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sábado, 15 de abril de 2017

José Antonio Peréira Arenas, escultor y musico

 En verde pradera curiteña, nació un 25 de septiembre de 1926, arrullado por  tonadas interpretadas por melómanos padres que criaron a los hijos sin recursos económicos, pero  con torrentes de amor por la vida, la naturaleza, Dios, la música colombiana y por la familia; cosechando en el tiempo, un trabajo artístico que revela las huellas imborrables en el sendero que fue cincelando en tallas, remodelaciones, restauraciones y esculturas en piedra, y pincelando  en pentagramas  en mas de 180 canciones  al amor, a la mujer, a la belleza, a los poblados, a la amistad y a la vida.

 

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ilustración de la caratula del cancionero “Cuando canta el sentimiento”, realizada por María Teresa Pereira Arenas, Hija del maestro José Antonio Pereira.

Junto con sus padres, debió abandonar el verde tapete de invierno sobre tierra amarilla y piedras milenarias para radicarse en su bella y preciosa Perla del Fonce a la que consideró “un pueblo sin par con tesoros de gestas gloriosas por sangres guerreras que sembraron libertad”, para inicialmente dedicarse al oficio del fique, luego a la música, la construcción, y finalmente a la talla en piedra.

El escultor, compositor y músico, José Antonio Peréira Arenas (q.e.p.d.), fue un autodidacta. De su vida anterior, traía la habilidad para esculpir y componer;  en el seno de la familia materna, se contagió con la música, y del padre aprendió la responsabilidad y la honorabilidad.

Siendo niño aún, viviendo en media agua en una calle de San Gil, Observó  un día como una vieja volqueta descargó una burda piedra que hombres fornidos, sobre varas, empujaron hasta el solar vecino. Y en él, cada día, un hombre golpeaba y golpeaba con porra y puntero, mientras  miraba, curioso y admirado, cómo las manos de ese hombre, que le prohibía mirarle por las hendijas del portón de tabla, había convertido la masa  milenaria  de piedra, en una estatua que adornó, luego, un parque de un pueblo santandereano.

 

En personas inquietas la necesidad los convierte en emprendedores

 

Como ayudante de construcción colocando piedra sobre piedra en una de las torres de la catedral de la Villa del Fonce, observó, sin descanso, el trabajo que llegó a esculpir un tallador, en columnas, tumbas y altares. El reconocido escultor no regresó a labrar un encargo especial para distinguir el panteón de un extinto obispo diocesano que reposa en una de las criptas de la majestuosa catedral. José Antonio, necesitado y con ganas, propuso a Monseñor Quijano, el párroco, que él escupiría el cordero, con una condición: si al sacerdote no le gustaba la escultura, no cobraría por ella, y el cura, no le cobraría la piedra; pero si le gustaba, le pagaba el trabajo. Y, el presbítero, aceptó.

 

Usando un registro recibido por la hija mayor en una primera comunión de una compañera de escuela, lo cuadriculó, y por semejanza, lo transportó al papel de una bolsa de cemento, y con el plano y su calco, empezó su primer trabajo en piedra que hizo en las noches usando bombillo en el solar de la casa que tenía en ese entonces, en arriendo. Terminado el torso del cordero, en zorra de madera, lo descolgó con suavidad por la empinada calle 15  hasta la casa cural de la parroquia catedral. Y allí, mostró el cuerpo tallado a quien siempre confió de sus habilidades estéticas. El sacerdote contempló la estatua, sorprendido y contento; y para disimular su complacencia, solo preguntó: Cuánto cuesta el trabajo?. José Antonio había pensado que la talla no cumpliría las expectativas del levita por las referencias del escultor que no regresó; pero al escuchar la pregunta, solo atinó a hacer cuentas rápidas, y por primera vez, puso precio a su labor, y confirmó que él, podría ser escultor.

Siendo joven, estudio caligrafía por correspondencia, convirtiéndose en quien hacia, a mano y con tiza, los carteles para promocionar las películas en los dos teatros que había en la ciudad, y elaboraba los carteles mortuorios y edictos que se comunicaban en las carteleras que hubo en las esquinas de la zona reconocida, hoy, como histórica. Por el trabajo recibía, en parte,  boletos para asistir al cine. Junto con Ángel María, un hermano mayor, repetían función, con mas empeño, cuando eran películas mexicanas. Por el gusto al canto, terminaron aprendiéndose la letra y la melodía de una salve cantada en una cinta que recreaba un pasaje bíblico; igual hicieron con el himno de un grupo eclesial que ocasionalmente se reunía en el mismo lugar. Los dos, una vez terminada cada función, o reunión, ya afuera del recinto teatral, cantaban, tanto la salve, si era la película que terminaba la proyección, o el himno, si terminaba la reunión de afiliados. Una noche, mientras cantaban el himno, captaron la atención de un visitante a la reunión que, luego de oírlos, los comprometió a cantar en una misa, con la cual, se daría apertura al congreso del mencionado grupo eclesial que habría en Barichara. El par de chinos, luego de cumplir la tarea, y por ser el acto religioso, sin que alguien lo solicitara, hicieron el dúo y respondieron la salve que entonaban los con celebrantes. En la ceremonia religiosa estaba el maestro Ciro Antonio Santos Martínez, quien, sorprendido, se interesó en el origen e interés musical de los niños, quienes justificaron su interés por el canto, porque en casa, además de los padres, a las tías también les gustaba la música.

Dos días después, el músico charaleño visitó el hogar de José Antonio Peréira y Romelia Arenas, y les propuso ofrecerse como maestro para enfocar a José Antonio y José María, por las voces y las notas. Pero Ciro Antonio Peréira, el padre,  se negó, pues los chinos ya estaban en edad de trabajar y ayudar en el oficio del fique. El visitante persistió, logrando que le confiaran a José Antonio, el menor, quien, desde ese momento alistó capotera y partió con el maestro a Barichara a empezar la formación musical, pues el maestro Ciro Antonio Santos Martínez, en ese momento dirigía la banda de esa población, y era muy conocido en la región, pues había fundado, con apoyo municipal, banda en Charalá, en Bucaramanga y  en San Gil. En poco tiempo, el niño alumno empezó tocando la tuba valiéndose de una banca para alcanzar la boquilla y actuar como integrante de la banda municipal.

El mencionado maestro posteriormente llegó a San Gil a dirigir la banda local; y en su deleite por la música, supo de la existencia de un contrabajo que fue usado por Carlos Martínez Silva, -emérito sangileño, doctor en leyes, político, periodista y militar,  co-fundador de la sociedad San Vicente de Paúl en la ciudad, la segunda constituida en Colombia a mediados del siglo XVIII, y participó en la redacción de la Constitución de 1886-; y, quien, luego, lo enajenó a otro músico local.

El instrumento, junto con otros, fueron importados de Alemania a mediados del siglo XVIII para la escuela de música de la sociedad San Vicente de Paul. El contrabajo fue propiedad del músico Rafael Cubillos, posteriormente de Carlos Monróy, el padre de los hermanos Monróy, luego, fue usado por un integrante del grupo “Ritmos del Fonce”, y posteriormente rescatado y recuperado  por el maestro Ciro Antonio Santos en un pasillo de una casa ubicada en la calle 15 con sexta, entre un montón de madera, y se lo entregó a José Antonio, quien, las primeras clases para el uso del instrumento las recibió personalmente, y luego, cuando su maestro de música se residenció en Bogotá, las lecciones y  partituras, las recibía por correspondencia. Fue tanto el empeño y el deleite por aprender, que se convirtió en contrabajista, y desde entonces, usó el instrumento del ilustre sangileño que falleció en Tunja en 1903. El contrabajo es una reliquia bajo el cuidado de su hija mayor, Graciela de Gómez. En honor al extinto sangileño y al instrumento, el maestro Pereira talló una escultura en piedra que esta en la entrada de la escuela Carlos Martínez Silva de la misma ciudad.

 

Bambucos, pasillos, boleros, vals y pasodobles en el cancionero,

legado de José Antonio Pereira Arenas.

 

Como compositor e interprete, bordó canciones a la vida, al amor, a la esposa, a la patria chica, al amanecer, al campo y a la contemplación.

 A la musa de sus creaciones, su eterna Romelia, le compuso entre otras: “Cuando te conocí”.

“sentí en mí

cuando te conocí,

algo, nuevo, raro, extraño,

sentí de mi corazón

acelerar su latir”…

 

Los azules ojos de su esposa están reflejados en varias composiciones: 

“que lindos son sus ojos

tan llenos de ternura,

cuando me miran dulces

serenos, soñadores.

 

No quiero verlos tristes

jamás por culpa mía,

que no haya en ellos llanto

porque eso nunca lo soportaré”…

 

 

“Culpa fue de esos tus ojos,

que con tu mirada,

embrujaron mi ser,

culpa fue de esa tu boca,

con su fuego ardiente

encendió una hoguera

en mi corazón”…

A su Curití del alma, lugar donde vio por primera vez el sol, lo eternizó con el himno  y el del colegio Luis Camacho Gamba, y en varias canciones; una de ellas, reza:

“Rincón querido de mi tierra santandereana

donde hace años mi tierna infancia feliz pasé,

nadie allí me recuerda, pero yo nunca olvido

sus calles tranquilas y su bello templo

en donde infantiles mis tiernas plegarias a Dios dirigí”.

A los amigos de infancia y a una de las actividades que hacían los jóvenes en verano, narra en  canción cómo empezó el canotaje por  el río Fonce

 

Balsa de troncos

sacados del río

rústica barca

que allá en mi niñez,

la construimos

con grande alegría,

para cruzar el río imaginando el mar.

 

Luego en las tardes

hora de regreso,

en la húmeda arena

la ocultábamos,

para al otro día

navegar de nuevo

con los mismo sueños

en el mismo mar.

 

Cambió la vida

y al llegar a grandes,

cada cual su ruta

hubo de tomar,

y seguir el rumbo

que nos dio el destino,

sin balsas de juego

sin sueños de mar”.

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Fotografía de Nauro Torres, tomada en abril 1o de 2017 que muestra un angulo del parque La Libertad de San Gil.


Y a la  señora ciudad que lo vio crecer profesionalmente, la misma en la que colgó su nido familiar  y  acogió sus cenizas, también le cantó con un pasodoble:

 

Eres del Fonce la perla,

bella y preciosa ciudad,

majestuosos paisajes te adornan,

soñados encantos te ha dado el creador…

 

Fue tu gente valiente y altiva,

generosa y de amor por la patria,

que ofrendara en la lid comunera

sus bienes, su vida,

todo ello en aras de la libertad….

 

Hay algo que te hace muy hermosa

y agiganta tu encanto y belleza,

que el mas lindo retazo del cielo

te cubre tu suelo,

preciosa, graciosa y alegra ciudad,…

Mural realizado por un nieto de Antonio Pereira en el BAR EL MURAL, cerca al cementerio La Esperanza de San Gil.


“Sin maestros ni escuelas se forjó en el taller continuo de la vida

convirtiéndose en maestro de talladores y escultores 

Su hija, Gladys Safira en el cancionero titulado “Cuando canta el sentimiento” que recopila la obra musical del maestro, cuya publicación esta ilustrada por plumillas de María Teresa, otra de sus hijas, y facsímil de partituras a mano del mismo José Antonio, relaciona algunas de las  tallas en piedra expuestas para la historia: El panteón del extinto santandereano, Luis Carlos Galán Sarmiento; y el del maestro Pacho Benavides, en Vélez. Decoró en piedra el “rinconcito amable” del maestro José A. Morales en el Socorro. Esculpió los escudos de Ocaña, San Gil y la USTA en Bucaramanga; talló las columnas del palacio de justicia de la localidad, formó parte de los restauradores de la Catedral de San Gil, del frontis del Palacio Municipal de su “rincón querido de su tierra santandereana”; pero sus obras prolíficas en piedra están dispersas en capillas, templos, basílicas y catedrales en Colombia.

 

Rosadelia, el amor de sus amores

Muy joven se fijó en  los ojos azules y en el oro de una larga cabellera de una graciosa y tierna niña, quien correspondió a sus galanteos, sembrando juntos, un eterno amor desde una noche de luna hasta el último suspiro, que los retornó de nuevo al universo, tallando sus nombres en  canciones y fusionando sus esencias en catorce hijos que  fueron motivo y empeño para aprender, mirando y haciendo, inicialmente oficio cualquiera para regresar con pan a casa.

 

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Retrato de Romelia Arenas pintado por la artista María Teresa Pereira Arenas, hija.

Rosadelia Sánchez – 28/01/1928- 30/05/2004- fue la primera flor del jardín de sus ilusiones y el único nombre  escrito en el diario de su vida, mujer tierna, amorosa y dulce; artesana y ama de casa que rebosaba de amor, incluso para quienes fueron compañeros de estudio de los vástagos. La comparó  con una dulce melodía, con una alborada musical, con el aroma de las flores y con  poemas a la ternura. Siempre se bañó en el lago azul de sus ojos y nadó en las caricias de sus olas para recuperar fuerzas, compartir responsabilidades y guiar a los retoños como buenos barqueros en el mar existencial tan diverso y citadino en el que viven diez de ellos.

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El maestro Pereira Arenas fue una persona que reflejó en su actuar y en su pensar, la sabiduría de su vida anterior, y la plasmó enriquecida en sus obras estéticas. Regreso a su comienzo, el 17 de septiembre de 1997, escribiendo previamente, con su puño y letra,  una carta a cada uno de los hijos vivos. A cada uno le reconoció sus afectos, sus valores, sus habilidades, y le recomendó en que aspectos de la vida personal, profesional y familiar, debería mejorar para ganar las indulgencias con una vida honesta, alegre, amorosa y justa, y encontrarse luego, en el cielo, desde donde los vienen acompañando junto con Rosadelia, Hugo y Beatriz,  embriagados de amor en búsqueda de la iluminación.


San Gil, abril 04 de 2017

NAURO TORRES Q. 

 

 

 

 

martes, 4 de abril de 2017

Sobander@s en extinción

 

El marido la abandonó al sumar tantos hijos como años tenía él, cuando se casaron; Los hijos llegaron añeritos y al natural, el tipo no paraba ni en las dietas. 

Los 12 varones dormían en una pieza, las cinco mujeres en otra pieza, y los dos, en otra. Los niños se acomodaban como marranitos mamando para dormir en el piso sobre esteras de junco. Llegó en  1948 a Guateque, junto con su esposo, huyendo de la violencia en la Vega, Cundinamarca, convidados por un amigo a buscarse la vida en Boyacá.  

Para empezar, montaron una sancocharía en la plaza de mercado en Guateque que,  en ese entonces, era en el mismo parque, pero el trabajo ocurría los fines de semana y en las fiestas; y entre semana, el marido trabajaba en lo que le saliera; y ella, Abigail, por intermedio de una amiga, entró, ocasionalmente de ayudante en el matadero municipal, a sacrificar cerdos, y por ese trabajo, le pagaban en especie, dejándola recoger la sangre de los vacunos y cerdos que ella vendía por botellas  para saborizar las morcillas.

 

 

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Abigail se casó cumplidos los 15 años con el único marido  que ha tenido cuando él, tenia 17 años, pero éste  la dejó, yéndose con otra, cuando ella estaba en embarazo del hijo numero 17. 

Abigaíl , como otras tantas mujeres del ayer, no se pusieron a llorar al sentirse abandonadas, sino a buscar medios para encontrar la comida para la tracalada de chinos  que había que alimentar. Continuó con el toldo de comida en la plaza, puso un puesto de comida cerca al terminal de transporte; se convirtió, en las madrugadas, en trabajadora del matadero como matarife de cerdos; luego, de ganado mayor, y a la vez, aprendió a preparar “sudado de pata”, “cazuela de ternero”, “sopa de raíces”, “sopa de venas”, “ pichón” y a procesar los cueros de ternero, y a engordar cerdos; tareas en las que los hijos mayores, ayudaban.

 

Con el carné de salud expedido por el hospital de Guateque, Abigail, ofreció hasta que cumplió 70 años: el mute de mazorca, el sudado de pata, la cazuela de ternero, los tamales; oferta que hacia vestida de blanco con una gorra de igual color portando una caja de madera también blanca, y en ella, las delicias de la sancocharía por calles y carreras, oficinas y negocios del municipio, cabeza de la provincia del Valle de Tenza en Boyacá.

 

Por varios años vivió en arriendo, y por piedad, una familia amiga le arrendó un lote cercano que acomodó para  criar, levantar y engordar cerdos con las lavazas que sobraban de la  sancocharía, y las que recogían los hijos en otros toldos.

 Empezó con un cerdo, y alcanzó a tener un lote de diez cochinos, pero el casco urbano se expandió, y la higiene le cerró la marranera. Con el producto de la venta de los cochinos compró el lote donde actualmente vive. Con los ahorros del trabajo y los aportes de un hijo que se enguacó, levantó la casa en la que desde hace medio siglo ejerce como sobandera, don que surgió por mera necesidad, pues con mas de diez hijos en la escuela, éstos estudiaban, ayudaban y jugaban futbol, regresando, a la media agua, con esguinces, fracturas y desgarres.


Tiene 70 nietos, 50 biznietos y 40 tataranietos, y sus 17 hijos están vivos, menos quien fue su marido, quien murió hace una década en la Vega Cundinamarca, a donde viajó ella con todo el rebaño al funeral y a conocer los tres hijas que dejó el difundo en su segunda unión. 

Abigail, nació en 1926, ya cumplió los 91 años y sigue activa preparando tamales y atendiendo a quienes requieren de una sobada, ya en las manos,  en los brazos, ya en las piernas; personas que  atiende en su casa en una habitación con dos camas aseadas, usando crema de manos y sus manos que tienen la fuerza de una tenaza para disminuir la tendinitis, quitar el dolor del síndrome del túnel carpiano y la escoliosis y acomodar  los huesos en su estado natural.

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En veredas y poblados, en tiempos pretéritos era normal que abundaran los sobanderos, parteros, rezanderos y curanderos. Hoy, escasean, mientras que en las capitales, hay calles exclusivas donde  brindan el servicio los sobanderos.


En la perla del Fonce con calles empinadas, ceibas milenarias y gallineros con barbas blancas, rodeada de majestuosos paisajes casados con verdes colinas comunicadas por caminos tendidos de piedra artísticamente puestas como si fuese una avenida para caballos y recuas de mulas, aun quedan unos pocos sobanderos.

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Don Luis Alejandro Ballesteros con 85  años de vida, quien ha vivido desde niño en la carrera novena con calle cuarta, aprendió a sobar por necesidad. Un día, yendo al mercado vio como a su lado iba una señora, quien caminaba con paso rápido,  y sin darse cuenta, trastabilló al bajar del anden a la calle, luxándose el pie derecho, perdiendo el equilibrio.

Luis Alejandro, al ver lo ocurrido, se apiadó. La ayudó a incorporarse haciendo de bordón hasta una de las bancas del parque la Libertad. Y allí, a petición de la dama, él le quitó el zapato y ajustó el pie con sus manos. El cuento se regó en los toldos y puestos de la galería. Y desde entonces, desde lugares lejanos diariamente recibe entre 20 y 25 personas que acuden a la residencia, solicitando ayuda, ya para luxaciones, quebraduras, espasmos, dolores de columnas, quienes con una o dos sesiones, terminan regresando en buenas condiciones físicas a los hogares.

 

Siendo niño, Luis Alejandro  junto con su familia, debió dormir en las peñas que vigilan la quebrada Curití, en cuya ribera vivió con sus mayores. De joven se instaló en San Gil, y en sociedad montó la funeraria Santander para brindar consuelo y servicios fúnebres a los miembros del partido en el que la familia  estuvo vinculado. Su casa actual, fue sala de velación y lugar de encuentro de deudos. Los servicios funerarios se pagaban cuando se brindaban, o se pactaba una fianza por un par de semanas;  luego aparecieron en el país, los servicios fúnebres prepago, y la funeraria cerró sus puertas, pero se abrió el portón para recibir a las personas con intenso dolor por algún movimiento brusco con afecciones en huesos, músculos o tendones.

 


Los sobanderos son personas amenas conversadoras, amables y serviciales. Gozan sirviendo  a los demás y con sus manos, acomodando huesos, músculos y tendones, a cambio de una donación en dinero que muchas veces no es equivale a media hora de un salario mínimo, pues por tradición, no ponen precio a sus servicios mientras regalan sonrisas e historias a los pacientes que solo llegan a sobar la vida.


Cada vez, hay menos sobanderos en veredas y ciudades. Vienen siendo reemplazados por ortopedistas. Pero en los municipios aislados, es una fortuna que junto a ellos, abunden los curanderos y parteras que cumplen una misión no reconocida por los estamentos estatales, pero muy benéficos para la ciudadanía. 

 

 

San Gil, febrero 22 de 2017

 

DON REQUINTO, EL AVENTURERO MONTAÑERO

  En la matriz de Abya Yala, en el útero de las maduras tierras pobladas por Aztecas, Olmecas y Mixtecos, Incas y Muiscas, en los años de ...