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domingo, 25 de septiembre de 2016

Saulo el ermitaño


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Las guabinas y libélulas, fueron sus mascotas; la piedra de moler el maíz, su primera herramienta de trabajo; los pedazos de madera, sus carritos; los árboles, sus parques de diversión; las cuevas en las márgenes de  las quebradas, sus carpas para acampar; un toche y un corruco su compañía; su Mp3, las manadas de síllaros y torcazas; sus cobijas las hojas de plátano y la hojarasca; su estufa, tres piedras; su ducha, los chorros de las quebradas Jarantivá, el Toro, la Negra y Agua Blanca; su techo, el cielo azul; su energía eléctrica, el sol y las brasas de arrayán. Su comida, lo que encontrara en las huertas escondidas en los matorrales. Sus anhelos, vivir en libertad sin atajos y condicionamientos. Sus harapos, su piel; su jabón, la misma tierra; sus enseres, una vieja olla de barro y una olleta de aluminio de un litro de capacidad; sus armas un machete y una resortera de caucho.  Su maleta, un mochila de fique;  su escondite, cuando le pegaban ya los padres o los hermanos mayores, el cementerio de los contagiosos,  cercano a la vivienda paterna. El campo santo florecía entre piedras en el bosque de arrayanes del potrero que separaba su hogar del camino real que unía las veredas productoras de tubérculos y  legumbres con  Puente Nacional.


El nombre se lo colocó el cura que lo bautizó  en honor al apóstol que persiguió a los cristianos en Asia. Su apellido es originario de Castilla en España. El lugar de nacimiento, fue una blanca casa de paredes de adobe tapada con tejas de barro construida en un mirador desde donde se contemplaban las poblaciones de Barbosa, Vélez, Guavatá, Puente Nacional, Sucre, Berbeo y Bolívar, en Santander, Colombia.


Fue a la escuela como los demás niños, pero los niños no lo veían como los demás. La maestra le enseñó lo mismo que a los otros niños, pero él no aprendió igual que los otros niños. Jugaba como los demás niños, pero los niños no lo dejaban jugar. Sentía hambre como los compañeros de la escuela, pero los compañeros le quitaban los envueltos de maíz y la botella de agua de panela que cargaba junto con los cuadernos en la mochila confeccionada por Antonia, la madre.

En los recreos no jugaba   con la pelota porque los otros niños no lo incluían en el juego. Él, se iba al arroyo a jugar y hablar con las guabinas y libélulas que abundaban en el zanjón por donde se despeñaba el agua que brotaba de un aljibe anidado debajo de una piedra abrazada eternamente por un parásito  y frondoso árbol de gaque que creció a expensas de un centenario arrayán que se secó contemplando pasar  el tiempo,  sin pasar.


Saulo le llamaban los hermanos. Sauloncito le decía Antonia. Chivato le decía Demetrio, su padre; y los niños de la escuela lo reconocían como el niño diferente.


Un lunes del tercer mes de 1.960 Saulo no volvió a la escuela, pero como los días anteriores, el niño salía de la casa blanca posada en el mirador para ir a clase.

 Saulo encontró mas placer contemplando el paso y el cruce de los trenes que detallaba cuando paraban en la estación de Providencia. Se hizo amigo de las locomotoras que identificaba con el numero y  el nombre con que las fue bautizando. Sabía de ellas cuántos vagones arrastraban; cuánto tiempo bebían agua; a qué horas  serpenteaban por los Andes y el Guayabo; cómo se llamaba el maquinista y qué mercancía transportaban la sarta de vagones, unos verdes, otros terracota, otros blancos con azul, y otros, con ajado color.


Los niños de la escuela que nunca jugaron con él a la pelota, y los otros, que le quitaban los molidos y la botella de agua de panela que llevaba para las onces le contaron a la profesora lo que hacía Saulo, en vez, de entrar a clase.


La profesora, molesta por la ausencia de Saulo, jochó a los compañeros de clase para encontrarlo y traerlo a la escuela sin contemplaciones. 

A Saulo lo toparon frente a la casa de lata de “mana pía” debajo del tanque de agua que apagaba el sudor de las locomotoras cuando trepaban cuesta arriba con su mercancía para la capital del país. 

Estaba jugando y hablando con las ranas y las ratas que abundaban en la humedad que producía el sobrante de agua del tanque de agua puesto sobre un trípode de rieles para darle caída al agua que se precipitaba por una manguera de cuero curtido de vaca que servía de pitillo a las locomotoras para hidratarse y retomar fuerzas con la combustión del carbón mineral, que con garlanchas, el ayudante del maquinista iba introduciendo en la caldera de la mole de hierro con patas redondas que se desplazaban sobre dos rieles con el impulso que daban los brazos que las unían por el ombligo para ser separadas solamente por las manos del animal mas depredador que ha tenido el planeta tierra, el hombre. 


Los niños, obedientes a su profesora, lo cogieron como se ata un ternero para que no mame  con un lazo que tomaron sin permiso de la pesa de Salvador Lancheros, el matarife del lado liberal del ferrocarril. Lo tiraron hasta la escuela nueva que estaba a unos doscientos metros del puesto de policía en el que estaban acantonados mas de tres docenas de uniformados a la espera de cazar al tío Juan, ya vivo o muerto, para que pagase por los ríos de sangre que había causado con su facineroso grupo en varias familias liberales del territorio.


Cual general que le entregan un trofeo de guerra, la profesora recibió a Saulo en la puerta de trancas de madera que había para acceder al lote de la escuela. Lo condujo al patio central y frente a todos los demás niños que estaban en  recreo, le exigió que le alcanzase sus tiernas manos. Los demás niños contemplaban silenciosos y expectantes la escena.  En cada mano del niño, dejó caer con fuerza tres varazos con un palo de rosa que un padre de familia  le había regalado como recurso para castigar a los niños que  no le hicieran caso. Posteriormente, lo postró de rodillas y lo dejó como bandera de autoridad, mientras los otros niños regresaron a terminar de jugar. 

Una vez terminó el juego de pelota de los niños, Saulo tenia  las manos arriba.  La profe, en cada una de ellas, dejó caer un ladrillo. Cada ladrillo estuvo por una hora en manos del niño desobediente para que aprendiera a acudir al salón de clase y no quedarse bruto como  algunos niños que no los enviaban a la escuela por estar trabajando en las labranzas con los padres.


Saulo,  una vez fue cazado por los demás niños, se sintió como una copetón en  jaula. Obedeció a su maestra sin chistar nada y cumplió el castigo, convencido que sería el ultimo que recibiría en la escuela.

Esa tarde, regresó a la casa de sus padres, quienes, por algún niño vecino, se enteraron de lo ocurrido en la escuela y le recriminaron con fuete por la cola y la espalda por estar perdiendo el tiempo en la estación del tren.
 
Saulo decidió no soportar más los castigos recibidos, ni la burla de sus compañeros. No regresó a la escuela. Tampoco a la casa de adobe pintada con cal blanca posada en la cima de una montaña que servía de faro para contemplar la luz eléctrica que había en los poblados y no se conocía en los campos.


El niño se descabulló con su carruco y su toche a acampar en los bosques de las quebradas que nacen y  bañan las tierras de las veredas: el Páramo y Jarantivá del municipio de Puente Nacional. 

Con los días, los hermanos  lo ubicaron en una cueva de la quebrada el Toro y lo retornaron  a casa; pero el niño se volvió a ir un lunes que lo dejaron solo. Esta vez, se fue a acampar en las riveras de la quebrada que dio origen al nombre de la vereda.

 El el bosque de ojo de agua de la Jarantivá,  acampó varias semanas hasta que fue pillado por un grupo de policías liderados por el inspector de Providencia. Apresado,  lo llevaron a Bucaramanga a un centro de rehabilitación para locos.


Saulo regresó a la vereda ya siendo un adolescente. Vestía un pantalón café y un suéter de lana del mismo color, lucía una abundante melena  color negra con risos desordenados que semejaba el nido de una guara. Estuvo varios meses en la casa de adobe pintada de blanco.  desapareció otra vez,  un  viernes de abril de 1966  con el ocaso cuando sus padres estaban en el pueblo en un  funeral múltiple causado por Carlos Bernal, el bandolero liberal que asesinaba familias campesinas  residentes en veredas conservadoras en venganza por los asesinatos que perpetraba Efraín González, “el tío”.


Pero esta vez el joven Saulo no se fue a acampar a la quebrada El Toro, tampoco a la quebrada Jarantivá. Cambió de flanco, trasladándose a fuentes de agua que nacen en los cucuruchos del páramo que une los departamentos de Santander y Boyacá.

Los habitantes de la vereda el Urumal lo empezaron a llamar “el ermitaño”. Acampaba en las cañadas de la quebrada la Negra pero se bañaba en aguas de la Agua Blanca.

Llegó el mes de María en que  se celebraban los rosarios a la Virgen, en las casas. El mes de mayo hasta ahora ha sido lluvioso en esta región que actúa como zona de recarga hídrica para la provincia de Vélez.

Esa tercera semana del mes llovió día y noche. Las quebradas  se hincharon, pero las aguas de la Negra eran mas negras  que las mismas noches lluviosas. Cayó granizo y llovió ocho horas seguidas. 

Los habitantes escucharon rugir las quebradas; pero además,  la Negra se desbordó formando   en las paredes de su lecho, derrumbes que arrastró junto con vacas y caballos. Las familias que vivían en la rivera contaron que fue una avalancha que arrasó todo a su paso.

Amaneció un nuevo día, sin lluvia, y los habitantes de las riveras de las quebradas contemplaron los destrozos que hicieron las turbulentas aguas; pero las lodosas  aguas de la quebrada la Negra corrían mas profundas y ruidosas, y acceder al lecho de la quebrada  se tornaba difícil puesto que los pastizales en que los finqueros había convertido sus cañadas habían sido borrados por la furia de las aguas.


Igual suerte le ocurrió a la carpa de hojarasca de Saulo que regresó a su primigenio estado con sus guabinas, sus libélulas, sus ranas; pues el curruco y el toche se habían guarecido en un frondoso payo. De los restos de Saulo, nunca los encontraron. Se fundieron en el lecho profundo de la quebrada. Su olor, se percibe aún en el lodo que abunda en la Negra, cada vez que se hinche de agua que se desliza   laderas abajo como si fuese un jabón fabricado por las manos dañinas de los hombres que talan sin misericordia los montes y montañas.


Cada siete años las aguas de las quebradas retornan  con furia a sus lechos originales, pero pasan los años, y ellas, llevan en sus entrañas menos agua, mientras los finqueros mas bovinos cargan a sus potreros y menos árboles adornan los parajes.
 
Desde la desaparición de Saulo los habitantes de la región, cuando contemplan los estragos de las quebradas, sin hacer nada para remediarlo, creen que es el espíritu de “el ermitaño” que baja por ellas revolviendo la tierra acabando los pastizales y haciendo inservible  las cañadas para los ganados mientras presumen, sin árboles y sin matorrales, sin mirlas ni toches, sin sillaros y  currucos, sin guacharacas y azuléjos, sin copetones y cucaracheros.


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Los campesinos que quedan en los campos no se preocupan de la suerte de las quebradas, ni de los humedales, ni de los aljibes porque el agua les llega por manguera a las casas, pero cuando el preciado líquido no entra a sus mangueras, se preocupan y tildan al fontanero y a la junta de cada acueducto del poco mantenimiento de las redes, pero ninguno de los habitantes  de las veredas de Puente Nacional, incluso el casco urbano, intentan hacer algo para remediar la disminución de las fuentes de agua que bañan cada vez menos estas tierras veleñas.

El agua se esta volviendo una ermitaña para los humanos, mientras los humanos se amontonan en las ciudades donde tienen todos los servicios y los Estados  y las empresas como las corporaciones creadas para regular el uso del agua cobran tasas lucrativas pero no retornan en preservación y protección de las fuentes hídricas y en reforestación.


Puente Nacional, finca la Margarita, agosto 23 de 2016.



lunes, 19 de septiembre de 2016

LA LORITA PARLANCHINA DE DOÑA CUSTODIA

 

 

 

 

 

La historia
me la contó un amigo
que cuando era niño
sacaba dulces, a escondidas, de la tienda
de doña Custodia,
para repartir a sus amigos.

 

 

Del Valle de Tenza vino ella,
doña Custodia Quintero de Torres,
cuando un viento fuerte
la sacó de raíz, como una cebolla tierna,
y la dejó en las manos
de un policía que regresaba del cuartel.

A Jarantivá, vino a dar,
arriba de Puente Nacional, el comunero,
de donde era oriundo
el referido uniformado, que de civil
y ya sin fusil y sin revólver, la convirtió
en su esposa.


Y le hizo una casita en adobe y teja de barro
a la orilla de un camino real.


Tendría como compañía,
además del patrón, el perro y la vaca ya parida
detrás de la cerca de piedra,
una lorita parlanchina que a todo pulmón
menudeaba improperios
a todo el que transitaba por el dichoso
camino real.

 

 

Tendría, también, doña Custodia,
una tienda donde vendería pan y cachivaches,
y dulces para los niños.

 

 

Allí sentaría reales, doña Custodia Quintero
de Torres, por el resto de sus días,
atendiendo a don Agustín,
el policía de civil que ahora era su marido,
criando con amor la prole,
cuidando de su vaca, dando de comer al perro,
vendiendo dulces, pan y cachivaches,
y gozando, claro está,
de los alegatos de su lorita parlanchina.

 

 

Por su parte don Agustín,
tendría que viajar cada semana a Bogotá,
de ida y vuelta en ese tren
que bajaba por Chiquinquirá y Garavito
a la estación de La Capilla, con tremenda
chimenea de humo negro a la espalda,
resoplando vapor como una olla de agua hirviendo,
y berreando como un ternero arisco
al que recién le ponen el lazo.


En modesto vagón de tercera clase, viajaría siempre,
don Agustín, meditabundo y solitario,
cargado de panes, dulces y cachivaches
para surtir la tienda de doña Custodia en Jarantivá.
Entonces los tiempos eran otros, en todas partes,
y la vida distinta, aquí y allá.

 

 

Llegó de sopetón la época
en que el viejo tren dejó de bajar de Bogotá,
a la estación de La Capilla
que no tardó en cubrirse de rastrojo, y los rieles
de la carrilera, de perderse
bajo la alfombra verde del tenaz kikuyo.

 

 


También los hijos tomaron su camino,
y don Agustín se fue un día,
sin morral y a pie descalzo, al más allá.

El perro entristecido se perdió de la casa,
hubo que vender la vaca y su ternero,
y un mal vecino se llevó la lorita parlanchina.

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En la pequeña estancia
solo queda hoy, doña Custodia Quintero de Torres,
como un recuerdo que no se olvida,
cuidando su casita de adobe y teja de barro,
detrás del mostrador
de su pequeña tienda, que mira día y noche
al camino real
por donde suben y bajan los viajeros silenciosos;
añorando a don Agustín
que ya se fue para nuca más volver;
al viejo tren que dejó de oírse llegando a La Capilla,
al perro que ya no ladra en la entrada,
a la vaca y su ternero
que fueron a dar a la feria del lunes en el Puente,
a los hijos que ahora son ajenos,
y a su lorita parlanchina,
que quizá no haya dejado de insultar a los marchantes
bajo el alero del vecino.

 

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Este cuadro, tejido a mano por la señora María Susana Marín que, luego de leer la historia, elaboró con afecto para la señora Custodia de Torres, sin conocerle. La artista del hilo, es la esposa del autor der este poema.

 

 

 

Solita,
en cuerpo y alma, con Dios y todos los santos,
allí está doña Custodia Quintero de Torres,
en su casita de Jarantivá,
tan bella como cuando era joven,
esperando que algún día, lejano ha de estar,
Dios la llame a gozar de su gloria eterna.

 

 

Por el escritor colombiano, Pedro Antonio Mateus Marín.

 

Bucaramanga, Porto fino, mayo 6 de 2016

 

 

 

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lunes, 12 de septiembre de 2016

Las alpargatas de José y María

En tiempos de matusalén para proteger los pies José y María usaban los alpargatas atadas  a los tobillos con cinta negra tejida en algodón para entrar al pueblo, para asistir a fiestas o acudir al templo a cumplir los ritos religiosos, una vez participado en el acto social esta prenda se la quitaban al abandonar el lugar y retomar el camino de regreso a la vereda.

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Las alpargatas o espardeñas, o esparteñas, y en Colombia conocidos como “chocatos” o “cotizas” se generalizaron en el uso en América Latina desde el periodo la conquista introducidas por los españoles catalanes en cuyo país tienen historia desde 1322 que fueron una mejora de las pantuflas romanas, y éstas a su vez, una mejora de la sandalia egipcia. Cuenta la historia que en México el uso de las alpargatas estaba antes de que llegaran los españoles, es decir nuestros indígenas indoamericanos  no eran tan “chocatones” como creen muchos de los descendientes.

 

Este calzado, que en otrora era común el uso en los campesinos, y hoy, generalizado entre los jóvenes, en particular extranjeros por su simpleza y liviandad, se ha elaborado artesanalmente con fibras naturales la suela ya de  fique, yute,  caña, cáñamo o cuero,  y en algodón,  la capellada.

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Las alpargatas de José hacían juego con el color de la camisa siempre blanca, y el calzado de María hacía juego con la blusa también blanca y la falda siempre negra. Ellos usaban las alpargatas para ceremonias y visitas a las zonas urbanas, y hoy, es un calzado informal  con capelladas tejidas y bordadas según la región y país, y las que usan las mujeres, hasta tacón tienen, pues las originales eran planas para ambos sexos, pero actualmente las cotizas tienen un predominante uso informal en las ciudades.

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José se  calzaba las alpargatas en “el lava patas”, lugar a la vera de cada camino cercano a un arroyo para ingresar al casco urbano, y en ese mismo lugar se las quitaba  al salir del pueblo y retomar el camino de regreso a la chacra y con el mismo cordón o cinta las ataba al cinturón sobre la nalga derecha sobrepuestos acariciándose las capelladas tejidas en algodón, o las suelas, ya de fique, ya de cuero, ya de caucho de llanta usada.  En los mayores,  se veían  a la distancia las alpargatas haciendo  yunta con el cuchillo o el revolver encintado integrando la vestimenta usual hasta la década  del sesenta del siglo XX. Igual María también se calzaba y  se quitaba las alpargatas y  las disponía de la misma manera pero los echaba en el canasto junto con el colorete, el frasco de tabú y la caja de polvos.

 

Él, usaba un monedero que cargaba en el bolsillo secreto fabricado por el sastre a petición del usuario que se confeccionaba por dentro de la pretina cerca al cinturón y al interior del bolsillo derecho del pantalón;  y ella,  usaba una veneciana que era una    bolsa   en fino y terso cuero  de forma circular perforada en el borde por cuyos armónicos huecos cruzaba una cordón del mismo material que tenía como función recoger sobre si misma la veneciana que se suspendía en el cuello dejándose desprender verticalmente escondida bajo el pelo largo, ya trenzado, ya suelto y precipitándose escondida entre los senos protegidos bajo una blusa blanca ancha con cintas de colores dispuestas en forma horizontal que hacían equilibrio  con las cintas del mismo color que remataban la ancha falda negra de paño de pliegues hasta el encaje de la enagua blanca de algodón escondiendo las piernas hasta el tobillo sin dejar a la vista la piel ni para la imaginación de José.

 

Las alpargatas, como quienes tenían la fortuna de usar zapatos, eran lavados unos y lustrados otros y dispuestos en el hogar en el almario junto con la ropa para asistir a los actos sociales. El resto del tiempo, tanto José como María mantenían a pata limpia haciendo sus quehaceres.

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Las cotizas con suela de fique se tejían en Somondoco, Boyacá, pueblo en el que abundaban talleres de artesanos que tejían la capellada en algodón y  las suelas en fique para despachar a buena parte del país. Las alpargatas santandereanas eran tejidas en algodón o cáñamo las capelladas y cosidos sobre suela de cuero o llanta en Socorro o San Gil, Santander, poblaciones que aún tienen prosperas empresas de cotizas.

 

Este calzado usado por ellos y por ellas fue remplazado años después por los zapatos de caucho y posteriormente de cuero, mientras las alpargatas siguen usándose para exhibirlos con los trajes típicos en las ferias y fiestas de las poblaciones cuyos habitantes se niegan a esconder en el pasado sus costumbres tanto gastronómicas, musicales como formas de relacionarse con los vecinos y las amistades de cada localidad.

 

En la primera década del siglo XXI el uso de las alpargates se generalizó entre los José y las Marías argentinos, uruguayos y españoles y el gusto por usarlos se popularizó en el continente latinoamericano. El nombre como el color de la tela y el material de las suelas cambió, pues la prenda se volvió de uso citadino y ya no se fabrican en talleres artesanales de los pueblos, sino en empresas con reconocidas marcas asentadas en las capitales que fabrican los chocatos en  gama de colores y suelas para ser usados informalmente por quienes ven en la moda una manera de mostrar su existencia.

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Quienes nacimos en medio de la naturaleza, las alpargatas se han convertido en una antena a tierra que nos recuerda nuestro origen, y así  tengan diversas capelladas y distintos materiales como suelas, todos regresamos al principio de la vida con los pies para adelante o para atrás, incluso quien han nacido en la ciudad

 

 

Puente Nacional, finca la Margarita, agosto 23 de 2016.

 

 

 

 

lunes, 29 de agosto de 2016

El aroma de tus cabellos.

 

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La brisa de tus largos cabellos  que cubrían tu torneada espalda acarician mi existencia.

 

Tu negra melena suelta sobre tus hombros protegían la belleza de tu cara y escondían la dulzura de tus besos.

 

Tu pelo suelto cual vaivén caía de tu cabeza cual misterio que acallaban las preguntas e instaban a la ensoñación y a la admiración.

Ya suelto, ya en trenzas, ya recogido, ya esparcido armoniosamente en el lecho nupcial, tu cabello aromatizado prevalece en los recuerdos.

Recuerdos de  37 años admirándote en vida y 16 de tener tu esencia como compañía perenne y permanente.

Misteriosa muerte me la arrebataste un 13 de noviembre de 2000, pero no pudiste llevarte su largo cabello negro.

 

Bendita muerte  que vendrás por mí, pero ya sabes, huelo al aroma de su cabello, y aunque ese día se torne del color de su cabello, me harás un bien, pues he cumplido la misión encomendada y correré presuroso a fundirme con su esencia, sin que lo puedas evitar.

Bendita muerte no te temo, no me asustas, bienvenida seas en el lugar y el tiempo ya predeterminado.

San Gil, septiembre 15 de 2015

jueves, 25 de agosto de 2016

El cartel de los piscos

En antaño en las esquinas del parque principal, en las casas curales y plazas de mercado, había un espacio reservado y demarcado en madera conocido desde entonces como la cartelera en los que se fijaban los carteles anunciando edictos, defunciones, fiestas, corridas de toros o galleras.  Es común escuchar a estudiantes que la profesora les puso como tarea hacer una cartelera y terminan elaborando es un cartel tan pequeño que lo ponen en cualquier pared para recibir una gratificación en nota.

A mediados del siglo XX en Colombia surgieron los bandoleros, grupo de varones que empuñaban las armas para enfrentar a las fuerzas del orden, para desplazar o masacrar a otros para quedarse con las tierras. Decenios después, el numero de facinerosos aumentó y se les llamo, bandas, pero en la década del sesenta del mismo siglo con el auge de la marihuana, surgieron los carteles de los narcos que oscurecieron la vida nacional en la década del noventa y desde hace unos lustros, la vida de México.

En la niñez o juventud las personas buscan un modelo a imitar, y ahora mas que antes, quienes resultan con propiedades y ostentan con el dinero se convierten en los espejos para los niños y jóvenes de hoy promovidos por los noticieros y las imágenes de la televisión.

Carlos, Vicente y José oriundos del campo cursaban el primer año de bachillerato junto con algunos niños,  hijos de padres ostentadores que imitando a los padres, hacen lo mismo con sus compañeros de colegio notándose desde entonces las limitaciones y diferencias entre los estudiantes de los campos y los estudiantes del pueblo, los estudiantes de los barrios subnormales y los demás barrios.

Carlos, Vicente y José regresaron a la vereda en las primeras vacaciones del año lectivo a trabajar en la finca de sus padres, pero en esa ocasión, llegó a donde los abuelos un niño a vacaciones con mas años y con los resabios de un habitante de barrio subnormal. Medardo era su nombre con lazos de sangre con Carlos, razón por la cual   estrecharon la amistad con Vicente y José. Los niños de la vereda recibían de sus padres la comida y el afecto escaso de quienes se educaron en el trabajo, y Medardo criado con escasos lazos de afecto, recibía a regañadientes la comida de los abuelos ya acostumbrados a recibir los nietos abandonados por sus progenitores que los engendraron sin condición ni edad para asumir la crianza como Dios manda.

Los pozos de las quebradas, los raudales del Saravita, las improvisadas canchas de futbol en cualquier plano potrero o los campos deportivos a suelo pelado en las escuelas, eran los lugares mas frecuentados por los niños en esas vacaciones.

Medardo, un par de años mayor de los tres niños y con los vicios que se aprenden en la capital estableció una empatía y se convirtió en el patrón del grupo instándolos a obtener dinero pescando en la cualquier alacena que escaseaba en sus hogares. Los niños una vez conocieron la estrategia para obtener dinero encargaron a sus padres las herramientas para el trabajo que empezarían los cuatro. El trabajo de pescar en agua seca.

Cada quien logró armar su herramienta de trabajo consistente en cinco metros de nylon y un anzuelo, y la carnada, cada quien la buscaba en  casa. El escenario del trabajo de los niños fueron los potreros cercanos a las viviendas de los vecinos, la jornada de trabajo era los lunes, día de mercado en que los dueños de las casas las dejaban vigiladas por los gozques, pero los potreros en los que pastaban los ganados y buscaban saltones los piscos, eran vigilados por los rayos del sol.

Cada niño escogió el escenario de su trabajo y entre las nueve y once de la mañana de un lunes de la década del setenta del pasado siglo, empezaron su primer trabajo para disponer de dinero en julio cuando regresaban al colegio de la población.

La táctica era la misma. Debían usar ropa verde y mimetizarse detrás de las piedras o encima de los árboles en el potrero en que las piscas con sus piscos rondaban a carreras detrás de los saltones para llenar sus buches, pues como era día de mercado, el maíz ya no había en los costales o cajones de madera de las casas de los vecinos.

Cada quien tenía la misión de pescar tres aves, y una vez las tuviera en recaudo, debía trasladarlas en un costal papero hasta el pozo del tinajo, lugar pactado para contar el botín y definir la forma de monetizarla.

Los anzuelos no fueron guindados en el agua. Los anzuelos fueron tendidos en los potreros con un grano de maíz o un saltón para que  un ave lo tomara para alimentarse. Una vez la pisca o el pisco que  competía por el alimento se echaba al pico el grano de maíz o el insecto, el poseedor del anzuelo empezaba suavemente a recoger el nailon hasta que el ave era atrapado por cada niño e introducida al costal que se mantenía escondido bajo un palo de arrayan que daba sombra a la hondonada.

Sobre las doce del medio día de ese lunes del primer trabajo remunerado de los niños, éstos estaban cada uno con su botín en el pozo del tinajo. Juntaron las aves pescadas en dos costales de fique, y cada quien hizo cuentas de los billetes que recibirían con el producto del trabajo de ese lunes en pocas horas. Pero Carlos Vicente y José no habían pensado como vender la pesca obtenida, en cambio Medardo con la experiencia tomada en un barrio subnormal de la capital ya tenía la solución para convertir en billetes el producto de las pesca.

Medardo empezó advirtiendo que por ser día de mercado cada uno no podía irse al pueblo a feriar el producto de la pesca, que era mejor no suscitar sospechas al abandonar cada quien su casa, que vender las 16 aves en la población sería difícil porque el mercado fue por la mañana, que lo mejor era vender el total de la pesca en el mercado de otro poblado al cual tocaba llegar en un bus de línea a la capital, que el peso de todas las aves era mayor para que uno de los residentes se fuera a vender lo pescado. Los tres niños que habían regresado a la vereda a pasar sus primeras vacaciones, asintieron en los razonamientos de Medardo, quien propuso la solución para ganar mas cada uno.

Medardo empacó las 16 aves en los costales, y por ser mayor y  se defendía viajando en bus solo, cogió peña arriba dos horas hasta la carretera central donde cogió un bus para la capital colombiana con la promesa de regresar el fin de semana a la vereda a repartir proporcionalmente el producto del trabajo con el anzuelo.

Carlos, Vicente y José se hicieron bachilleres y luego profesionales. El primero fundó un partido político, el segundo se convirtió en maestro y José es un prospero ganadero. Décadas después Medardo volvió a la vereda con ocasión del festival de torbellino y el requinto, y hasta ahora no se han vuelto a reunir para hacer cuentas, las cuentas que Medardo nunca aprendió a hacer para ganarse el pan con el sudor de la frente.

Puente Nacional, finca La Margarita, Junio 29 de 2016

jueves, 18 de agosto de 2016

Antonio, el zupias



Los otros niños  de la escuela lo señalaron de cobarde y miedoso, de incapaz y niña. Antonio bien lo sabía, no era cobarde, ni miedoso, ni incapaz ni le gustaba jugar con las muñecas y asumió y logró con éxitos las pruebas que le ponían los niños montadores de la escuela de las quintas, casas en madera y teja de cinc en las que pernoctaban los ingenieros y administrativos de la red vial nacional de la ruta del oriente colombiano.


 Hombre campesino en Granada, Sucre | Fotografía: José Manjar… | Flickr
En los meses lluviosos de abril y mayo los derrumbes sobre el ferrocarril se multiplicaban, igual las cuadrillas de obreros para sacarlos a pica y pala para no entorpecer el paso de trenes y auto ferros que bajaban y trepaban las montañas santandereanas con pasajeros y cargas para la capital colombiana. 

El derrumbe en la peña de Jiménez ubicada en la parte media de las estaciones de El Guayabo y Providencia fue mayúsculo incluyendo rocas y piedras de gran tamaño que una cuadrilla especializada logró despejar en dos días usando dinamita y trabajando día y noche para normalizar el paso de los trenes.

Un obrero de nombre Rafael se llevó a escondidas un par de tacos de dinamita a su casa. El tenía un par de hijos en la escuela y uno de ellos estudiaba con Antonio. Entre la peña de Jiménez y la casa de Rafael se descolgaba la quebrada Jarantivá que daba de beber a las locomotoras impulsadas con la combustión del carbón mineral, y en ella existió un pozo amplio y poco hondo al que ocasionalmente acudían familias a hacer el paseo de olla y los estudiantes a celebrar el fin del año escolar.


Pascual, el hijo de Rafael invitó a Antonio un domingo al medio día  a bañarse en el tinajo; al paseo se unieron otros muchachos de igual edad. Luego de nadar, preparar unas yucas cocinadas con asadura que compraron en una de las pesas de la estación del tren, hicieron pruebas de resistencia y valentía entre ellos, el salto al pozo desde la clavellina, una carrera desde el chorro hasta el muro que atajaba el agua formando una represa que surtía los tubos de cobre forrados con neme por los que iba el agua al tanque de aluminio que descansaba sobre tres rieles de hierro que tenía una capacidad de 20 metros cúbicos de agua y del cual dependía una manguera de cinco pulgadas fabricada en cuero que introducían en el tanque para refrigerar y producir el vapor y la energía que impulsaba las locomotoras del tren.

Pascual tenia su guardado, cuando ya iban a terminar las pruebas, desafió a Antonio a fumarse un tabaco mostrando varias unidades que repartió entre los muchachos del paseo asegurándose del cigarro que daba a Antonio. La competencia consistía al que lo prendiera primero y lo fumara en menos tiempo prendiéndolo con un tizón de leña de arrayán que se quemaba lentamente en el improvisado fogón en el que prepararon el cocinado de yuca y asaron las viseras de res. La competencia empezó cuando todos prendieron el tabaco y empezaron a succionar con los labios. Antonio hizo lo propio pero su tabaco era un poco mas grueso y en vez de hacer ceniza y humo, estalló.


Antonio perdió sus dientes superiores e inferiores, sus labios, parte de las encías y de la lengua. Fue trasladado por una gasolina del inspector del tren hasta el hospital de Chiquinquirá en donde le hicieron los remiendos que en ese entonces se podían hacer en cirugía. Pasaron los meses y Antonio regresó a la vereda donde sus padres, quienes no gastaron ni un centavo en asuntos médicos, pues la empresa ferroviaria asumió los gastos.

Antonio no volvió a la escuela y se convirtió en jornalero desde la pubertad. De perfil se le veía su cara con una hendidura como boca y de frente como un hueco de un tronco viejo. Gangueaba para comunicarse, entraba en ira cuando se burlaban de su condición, mas cuando estaba borracho, vicio que lo fue consumiendo con los años y lo apodaron “Antonio zupias” como se le conocía entre los escuelantes.

Un domingo en la tarde se fue con sus guarapos en la cabeza a buscar leña a uno de los potreros aledaños  a la casa de Ascensión Gamba en donde le daban posada. Esa tarde Antonio no llegó con el palo de leña para preparar los piquetes que Ascensión vendía en un canasto en la estación del tren. Imaginaron que había terminado mas borracho en la casa de Pedro Nel Bohórquez. El lunes tampoco apareció Antonio, no fue a trabajar en donde tenía el compromiso, y Pedro Nel, confirmó de su no presencia en su predio rural.  El  día martes el campesino Agustín Torres bajó al potrero ubicado pasos abajo del rancho de Ascensión Gamba a dar sal a sus animales observando unos chulos merodeando en uno de los zanjones que bañaba el potrero. Agustín pensó que uno de sus semovientes había muerto en el zanjón. Los contó por seguridad y notó que no le faltaba ninguno. Corrió a ver donde los chulos hacían el trabajo de reciclaje natural, y encontró el cuerpo de Antonio.
 

Fotografía cortesía de Domingó.


Estaba boca abajo, y sobre la nuca, tenía un morón viejo de arrayan que llevaba para rajar y servir de energía para que doña Ascensión Gamba preparara los balay que vendía a los pasajeros del tren todos los días. Antonio murió ahogado sin darse cuenta y sin sufrir pues estaba borracho, estado que le permitía olvidar lo ocurrido en el pozo del tinajo para no dejarse ganar de sus compañeros escuelantes, Pascual vivió con su guardado protegido con el silencio de los testigos y Antonio, desde entonces fue visto como el zupias de la región cuyos hermanos de genero recordaban en las tiendas refrescando la garganta con amargas  burlándose del infortunio del niño que no le tuvo miedo a los otros niños que imponían picardías como desafíos para burlarse del mas débil entre los débiles.



Puente Nacional, finca La Margarita, junio 10 de 2016.

martes, 9 de agosto de 2016

El aljibe que se ahogó con la indiferencia


La naturaleza lo pintó y lo puso a brotar agua en la cuesta de una loma de greda blanca poblada por piedras de arena del mismo color vestidas de hongos grises  que semejan una cobija del color de la vejez a cielo abierto. Tuvo como sombrero arbustos de tunos, cucharos, manchadores y payos y como cinta mortiños, helechos y malezas benéficas para los cucaracheros.

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Los párparos del ojo de agua se cierran ante la indiferencia de los humanos que usaron y usan el agua, y se ahoga ante la indiferencia estatal y el abandono comunitario. (Fotografía de Nauro Torres, 2016)

El ojo de agua tenía un diámetro de dos metros rodeado de musgo verde, poblado de guabinas y libélulas que brillaban con los rayos del sol que las acariciaban a diario  mientras las primeras nadaban a su antojo, y las segundas, caminaban como el hijo de Galilea, sobre las aguas bailando una melodía que solo la culebra, madre del agua conocía el son.

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Fotografía de un perfil del ojo de agua en el que se aprecia el bello paisaje Puentano, y a la vez, la deforestación y la primacía de las praderas para los ganados, y el abandono del yacimiento del agua. (foto de Nauro Torres, 2016)

Del aljibe se desprendían dos lazos de agua en medio de musgos verdes que metros abajo formaban un manantial que llegaba a alimentar el humedal principal que sostenía un pantano de cien metros de diámetro que tenía  bacterias e insectos benéficos que eran suculento plato para chirlomirlos, y avacados que revoleteaban y se reproducían en  el mismo humedal, y en épocas de inmigración aviar, los alcaravanes y las garzas  pernoctaban, a la vez que millares de diminutas aves llegaban adormir en los matorrales y árboles  que circundaban el ojo de agua.


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El paisaje contrasta con el olvido de una fuente de agua-al fondo, bajo las piedras el ojo de agua- que tributaba a la quebrada la Honda por cuyo nacimiento esta proyectado el paso de un oleoducto. (Foto de Nauro Torres, 2016)

Del ojo de agua se surtían, en chorotes, los miembros de cinco familias, también los transeúntes que cansados trepaban por el camino real y no tenían ni un cuartillo o un centavo para comprar un guarapo en cualquiera de las tiendas que abundaban a la vera de la vía del rey.

El humedal es el centro de una plana tierra que alguna vez fue pensada para levantar un poblado, pero los habitantes de ese entonces cuidaban las fuentes y los arroyos de agua mas que el dinero,     y el poblado se formó unos mil metros arriba en otra planada que era una arrabal en el que poco se producía la agricultura y la grama que salía era alimento para los rebaños de ovejas.
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Vista desde el ojo de agua, al fondo la planada que fue un humedal. En la imagen inferior la planada con los vestigios de lo que fue un humedal frondoso y rico en biodiversidad. (Fotos de Nauro Torres, 2016)
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Cincuenta años después, el humedal se convirtió en potrero y sus escasas aguas salen por una estrecha zanja que tributa a la quebrada Honda, hoy un zanjón mas, y el ojo de agua ha ido cerrando sus párparos por el mismo musgo que produce su escasa humedad. Su sombrero fue talado para dar espacio al pasto y sus piedras vestidas de musgo del color de la vejez, fueron voladas e incorporadas en pedazos en la carretera que se comió el camino real que ya no es del rey, ni del Estado que no mantiene la vía, pues lo hace los mismos usuarios ante la desidia municipal.

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En antaño, los alcaravanes y las garzas pernoctaban en sus migraciones en el humedad, al fondo, y como fuente diversa crecían y vivían los avacados y chirlomirlos, hoy solo en los recuerdos de los mayores. (Foto de Nauro Torres. 2016)

Los avacados, chirlomirlos, alcaravanes y garzas, las nuevas generaciones no los conocieron pues los insectos se fueron con las aguas y las bacterias escasearon igual que los microbios benéficos y la vida en ese sistema natural se ahogó con los pastos para engordar novillos, y los niños que escasean en las escuelas vecinas no conocieron los pozos  de la quebrada Honda donde los niños de viejas generaciones aprendieron a nadar y a pescar, pues en las quebradas de la municipalidad desaparecieron los pescados como han desaparecido especies de aves e insectos sin que nadie se pregunte el por qué.  

Solo dos ancianos que rondan por los 90 años se surten del ojo de agua que la conducen a sus casas con manguera de media pulgada y protegen la riqueza hídrica con dos oxidados alambres de púas en un área que no supera los cuatro metros cuadrados. La vieja Custodia de Torres y el viejo  Gustavo  Gonzalez Cubides se acuestan soñando que el alcalde recién posesionado aísle los yacimientos de agua, los humedales y se apropie de los 15 metros al lado y lado de las quebradas que dicen que son del Estado para que los arboricen y las quebradas vuelvan a henchirse como cuando fueron niños y se pueble de nuevo con runchos, chocas y  sardinas y volver cada semana santa a pescar y comer guardando la vigilia al Amo de Galilea.


Puente Nacional, finca la Margarita, junio 9 de 2016.

Gilberto Elías Becerra Reyes nació, vivió y murió pensando en los otros.

      ¡ Buenas noches paisano¡ ¿Dónde se topa? “ En el primer puente de noviembre estaremos con Paul en Providencia. Iré a celebrar la...