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sábado, 16 de julio de 2016

Romelia y la casa de lata



Nació con los afectos de una madre piadosa, hija de un padre ocasional que trabajaba como frenero en el tren de oriente y que una vez informado de su responsabilidad pidió traslado al tren de la costa.

Piedad fue una mujer trabajadora que se ganó el sustento trabajando como ayudante de cocina en los restaurantes que en ese entonces hubo en la estación del tren con nombre providencial, Providencia. Al quedar embarazada le mantuvieron los trabajos mas le quitaron la posada. Ella debía aprender que quien se hecha obligaciones debe cargarlas por si misma, pero los hombres casados de las casas que se fueron construyendo en la década del cuarenta alrededor de la estación del tren organizaron un convite y con latas de hierro dejadas como chatarra por la misma red ferroviaria, le construyeron una mediagua.

Piedad empezó a criar a su hija que le bautizaron como Romelia en la casa de lata que tenía una cocina grande y una pieza como único dormitorio.   A la cocina le agregaron una mesa con un par de bancas de madera que armaron con viejas  traviesas de eucaliptos ya usadas para sostener y nivelar los rieles por los que se desplazaban los trenes que se movían como  un cien patas entre montañas y planadas, laderas y valles de los departamentos del interior del país. Frente a la puerta armada con otra lata y armellas de alambre calibre 12  estaba la fogonera de forma rectangular formada por un par de pedazos de riel y  fragmentos de cuatro hojas de muelle de uno de los vagones reparado en el Ocaso, lugar cundinamarqués donde restablecían  la pesada estructura de locomotoras y vagones.
 
Sobre las hojas de muelle siempre había una vieja olla tiznada numero 30 con yuca, arracacha, bore y papa cocinada que se mantenía calientita con las brasas de viejos palos de arrayán o astillas de traviesas que mantenían sus brasas encendidas bajo cenizas blancas como la nieve. Sobre la fogonera y en el mismo sentido había un alambre de hierro dulce que se engrosaba con los años por el hollín y la grasa de los pedazos de carne que siempre estaban colgadas oreándose al humo.

La casa de lata fue ganando visitantes, los empleados del tren era clientela fija, igual los turistas que fueron conociendo lo que se preparaba en la casa de lata, también los finqueros que, además de piquetear encontraban como bebida, chicha de maíz con pata, chicha de zanahoria o chontaduro, además de guarapo con dos grado diferentes de alcohol, y para los menores, un guarrús que era un guarapo dulce con arroz.

Con los años, a Piedad la empezaron a llamar “mana pía” apelativo con el cual llegó al cementerio de Puente Nacional pocos años después que el tren no regresó y se disminuyeron los ingresos para sobrevivir y pasar la vejez.


Romelia, la hija de Piedad, desde muy niña debió trabajar en alguna finca ganadera apartando los terneros y haciendo mandados. Ya volantona aparecieron los tributos de una alta mujer blanca con ojos pardos y cabello castaño que atraía a jóvenes, a  solteros, a patrones y enamorados viajeros.


A Romelia la desarrollaron contra su voluntad los primogénitos de las familias donde trabajó y algún que otro frenero que visitaba con frecuencia la “chichería de “mana pía”  a cambio de algún dinero para comprar ropa y zapatos panam.

Cuando tenía 15 años Romelia sufrió una enfermedad rara en la región. Su cuerpo cogió un  hollín del color del alambre en el que Mana pía colgaba la carne a orear al humo y la fiebre la asistía con preocupación, trabajaba en ese entonces con la señora de la tienda la Esperanza que existía a la vera del camino. Los mayores diagnosticaron peste negra, los dueños de la casa, para evitar contagio, la acomodaron debajo del un piso elevado  de tabla, lugar donde se escondían enterradas las armas usadas para la defensa en la época de violencia partidista y las ollas del guarapo para destilar el aguardiente. Allí la trataron con hiervas y le daban de beber orines del primogénito que tendría unos cinco años y otros bebedizos cuyo tratamiento restableció, con los días, el color de la piel y la temperatura normal del atractivo cuerpo de la joven Romelia.

Romelia, como toda mujer soltera en el campo y sin respaldo varonil, trabajaba a la vez, ordeñando en varias fincas y cocinando para peonadas en cosechas de café. Romelia quedó embarazada, sin que se supiese quien fue el padre del muchachito al que le pusieron el moquete del “diablo” dizque por ser hijo del pecado.

Al quedar embarazada y ya no existir el tren, Romelia no se fue a vivir a la casa de lata de “mana pía”. Se llevó las mismas latas y levantó una casa con los mismos espacios de la guarapería unos trecientos metros adelante del tanque del agua en el que las locomotoras bebían el agua para convertirla en vapor a la vera del ferrocarril y frente al ordeñadero del finquero Teodolindo Velandia.

“El diablo” tendría unos cinco años y Romelia lo mandó a la escuela para que no le pasara igual que a la madre y la abuela. Un viernes, al medio día, el hijito no encontró en casa a Romelia, tampoco le dejó almuerzo en la ollita de siempre sobre la fogonera. El chino regó entre los vecinos la noticia y enteró al inspector de policía de la desaparición de la madre. Hubo convites por potreros y cañadas, quebradas y montes por dos meses consecutivos sin encontrar rastros de la desaparecida. Al niño le ofrecían comida y dormida a donde llegara en  la estación del tren.


Tres años después un par de obreros que cambiaban un acerca de púas e intentaban cortar un tubo de cobre por el cual llegaba el agua al tanque para uso en las locomotoras que tiraban los vagones, ya de carga o pasajeros, escarbando encontraron unos restos humanos a unos cincuenta metros al lado derecho  del frente de lo fue la casa de Romelia.
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Las autoridades establecieron que los restos óseos pertenecían a una mujer pero nunca precisaron si correspondían a la estructura ósea de Romelia, pues ella no sacó la cédula. El asesino no fue identificado nunca, pero treinta años después un joven enamorado secreto que tuvo Romelia, confesó borracho que él había matado a Romelia por asuntos de propiedad amorosa. La confesión la hizo a una vieja octogenaria que murió seis meses después llevándose el secreto del borracho  a la tumba y como los borrachos hablan tanto y no recuerdan que contaron, la muerte de Romelia no ha tenido victimario castigado y al igual que las latas de su casa que las consumió el oxido y a los rieles del ferrocarril que desaparecieron con la complacencia de las autoridades municipales, los que la conocieron ya la olvidaron y así como las nuevas generaciones no conocieron el tren ni los rieles por donde trepaba o bajaba, esa mujer esbelta y de ojos pardos que tuvo que trabajar desde niña la escondieron en el olvido todos los habitantes de la región y quienes disfrutaron de su pasión, llevan flores imaginarias a la tumba inexistente, mientras quien la deseo con la muerte la llora en sus borracheras justificando sus lagrimas con asuntos del guarapo o la pola. Y el diablo construyó su casa en tierras del Estado a 50 metros del paso que fue del tren y dando crédito al adagio de palo que nace torcido no se endereza, todo lo que en la región se pierde, sindican al infeliz y como ya tiene varios calendarios encima, señalan a su descendencia, pero una cosa dice la gente y otra es la verdad, pues mientras no se demuestre lo contrario persiste el derecho de ser inocente. 


Puente Nacional, finca La Margarita, junio 21 de 2016.
NAURO TORRES Q. 

jueves, 7 de julio de 2016

Edipo ocultó a su padre en la mata de guadua

Antonio, un campesino cuarentón, andariego desde joven, se ganaba el jornal cogiendo café en Caldas, algodón en el Cesar, cortando caña en Guepsa o echando azadón donde le contrataran en épocas  sin cosechas, pero desde niño aprendió a guardar monedas para las épocas de las vacas flacas. Con la suma de varios chanchos que engordaba con monedas de alta denominación y con billetes que escondía en hendiduras de la pieza de adobe de la casa de los padres, logró comprar un terreno a la vera del camino real que unía a Puente real con Vélez, Santander; el terreno fue denominado como “salto del burro” por lo abrupto de su topografía.

 

 

El predio  escaseaba una extensión de tres hectáreas faldudas que caían en  pendiente de sesenta grados de una loma rayada  transversalmente por el paso de los años del camino real coronada por una casa colonial levantada en adobe que servía de garita para identificar a los caminantes que trepaban o bajaban rumbo al poblado que vio nacer al maestro, Lelio Olarte el 4 de diciembre de 1882  quien a los 18 años compuso el pasillo “amor secreto”.           

 

Los andariegos que derivan su sustento recogiendo cosechas en varios municipios y departamentos colombianos, son como los marineros o como los policías, tienen un amor en cada puerto, pero Antonio luego de haber dejado unos cuantos jornales con las mujeres de la vida en bares, cantinas y prostíbulos de mala muerte, se robó una hermosa doncella campesina en una vereda de Pijao, Quindío, y la hizo de su propiedad horas después del rapto ocurrido en una vieja chiva de carrocería de madera que hacia la línea a Calarcá.

 

Él, con la experiencia de un cuarentón la poseyó con pasión desmedida, y ella, una pura doncella, entre susto y curiosidad vio como el jornalero que le llevó dos veces chocolatinas y le regaló un par de cortes de popelina que usó para mandar coser unas jardineras y le endulzó el oído con una mejor vida, le quitó con agilidad los pantis de algodón blancos con pepitas verdes y le desojó el corpiño dejándola cual flor a las chagualas, sin sentir una tierna caricia, escuchar una palabra que enamore, un beso que despierte amor y una penetración placentera.

 

Francelina fue el nombre que le dieron los padres a la bella doncella  raptada. Ella siendo niña había escuchado de su progenitora que los hombres actúan sexualmente como ladrones agresivos, Francelina perdió la cuenta de las veces que su padre, luego de llegar borracho del pueblo el día de mercado, trataba con groserías y palabras agresivas a la madre que sola en casa estaba pendiente de los hijos, y luego de pegarle y hacerla llorar, escuchaba en la pieza de tabla de al lado que ella disminuía el llanto mientras el padre pujaba como si estuviese muriéndose.

 

Esa noche en una pensión para jornaleros, Francelina escuchó varias veces que Antonio  pujaba y se moría sobre su delgado y tierno cuerpo, mientras ella sentía ardor en la vagina y sus delicadas piernas estaban húmedas con su propia sangre. Esa primera noche con Antonio le dio la razón a su madre, los hombres sexualmente son ladrones agresivos.

 

En la madrugada partieron para la capital colombiana arribando hacia el medio día a la plaza España, lugar cercano a la estación principal de la red ferroviaria nacional. En las horas de la tarde, Antonio la llevó a caminar por los alrededores de San Victorino, de la plaza de Bolívar y el templo del voto nacional, y en las primeras horas de un lunes de 1950 tomaron el tren de segunda que partió a las tres de la mañana rumbo a Santander, arribando sobre las primeras horas del medio día a la estación La Capilla.

 

Tomaron el camino que se descolgaba hasta la quebrada La Agua Blanca y de allí atravesaron por el camino usado por arrieros de caña hacia el trapiche de los señores Vallés para coger el camino rumbo a Pirasía en cuyo trayecto vivían  los padres de Antonio, quienes se alegraron de volverlo a ver  y mostraron curiosidad por la tierna joven que lo acompañaba a quien presentó como su esposa.

 

Marcos, el padre de Antonio se puso muy contento que el hijo mayor hubiese cogido juicio y le animó a iniciar unos cultivos por aparcería en tierras de Pedro Ariza.  Con empeño y trabajo remplazaron el rancho de hoja de caña por una casa de tres piezas de adobe y techo de eternit cuya cara mira al camino real y desde el patio de atrás se aprecia la estampa del bello poblado de Puente Nacional y su hotel Agua Blanca que en época del tren alojaba a extranjeros que se arriesgaban a conocer los parajes de las abruptas y misteriosas tierras del departamento de Santander que su parte sur penetra con permiso y sin él al pintoresco departamento de Boyacá.

 

Por el camino real que ascendía desde boca puente por el lava patas hasta bajar a las entrañas de la quebrada que dio el nombre a la vereda Jarantivá y desde la guarapería mate caña, lugar donde se daban a guardar las armas de uso exclusivo de los conservadores en la época de la violencia partidista, se veía como un blanco huevo la casa de Antonio y su doncella quindiana.

 

Al cumplir los nueve meses dio a luz Francelina, trayendo al palomar al primer hijo que bautizaron con el nombre de Edipo. Los esposos se dedicaron a la labranza, cuyo oficio alternaba Antonio con el de prensero en el trapiche de los señores Valles ubicado unos doscientos metros camino arriba del palomar donde nacieron otros dos hijos distanciados uno del otro mas de un quinquenio.

 

Cerca al palomar Antonio sembró el agua. Trajo desde la Basílica de Chiquinquirá un potado de agua bendecida por el fraile que ofició la misa de nueve de un 16 de junio de la década del cincuenta. El potado fue sembrado en un descanso de la pendiente en cuyo cucurucho se había levantado el palomar y junto a la siembra, luego de un ritual religioso que aún se conserva en familias campesinas, se sembró una mata de guadua traída de las vegas de la quebrada Jarantivá que se descuelga desde su origen en la vereda Páramo hasta fundirse en amor consentido en las cristalinas aguas de la hermana quebrada Agua Blanca cuyo nacimiento esta al margen izquierdo de la misma vereda Páramo.

 

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Francelina, además de los oficios de una mujer del campo, le correspondía vender las cargas de hoja seca de bijao que aun sirve de empaque del reconocido bocadillo veleño, así como los bultos de naranja y las cajas de guayaba en época de cosecha, y Antonio en el mercado feriaba las cargas de yuca y plátano que se cosechaban, tanto en el predio “salto del burro” como en las cementeras que tenía en otros predios por el sistema de aparcería.

 

Edipo creció libre como la liebre. Fue a la escuela de Brazuelito en donde cursó hasta cuarto primaria para dedicarse a la arriería como ayudante del yuntero arrimando caña al trapiche en donde ocasionalmente el padre trabajaba como prensero.

 

Francelina amaba con mas consentimiento a Edipo por ser el hijo que engendró Antonio en su luna de miel y violada recordación para Francelina. Para él había huevo el domingo, al igual que para Antonio, mientras los demás hermanos se lo imaginaban en el plato. Para él había bocado de carne azada a escondidas en los piquetes con yuca asada entre la ceniza. Para él había colombinas de coco todos los lunes al regreso del mercado. Para él había abrazos y besos en la boca desde que era un bebé, así como arrunchamientos y echada de pierna cuando el viejo Antonio llegaba borracho del mercado.

 

Para Edipo, su madre era su luna, era el sol y el aire que respiraba. Cuando se desarrolló y lo invadió la pubertad y la adolescencia, cada vez que Francelina lo apapachaba en ausencia del viejo Antonio, Edipo notaba que tenia erecciones. Francelina lo notaba cuando lo arrunchaba debajo del cobertor de algodón, y mientras lo hacía, se transportaba a su juventud y tenia la fantasía de lo que siempre soñó que era una luna de miel.

 

Y tuvo su primera luna de miel con su propio hijo. Y Edipo fue por primera vez varón poseyendo a su propia madre y con la abundancia y fuerza como bajaban las aguas de la quebrada Jarantivá en invierno, se ayuntaron cada vez que se topaban solos, asunto del que nunca se percató el viejo Antonio que cogió el vicio del guarapo en la prensería del trapiche de los señores Valles.

 

Lo que ocurrió entre Francelina y Edipo fue igual que las chagualas a la miel en el trapiche en donde sacaban la miel que se vendía en la tierras frías de los municipios del reino de la Virgen de Chiquinquirá protegido por los frailes dominicos.

 

Para ellos, Antonio se convirtió en un estorbo, y luego de tantas lunas sin testigos decidieron sacar del medio al borracho. Escogieron el día, la hora, la forma y el lugar donde dejarlo descansando para siempre. Un lunes era el apropiado, pues se fue al mercado y no regresó; el arma los lazos para amarrar la carga al mercado y la forma como se ahogan los terneros cuando se pone un lazo con nudo corredizo, y la hora, la misma en la que llegaba el viejo los lunes perdido con el guarapo que tomaba las últimas totumadas en la tienda matecaña.

 

Esa noche la luna iluminaba como si fuese cómplice de los amantes. Los hermanos dormían en la cama de varas sobre una estera de bagazo de plátano metidos cada uno entre un costal de yute en lo que llegaba el salvado de trigo.

 

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El lazo hizo el trabajo y los cuatro brazos lo arrastraron sobre un cuero viejo de res que servía para secar los granos de café. Días  antes habían construido un foso para hacer abono en el que echarían la cereza del café. El foso fue la sepultura para Antonio y su tumba la mata de guadua que él mismo había sembrado sobre el pote de agua bendita que había traído en una promesa a la Virgen reina de Colombia.

 

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Pasaron tres quinquenios de esa fatídica noche. El nuevo dueño del “santo del burro” que había adquirido meses después de la desaparición de Antonio por venta de Francelina, quien había regresado a su tierra natal junto con Edipo dejando a los demás hijos al cuidado de una cuñada a quien le entregó la mitad del precio de la venta del predio que había comprado Antonio, observó luego de una noche de intensa lluvia que la mata de guadua se había corrido con el barranco y había aflorado un esqueleto.

 

 

 

La fiscalía dictaminó que la osamenta correspondía al ADN del viejo Antonio que había desaparecido un lunes quince años antes. Francelina y Edipo estuvieron en la cárcel 35 años sin que ninguno supiese de la suerte del otro.

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Finca La Margarita, Puente Nacional, junio 3 de 2016. 

 

 

 

 

viernes, 1 de julio de 2016

Camino a potrero largo

La vida es como una gota de agua en el mar. Es como una brizna de aire en un ojo. Es como un grano de  arena en la playa. Es como un punto negro en una pared blanca. Es como un átomo en el universo. sin embargo, quienes la tenemos creemos que es eterna, y muchas veces, la desperdiciamos en el camino, olvidando que “caminante no hay camino, se hace camino al andar”, pues no hay camino cierto, cada uno vamos configurando nuestro camino, nuestro sendero con  piedras y llanos, con senderos de felicidad,  con pendientes de tranquilidad, con sorbos de placer y  tragos amargos.

 

Porque….

“todo pasa y todo queda

pero lo nuestro es pasar,

pasar haciendo camino,

camino sobre el mar

 

Caminante son tus huellas

el camino y nada mas

caminante no hay camino

se hace camino al andar

 

Al andar se hace camino

y al volver la vista atrás

se ve la senda que nunca

se ha de volver a pasar”.

Los labriegos al referirse a las distancias por caminar comparan lo lejos de un destino con un potrero largo y el tiempo para recorrerlo con tabacos,  por eso desde antaño la vida se compara con un largo camino  con varios tabacos por trasegar.

Titán era el macho rucio de Rodrigo que lo acompañó desde joven hasta entrada la edad mayor. Fue titán el medio para acortar la jornada en los caminos  recorridos por Rodrigo. Fue su jumento para aliviar la carga al mercado, fue su bestia para cargar la leña a la casa, fue el mular en el que sus hijos  aprendieron a cabalgar, fue el dócil animal que sirvió por treinta años a la familia de Rodrigo.

El pelo de titán se tornó grueso, hosco y largo, su blanco color de joven jumento, con los años, se tornó gris y áspero. Sus molares y dientes se le cayeron  y sus orejas que siempre fueron erguidas se mostraban flácidas y decaídas. Sus cascos no volvieron a ser herrados ni a  campanear en los pedregales. Sus bríos  de juventud fueron reemplazados por la lentitud de la vejez. Sus descomunales fuerzas con 12 arrobas sobre el espinazo se redujeron a cargar un par de arrobas, y sus dientes, se fueron cayendo como granos de maíz colgado en tusa sobre una fogonera.  Titán no volvió a ser bañado con jabón de tierra, ni curado sus heridas causadas por el peso desequilibrado de las cargas de caña, después de cada jornada. No volvió a recibir el premio de una panela a pedazos en la jeta. Su dueño, al notar la poca utilidad del rucio, lo soltó al camino real para que pastara a su gusto de cabo a rabo, y el fiel y manso animal  buscó un bocado de pasto  en potrero largo hasta que murió de inanición e infección siendo comida para los buitres.

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Juan, Pedro, Raúl, Ramón, Laureano, Gilberto y otros… fueron curas que desde su juventud sirvieron al pueblo de Dios desde sus jurisdicciones eclesiásticas en la que estuvieron incardinados. Hicieron votos de obediencia a su pastor y por más de medio siglo, trabajaron sin descanso en las parroquias donde fueron designados, sin pensar nunca que los años se acaban como las fuerzas del cuerpo. 

Ninguno quiso ser maestro oficial porque se hicieron sacerdotes para pastorear, no para dar clases, y con los escasos ingresos por estipendio en las parroquias donde laboraron, aportaron a la seguridad social para recibir, a los 62 años de edad, una pensión igual a un salario mínimo legal vigente.  

Como ya no tienen la vitalidad de antaño, no les volvieron a asignar parroquia y viven de arrimados a cualquier parroquia en donde los asignan como colaboradores  a cambio de la comida y algún peso por celebrar alguna misa extra. Como no fueron curas religiosos no forman parte de una comunidad que responda por ellos. Fueron votados en potrero largo.

Fernando y Carlota fueron novios estudiosos logrando graduarse y conseguir un trabajo que les generaba ingresos limitados para cubrir los gastos de la familia con tres hijos que formaron y por quienes hicieron ingentes esfuerzos porque ellos tuviesen mejores comodidades que las que les dieron a ellos, sus mayores. La pareja vivió para trabajar y la crianza de los hijos se la delegaron a las guarderías y señoras del servicio, pero ellos amaban a sus hijos, sin medida; pero no tenían el tiempo que requerían los niños en sus primeros siete años, periodo en que se forma la conciencia, el pensamiento, las habilidades y los valores.

 

Fernando Y Carlota trabajaron más jornadas que sus padres, cuyas madres, siempre estuvieron en el hogar. Pasó el tiempo y se pensionaron, mientras que sus hijos estudiaron y se hicieron profesionales, formaron una familia y siguieron el circulo que los padres trazaron. Carlota y Fernando pasaron de los setenta años y los últimos treinta estuvieron poco visitados por sus hijos y nietos. Los viejos se fueron convirtiendo en una carga para los hijos que los visitaban cada domingo a la hora del almuerzo, pues Carlota siempre se caracterizó por tener  buena sazón. Los hijos decidieron internarlos en un ancianato; a los hijos les era más costoso, pero como no tenían tiempo  para cuidarlos, ni tuvieron la voluntad de contratarles una enfermera.

 

La suerte del macho titán, la suerte de los curas Juan, Pedro, Raúl, Ramón, Laureano, Gilberto y otros, y la de Fernando y Carlota, fue la misma. 

Hay cada vez más guarderías en ciudades y campos, pero también hay más casas o centros geriátricos. Hoy la gente vive trabajando para tener y tener más y votan a sus mayores al potrero largo, a los ancianatos, mientras los niños crecen sin el afecto fraternal alimentando una sociedad cada vez mas materialista y ausente de valores   olvidando que la vida es un camino que se hace “golpe a golpe, verso a verso y se hace camino al andar”

Con los años, habrá más personas viviendo solas, más niños en las guarderías y  más ancianos en centros de la tercera edad,  en un circulo en que los jóvenes y adultos de hoy no se percatan que están en él, mientras la familia se desmorona sin piedad ante la indiferencia de todos.

 

 

San Gil junio 17 de 2016.

NAURO TORRES QUINTERO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

jueves, 23 de junio de 2016

La cruz de un acoso escolar

Marina  mandó ese miércoles 21 de marzo de 1963 a media mañana a su hija Pascuala de diez años con el hermanito Aniceto de siete años camino abajo desde El Morro en la vereda Páramo hasta la tierra caliente de la vereda Jarantivá del municipio donde nació Eduardo Camacho Gamba. Los niños llevaban la misión de llevar unas papas a Valerio, el padre quien tenía una cementera de yuca y plátano por el sistema de aparcería en tierras de la viuda Trinidad Lancheros.


En la escuela que funcionaba en el corredor principal de la casa del inspector ferroviario, Miguel Vargas,  construida en un mirador para contemplar el movimiento del tren desde la estación la capilla hasta la estación de El guayabo por la empresa nacional del sistema ferroviario, la profesora Sara Mosquera oriunda del casco urbano terminaba la jornada a las once de la mañana y despachaba a los niños para sus casas a almorzar.
 
Los niños por edades o por grupos cogían sus senderos a sus casas y quienes tenían sus padres en residencias a la vera del camino real que comunicaba a Vélez con Leiva y Chiquinquirá regresaban por tierras del rey de España. Dinael, Eliseo y Saúl cursaban  los grados tercero y cuarto, eran la cola de los estudiantes rumbo a sus casas.

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Pascuala descendía por el camino vestida con una jardinera de flores rojas con flores grises; Aniceto llevaba un pantalón de dril corto hasta la rodilla del color del cascajo negro, paso obligado de los caminantes, usaba unos alpargates rotos amarrados con cabuya, un sombrero negro  con manchas alrededor de la copa producidas por el sudor y llevaba puesta una ruana de lana de ovejo que el abuelo le había regalado. El pantalón iba atado a la cintura con una cabuya  y de ella colgaba encintada una funda de cuero, y en ella, un cuchillo de seis pulgadas que Valerio, el padre, le había regalado en el ultimo cumpleaños para diversos usos en el campo.

Dinael, no había nacido en la vereda. El padre, un militar lo había traído a dejarlo con los abuelos para que lo terminaran de criar, pues era hijo de un amor de aventura, cuya madre murió cuando el niño tenía siete años. Había cursado los primeros años de primaria en una escuela de los cerros del barrio del 20 de julio de la capital colombiana y había sufrido en carne propia el desprecio y marginación de los compañeros del salón.



Los estudiantes trepaban por el cascajo negro liderados por Dinael,   y Pascuala y Aniceto, bajaban por el mismo camino, luego de comprar unas mogollas en la panadería de Pastora Gómez, las que se venían comiendo, cuando se encontraron con los tres estudiantes frente a la puerta de golpe de acceso a la casa  de Napoleón Forero. Dinael propuso a los compañeros hacer cadena para atajar a los niños campesinos que descendían tranquilos hacia la tierra caliente, y sin pensarlo, los acorralaron para asustarlos, y el mayor, intentó manosear a Pascuala. Aniceto se sintió como ternero prieto enlazado y recordó la misión que le había encomendado Marina, la de cuidar a su hermana. El instinto del niño actuó de inmediato, desenfundó el 6 pulgadas y lo descargó una sola vez en la derecha de la ingle de quien intentaba coger a su única hermana entre gritos de gavilla de los niños estudiantes.

Dicnael gritó del dolor, mandó sus manos a sus partes intimas y las observó llenas de sangre. Pascuala y Aniceto corrieron sin parar camino abajo y Elíseo y Saúl, corrieron en sentido contrario al ver al compañero en el suelo gritando y sangrando.

Ese medio día ningún vecino escuchó los gritos asustados y de auxilio del niño herido. Los otros niños alcanzaron al grupo de estudiantes que iban jugando con piedras al tejo por el camino a Pastora de Ovalle y comentaron lo sucedido, y en vez de regresarse, apuraron el paso a sus casas. Pascuala y Aniceto pasaron por la estación de Providencia y el paso nivel del tren como en una carrera atlética, huyendo del miedo. Pascuala no supo lo que había hecho Aniceto, y Aniceto no recordaba lo que había hecho el cuchillo que su padre le había regalado en un cumpleaños para uso en los oficios del campo.

Los caminos en los campos son espacios para contemplar en soledad o compartir caminando. El cuerpo de Dinael lo encontró Pablo Casas cuando regresaba de la huerta a almorzar a su casa. Obdulia, su esposa, no había escuchado los gritos de la victima.


El cuerpo de Dinael estaba boca arriba, su rostro se veía desencajado y sus ojos  abiertos al infinito y los dientes de leche brillaban en el verde de los matorrales del camino real. El color del pantalón azul de marca Lee lucía negro y mojado, y de él, se desprendía desganado un hilo de sangre que se enterró entre la greda silenciosa de un testigo que no contaría  lo que había presenciado.


El padre de Aniceto se enteró de lo ocurrido frente a la casa de su amigo y copartidario Pablo Casas cuando el inspector de Providencia junto con tres policías llegaron al rancho de la aparcería a detener al reo que llevaron ante un juez en la municipalidad.

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Aniceto fue regresado a su hogar en el que permaneció al cumplir 12 años y de regalo de cumpleaños, su padre lo llevo a conocer el municipio de Piedecuesta y lo entregó a la correccional de menores, lugar en el que cumplió los 18 años, y de allí, fue trasladado a la cárcel de Bucaramanga en la que purgó la osadía de defender a su hermana ante el acoso escolar de un citadino.


Pascuala, una vez cumplió los 15 años, una familia se la llevó para la capital a trabajar como muchacha del servicio, y de sus huellas, se borraron con los vientos de agosto. Las adversas circunstancias carcelarias entrenaron a Aniceto en la escuela del crimen. Intentaron violarlo en la cárcel, pero él, se defendió con un afilado tenedor que había logrado hurtar y convertir en arma blanca. La pena fue aumentada y las pagó sin intentar volarse. Al cumplir los cuarenta y cinco años regresó a la libertad y se perdió en ella en la ciudad. Unos dicen que murió practicando las enseñanzas de la cárcel, pues nunca volvió al campo ni al hogar que había dejado huérfano y en estado de vergüenza familiar. Por muchos años, Marina y Valerio no asistieron a las reuniones en la vereda, pero mientras vivieron y pasaron frente a la cruz del recuerdo del homicidio de un niño causado por un niño mas menor, le coloraron flores rojas de dalia y rosas y elevaron,  de bruces, oraciones a Dinael, pues siempre creyeron que su alma era el ángel que les acompañó desde entonces en el valle de las tristezas y las lagrimas.




Puente Nacional, finca La Margarita,  junio 11 de 2016







domingo, 19 de junio de 2016

Terrones, abrojos y espinos de Agustín Torres Torres,

 

AGUSTIN TORRES 2005

Miguel Agustín Torres Torres, (22 de noviembre de 1923- agosto 4 de 2011) contempló la vida con esperanza y la vivió sin apuros sonriéndole a cada circunstancia.( Fotografía cortesía de Suzanne Meijles 2005).

Las benditas almas lo acompañaron en tortuosos caminos; no lo amilanó la  muerte del padre cuando tenía cuatro años, no lo postraron las lagrimas de su madre, María de Jesús cuando el Ejercito Nacional lo reclutó para el servicio militar; no lo corrompió el poder naciente de Víctor Carranza en las minas de Chivor; no mostró temor en la década del cincuenta, cuando los caminos por veredas liberales eran vedados a los conservadores; no  tuvo miedo a Efraín González, cuando por orden de la profesora Rita Pardo (http://naurotorres.blogspot.com.co/2015/01/rita-la-maestra-asesina.html)    recomendó su muerte; no cedió a las pretensiones extorsivas del “comandante Martin” del frente 23 de las Farc cuando regresó de “casa verde” a recuperarse en la provincia de Vélez de las heridas producidas por esquirlas de bombas del ataque militar con 46 naves y 800 soldados que ordenó el presidente Gaviria el 10 de diciembre de 1990 al nido del supuesto ejercito del pueblo. Menos la muerte que lo preparó por doce semanas para morir en brazos de Lidia, su hija amada en la habitación 510 de la Clínica Jorge Piñeros Corpas    de Bogotá en donde fue internado con urgencia luego de un diagnostico que le produjo el deceso: Leucemia.

Como los arrayanes, Agustín murió de pie; agradecido por el camino recorrido, agradecido porque pudo despedirse de sus seres queridos y de sus amigos que lo visitaron a granel en la clínica, mientras su cuerpo se deshacía cual gelatina y el dolor dominaba su cuerpo físico mientras las sonrisas con que enfrentó la vida prevalecían en sus labios  morados de muerte. Nunca maldijo, ni se arrepintió por haber hecho daño de pensamiento, palabra y obra a otro ser humano. Murió el 4 de agosto de 2011 pero su esencia revoletea en las guacharacas, toches y cillaros que en las madrugadas y en los acasos musicalizan el entorno de la casa de barro ( http://naurotorres.blogspot.com.co/2016/03/las-mascotas-estimulan-las-emociones.html) que construyó con sus manos para allí florecieran sus amores: su esposa e hijos.

La vida de Miguel Agustín Torres Torres, fue marcada por el amor a la tierra que con su azadón acariciaba los terrones para usar su fertilidad para que nacieran semillas que brotaban: tubérculos, granos, hortalizas y legumbres; fue marcada por un espíritu de servicio a los familiares, y las comunidades veredales. Tenía una capacidad nata para enseñar a los niños las labores del campo, por darle la mano a las mujeres cabeza de familia acogiendo a los hijos y educarlos en el trabajo responsable. Las  acciones terrenales de Miguel Agustín Torres Torres estuvieron marcadas, unas con flores, otras con abrojos y otras con espinas.

Un campesino orgulloso 

de su patria

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Con tez teja, con ancestros muiscas, no escondió su condición. El sombrero lo usó para protegerse del sol, por dignidad y por respeto. Se lo quitaba ante las damas, los mayores y los estudiados. (Fotografía de Nauro Torres, 2009) 

Agustín amó a su país como así mismo, se entregó a su Iglesia, como templo vivo, vivió para su familia como razón de su existir,  enseñó a amar la tierra como parte nuestra, defendió sus ideas políticas razonablemente, convirtió su vida en una sonrisa y la vivió como un chiste endulzándola con picante del autentico sabor veleño.

Estuvo convencido que lo mejor por venir estaba después de que su cuerpo físico retornase a su origen. amó a la tierra de la cual vivió y mantuvo a su familia cosechando café sus primeros 50 años productivos y pastando ganados en los últimos 28 años de su vida.

Fue un colombiano orgulloso de sus ancestros, respetuoso de las leyes y del buen gobierno que gozó el pasillo y el torbellino así como de las rancheras. Coplero por naturaleza, jocoso de sangre, católico profeso y practicante desde niño. Predicador en la adultez. Esposo amoroso y fiel, padre anhelado y recordado. Educador en todas sus prácticas cotidianas y trabajador hasta los últimos días de su existencia. La gozó en toda acción que hacía, y que solo acudió a los facultativos en dos momentos de su vida, cuando tenía, cincuenta años que sufrió de tifo y en los postreros amaneceres que cerraron sus ojos para siempre.

Origen y condición

Agustín  nació el 22 de noviembre de 1923 en la vereda Alto Jarantivá del municipio de Puente Nacional, Santander, provino de una familia cosechera de caña de azúcar y de cultivos de pan coger. Perdió a su padre Agustín, cuando no cumplía los cuatro años;  desde esa edad, cuidó de su madre María de Jesús hasta el final de sus días en su calidad de segundo hijo prefiriendo abandonar su trabajo de militar para convertirse en el bastión de ella que culminó su misión terrena en forma natural antes de cumplir los sesenta años, pues en ese entonces no había medios para establecer las causas de la muerte.

 

 

Su padre, Agustín Torres Menjura, tuvo como hermanos a José María, Eccehomo y Etelvina, quienes provenían de la vereda Páramo y nacieron en una finca cercana al caserío Peña Blanca en límites con los municipios de Saboyá y Santa Sofía en Boyacá.

 

ABUELA Y MADRE

  Es la única fotografía que existe de María de Jesús Torres Gómez, la de la izquierda; la del centro Carmen Rosa Torres Torres y María Custodia de Torres, esposa de Agustín Torres. (Foto del álbum familiar 1963) 

María de Jesús Torres Gómez, la madre,  tuvo varios hermanos, entre ellos, Luis Torres, quien fue colono en el Carare y posteriormente continuo con su oficio en las tierras de Guamal, Meta, donde murió de viejo, abandonado y sin descendencia en una casa hoy ubicada en la calle más comercial de ese municipio petrolero.

 

MI PADRE E HIJO AGUSTIN

En la casa La Esperanza, Miguel Agustín Torres Torres, fue visitado en el 2007 por el sobrino llanero que lleva su nombre. En la fotografía alza al  hijo de quien compartió la imagen. (Cortesía de Agustin Torres González).

De contextura delgada y musculosa, piel color maíz tostado, estatura media, pelo lacio y negro, ojos picarescos azabaches escondidos en amplia frente que caía en forma regular con el mentón formando una cara trapezoidal, caracterizada por hendidura circular en la carraca centrada con alargadas orejas que reflejaban estética con la nariz; de manos amplias con dedos gruesos con uñas aplastadas muy particulares, cabeza en equilibrio con el tronco que siempre cayó perpendicular sobres sus extremidades propias de los descendientes de los muiscas, etnia de la que siempre se sintió orgulloso, así le llamasen “chicharrón”.

 

MIS PADRES CON GLORIA MALAGON

Cada ocho de mayo desde el 2000, Puente Nacional celebra la Victoria comunera, celebración en la que los habitantes unos se visten de comuneros y otros de españoles y en obras de teatro representan el memorial que reclamaban los comuneros.  De izquierda a derecha: Custodia Quintero, Gloría Malagón y Agustín Torres.(Fotografía de Nauro Torres 2011).

Aprender a leer y a escribir fue su sueño infantil

Solo pudo ir a la escuela un par de años pero gozaba de hermosa caligrafía que perfeccionó en el transcurso del servicio militar, y en el servicio de la Policía de Boyacá en donde cogió adicción a la lectura, costumbre que mantuvo hasta el final de sus días por medio de la cual gozó de excelente ortografía y basta información sobre los aconteceres nacionales.

De su padre Agustín, recordaba muy poco, pero se jactaba que le amaba y contaba con profunda tristeza como le hizo falta en su vida de niño, joven  y adulto; pues él,  murió muy joven victima de la viruela que en ese entonces la cura no llegó oportunamente a esos campos con sabor santandereano y boyacense en donde floreció por primera vez la carranga ( https://www.youtube.com/watch?v=7Fh47uaqJKc)  y el torbellino ( https://www.youtube.com/watch?v=6AiI9SgaJZ0).

Roberto, fue su hermano mayor. Mayor solo unos años, quien cansado de la dureza de los tíos y de la responsabilidad a lado de María de Jesús y de la cantaleta porque se había ennoviado con la vecina de la finca materna, decidió con su novia, Aurora, probar suerte en los Llanos orientales convirtiéndose en colonos de las tierras que hoy se conocen como Castilla la Nueva  en cuyos subsuelos brota el mejor petróleo de Colombia y en donde viven los otros herederos de la estirpe Torres González de la cual forma parte esta familia.

 

  LA FOTO DE LOS MAYORES TORRES

  Quienes en ese entonces nacieron en el campo y por circunstancias en el rebusque de la vida, las distancias separan a los hermanos, cuando se encuentran, celebran como si fuese el ultimo día por vivir. Ello ocurría cuando Roberto Torres se encontraba con el hermano Agustín. Parrandeaban, tomaban y departían hasta que los venciera el licor y el amanecer haciéndose la promesa de siempre: “Usted me hace el favor y no me deja solo en mi funeral”. Y la promesa se repetía cada cinco años. Agustín debió enterrar a su hermano Roberto y luego a su cuñada del alma, María Aurora. Los sobrinos, en grupo vinieron al funeral de Agustín. ( fotografía de Nauro Torres 1998. de izquierda a derecha: María Aurora, María Custodia, Agustín y Roberto).

 

Carmen Rosa fue la hermana menor por parte de la madre, pero murió igual de joven al abuelo Agustín, luego de ser madre de dos hijos cuyo padre fue otro llanero hijo de santandereano colonizador en las mismas tierras de Castilla, Meta.

Soldado y policía al servicio de la patria

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El 9 de abril de 1948 lo cogió en plena juventud y mientras vendía productos agrícolas en Moniquirá. Fue reclutado para el servicio militar obligatorio y posteriormente seleccionado por su puntería y don de gentes para ingresar a la policía por sus orígenes políticos en el partido azul que había incendiado las antorchas de una época de violencia fratricida entre hermanos de un mismo pueblo que defendían, unos color rojo,  y otros, el azul.

En la misión policial de confrontar cualquier brote de “chusma liberal” fue designado al municipio de Guateque, Boyacá, en donde se enamoró por primera y única vez de otra campesina de tez blanca y ojos claros de cuya cabeza caían  trenzados bejucos enchumbados abundantes cabellos negros que coronaban esbelto cuerpo proporcionado y escondido entre faldas de paño de cuadros y blusas blancas que eran la moda de la  mitad del siglo XX.

Custodia, la novia y esposa

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Toda la vida se jactó de ella al convertirla su esposa. Vivió orondo de haberse desposado con una mujer de otras tierras al compararse con su hermano Roberto, a quien, su hijo mayor siguió el ejemplo de casarse con una vecina, decisión personal que siempre consideró  una carencia de aventura afectiva para buscar mujer en otras tierras.

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  Un registro de algún momento después de la boda de Agustín y Custodia ocurrida en Zutatenza, Boyacá el 24 de noviembre de 1951.  

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Testimonio de una reunión ocurrida un sábado de 2003, en la que aparece Agustín con los dos hijos hombres y una hija.

María Custodia Quintero Sánchez, una boyacense orgullosa de su origen que con su belleza, su sazón y su autonomía económica conquistó al “flaco”. El moquete como fue conocido mientras usó el uniforme militar. L conoció en su tienda que estuvo ubicada adyacente donde hoy es la alcaldía de Guateque, cerca a la tierra donde estuvo, por primera vez en Colombia, la antena más potente de Colombia, en ese entonces, donde se originaba la “Radio Sutatenza” por medio de la cual aprendieron a leer, escribir y a mejorar el campo, millones de colombianos incrustados en las dispersas montañas de Colombia a mediados del siglo pasado.

Los traslados esporádicos dentro del mismo departamento lo instaron a colgar el uniforme en Tunja donde hacia su trabajo policial para cambiarlo por los arreos y el azadón regresando a su tierra con varias misiones personales: buscar estabilidad familiar, cuidar de su madre, María de Jesús, orientar a su hermana menor y empezar su vida productiva en la tierra que trabajó su padre, Agustín y que estaba siendo barbechada por los tíos.

Del uniforme al azadón y la arriería.

Regresó a la tierrita, como dicen por esos lares del maestro Lelio Olarte, orgulloso de su esposa, pero en calidad de arrimados a la casa materna, María de Jesús tenía una chichería, panadería y posada al servicio de los mercaderes que desde tierras frías de Leiva y pueblos circunvecinos intercambiaban productos cada lunes en la plaza de Puente Nacional tal como lo hacían los ancestros muiscas.

Con los escasos ahorros, compró menos de una cuadra de tierra en donde pocos meses después empezó a construir, la que siempre fue su casa. La levantó lentamente a la vera del camino real que desde Puente Nacional conduce a Sutamarchan.

Adquirió un par de mulas y el caballo “cinco pesos” que revistió con aparejos provenientes del Socorro y Santana y empezó su vida de arriero llevando miel de caña a los pueblos boyacenses que están en el límite con Santander del Sur. De regreso, traía trigo y maíz, papa, ibias, nabos y cuyos que ofrecía en su casa donde siempre existió la tienda de vereda marcada como “la esperanza”.

Su labor como arriero lo combinó con la agricultura que ejercía en tierras ajenas bajo la costumbre de la aparcería en tres pisos térmicos diferentes. De cada cosecha, entregaba la mitad al dueño de la tierra a Miguel Becerra, Trinidad de Lancheros, Pacho Mejía en clima templado, y en clima frió, al primo José Atanel. En esa partición de la cosecha  enseñó a sus que “quien no cuida lo ajeno, no cuida lo propio”.

De adobe en adobe.

Aprovechando su juventud y viendo que el hijo mayor correteaba ya por el patio y los potreros frente a la vivienda donde él nació y que su esposa acostumbrada a trabajar, había montado una mesa en la que exhibía los lunes a la orilla del camino para ofrecer viandas y bebidas caseras a los parroquianos y reinosos,  compró unos derechos sucesorios y empezó a construir el sueño de  tener rancho propio.

 

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Esta es la casa de adobe que la familia Torres fue construyendo con convites y con trabajo de fines de semana. Esta en medio de los poblados de Providencia y Quebrada negra. (Fotografía de Cristian Torres, en ella aparece Custodia de Torres arreglando el jardín).

Agustín hacia hasta dos viajes por semana a Labranza Grande y Santa Sofía, en los cuales gastaba un poco más de tres días de ida y de regreso, logrando así conseguir dinero para las maderas.  En convites, fue haciendo el adobe con el cual fue levantando, poco a poco, la casa a la que llegó con Custodia y el primogénito a vivir  en la primera pieza techada superficialmente con tejas de zinc para guarecerse del agua, más no del frío que en las noches penetraba por los huecos de las paredes y tejas ya que el piso de tierra lo hacía más penetrante y helado.

En ese entonces ese camino real a Vélez-Bucaramanga, hoy desaparecido brutalmente bajo la carretera, era muy transitado pues era el único sendero para hacer la comercialización entre varios municipios, ya que rozaba el ferrocarril que existió entre Barbosa y Bogotá por el cual se transportó la carga y los pasajeros que del oriente colombiano iban a la capital de la república o viceversa.

La competencia entre pobres

 

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En esta casa, que fue hospedería hasta 1965 cuando el camino fue remplazado por la carretera, nació Agustín Torres, y en la pieza de la derecha con ventana, vivió con su joven esposa, y en ese espacio recibieron al primer hijo. Al frente de este aposento. María Custodia Quintero colocó una mesa en la que ofrecía, los domingos y lunes, las bebidas y viandas a los reinosos y paisanos.

Custodia, comerciante de abarrotes y comidas desde los 13 años, fue organizando su tienda con la visión de una pueblerina, convirtiéndose en una competencia para su suegra, generando una desacuerdo que perduró hasta pocos días antes de la partida de María de Jesús Torres Gómez.

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  En el campo, un reproductor de cualquier especie se convierte en la esperanza para los dueños. En en caso de Agustín,  ´le veía la mejora genética al cruzar la raza cebeína con la criolla”.

Cuatro y mas manos trabajando, la joven pareja, empeñados en poseer los medios de producción, fueron comprando los pedazos de tierra que le correspondieron a los tíos, convertidos ya en llaneros, en los que probaron con el cultivo de caña, para convertirse luego en prósperos cafeteros, de cuyo oficio vivieron hasta cuando apareció la roya y las jóvenes fuerzas se perdieron al cumplir Agustín los 12 lustros, obligándose a vender su apreciada Vega, como se llamaba el terruño con el cual logró hacer parte del patrimonio, pues la otra fue del trabajo de Custodia, que alcanzó a tener hasta cuatro personas permanentes, trabajando en la tienda que siempre se llamó “La esperanza”. Por esos oficios pasaron jóvenes de ambos sexos, que aprendieron con ellos a trabajar. Varios se hicieron militares, y ellas, comerciantes en Bogotá, la ciudad que mas desplazados ha recibido en todas las épocas de violencia que han enfrascado a Colombia y aun no cesa.

Su Ser social y eclesial

Por haber recibido entrenamiento militar debió, en la década del cincuenta  del siglo XX, coordinar la organización de la defensa comunal, que en muchas noches con sus días, hicieron guardia para enfrentar e impedir que los rojos penetraran en tierras arriba del caserío  Providencia, reconocidas en ese entonces como dominios godos. Entre esas noches, fueron varias que la esposa con el primogénito debieron dormir en las cuevas y cambuches, que hacían con otras mujeres, para guarecerse y esconder a los críos, mientras los varones vigilaban desde las cúspides de las montañas ya convertidas en pastizales.

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  Participó en el proceso de formación  de comunidades eclesiales en las que la familia es considerada la célula de la Iglesia. (fotografía cortesía de Diego Reyes). 

Estas diferencias partidistas apoyadas por los políticos de la época, obligaron a las comunidades que tenían el mismo credo y creencia partidista, a establecer lazos de unión con los cuales convirtieron a pica y pala, caminos en carreteras, así no tuviesen conexión con otras vías municipales; a crear escuelas en terrenos donados por generosos finqueros y levantar templos en cada vereda, con el objeto de ir menos a la cabecera municipal reconocida desde siempre con tradición liberal.

El arrayán fue visto liderando con otros que murieron primero que él, la Acción comunal de Providencia, posteriormente la de Quebrada Negra y en su implementación de su ser social, fue concejal de Puente Nacional que junto con otros del mismo partido, como Eduardo Malagón y José Leví Bohórquez, gestionaron la carretera Providencia- Quebrada Negra, que para poder abrirla, llevaron el buldócer en tren, desde la estación la Capilla, y en sus extremos, animados por el párroco de la población, José María Rangel, comprometieron a los habitantes de las veredas para levantar capillas, para que periódicamente recibieran el catecismo y la formación religiosa, todos, en especial quienes crecían en población infantil y juvenil abundante.

Un mediador

Agustín fue un mediador nato para limas diferencias. Una noche le vieron  acompañado del hijo mayor por los potreros rumbo a dialogar con el “bandolero conservador” Efraín González para aclarar cara a cara los comentarios de la ex maestra de Providencia, Rita Pardo, quien abandonó los pupitres por las armas, para acompañar en la aventura a su amante “don Juan” que se había convertido en el verdugo y terror de las comunidades liberales de los municipios de la provincia de Vélez. 

Lo vieron con balay en mano y revolver en la otra, aclarar lo que había que aclarar, para que él y su familia no fuera objeto militar del “tío” como también se le conoció al mismo Efraín González Téllez, quien murió en el barrio 20 de julio de Bogotá, bajo la acción coordinada de más de dos mil soldados a los que enfrentó, cuando intentaba negociar una amnistía con los fundadores de la ANAPO ya en la década del sesenta del mismo siglo XX. En la casa-trinchera donde mataron a Efraín hay un epitafio que reza: “aquí peleó, durante cuatro horas, un cobarde criminal contra 1.200 valerosos saldados colombianos”. 

En la década del ochenta y posteriormente en la del noventa, se supo de sus gestiones de paz para establecer diálogos con la cuadrilla 23 de las FARC, que empezó a rondar, en dos ocasiones diferentes, por las veredas que en tiempos pretéritos fueron dominio del mismo Efraín González Téllez.

Se conoció de su acción decidida contra la extorsión que quiso hacerle el primer reducto del grupo guerrillero, negándose a pagar.

Posteriormente se supo de sus visitas nocturnas a las familias de las veredas, para que impidiesen que sus hijos fuesen reclutados por el comandante Martín del frente 23, quien realizara el primer secuestro de policías en Santander, en el municipio de Santa Helena del Opón, cuando éste regresó a Santander a reponerse en  tierras puentanas de las esquirlas que lo impactaron cuando recibía entrenamiento en casa verde, el templo del hoy grupo terrorista de las FARC,   guarida que fue borrada por decisión del presidente Cesar Gaviria. 

Los sacerdotes Eduardo Vargas y Eduardo Rodríguez, en su momento, párrocos de Puente Nacional, reorientaron el liderazgo de Agustín, mediante cursillos de cristiandad dirigidos por el sacerdote Hernándo Vargas, hoy dedicado a escribir historia.


MIS PADRES Y LA NANA 2011

Este registro fotográfico ocurrido en 8 de mayo de 2011 en el contexto de la celebración en Puente Nacional de la primeara victoria comunera, es el ultimo en vida de Agustín, pues una semana después debió ser trasladado a una clínica en Bogotá en la que duró doce semanas padeciendo, muriendo el 4 de agosto del mismo año. Los restos del  arrayán fueron velados en Bogotá, sus cenizas en Quebrada Negra, las cuales reposan en la catedral de San Gil.  Aparecen de izquierda a derecha, María Custodia Quintero de Torres, la nieta, Adriana Torres, y, Agustín. (Foto de Nauro Torres 2011).

 El legado del arrayán  

Cuando era muy niño, Agustín  orientó al primogénito en el pliegue de barcos de papel, en los cuales zarpaban zanjón abajo a puertos imaginados, enseñándole a construir un futuro en puertos de mares lejanos en tierras distantes a las de él, pero atados al mástil de la tierrita y la familia  guiados por el faro de Dios. Cada barco que se hundía en el intento de partir, el mayor de la familia debía reemplazarlo, cada barco que atracaba en los obstáculos del arroyuelo, debía revisarlo para reorientar su curso, así  enseñó a ser proactivo, persistente y a no darse por vencido, hasta lograr siempre las metas propuestas.

 

Mientras él pisaba el barro y formateaba los adobes para la casa, él  guiaba  la pisada de los adobes del pequeño hijo. Mientras él arrimaba en bestias las maderas para su nido de amor, el primogénito hacía lo propio en su perro, así enseñó que todo en la vida se puede lograr con trabajo honesto y siendo metódico. El chico aprendió a gozar cada actividad para evadir el cansancio y ver el trabajo como una diversión. 

Lo vieron arreglar con sus manos los cascos de los caballos y los arreos de sus mulas, además de disponer armoniosamente las herramientas y los costales para que cada lugar fuese agradable para vivir y trabajar, enseñando a los hijos que la vida se compone de las pequeñas cosas y que la felicidad esta en el goce que cada uno le ponga a las mismas cosas que, entrelazadas se convierten en la vida.

 

Lo vieron llorar y enterrar a sus tías y a la madre,  María de Jesús, a sus suegros y hermanos, y en su llanto, convertido siempre en una oración, aleccionó a los hijos a dar gracias a Dios por las alegrías y las tristezas para que comprendieran  que la muerte es parte de la vida, y que la vida sin la muerte, sería muy aburrida con la vejez encima. 

 

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En las noches tenebrosas, frías y lluviosas; en los lodazales de los caminos, sacando juntos con el hijo mayor, las mulas enterradas, con sus cargas de zurrones de miel; en las enfermedades de sus seres queridos y en la pérdida final de sus vecinos, los hijos lo vieron llorar para guarecerse  en la Divina Providencia, luego de un diálogo frecuente con Dios, enseñando que las cargas se hacen menos pesadas cuando se le entregan a Dios.

 

Lo recuerdan armando guandos para trasportar heridos y enfermos en sus bestias, unas veces, y en otras, al hombro rumbo al hospital de Puente Nacional. Lo vieron cortando maderas y alistando rejos para cargar los muertos a los funerales y luego al cementerio. Lo recuerdan haciendo colectas para comprar el ataúd y hablar con el párroco, para que hiciera rebajas a los servicios religiosos y buscando ayuda en la Alcaldía para vecinos que no tenían ni para el funeral, enseñando que los humanos debemos ayudarnos, cuidarnos entre todos y solidarizarnos entre sí, pues todos nos necesitamos, pues no hay persona tan encopetada que no tenga que recibir, ni pobre tan pobre que no tenga que dar.

 

 Lo evocan dedicando tiempo al trabajo comunal en el arreglo de caminos y carreteras, puentes y templos. Lo rememoran haciendo la colecta de la misa, empezando por su limosna, enseñando que quienes tienen la fortuna de tener algo, podemos compartirlo con los que no lo tienen, aleccionado que entre más se da, mas se recibe.

 

 

Lo vieron llorar por cada uno de sus hijos, cuando se enfermaban y ellos sintieron como los curaba con sus besos y caricias, percatándose ellos durante su existencia que fueron amados y seguros a su lado. Así los instó a amar a la familia.

Los hijos y nueras lo vieron cocinar, arreglar la habitación y barrer la casa y a atender a todos los que vivían en ella, ensañando a cuidar y apreciar lo que se les da y lo que se tiene.

Lo vieron traer la prensa cada vez que podía y leerla de principio a fin, para mantenerse enterado de los asuntos del gobierno. Lo escucharon los hijos, siendo niños, en muchas noches sentados juntos a la vera de las tres piedras, que servían de fogón en el rancho de paja y de vareque en su finca cafetera, llamada la Vega, los mitos y leyendas de sus antepasados, convirtiéndolos en  amantes de la lectura y animándolos por el gusto  de escribir, así sea para sí mismos. Enseñando que hay que conocer la historia, para no ser condenados a repetirla. Así los convocó  a ser sensibles y viajar por el mundo atreves de la lectura potenciando  la imaginación para volar a otras tierras y conocer otros personajes.  

 

Quienes le conocieron gozaron  siempre de sus abiertas sonrisas y sus charlas jocosas, así como de sus coplas y sus cantos rancheros. También lo vieron llorar solo y a escondidas enseñando que la felicidad es un estado de ánimo, que en la vida muchas cosas duelen y que los varones también lloran, porque el llanto  libera de las angustias y pesares e ilumina para enfrentar las tristezas con paciencia y esperanza.

Con el impulso y apoyo el hijo mayor pudo estudiar becado en Zipaquirá, pero siempre mostró interés por lo que él hacía y anhelaba, y ese hijo comprendió que podría llegar a ser más de lo que el padre  imaginaba y había alcanzado.

Arriando mulas, cogiendo café, vendiendo naranjas, ofreciendo pan y almojábanas a los pasajeros del tren y a los pasajeros de las busetas,  enseñó a sus hijos  que el trabajo es una distracción y que si  se es metódico, el trabajo da para vivir bien y  con honestidad, con sencillez y alegría.

 

A los 15 años  asignó al hijo mayor la tarea de cuidar a la madre en el hospital de Chiquinquirá después de una delicada cirugía, enseñándole con esta delegación a cuidar a los suyos y a estar con ellos en los días aciagos que la vida trae en su diario trascurrir.

En cada viaje de regreso a casa, lo vieron llevarle, algunas veces colombinas de coco, y otras, mogollas con chicharrón o pata sudada a su siempre amada y respetada esposa, enseñando la grandeza del matrimonio y su rol en la sociedad y que el amor se puede demostrar, hasta en una panelita que se lleve como detalle de cada salida a los miembros de la familia.

A sus hijos varones, un 24 de diciembre recibieron como regalo una guitarra de juguete fabricada en la capital religiosa de Colombia, y su en casa no se perdían festival del requinto o de la guabina y del tiple, sembrando  el folclor veleño. (https://www.youtube.com/watch?v=beRKaprYj_M&list=PLD8E8C2ACA4F2C68C&index=7)

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La tradición veleña se siembra de generación en generación. Los hijos de los descendientes de Agustín acuden al festival del requinto y la guabina a Puente Nacional, al festival de tiple y la guabina en Vélez y la festival de moño y la guabina a Jesús María.

 

En romería con vecinos y amigos iban en febrero a visitar el Cristo de Guavatá, una veces, y otras, en peregrinación a la Virgen de la Candelaria, en el desierto del mismo nombre; otras  acudieron a los santuarios de Leiva a la Virgen del Carmen o a Chiquinquirá a la Virgen reina de los colombianos, enseñando que la religiosidad popular mezclada con el folclor convierte al veleño en un colombiano más colombiano.

Cuando sus hijos mentían, recibían  merecido castigo, enseñando la durabilidad de la verdad, así, ésta  sea desagradable porque es la verdad la que  saca del alma las penas y las culpas.

 

Lo vieron orar en los momentos de gozo. Lo vieron rezar en momentos de incertidumbre. Lo vieron rezar el rosario muchas veces por la paz de Colombia. En sus oraciones identificaron más plegarias de agradecimiento que para implorar favores, así predicó que a Dios rogando y con el mazo dando.

Miguel Agustín Torres Torres fue un varón a carta cabal. Un vacan¡¡¡ para los jóvenes de hoy. Un ciudadano ejemplar, un cristiano a imitar, un padre modelo, un vecino anhelado, un anciano que se ganó el respeto durante su existencia y con su sabiduría orientó a quien demandó ayuda.

Vivió 88 años bien vividos y en esos años cercanos al siglo, fueron muchas las personas que le conocieron y que hoy lo recuerdan con particular afecto.

La vida de Agustín tuvo una particularidad, enfrentó la adversidad con el mismo entusiasmo que la felicidad. Estuvo convencido que se vive en un paraíso, y en él, hay flores, hay abrojos y hay espinos, y el vivir plácidamente es asumir que la existencia humana es una colcha de retazos y corresponde a cada quien remendarla para tenerla siempre limpia para cuando la colcha se convierte en mortaja.

Miguel Agustín Torres murió en el ocaso del 4 de agosto de 2011 pero su esencia revolotea animando a las aves para que acompañen a su vieja que sigue en la “Nueva Esperanza”, esperanzada en irse pronto a acompañar al viejo, mientras tanto en este agosto de 2020, luego de muchos años, manadas de golondrinas posaron en la arboleda y en el techo de la casa en donde ella ve pasar los años, y en las mañanas como en los atardeceres las parejas de toches, ciotes y guacharacas acuden a cantar sus melodías armonizando el ambiente y convirtiendo la soledad de la anciana en una esperanza pues todo fin tiene un principio.  

 

 

Esta fotografía tomada en 1960 registra momentos en el Agustín Torres en compañía de Mery Rojas, visitaba en el Hospital San José de Bogotá a un conocido que estaba allí en tratamiento.

A la tienda la Nueva Esperanza en la vereda Jarantivá acuden en cada puente a visitar a la octogenaria Custodia Quintero Vda. de Torres, personas con sus familias, unos por solidaridad y otros porque aún no sabían de la muerte de Agustín  ocurrida en el 2016; pero todos llevan, además de un presente, abundantes palabras de agradecimiento por lo que este arrayán de la vida hizo por ellos, enseñándoles a trabajar y ser correctos en la vida, otros por el buen consejo. El ser agradecidos es propio de los seres sencillos y justos.


La Margarita, marzo 23 de 2016

 NAURO TORRES

 

 

 

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