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viernes, 20 de enero de 2017

Elizabeth, la niña mas odiosa del colegio


-Usted no me creerá, pero me  atraía su cabello. 

-Era negro como una sarta de azabaches. Largo y en cascada hasta la cintura. Cuando lo llevaba suelto se veía su cara como el sol al amanecer. 

- Y yo, cuando la contemplaba,  deseaba esconderme entre su cabello, tal vez, para oler su aroma; tal vez, para  sentir su piel, o, escuchar el palpitar de su tierno corazón.  Pero el l tiempo para contemplar su cabellera, no era mi aliado. 

-Era fugaz.   

-Ella, no se dio por enterada, nunca.

-Que, qué recuerdo de ella? 

-Vaya pregunta; responderla,  me traslada al pasado. Ese pasado que uno quiere meter en un baúl, y no se deja. O mejor, uno intenta esconderlo; pero no¡, ahí esta escondido, sin mostrarse, ni mostrarlo. 

-Esta en los recuerdos. Esas acuarelas que los viejos pintan cada día desde la madrugada hasta que la noche actúa como un borrador que borra por instantes.


Ella, estaba por los once años. Era la mayor de una familia cuyo padre tenía unos ingresos fijos por ser empleado de los ferrocarriles nacionales. Y la madre, era muy joven; juntos venían de Lenguazaque, una estación del tren en Cundinamarca, Colombia. Llegaron a trabajar en la estación del tren de Providencia, un caserío que hoy, se niega a morir, pues dejó de ser inspección de policía departamental hace ya varias décadas, y hoy, es un poblado sin esperanzas a la vera de la carretera veredal que trepa intentando alcanzar el páramo. 
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La niña tenía una cara fina y proporcionada, cuyas cejas, labios y pómulos, semejaban armónicamente una pomarrosa madura. La niña, como le decían los padres, fue bautizada con el nombre de una actriz de la época: Elizabeth, y prometía ser tan atractiva como la estrella de cine. Usaba zapatos de material para ir a la escuela. Sombrilla, cuando hacía sol o llovía. Siempre iba con un vestido diferente cada día de la semana.


Danilo estaba dos grados adelante de mí, en la escuela.  Hacia cuarto de primaria, y yo, segundo. Era mi defensor, pues sobraban chicos montadores en la escuela. Era mi protector, pues ya Humberto, el primo, me había toteado la jeta al salir, una tarde, de la escuela. Lo hizo porque no le había compartido mi tetero. A él, ese día, no le dejé, porque no me alcanzó. Me había echado una chupadita en clase. 

- Si¡. Aunque usted no lo crea¡ 

En la escuela, hasta quinto uno llevaba como onces, tetero en una botella. 


–-Bueno, no tanto tetero, bebida con sola leche-. Se llevaba agua untada de leche con miel de caña. Servia para mojar las onces. Hoy los padres les dan plata a los hijos para que compren comida artificial en el colegio.

Danilo era fornido y alto. No era bueno para las letras; pero era el mejor para el trompo y las trompadas. Yo, era su hincha en cada faena. Cuando jugaba calles o rayuela, yo le cuidaba el bolso con los cuadernos. Y cuando se enfrascaba en una pelea, también le cargaba el bolso y lo aplaudía escondido en algún matorral.  

-Danilo era mi amigo,- al menos eso creí- y me enseñó a usar la cauchera.

- Que, qué  es la cauchera?. 

-Bueno no tiene porque saberlo. No tenia marca. No se promocionaba en la radio. No se fabricaba en serie, ni se vendía en  almacenes.  Fue  uno de los pocos juguetes que lograban hacer los niños, en ese entonces. 

-Desde luego que había padres que podían comprar la resortera a los cacharreros el día de mercado en el toldo- . Costaba en ese entonces, un cuartillo de centavo.

- Qué cuanto era un cuartillo de centavo?. 

- Era la cuarta parte de un centavo. Y un centavo era la centésima parte de un peso, pero un peso era mucha plata; y, ninguno de los niños lo llevaba por esa razón a la escuela. 

Los cuartillos estaban acuñados en bronce, y los centavos en plata. – Claro, en plata. Física plata. incluso se usaban las monedas para fabricar alhajas.

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- Y la cauchera o resortera,  era un juguete?

-Era un juguete con el cual nos divertíamos, ya solos, o en equipo. El éxito se lograba afinando la puntería y tumbando el objetivo.

En los toldos que armaban los días de mercado en los cascos urbanos, los cacharreros  vendían por varas la banda de caucho, la garra y la liga. La extensión de la banda se medía en varas- una vara era una medida antigua traída por los españoles, y equivalía a 83 centímetros-. Con una vara  cortada por mitad, o sin hacerlo,   se armaba la cauchera. La banda tenia un ancho de un centímetro. Se convertía en juguete porque al accionarla, se sacaba musculo en los brazos. Al usarla con frecuencia, puntería se lograba; pero con  la fuerza muscular y la puntería se convertía en un arma. Con ella, así como se bajaban naranjas, se mataban pájaros, pero también se escalabraba a una persona. Las caucheras, como las pequeñas piedras o las guayabas no entraban al salón de clase. Ellas, las resorteras, cuando se iba a la escuela, se escondían en los matorrales a la vera del camino. Y cuando los chicos regresaban a la casa a almorzar o al terminar la jornada escolar, las caucheras retornaban a las manos de los escuelantes que las usaban en el camino a casa.


-Danilo, mi guarda-espalda, además de cauchera, tenía honda. la honda la había tejido él, con fique, y decía que así, como la de él, David había matado a Goliat. Con ella, se podía lanzar una piedra mas grande y alcanzar mas distancia y mayor velocidad. Era mas letal.  Vi a Danilo usar la honda, y con ella, tumbar jotos de avispas para atajar a los chinos que nos perseguían.

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-Elizabeth nunca se enteró que me atraía su cabellera. Al menos eso creí, en ese entonces. Pues fui para ella el motivo de su burla frecuente. Con Rubiela y Rosalbina, me perseguían hasta alcanzarme y quitarme el bolso de los útiles para esconderlo, el cual devolvían, luego de implorarle lo hicieran a cambio de alguna almojábana que sabían llevaría de onces los martes a la escuela.


En la escuela, la mayoría de niñas no gustaba de la amistad de Elizabeth. Ella se creía mas que las otras. Se creía bella, inteligente y hábil para el juego. Lo primero, si. Lo segundo, nunca lo creí. Y lo tercero, menos, pues pocas jugaban con ella, y con nosotros los varones, ¡ni pensarlo¡.


Un mal día, Danilo se molestó conmigo porque no estaba a la trinca, en una de sus reyertas contra los chinos de abajo.

 –Si, de abajo; Pues nosotros vivíamos hacia arriba de la escuela-. Pero Danilo no me cascó como hacia con otros que intentaban poner en duda su fuerza y puntería. 

Hubiese preferido que me hubiera rasgado la nariz como hizo el primo Humberto. Me hizo algo que me dolió mas que un caucherazo con una guayaba. Le contó a Elizabeth que yo estaba enamorada de ella. Y desde entonces, llegaron los tiempos de mi sufrimiento.


Ella, la niña de cara de artista con ojos azules y cabellera negra y piel de pomarrosa, se dedicó a mi.

 –Si, se dedicó a mi, a su manera-. Donde me encontrara, me pellizcaba disimuladamente. Delante de otras niñas, me cascaba en la cabeza o me botaba al barro mi sombrero. En el patio del recreo, me empujaba excusándose que había sido sin culpa. Cuando podía, me quitaba la botella con el tetero, la vaciaba y la botaba en el pastal. Cuando se encontraba con uno de mis padres, daba quejas de mí. Siempre les dijo que yo la pellizcaba, le pegaba en la cabeza, le quitaba la sombrilla para botarla en el desecho.


Terminamos la primaria en la escuela,  y cada quien, según sus posibilidades, partió del lugar donde crecimos. Elizabeth  terminó viviendo con sus padres en Chiquinquirá.

Mi padre, cuando ocasionalmente se la preguntaba con disimulo cuando iba al mercado a la capital religiosa, me contó que la tenían estudiando en el colegio de monjas. Con los años se perdió  el rastro, así como se perdieron los rieles de la red férrea Bogotá-Barbosa.

Transcurrieron cincuenta años sin que ninguno supiéramos, uno del otro. Ella, queriendo recoger sus pasos, regresó con su esposo y sus hijos de vacaciones al Hotel Agua Blanca de Puente Nacional; hoy, de una cooperativa de maestros de Bogotá. Y fue una casualidad; ese puente festivo de octubre de 2003, yo estaba descansando en el mismo hotel. Nos encontramos en la recepción del hotel. Nos sorprendimos al vernos. Nos saludamos cariñosamente, ¡como nunca¡. Ella  presentó a su esposo, un militar colombiano pensionado  con visa permanente en Estados Unidos. Mientras me presentaba, le fue contando que yo, había sido su novio cuando era niña, en la escuela de Providencia. 

-Claro, él militar no se lo creyó; pero yo recibí con humildad el sarcasmo de Elizabeth, la niña mas odiosa del colegio.


 Desde entonces ese recuerdo abandonó el baúl y  lo dejé a la brisa de la quebrada Agua Blanca, en cuyo lecho se descuelga una hilo de agua que se pierde en el Saravita. Y del amigo Danilo,  solo volví a verle en el funeral de mi padre. Es un reconocido pastor en la capital, y a los pastores, les va bien con los rebaños, pero tiene el gesto de llamar ocasionalmente a mi madre, pues los suyos, los perdió siendo muy joven.

San Gil, enero 16 de 2017
NAURO TORRES Q.  

viernes, 13 de enero de 2017

Jesús Esteban Cruz, el desplazado seputurero.

Nació en el departamento donde se gestó las FARC. En el departamento colombiano reconocido por la lechona y el tamal. Sus padres, oriundos de Jesús María, Santander, huyeron muy jóvenes de la vereda Cachovenado para esconderse de la violencia entre liberales y conservadores en la inspección de Policía de Planadas en el departamento del Tolima, Colombia.

DANZA FOLCLORICA EN JESUS MARIA SANTANDER COLOMBIA. - YouTube

Juan de la Cruz y Rosalbina, caminaron dos días con sus noches desde el cucurucho donde nacieron hasta la estación del tren conocida como Garavito que estaba en la boca de la montaña para tomar las tierras planas y fértiles  del departamento de Boyacá. El poblado, compuesto por casas construidas en madera, unas, y otras tantas en adobe, fue en épocas pretéritas, punta de montaña, a la que llegaban colonos con recuas de mulas cargadas con maderas finas que intercambiaban por sal, carne, arroz, pastas, arveja, maíz blandito, papa pastusa y criolla, habas, nabos e ibias; mercaban aperos, ropa, petróleo, velas, cebo y manteca. Y luego de un día con su descanso nocturno para guarecerse de la brisa del río Saravita y del Páramo de Saboyá, retomaban el camino de regreso a las tierras que fueron dominio de los caciques, Saboyá y Tisquizoque.

Cachovenado esta en  las faldas de las planadas boyacenses. Vista desde la vecindad boyacense, se observa abajo, hundido, como si naciese de las entrañas de las peñas, que al contemplarlas desde lejos, se aprecian como dentaduras sin labios en cuyas cavidades se esconden los misterios de las entrañas de la tierra, el resguardo de las comunidades indígenas que las poblaron y los cuerpos de las victimas de los enfrentamientos de los hombres, ya por dominios, por colores, o  simplemente por venganzas cocidas en las tiendas y poblados en los que la chicha y el chirrinchi eran las bebidas proferidas por los pobladores.

Juan de la Cruz Velandia y Rosalbina Fajardo, estaban mozos cuando se gustaron saliendo de misa en la parroquia de Jesús María. Y como en la cacería, donde pusieron el ojo, pusieron el tiro, y antes de comerse la presa, hablaron con los taitas que estuvieron de acuerdo. Luego de seis meses de serenatas y atenciones entre las dos  familias de los enamorados, se casaron posteriormente como Dios manda y con el gusto de los hombres: con una parranda de tres días con sus oscuranas.        

Las diferencias entre los políticos colombianos, que desde entonces han manejado al país como una colonizada hacienda, se esparcieron como plaga agresiva, surgiendo a finales de la década del cuarenta del siglo XX la confrontación entre liberales y conservadores que afectó hasta los tuétanos a las familias campesinas colombianas. La amistad entre los Velandia y los Fajardo se vino a pique. Unos defendían a la familia, la propiedad y la religión, y los otros, la familia, la propiedad y la libertad de pensamiento.

Entre Juan de La Cruz y Rosalbina, esas ideas no calaron. Para ellos primaba el gusto por quererse, por compartir, por sentirse uno del otro, pues ya crecía en el vientre de la mujer, el primogénito.

Huyendo de las diferencias familiares, de las diferencias entre credos, y con las ganas de empezar una nueva vida, empacaron sus pocas pertenencias en costales y en mula  arribaron a la estación de Garavito para tomar luego el tren de pasajeros que los dejó en la estación de la Sabana, en Bogotá, y de allí tomaron la flota “ Rápido Tolima” y a Planadas fueron a dar, luego de un día largo de viaje.

Se acomodaron en una pensión un par de noches mientras se enteraron para que lado estaban las puntas en la que iban las familias paisas, huilenses y santandereanas, buscando tierras para descuajar montañas, sembrar maíz, yuca y plátano, para luego, convertir en potreros,  y reclamar posteriormente posesión y la correspondiente titulación en esa inspección que en 1966 fue reconocida como municipio.

A la pareja de santandereanos en Planadas, Tolima, le abundaban las aves como los cerdos; igualmente fueron premiados por media docena de hijos, mitad féminas y mitad cachifos. Los demás colonos comentaban de la amabilidad y juicio de los santandereanos, quienes se ganaron la confianza  de las familias en la vereda que fueron conformando.

Pero el hado maligno del odio y la envidia que crecen en la ignorancia, patrocinada por quienes ostentan el poder político y económico; en la región tolimense se sintió la persecución estatal, y los campesinos que se atrevieron a defender con fuego sus ideas, se organizaron para huir, y vengarse del Estado que los acorraló por tierra y por aire. Otros huyeron selva adentro cruzando el páramo para empezar de nuevo en tierras planas del llano o en el pie de monte, y muy pocos, terminaron en la capital del país. 

Juan de la Cruz y Rosalbina, decidieron quedarse; pues ya habían huido de Santander. Pero una oscura noche, los perros no cesaron de latir. Los viejos, recordaron lo vivido por sus padres en tierras del cacique Tisquizoque, y, se imaginaron lo peor. Decidieron, entonces los dos, huir a la madrugada con los hijos que esa noche estaban en el rancho. Pero al amanecer, fueron despiertos por el olor a quemado y el humo que entraba por las rendijas de la puerta y la ventana. Con precaución, Juan de La Cruz, destrancó la ventana y empezó a abrirla lentamente, y con sigilo, observó al exterior. Sus ojos se abrieron mas, su ceño se encogió, su boca quedó muda y su cuerpo empezó a temblar. Rosalbina, sorprendida y asustada igual, quiso verificar con sus propios ojos para identificar lo que había enmudecido a Juan de la Cruz. Ella intentó gritar, quiso despertar a sus tres  hijas y al varón que dormían en el cuarto de al lado. Pero, prefirió quedarse en estado similar al del esposo, tratando de pensar qué hacer.

Fuera del rancho ardía la ramada donde estaban los aperos de las bestias, la troja del maíz, el molino de piedra. Los perros latían huyendo, y las gallinas huían volando del gallinero. Rosalbina alcanzó a observar unos enmascarados que regaban petróleo frente a la ventana, e imaginó lo que estaban haciendo los aparecidos. Sin cruzar muchas palabras con Juan de la Cruz, despertaron a los hijos, e intentaron salir por la única puerta del rancho, sin lograrlo. La puerta había sido sujetada con alambre en la armella que ellos mismos habían colocado para asegurar sus pertenencias cuando se iban todos a misa los domingos.

Del rancho de los Velandia quedaron las columnas y la viga central que fueron consumidas lentamente por el fuego. Los cuerpos de los integrantes de la familia que descansaban esa noche, los encontraron calcinados los siete junto a la puerta de tabla de cedro que ya estaba convertida en cenizas.

Esa semana en el pueblo, las campanas del templo no dejaron de tañir. Hubo varios entierros colectivos. Fueron varias las familias que esa noche perdieron sus vidas bajo las llamas asesinas de la noche encendidas por quienes intentaban apagar las llamas del descontento campesino. Por ser los muertos campesinos colonos, y por ocurrir las masacres monte adentro, los hechos no fueron noticia en los diarios de la capital.

Los patrocinadores de los facinerosos lograron su cometido: un nutrido grupo de colonos huyó de Planadas. Unos monte adentro, otros regresaron a sus lugares de origen, y otros regresaron a la capital, y de ahí, tomaron la Flota macarena y a la zona del mismo nombre, fueron a dar.

Juan Esteban y su hermano Serafín, hijos de Juan de la Cruz y Rosalbina, se salvaron de morir calcinados porque esa noche estaban durmiendo en una ranchería monte adentro en la estaban tumbando monte para un colono que los había contratado por semanas. Juan Esteban tenia, en ese entonces, 18 años. Y su hermano, Serafín, empezaba los dieciséis. Escondiendo la rabia entre el dolor, y agradeciendo a los vecinos de la vereda la colecta, estuvieron en el funeral familiar de los Velandia Fajardo. Y sin regresar a la finca que habían hecho junto con sus padres y hermanas, huyeron en la madrugada en el primer bus que iba para la capital del Tolima, y de allí, terminaron en Bogotá, para embarcarse luego a la punta de lo trocha en la sierra de la Macarena, en el Meta.

En la región de la Macarena los hermanos Velandia Fajardo se ganaban honestamente el pan diario, trabajando en el campo. Y como sus padres, avanzaron montaña, la tumbaron y convirtieron en cementera, y posteriormente, en potreros.

Juan Esteban Velandia antes de cumplir los cuarenta años hizo su finca y vivía con su familia, de los cultivos de pan coger y de la leche que producían algunas vacas sanmartineras. Pero en el 2003, Luego de iniciar el gobierno de la “seguridad democrática”, una noche le robaron las vacas con sus crías, y en el establo, encontró un panfleto con un mensaje escrito con lapicero de tinta negra sobre una hoja de cuaderno rayado: “ Tiene 48 horas para abandonar la región. Usted es colaborador de la guerrilla”.

Se acordó de lo que vivieron sus abuelos en Santander. Revivió lo que vivieron sus padres en el Tolima. Tuvo mas claros los motivos por los cuales huyeron, jóvenes sus padres, de la tierra de Efraín González, y, murieron calcinados en una vereda de Planadas, Tolima. Y sin pensarlo dos veces, huyó con su familia al casco urbano de la Macarena que ya era cabecera municipal.

Puso en conocimiento de lo ocurrido al alcalde, quien prometió ayudarle con algún trabajo. Fue contratado a destajo para limpiar a machete el cementerio. Estando en la limpieza, la misma autoridad le solicitó abrir fosas para enterrar unos cristianos sin nombre. Y desde ese día no dejó de abrir fosas y enterrar desconocidos. Y para hacerse merecedor del jornal completo, el alcalde le pidió ayudar al medico legista  a tomar datos de cada occiso, a arreglar los cuerpos, a colocarlos en el féretro, abrir la fosa, a enterrar a cada victima que tiraban en el improvisado anfiteatro del cementerio de la Macarena.

El cementerio de La Macarena | Colombia, guerra y paz

Eran tantos los muertos que abandonaban en bolsas negras en el anfiteatro, que el medico legista renunció y abandonó la región. Y desde el 2004 hasta el 2008, Juan Esteban cumplió el oficio de  legista y sepulturero encomendado por el acalde que le dio una mano cuando llegó desplazado por segunda vez.

 - Cuenta Juan Esteban que los muertos llegaban como arroz al anfiteatro. Los traían los soldados, ya en jeep o en helicópteros. Eran jóvenes menores de 23 años. Sus cuerpos escondían las balas de la legalidad, y llegaban casi siempre, vestidos con uniformes de la la guerrilla.

Juan Esteban debió, a finales del 2008, abandonar la Macarena. Fue señalado por la guerrilla como colaborador del ejercito. Junto con su familia, llegó a una de las invasiones de Villavicencio, y, desde entonces, trabaja como vendedor ambulante, oficio que debió dejar por solicitud de la actual alcaldía de la Macarena. Por exigencia de la Fiscalía General de la Nación, Juan Esteban regresó al cementerio de la Macarena, a explicar cada uno de los registros que hizo de cuerpos enterrados como NN pero que fueron cuidadosamente registrados con señales por el sepulturero,  y contribuir de esa manera a identificar a mas de tres mil cuerpos  jóvenes que perdieron sus vidas bajo las balas, unas legales, y otras, ilegales, y contribuir a colmar el dolor de familias que desde entonces, buscan a sus seres queridos que fueron reclutados a la fuerza o sacados de la misma manera de sus hogares.

Exhumación de NN en Colombia - Archivo Digital de Noticias de ...

A unos los bautizan con el nombre de cruz. A otros les cargan una cruz. A otros los obligan a poner cruces; y a la mayoría de colombianos de a pie que quisieron convertir los campos en un edén de paz, les pusieron una cruz, la cruz de la violencia hasta por tres generaciones, pero esa misma mayoría de victimas ha expresado su intención de perdonar para que las nuevas generaciones conozcan la violencia  leyéndola en los libros, y cesen por siempre los forzados desplazamientos y reclutamientos.

 

 

Enero 12 de 2017. Puente Nacional, finca la Margarita.

NAURO TORRES QUINTERO

jueves, 24 de noviembre de 2016

Grimaldo, el camorrista


Grimaldo Arias, nació en una oscura noche en la que el miedo se escondió en un matorral, en el mes mas  lluvioso del año, en una casa de cuatro aguas, levantada en adobe rectangular formateado en una gavera de 30 centímetros de largo por quince centímetros de lado, e igual altura, con barro amasado por los cascos de un par de burros traídos de Santa Sofía amansados para  trabajar en yunta desde el amanecer hasta el ocaso, asidos mediante cabezal  con  lazo de cuan a una de las puntas de una vara de eucalipto de ocho metros de larga que, como una hélice ensamblada en una rueda de roble,  giraba como la tierra, alrededor del sol, sobre un botalón de arrayán de treinta centímetros de grueso y un metro con ochenta centímetros de alto con sesenta centímetros de profundidad.

Los jumentos,  arriados por un niño de unos diez años, con un bordón de palo de café y brincha de cuero burdo que hacía totiar en el aire estrellando sobre sí mismo el brincho con un movimiento helicoidal ágil,  pasaban la jornada girando y girando, como las manecillas del reloj, sobre el botalón pisando la greda amarilla mezclada con tallos secos de trigo, cebada o pasto puntero para dar maleabilidad y  consistencia a la masa  que un par de jornaleros arrimaban sobre un viejo cuero de vaca desnucada desde la mina de  arcilla hasta el foso con igual radio que el largor de  la vara de eucalipto.  

Con la ayuda del agua, la greda se  se dejaba amasar y se compactaba fácilmente. El natural líquido era transportado en chorote por otro niño de un par de años mas. El infante vaciaba el chorote desde la orilla del poso sobre el barro que, luego de una hora de amasado por los cascos de los burros, y en el punto de puño, era sacado y transportado sobre un rejado cuero  de forma cuadrada con un par de orificios en un lado  de media pulgada de diámetro en permanente coito con otro lazo del mismo cuan que tiraban los  arrimadores hasta la media agua con techo de paja, bajo el cual, permanecía trabajando un campesino conocedor del oficio de hacer adobe.


El experimentado labrador, con una vieja garlancha con punta ovalada, depositaba con cuidado y esmero el amasado barro hasta llenar apretando los cuatro compartimentos de la gavera previamente humedecida con agua que cumplía la función del aceite para despegar los recién formateados adobes y repetir el mismo paso hasta cumplir cada jornada de once horas como era la costumbre en la década del cincuenta del siglo XX en los campos colombianos.


La casa de dos pisos con ocho piezas encarradas con estructura de madera y amarres de cuan con techo de teja de barro cocido, con ventanas de  pino de una hoja para abrir hacia dentro en cada habitación, tenía puertas de la misma madera también de una hoja con una altura de un metro con sesenta centímetros y un ancho de sesenta centímetros.
Sara on Twitter: "En resumen: 1 mismo tema tratado por 3 pintores ...
Grimaldo Arias, era hijo de recio padre, quien siendo volantón, fue reclutado para servir a la causa de los conservadores empotrados en el poder del país del sangrado corazón. Estos habían creado su propia guerra contra los liberales, conocida como la guerra de los mil días para impedir el juego limpio de una democracia en supuesto estado de derecho.


Napoleón, el padre de Grimaldo, fue criado con rejo en un hogar de padres labranceros en el que el hombre disponía y determinaba la suerte de toda criatura viviente bajo su dominio. Napoleón,  engendró 12 cachifos, de los cuales, solo tres se le chitearon. 

Como el viento y la humedad de la tierra fría, Napoleón formó a sus nueve vástagos, orgullo de su hombría, y cual barro para adobe. Doña Lastenia formó a las tres mujeres, que desde muy niñas, fueron entrenadas en los menesteres de la casa y en los cuidados de los hermanos y sumisión al varón con la responsabilidad adicional de llevar la economía de la casa.


Napoleón no había nacido en tierras frías de Santa Sofía, Boyacá. Él, fue un soldado que llegó a prestar el servicio militar proveniente de la provincia de El  Socorro, Santander, y participó en la batalla de Maza morral que, junto con la de Palo Negro en el mismo departamento, dejaron tantos muertos que los mismos buitres se hastiaron  de tragar al ver la alevosía con que se enfrentaron los de la misma clase campesina defendiendo unas ideologías que, para diferenciarla con la otra, los  uniformaron como los equipos de fútbol, uno con el  rojo del América de Cali, y el otro, con el  azul del equipo de los millonarios de la capital colombiana.


Napoleón murió como las vacas viejas; enjoyado. Se rodó borracho bajando del alto de Maza morral un domingo día de mercado de regreso a casa por el camino desde Santa Sofía a Pantanillo. Quienes lo apreciaron y admiraron por sus servicios militares, honraron su memoria, cual militar que cayó en el campo de batalla.


Los hermanos de Grimaldo, prestaron el servicio militar en el mandato liberal y se establecieron, una vez cumplido el honor, en el ultimo pueblo donde les dieron de baja del servicio, y, en donde por primera vez conocieron  y probaron el almíbar de las flores que nacen en la campiña de los agrestes campos llaneros. 

Las tres alcancías, siendo volantonas,  se casaron como Dios manda,  con mancebos cebolleros del valle de los dinosaurios. Y Grimaldo, el menor de la familia de Napoleón, no sirvió para el servicio militar por medir un metro con cincuenta centímetros de estatura, pero sacó las espuelas de un gallo fino por lo pendenciero, fanfarrón  y fullero del padre y los demás hermanos juntos. 

Grimaldo no fue soldado, pero sí, andariego en las cosechas de café. Anduvo por el  Quindío, Caldas y El Valle. En la década del cuenta, en Pijao y Caicedonia, siendo recolector de café, fue testigo de los abusos de los bandoleros liberales: “sangre negra” y  “chispas”, y él, con la misma pasión, en nombre de los conservadores, defendió a los campesinos de ese partido y se convirtió en informante del Ejercito que años después dio de baja a éstos bandoleros tolimenses que alguna ocasión en tiempo y lugar diferente, se enfrentaron a tiros con el conservador santandereano, Efraín González Téllez, alias el “tío”


Rosita fue una dulce mujer que obedeciendo al acuerdo de los padres, se casó a los catorce años con el viejo Napoleón; y como novilla de raza; fue añerita para sacar de un mismo tajo los críos hasta el uso de razón. Rosita acostumbrada a recibir ordenes a gritos y no poner en duda las decisiones y peticiones del varón. Además de los oficios domésticos, la crianza, el ordeño de las vacas, el procesamiento de la leche, la confección y arreglo de la ropa, estaba pendiente de quitarle las botas y lavar con agua tibia los pies al marido cuando regresaba a cenar y se disponía a descansar luego de la jornada en la labranza y los potreros, además de  seleccionar y disponer sobre la cama la pinta para dominguiar o ir a fiestas del patrón de la finca.

La tranquila, sosegada y obediente Rosita, modelo de mujer en esa época, planchaba con esmero la ropa de Napoleón y los cachorros, usando el carbón de leña en utensilio de  hierro con mas de un kilo de peso. Lo planchado lo disponía en alacenas o varas atravesadas colgadas con ganchos desde el techo de caña de castilla,  siendo precavida en colocar pepas de naftalina para alejar las cucarachas, las polillas y las arañas y perfumar,  a la vez ,la vestimenta.

El hijo menor de Napoleón se casó sobre los veinte años mostrando el mismo gusto que el taita por doncella tierna, viviendo mientras estuvieron vivos, al lado de padres paternos que, una vez muertos, las propiedades campestres fueron puestas en venta y distribuido el producto de la transacción en doce partes, pues ninguno de los hijos tuvo la capacidad financiera para comprar las otras partes.

Grimaldo, siguiendo los caminos de los mayores hermanos, abandonó Pantanillo, y con plata en la capotera, terminó comprando una casa, tan espaciosa como la paterna, pero de un solo piso, que sirvió de mojón para bifurcar los caminos de herradura conducentes a las veredas Urumal y El Páramo del municipio de Puente Nacional en el poblado que se formó en la estación del tren de Providencia.
 

La vivienda, en adobe a la vista con tres piezas al fondo y dos al frente que enmarcaban el ancho y largo corredor vigilado por siete columnas  cuadradas de curado arrayán, tenía cierto señorío que la convirtió en el referente en la región, pues además, vivió en ella una prestante familia de apellido Parra oriunda de Santa Sofía en la que creció un hijo que logró doctorarse en leyes, siendo  exiguo caso en el territorio cuando estudiar, siendo de  el campo, era una lotería.

Grimaldo Arias era de tez blanca, ojos escondidos y cabello pardo con cara de  calabazo con dentadura natural que escondía  bajo un bigote mono. Usaba sombrero negro de fieltro  de ala corta adornado con pluma de pavo real que siempre inclinaba hacia delante en ángulo con la aguileña nariz cuando se encontraba con mujer. Saludaba con reverencia y melocería; y al revés, echaba hacia atrás, cuando se encontraba con varón a quien saludaba, si le conocía, o si no, le asustaba azuzando el alazán. Vestía siempre pantalón de paño negro bien planchado con camisa de manga larga blanca y zapatos corona del color de la noche que escondía bajo parda ruana de lana  cuando montaba su caballo  que ataviaba con todos los aperos para un señorío  jinete, e ir, a la santa misa a la parroquia Santa Bárbara de Puente Nacional.

Cabalgando, Grimaldo se veía como un niño metido entre los zamarros negros sobre el alto rocín siempre al trote para mostrar el afán para llegar a un compromiso en cada tienda existente a la vera del camino de herradura a donde llegaba a tomar totumada de chicha, cuando no tenía los pesos para una Bavaria. Por el tamaño de la bestia y la medida del jinete, Grimaldo buscaba disimuladamente un barranco para bajarse del caballo amarrándolo luego al botalón o morón cercano a la tienda.

Usualmente llevaba al cinto un revolver  calibre 38 largo Colt caballito plateado con cacha de blanco hueso y un corto fuete tejido en ocho hilos de cuero y madre de pene seco de toro colgando de la muñeca de la mano izquierda para simular azotar el caballo golpeando sobre la manga del mismo lado del zamarro en badana natural de res macho con pelo largo y negro como los pensamientos del mismo jinete.

En cada tienda donde llegase y hubiese mas varones con el mismo gusto para colmar la sed, y para  demostrar la dote en el bolsillo secreto del pantalón de paño, saludaba con prepotencia luego de mirar de frente a quien conocía, y con desprecio e ironía a quien no identificaba e interrogaba para saber si era liberal o conservador. 

A los copartidarios ofrecía una bebida de la que estaban tomando, convencido que recibiría otra para estar a mano, y luego de un par de bebidas, desafiaba a quien fuese del otro bando para que atendiese con una bebida a un conservador, y en el evento que el parroquiano no le hiciere caso, el mismo Grimaldo le ofrecía una como si fuese un bocado para un can, y una vez consumida, le tiraba otra por la cara para desafiarlo a  demostrar la hombría.

Estando beodo Grimaldo le buscaba pleito hasta misma sombra. A quien calculaba que podía montársela, lo vaciaba al oído con ofensas y amedrentaba punzándolo con el cañón del revolver por debajo de la parda ruana de lana, mientras a viva voz echaba vivas al partido conservador y a la virgen del Carmen de quien decía lo protegía contra todo mal y peligro. Si el ofendido refunfuñaba y no mostraba sumisión, lo fueteaba desafiándolo a pelear como los hombres de ese entonces cuando no pensaban igual sobre el partido político y la religión.

Los escuelantes le tenían miedo y lo saludaban con voz baja y sumisa, los jornaleros lo evitaban, y las mujeres lo esquivaban o le saludaban con susto o se escondían. Los copartidarios lo adulaban, los gotereros lo buscaban, los busca pleitos lo encaraban, y las personas de bien, simplemente le gastaban un par de amargas sin esperar el vuelto.

Borracho, Grimaldo contaba de las hazañas de Napoleón en la batalla de maza morral, del poderío de los hermanos en tierras llaneras y de los potentados cuñados que tenía en tierras de Leiva. Igual hablaba del glorioso partido conservador y de su fe a la virgen del Carmen, de la protección que gozaba de las benditas almas y de lo malandrines que eran los liberales. Se jactaba de las tandas que había dado a jornaleros que no tenían sus mismas creencias y a cachifos que le llamaban “espanta sustos”. Entre varones de barba al pecho, y luego de varios litros de bebida para matar el hambre y alimentar su “hombría” mostraba con pedantería su revolver que luego descargaba al aire los seis tiros para sembrar el miedo disfrazado de politiquería.

En ese entonces, además de los masacrados indefensos, los cementerios estaban poblados de pendencieros y busca pleitos. Grimaldo era muy conocido por sus abusos. 

Un sábado en la tarde de 1956 en la casa de la loma del caserío de Providencia levantada en adobe en dos pisos, paredes pintadas de blanco y puertas y ventanas en madera pintadas en verde selva, servía para observar quien llegaba o tomaba el tren, tenía en la pieza de al lado del corredor en tierra,  una venta de para expender licor. Habían llegado un par de tipos, uno proveniente de la vereda Montes, y el otro de Peña Blanca y departían sentados en butacas alrededor de una mesa redonda unas cuantas cervezas. La cantina estaba concurrida por otros parroquianos, mozos que jugaban tejo en la cancha improvisada que estaba al lado de la única casa de dos pisos en la aldea.

Grimaldo había llegado sobre las primeras horas de la tarde a su casa en Providencia. Parecía  un gendarme vigilante de los caminos que en la misma tienda se bifurcaban quedando la vivienda de él,  en el ángulo de dos caminos reales, uno que trepaba para el alto de Maza Morral, y el otro, ascendía a otra zona conservadora hasta los tuétanos conocida como El Páramo. Desaperó su rocinante, colgó la silla y los aparejos. Lavó el caballo y lo soltó al potrero. Se aseó y se puso la pinta de fin de semana y salió al largo corredor a curiosear quienes andaban de farra en la cantina de la casa de la loma. 

Alguien que lo llamó por el nombre lo invitó a tomarse una pochola. Él, respondió con cadencia y se dispuso a atravesar el camino hasta el corredor de la casa de la paredes blancas y puestas de madera pintadas con verde selva. Subió las dos escaleras en piedra con parsimonia y con la cara en alto fisgoneando quienes estaban departiendo ese sábado. Saludó con respeto al par de desconocidos que estaban bebiendo, éstos contestaron el saludo invitándolo a sentarse con ellos con una cerveza en la mano. Grimaldo no se hizo del rogar y se dejó caer con imponencia en la butaca que ya le habían dispuesto. Luego de presentarse mutuamente empezaron a departir como si se conociesen años antes.

El mozo que había llegado a caballo desde Peña Blanca se apellidaba Antonio Velandia, y el que provenía de la vereda Montes, era conocido como Justo Ortiz. Ambos habían tenido sus primeras andanzas en la escuela de “el tío” Efraín González. 

Tras haber consumido una y media canasta de cerveza los tres intentaron ponerse de acuerdo para pagar la cuenta; pero Grimaldo, no aceptó cancelar la tercera parte de la tomata porque había entrado a ella cuando los otros ya llevaban una docena ingerida. 

Intentó sacar el revolver para imponer su decisión; pero Justo, que había llegado un par de semanas atrás de Pijao, fue mas veloz propinándole un tiro con el  revolver 38 corto que escondía entre la pretina. El tiro se anidó en el brazo derecho de Grimaldo, quien contempló caer su arma al piso como un garbinche en una mesa. Los otros visitantes, observando lo ocurrido, tomaron sus caballos y treparon caminos a sus veredas dejando a Grimaldo en sus lamentaciones y furia al cuidado del cantinero, quien logró conseguir una gasolina y lo trasladaron al hospital mas cercano donde le entablillaron el brazo derecho por un par de meses, tiempo en el cual, Grimaldo no dejó de tomar y anunciar a los cuatro vientos, su venganza.




Como todo macho viejo, Grimaldo recibió de anciano las dosis que le devolvieron sus ofendidos en la juventud. La dote conque llegó a Providencia se le fue extinguiendo hasta vender su caballo. Ya no tenía plata para tomar Bavaria, y su único hijo, luego de prestar el servicio militar, se radicó en la capital colombiana;  y la esposa, de nombre Paulina, murió antes de cumplir cincuenta años. El pendenciero  Grimaldo, en una borrachera, vendió a bajo costo la casa grande de adobe junto con el predio donde estuvo levantada. El dinero que recibió luego de escriturar la propiedad, lo echó en la vieja mochila de fique con la que llegó a comprar tierras a Providencia. Y terciándosela, tomó una tarde lluviosa  de un martes de mayo  de 1964 el camino de retorno a Pantanillo protegido bajo una capa negra de plástico; luego de un par de chichas que había ingerido en la tienda de “mana pía”, y como todo camorrista, desafió esta vez a la naturaleza expresada en abundante creciente de las negras aguas de la quebrada del mismo nombre que descolgó el puente colgante existente para entrar a la vereda Urumal, y en él, al hijo de Napoleón, cuyos restos, por un par de días buscaron quienes le recordaban, fueron encontrados esqueléticos en una vereda  liberal del municipio de  Barbosa, Santander.

Puente Nacional, finca La Margarita, septiembre 8 de 2016.
NAURO TORRES Q. 






viernes, 18 de noviembre de 2016

La realidad irreal: Triunfo lírico en Ginebra - Gabriel García Márquez...




La realidad irreal: Triunfo lírico en Ginebra - Gabriel García Márquez...: Roma, noviembre Hace pocas semanas se realizó en Ginebra el Concurso Internacional de Ejecución Musical. En su género, ése es el más im...

jueves, 3 de noviembre de 2016

Homenaje a la madre muerta



“Auras del Fonce” fue una revista del Colegio San José de Guanentá a mediados del siglo pasado. Tengo en mis manos una colección incompleta de unos veinte ejemplares, que además de informar, es una autentica muestra de la riqueza literaria de la época.

He tomado de la 362 del numero 46 del año XI en  circulación de agosto 3 de 1934, el discurso  escrito por José Manuel Prada con ocasión del día de la madre proclamado en el cementerio de la villa del Fonce, por el alumno del grado 6o. de ese entonces, hoy equivalente del grado 11o  del sistema educativo colombiano.

Lo traigo al presente para que el lector compare en la redacción los resultados de la formación en el lenguaje, en ese entonces, a la que reciben hoy los estudiantes con mas materias en el pensum que días de la semana.


Quienes no tienen en sus haberes esenciales la presencia física de la madre es, esta ocasión una oportunidad para recordarla. Y quienes hoy tienen la fortuna de contar con la madre viva, den gracias al Altísimo por esa bendición. Y quienes la tienen y la conservan en el cuarto del olvido sirva este texto como una excusa para retomar los lazos del afecto y la conciliación. En Santander hay un dicho: “ madres solo hay una, un padre puede ser cualquier bolsón”.


Ante la muerte como fenómeno inevitable de la vida, ese apetito humano por el tener y acumular y esa indiferencia ante el sufrimiento humano de los otros, esa valentía que ha llevado a muchos al cementerio, los humanos terminamos en igual condición, nacimos sin nada y nada se lleva con la muerte. Solo quienes han desarrollado la espiritualidad y creen en la trascendencia tienen la fe que vuelven a la luz de donde provinieron.

“Henos hoy aquí ante la playa del eterno río, ante esa playa que el dolor sombrea, en esa playa en la que tantos seres queridos, náufragos en el mar borrascoso de la vida, han venido a perecer. Aquí declina el sol de la existencia humana entre el arrullo triste y lúgubre del silencio, entre el soñar de los melancólicos árboles, entre las oraciones de los seres piadosos y entre el llanto de los seres que aman; aquí reposan los restos de los seres que nos fueron caros y que la parca muerte los arrancó de este mundo para transportarlos  envueltos en cendales de luz a las alturas, aquí señores termina la ardua tarea de una vida; aquí la flor que ayer aparecía lozana  en el bello jardín de la existencia, mustia y desojada pasa a ser el alimento de la madre tierra; aquí mueren las ilusiones terrenales, los honores, la pompa, la opulencia; pero aquí también señores, se eleva un himno a la inmortalidad , al amor, al recuerdo.

Hoy  venimos aquí donde la tristeza habita; venimos a ofrendar a las madres muertas, una oración que unida al “deprofundis” del silencio se eleve a las alturas; hoy llenos de dolor, los que sabemos lo que significa la perdida de un ser querido como es la madre, y llenos de temor los que aún no saben ¡cuan cruenta es la pena que  experimenta el alma¡  Cuando ese ser  a quien dotó el altísimo de ternura sin par se aleja de la vida, penetramos a este recinto a orar y a meditar y a llorar por las madres que ayer cruzaron con nosotros, siendo nuestra dicha y ventura, y el frío soplo de la muerte las alejó hacia mundos de perpetua claridad y de gloria.

Señores: entonemos el canto del recuerdo y cubrámonos con el manto de la evocación: dejemos que esa madre aparezca hoy mas que nunca reflejada en la pantalla de la añoranza, y después de rogarle que desde la eternidad nos guíe, unamos una oración al llanto y roguemos por ellas al compás del dolor que nos traspasa.

Trasladémonos por medio de la imaginación a nuestra tierra natal y allí contemplaremos, los que hemos perdido a nuestra madre, esa fría loza que guarda un corazón que se incidió en amor, y allí oraremos y con el llano que el dolor desgrane, empaparemos la tumba de esa mujer que fue para nosotros, la esencia del cariño concentrado, un lucero caído de la altura y una rosa enviada de los cielos. Ellas no han muerto, viven con nosotros y guían nuestra frágil existencia hacia el puerto feliz de la eternidad.


Mas, señores, hay un consuelo: para los que sabemos amar nunca hay ausencia pues sabemos valernos del recuerdo para penetrar mas allá de la muerte, más allá del silencio, mas ella del olvido. Para nosotros esa madre que ayer alzo vuelo hacia la altura,  a diario vive en nuestra mente y a diario recibe el tributo de nuestro amor allá en lo profundo del alma, amor que se manifiesta con la evocación o con el llanto que es el único digno de ofrendarse en el altar purísimo del alma.

Oremos pues, por ellas, y lloremos por ellas y digamos: “Que las que viven gocen de la paz y el honor, y las que ya murieron, que las bendiga Dios”.

Una vez leído e imaginado, sentido y admirado, el lector gozará con sus propias conclusiones que invito comparta con los demás dejándolas en un comentario”.
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San Gil, octubre 18 de 2015

lunes, 24 de octubre de 2016

Una custodia en el camino

Una octogenaria en el corazón de los caminantes
 
 
 
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La señora María Custodia Quintero de Torres, arrastra sus 90 años y no falta a la celebración eucarística, ya sea en Providencia o en Quebrada Negra en Puente Nacional, Santander. (fotografía de Vitalia González)

Una niña de piel blanca ojos claros, cabello negro torcido en cachumbos, labios armoniosos y cuerpo proporcionado, llama la atención a quien le conoce. Y una señorita bien hablada, emprendedora y hábil para las cuentas y la atención al publico, se hace mas atractiva para los foráneos; pero como si el entorno no cambiara, las niñas del campo y los poblados distantes de las urbes, pierden el horizonte ante el uniforme y el poder que dan las armas.
 
María Custodia no fue esa excepción en enamorarse, pero lo fue al encontrar a un joven de la misma condición que la enamoró por 64 años y la ama  eternamente.
 
Quienes le conocieron de joven esposa, le vieron trabajar a la par con el marido haciendo un capital; mientras el esposo sudaba en etapas de la vida como arriero, como agricultor, como cafetero, como ganadero, ella, lo hacía como tendera, como panadera, como jardinera, como modista, como cocinera, como comerciante y productora de gotas de leche. 
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64 años de vida matrimonial celebraron, Miguel Agustín Torres Torres y María Custodia Quintero de Torres. (Fotografía del archivo de la familia)

Por años, mientras los hijos intentaban hacer las mismas faenas, los esposos: Agustín y Custodia vivieron juntos los diferentes momentos de la vejez que superó los ochenta años. Los veían madrugar a escurrir las flacas ubres de una vacas cada vez mas negras y mas enjutas. Los veían cercando y desmatonando los potreros a mano. Los veían intentando hacer la labranza anual o correr tras una gallina para darse un banquete, ocasionalmente.  Los veían ir a pie a Peña blanca, a Puente Nacional a los funerales de un compadre o camadre o amigos que partieron primero.
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Cada madrugada camina con dificultad hasta el potrero a exprimir los famélicos  ubres de sus escuálidas vacas con la ilusión de exprimir un litro de leche que envasa impecable en un botellón blanco al lechero de siempre que le paga cada ocho  días $ 650.oo que representa unos centavos mas que un octavo de dólar. Igual pago reciben otros octogenarios que viven y laboran en el campo con menos de 7 dólares al día.
 
Ya con la carga de los años, los caminantes y viajeros en auto, cuando descienden o trepan por la vía que une a Puente Nacional con Sutamarchan, los miran escondidos o como parte del paisaje del denso jardín que crece al frente de la tienda la Esperanza, la casa de barro que ellos mismos fueron construyendo con los años, y que ella, Custodia pinta cada cinco años con colores encendidos para  mostrar la vida con alegría.
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Él, se le veía sentado en una vieja mecedora de pino del color del partido del cual formó parte, y ella, al lado en una silla del color del partido opuesto. Se les veía sentados después del almuerzo y en las tardes como si estuviesen contando los días y los meses que faltan por vivir. Otros los veían como un par de ancianos esperando al cliente de la tienda para entablar cualquier conversación, o para gorrearle una pola, pues fue la única tienda de la región en donde quien comprara una cerveza, debía ofrecer otra a los dueños.
 
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El jardín y sus variedades adornan la vivienda campesina, que es apreciado por turistas ocasionales que, además de encontrar especies exóticas, pagan por una mata, lo que ella recoge en tres meses con el pago del litro diario de leche, el cual no puede faltar al lechero cada día, o si no, no la vuelven a recoger. ( fotografía de Vitalia González, 2015)
 
Agustín, el joven campesino que la enamoró y la conquistó la hizo olvidar sus planes como comerciante en Guateque, Boyacá, convenciéndola en hacer vida marital en una vereda de Puente Nacional, viviendo primero en la casa materna, posteriormente en una pieza en la casa vecina hasta que lograron hacer dos piezas en adobe a las que se trasladaron con el pequeño primogénito y una vez terminada la casa, vivieron ella, siempre. 
 
 
Recordada por sus hijos como la madre dura, sarcástica, despectiva en palabras pero blanda en sus afectos; recordada por los nietos como la abuela del genio explosivo, recordada por los hermanos como la trabajadora incansable, recordada por las personas que le conocieron como la señora que tenía un tratamiento con hiervas para cualquier dolor (http://naurotorres.blogspot.com.co/2015/09/chirrinchi-el-que-llama-los-espiritus.html), inflamación, renguera o enfermedad viral. Conocida por otros como la campesina de la  Nueva Esperanza que preparaba “el custodio”, un aguardiente casero al que le adicionaba siete plantas que lo convertía en vigorizante para quien lo consumiera. Dicen quienes lo consumen y superan los sesenta años, que dicho “chirrinche” es un larga vida; pues los mismos viejos  siempre tomaban una copa todos los días a las cinco de la mañana para iniciar las labores diarias, superaron los 85 años de vida, productiva viviendo solos los últimos cuarenta haciendo todos los quehaceres de la finca.
 
 
De Boyacá, sumercé 
 
 
María Custodia Quintero Sánchez de Torres, nació el 28 de octubre de 1931 en el municipio de Sutatenza, Boyacá; hija de Marco Aurelio Quintero e Isabel Sánchez, de quienes fue la mayor de las mujeres. Creció en la labranza entre las melgas de alverja, maíz, habas, papa y lenteja que crecían en las dos cosechas anuales que lograban en una parcela que no superaba una fanegada y de la cual, los abuelos alimentaron a Félix, Fidel, Custodia, María Precelia, Ana Delia, Ana Rosa y Marcos Aurelio; los hermanos.
 
Como hermana mayor debió asumir los oficios de la casa desde muy niña. Debía traer en chorote el agua desde el aljibe, ayudar a preparar los alimentos, lavar la loza y hacer el aseo del rancho de zinc y bareque que muchos años después de la muerte de los abuelos, se conservó como recuerdo, pero que desapareció bajo las llamas de un pirómano transeúnte.
 
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  En sus años mozos, ella, la Custodia del camino gozaba de singular belleza caracterizada por los cachumbos negros que protegían el terso rostro de una joven blanca con ojos verdes. /fotografía de la familia 1953)

Decisiones que cambian el rumbo de la existencia
 
Debería rondar por los diez años de un abril cuando, en los descuidos normales de una niña, se le rompió el chorote en el que traía el agua al rancho para lavar los tiestos y la olla de barro en la que preparaban los alimentos. La ruptura del chorote, llevado desde Ráquira, la hizo merecedora de tremenda fuetera que el padre Marcos Aurelio le propinó por el descuido. Pero, precisamente, ese día en la tarde, cuando se disponía a colocar la loza y las vasijas en el tendal donde usualmente se ponían para el secado, en otro descuido, la olla en que hacían la mazamorra terminó quebrada en el piso de tierra y el fogón apagado con la sopa para la familia.
 
 
Ella pensó que otra tanda no aguantaría su flaca y frágil humanidad y decidió escurrirse del rancho, sin dar aviso ni al hermano mayor. Pero su primer escape fue a las melgas de la sementera que circundaba la vivienda, y en una de ellas, permaneció hasta el otro día, para ponerse luego a merodear por las orillas de la carretera que une a la cabecera municipal con Guateque, allí fue contactada por una mujer que pasaba por allí que, al ver la desorientación de la niña Custodia se aprovechó de su necesidad e ingenuidad y la indujo a abandonar a sus padres.
 
 
Ese mismo día huyó a hurtadillas. La aprovechada mujer se la cargó para Villavicencio, poniéndola al servicio domestico, trabajo con el cual debió pagar los pasajes, la ropa y las piezas de vestir que quemó mientras aprendía a aplanchar con elemento eléctrico. En esa ciudad, cuenta ella, duró varios años pagando con trabajo el errado favor de abandonar a los padres por evitar otro castigo, causa por la cual muchos niños abandonan sus hogares.
 
 
Cuenta ella que ya había pagado las deudas impuestas cuando conoció otra señora visitante que tenia negocio de comida al servicio de los obreros que trabajaban en la construcción de la represa de el Cisga, lugar cundinamarqués cercano por donde se accede hacia Guateque y Garagoa. Allí, trabajó como muchacha del servicio otro par de años aprendiendo los pormenores del negocio de abarrotes y restaurante para independizarse después al regreso a Guateque en donde montó uno en el que conoció al que fue su compañero, esposo y amigo de toda la vida, Miguel Agustín Torres Torres con quien contrajo matrimonio el 24 de noviembre de  1.950.
 
 
La señora Custodia, como es conocida, es una mujer hábil en todos los oficios del hogar y del campo. Puede hacer varios oficios alternados a la vez. Cocina con facilidad para una o varias personas, competencia que conservaba a sus 85 años. Ya superando las tres partes de un siglo, sigue arreglando la ropa, aseando la casa, viendo los ganados, inyectando, purgando, ordeñando y hasta sacando los terneros cuando vienen atravesados, como en sus años mozos, evidencia que muestra para evitar que, quienes tienen la responsabilidad de cuidarla, le brinden poca ayuda y auxilio para no deber favor a nadie. 
 
  

Una  generosa señora.
 
Desde que tienen uso de razón los hijos notan que  en casa de la madre siempre hay almuerzo o comida para quien llegue o entre a la tienda en el momento del compartir  la mesa. Aún continua diciendo que en “donde comen dos, comen tres”, enseñando a los hijos a dar sin miramientos y a compartir el pan con el prójimo. Uno de ellos escribió alguna vez que “un corazón lleno de amor, sin generosidad en las manos es imposible curar a una persona enferma de soledad o brindar alguna vianda”.

 
 
Una madre en la Nueva Esperanza
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Custodia es una madre líder en su hogar. A cada persona que habite en casa, y en especial, sus hijos, recibían cada día la delegación de una responsabilidad, de un oficio el cual había que hacer, lloviera o tronara, pero haciéndolo bien. Así les enseñó a confiar en los demás, a ser responsables con sus actos y a ser puntuales en los compromisos adquiridos. Recuerdan que les decía: “el que no sirve para servir, no sirve para vivir”.
 
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Ella sigue siendo el corazón de su hogar. Establece la atmósfera que se vive en él,  mantiene una actitud vigilante para que todo funcione, para que todo en casa sea agradable y dispuesto con cierta estética con elementos del medio que sus manos han pintado y decorado con esmero.
 
Una madre maestra
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Las enseñanzas que recibieron los hijos, fueron dadas en el terreno, en la práctica sobre los hechos cotidianos. Tanto el esposo como ella, fueron un manantial de enseñanzas. Algunos de esos aprendizajes se han sintetizado en breves biografías difundidas en este blog con el ánimo que sus virtudes no queden olvidadas en la tradición oral de quienes les conocieron. La tradición oral cada vez pierde más espacio en los hogares actuales en los que la televisión, los celulares y la Internet ganan  los espacios usados en antaño para compartir y desarrollar el ser social de las personas..
 
 
Custodia estuvo pendiente de las primeras letras, les enseñó a leer en la cartilla Charry y les regaló la Enciclopedia básica de cuarto primaria en la que leyeron todos los temas que los profesores intentaban explicar en las aulas. La mencionada enciclopedia con  mas de cincuenta años estuvo algunas décadas en una caja de cartón en una de las piezas en que durmieron  los hijos, y hoy forma parte de los haberes de uno de los nietos empeñado en recuperar y exhibir antigüedades, en especial los elementos usados por los abuelos.
 
En la Nueva esperanza se  aplicó la pedagogía que “la letra con sangre entra”, y bajo esa creencia  castigó a los hijos por cualquier desavenencia y tarea mal ejecutada u olvidada, incluso  cuando los varones tenían barba en pecho y las mujeres sostén.
   
Agradecidos
 
Los hijos viven  agradecidos por anidarlos en el vientre respetando el propósito de Dios para sus vidas. Ellos sintieron amor desde el mismo momento que crecían en el vientre, y ella,  nunca intentó  deshacerse de alguno; tal vez por esa determinación personal los   corazones no han conocido el rechazo y el desamor,  tampoco lo han reflejado.
 
 
Cuentan los hijos varones que viven agradecidos por las ropas que les tejió y cosió, así fueran con los talegos de algodón en los que llegaba la harina de trigo: Ellos recuerdan y describen el tierno color blanco y la suavidad del algodón que por muchos años les abrigaron en las noches, pues aprendieron que la pobreza no es deshonra y  es un estado mental del que se puede salir con emprendimientos.
 
 
Viven agradecidos por educarlos en el trabajo, por enseñarles a ver la vida con esperanza, por enseñarles a vivir con independencia y autonomía; agradecidos por demostrarles que la vejez bien llevada no es una carga sino un estado al  que todo humano llega, y para el cual, hay que prepararse con ahorros, con optimismo, con paciencia, y en especial, a vivir acompañado de la soledad, esa amante silenciosa que arrulla a los ancianos cada día avivando los recuerdos de épocas pretéritas, añorando a los que ya partieron, anhelando menos dolor en el ajado cuerpo, y contemplando el celular, y echándole la culpa al aparato para justificar el abandono en que muchos hijos someten a sus padres por estar inmersos en los trabajos y en sus propias preocupaciones. 
 
 
Custodia, como se le conoce en la comarca, vive feliz como parte del paisaje en esa casa de adobe levantada con empeño con el esposo que falleció en noviembre 4 de 20011. Los puentes y fines de semana es visitada por paisanos residentes en Bogotá que regresan a la región a recordar la niñez y agradecerle los aportes que recibieron de ella, ya como madrina o como patrona, pues por la casa de ella pasaron numerosos niños cuyos padres les confiaron para que les enseñasen a trabajar con responsabilidad.
 
Fueron mas de trecientos las personas que apadrinaron Custodia y Agustín, ya en el bautismo, ya en la confirmación o en el matrimonio; los mismos con sus descendencias que visitaron o acompañaron en el funeral al esposo de Custodia y que la visitan ocasionalmente en la vera de la carretera que une a Puente Nacional con Quebrada Negra para llevarle un detalle y mostrarle a la descendencia el personaje que contribuyó a cambiarles el rumbo desde niños.
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Quienes transiten por la vía carreteable que une al casco urbano con los caseríos de Providencia, Quebrada Negra y Peña Blanca, le verán en la madrugada ordeñando y pastoreando sus viejas y flacas vacas del color de la vejez, o en el transcurso de la mañana cuidando sus jardines o contemplando el panorama, o tal vez, vigilando y llevando la cuenta de quienes suben o quienes bajan, quizás, para justificar el significado de su nombre. Algunos transeúntes al ver la casa pintada de naranja y azul fuertes no la ven porque con los años los ancianos forman parte del paisaje y del olvido de quienes viven a las carreras, unos atesorando, otros hundidos en sus problemas, y otros, idos de sí mismo con la cotidianidad. Otros pendientes de lo que tienen otros y en un descuido apoderarse de lo ajeno, así sea por picardía.
 
Hoy los ancianos son invisibles
 
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La Custodia del camino es una octogenaria que vive contemplando su entorno natural que, al igual que su esposo, morirá como mueren de viejos los arrayanes. De pie, y mientras eso ocurre, los caminantes y pasajeros la contemplan en las tardes sentada en la misma perezosa pintada de azul que usó  el viejo Agustín hasta que se le acabó el tiempo, y ella, ensimismada en sus recuerdos mozos sigue esperando que las hojas de su calendario sigan cayendo hasta que el último suspiro exhale del viejo y arrugado cuerpo que alguna vez fue bello y lozano. Mientras eso ocurre, seguirá siendo la custodia del camino.
 
 
Puente Nacional, finca La Margarita, abril 9 de 2016
NAURO TORRES QUINTERO.
 


































































































Gilberto Elías Becerra Reyes nació, vivió y murió pensando en los otros.

      ¡ Buenas noches paisano¡ ¿Dónde se topa? “ En el primer puente de noviembre estaremos con Paul en Providencia. Iré a celebrar la...