana de las que tejía
su hermano mayor, Tobías o el primo Ananías González, los dos últimos tejedores
muiscas que contó la vereda y que murieron a mediados del ultimo cuarto de
siglo del XX acosados por los años.
Vendía cada cinco años unos
veinte novillos de unas veinte arrobas cada uno cuyo recaudo recogía en una
capotera vieja tejida en fique, y sin calentar los billetes, caminaba al Banco
Popular a depositar en una cuenta de ahorros y en Cdts. que luego convirtió en
lotes en la capital que fue construyendo holgadamente hasta dejar viviendas con
servicios que fue arrendando para obtener renta que fue reinvirtiendo hasta que
ya no pudo trabajar y decidió entregar a los hijos el fruto de su herencia y
trabajo.
Antonio usó zapatos cumplidos los
setenta años, cuando la hija menor, María de los Ángeles, decide cuidar de los
padres y administrar las rentas hasta el fallecimiento de los centenarios
padres. Las hermanas: Elvira, Leonor, Barbara, Transito, Margarita, Trinidad y
Gloria tuvieron progenie que repobló la vereda Jarantivá pero con los años, los
nietos y biznietos de Antonio González, abandonaron el campo y se volvieron
citadinos, igual que los padres vivos que han regresado a la vereda luego de la
cuarentena requerida para evitar el efecto temprano del covid-19.
Los cimientos de piedra
levantados por Antonio, algunos existen cuidados por un nieto que decidió
regresar a la vereda y recomprar un pedazo donde creció la madre, conocida aún
como la Moya en la vereda Jarantivá. Un buen tramo de esta riqueza cultural se
observa al margen derecho de la carreteable que une a Providencia con la finca
la palma, en un predio identificado como La Calle que pertenece a los herederos
de Álvaro; y vestigios de otro cimiento,
saqueado por uno de los sobrinos cuando el dueño del predio estaba muriéndose
en cama en una clínica en la capital del país, yace al margen derecho de la
carretera que une a Providencia con Quebrada Negra, metros arriba de lo que fue
la centenaria tienda La Esperanza.
Puente Nacional, Eco Posada La
Margarita, noviembre 02 de 2.020