naurotorres.blogspot.com
lunes, 24 de octubre de 2016
Una custodia en el camino
miércoles, 5 de octubre de 2016
Ramón Forero Fajardo, el de la eterna sonrisa
En esta fotografía para el recuerdo, aparece don Ramón Forero Fajardo en medio de sus hermanas: Elisa de Reyes con sus hijos, y al lado derecho, Trinidad de Cortes.
El tostado labio superior se le observaba encogido al lado derecho del rostro haciendo armónico gesto con el cachete del mismo lado mostrando siempre una sonrisa eterna iluminada con una chispa de oro que, como un diminuto sol, fue puesto en el canino derecho superior como signo de abolengo y merecido respeto de quien recibiese oportuno saludo de Ramón Forero Fajardo, uno de los penúltimos nonagenarios campechanos que aún florecen en los ejidos que integran las veredas Peñitas y Jarantivá de Puente Real de Veléz, Santander.
En septiembre de 2015, en el cementerio de Puente Nacional, con motivo del funeral de otro jecho de la vereda, el señor Lorenzo Rosso, se produjo este ultimo encuentro entre el padrino, Ramón Forero Fajardo y el ahijado, Nauro Torres.
Ramón Forero Fajardo murió como los viejos arrayanes que abundan en estos coloridos paisajes perfumados por pomarrosas, moros, champos, guayabos, guamos y payos. Murió de pie y sin perder esa sonrisa eterna que lo identificó por noventa bien vividos años, este pasado 6 de septiembre de 2016.
Con él se fue un ejemplo de sanas costumbres propias de una familia digna y recta en la palabra, en el obrar y en el hacer. Para Ramón Forero Fajardo y quienes le antecedieron en su eterno viaje, como los arrayanes: Zaens, Becerras, Torres, González, Parras, Pardos, Gómez, Ovalle, Contreras, Malagón, Lancheros, y otros reconocidos apellidos que olvido por mi ausencia no deseada de esta encantada tierra de la guabina y el tiple; para ellos, la palabra era una escritura. La fe en Dios y la Virgen, su escudo. El amor a la tierra, su sentimiento. La admiración por la mujer la expresaban inclinando el rostro junto con la quitada del sombrero en señal de lisonja y respeto. Para ellos, el ser adulto y mayor era sello de ejemplo y responsabilidad, era marca de honestidad y rectitud en los negocios.
Ellos, los arrayanes citados, enseñaban con el ejemplo que, un buen negocio, es aquella transacción en la que las dos partes juegan al gana-gana, hoy convertido en el tumbe-pierde, o en el vivo vive del bobo, adagio que ha venido arraigándose en el país por el afán de amasar capital a costa de cualquier cosa, menos del trabajo honesto con la disculpa veleña que tenemos herencia de gitanos.
En navidad, en San Pedro, en año nuevo, la casa de los Forero Fajardo acogía a la familia y amigos a departir alrededor de un piquete, unas amargas, y desde luego, una parranda veleña.
Con la partida de Ramón Forero Fajardo, formaran parte del olvido, las fiestas familiares con ocasión de San Pedro y San Pablo, de la navidad y el año nuevo. Fiestas que, además de francahela y comilona, se departía sanamente alrededor de la chicha y unas amargas, por varios días con sus noches, animadas con tiple y bandola, con tocadiscos o victrola, pero siempre con canastadas de gallina, carne asada, yuca y ají al gusto y en abundancia para propios, familiares, vecinos, amigos, compadres y ahijados que acudían a la finca Las delicias en el recodo de las quebradas Jarantivá y el Toro en el límite entre las veredas Peñitas y Jarantivá.
La carne asada, la yuca blanca, el bore y la arracacha con abundante ají servidos sobre hojas de plátano, inicialmente en canastos, luego en bandejas, era el deleite en cada reunión familiar, cuando eran menos de 20 personas en la casa, pero si el numero de visitantes era mayor, una ternera asada en chuzos de madera se ofrecía en el potrero que enmarcaba la casa de Ramón Forero Fajardo.
El juego de los mararayes, ya jugando al “por cuantas”, a la “casita”, o la “copa” que en cada San Pedro y San Pablo, junto con el juego del garbinche, unía a las familias y vecinos, terminará de borrarse de la memoria de los habitantes de la comarca cuando ya no haya jechos que cuenten a sus nietos las formas de divertirse sanamente cuando fueron niños, jóvenes, incluso adultos. El juego del tejo como de toruro o el tute ya no se apostaran, solo por compartir y pasar un rato, pues quienes lo jugaban, ya sus espíritus anidaran en los robledales y pinares que protegieron o sembraron con empeño en su existencia. Con ellos también desaparecerán los convites comunales y el empeño por construir obras mancomunadas al servicio de la región.
La imagen muestra las ruinas que quedan de lo que fue una hermosa construcción republicana de la estación de Providencia en Puente Nacional. Desde 2012 hay en una de sus esquinas un aviso oficial que anuncia que será reconstruida.
También serán parte del olvido las vísperas del 7 de diciembre para celebrar la fiesta del Inmaculada Concepción con candeladas, y al rededor de ellas, la familia y los compadres con los críos divirtiéndose con la vaca loca. También serán recuerdo las calles, las rayuelas y los quines que, tanto niños, jóvenes como adultos, jugaban con los trompos; igual sucederá con la competencia con la coca y la vara de premio y la competencia acaballo para degollar el gallo.
Como los tres mosqueteros, los hermanos Forero se mantuvieron unidos en las alegrías y en las tristezas.
Con la muerte de estos arrayanes desparecieron “los pago de oleo”, “la pedida de mano”, las serenatas para conquistar una flor, el matrimonio como fiesta social para toda la vereda, los rosarios de mayo para recaudar dinero para el templo, los san isidros generosos, los diezmos obligatorios, los presentes al visitar a un amigo, el buen guarapo y la espumosa chicha, el piquete mañanero, el plátano asado y la yuca sata asada entre el rescoldo. Y, hoy somos testigos de la extinción de los velorios, de los novenarios implorando piedad y protección a las benditas almas, incluso de la visita al cementerio y a las tumbas, pues como de barro somos en cenizas quedamos escondidos en cenizarios construidos como palomares por aquello del espacio, el lucro y el medio ambiente.
Quienes le conocieron ya no tendrán el placer de ver a un viejo que nunca faltó a un velorio ni a un entierro del compadre, del amigo, del conocido. Solo recordaran a ese buen hombre por el buen gusto para vestir, ya de paño, ya de paisano con su perrero viéndosele sentado en una mesa de tienda conocida fresquiandose con aguardiente ante la carencia de un buen wiski, bebidas que prefirió desde joven hasta que el atardecer existencial lo condujo al eterno ocaso al que llegaremos todos en este camino, tortuoso unas veces, y otras, parrandero.
En esta hermosas casa de campo en la vereda El Páramo que se casó con el olvido, nació la madre de los hermanos Forero Fajardo.
Quienes éramos cachifos, cuando él estaba en plena juventud, lo tenemos en la pizarra del recuerdo por sus gestiones como presidente de la Acción comunal de Providencia. Con otros patricios gestionó la construcción de la carretera que conectó la región con lo urbano. Gestionó la construcción de las aulas escolares de la estación de Providencia, el mantenimiento de las vías veredales y la construcción de puentes; también le recordaremos por los buenos oficios entre credos y tendencias políticas.
El alcohol es dañino para la salud, pero quienes conocieron a Ramón Forero Fajardo, guardaran la imagen de un campesino que desde joven hasta los 90 años se deleitaba y departía con los amigos con copas de Wiski, ya en la casa, ya en el pueblo.
Ramón Forero Fajardo fue hijo de Eliseo Forero, natural de la vereda Peñitas y María del Carmen Fajardo nacida en la vereda El Páramo del mismo municipio, Puente Nacional. Creció en la finca Las Delicias de los abuelos junto con sus hermanos: Angelita, Elisa, Trinidad y Abdón. La violencia del 48 fue la causa para abandonar el campo e irse a la cabecera municipal, y luego, a la capital del país, regresando en la década del setenta a las Delicias con la muerte del padre y asumiendo la administración hasta el final de sus días. En Bogotá, Abdón se vinculó a los ferrocarriles nacionales como frenero, muriendo en el oficio al ser golpeado por una piedra cuando revisaba, en movimiento, el ruido que causaba los muelles de uno de los vagones del largo tren para la carga. Y Trinidad, la hermana menor se convirtió en tendera en la convulsionada Bogotá de la década del sesenta del siglo XX.
La madre de Ramón Forero Fajardo murió en el bisiesto año de 1968 declarado como el año internacional de los derechos humanos, en el mes que el papa Paulo VI visitó Colombia y los obispos de América latina se reunieron en Medellín y produjeron el documento: “La iglesia en la actual transformación de América Latina a la luz del Concilio”. Fue agosto el mes que la ultima locomotora inglesa dejó de usar el vapor como energía. Ramón Forero Fajardo se enferma el 13 de agosto, es trasladado de urgencias a una Clínica de la capital de país, y muere el seis de septiembre de 2016 sobre las seis de la tarde. Sus cenizas serán empotradas en la finca donde nació, creció y se envejeció este 8 de octubre a las doce del día, luego de una celebración eucarística a las once de la mañana en el templo parroquial. Los deudos, luego de dejar las cenizas en el espacio preferido del difunto, lo recordarán con una parranda como fue su costumbre y la de sus padres.
Puente Nacional, finca La Margarita, septiembre 12 de 2016.
domingo, 25 de septiembre de 2016
Saulo el ermitaño
Las guabinas y libélulas, fueron sus mascotas; la piedra de moler el maíz, su primera herramienta de trabajo; los pedazos de madera, sus carritos; los árboles, sus parques de diversión; las cuevas en las márgenes de las quebradas, sus carpas para acampar; un toche y un corruco su compañía; su Mp3, las manadas de síllaros y torcazas; sus cobijas las hojas de plátano y la hojarasca; su estufa, tres piedras; su ducha, los chorros de las quebradas Jarantivá, el Toro, la Negra y Agua Blanca; su techo, el cielo azul; su energía eléctrica, el sol y las brasas de arrayán. Su comida, lo que encontrara en las huertas escondidas en los matorrales. Sus anhelos, vivir en libertad sin atajos y condicionamientos. Sus harapos, su piel; su jabón, la misma tierra; sus enseres, una vieja olla de barro y una olleta de aluminio de un litro de capacidad; sus armas un machete y una resortera de caucho. Su maleta, un mochila de fique; su escondite, cuando le pegaban ya los padres o los hermanos mayores, el cementerio de los contagiosos, cercano a la vivienda paterna. El campo santo florecía entre piedras en el bosque de arrayanes del potrero que separaba su hogar del camino real que unía las veredas productoras de tubérculos y legumbres con Puente Nacional.
Saulo encontró mas placer contemplando el paso y el cruce de los trenes que detallaba cuando paraban en la estación de Providencia. Se hizo amigo de las locomotoras que identificaba con el numero y el nombre con que las fue bautizando. Sabía de ellas cuántos vagones arrastraban; cuánto tiempo bebían agua; a qué horas serpenteaban por los Andes y el Guayabo; cómo se llamaba el maquinista y qué mercancía transportaban la sarta de vagones, unos verdes, otros terracota, otros blancos con azul, y otros, con ajado color.
A Saulo lo toparon frente a la casa de lata de “mana pía” debajo del tanque de agua que apagaba el sudor de las locomotoras cuando trepaban cuesta arriba con su mercancía para la capital del país.
Estaba jugando y hablando con las ranas y las ratas que abundaban en la humedad que producía el sobrante de agua del tanque de agua puesto sobre un trípode de rieles para darle caída al agua que se precipitaba por una manguera de cuero curtido de vaca que servía de pitillo a las locomotoras para hidratarse y retomar fuerzas con la combustión del carbón mineral, que con garlanchas, el ayudante del maquinista iba introduciendo en la caldera de la mole de hierro con patas redondas que se desplazaban sobre dos rieles con el impulso que daban los brazos que las unían por el ombligo para ser separadas solamente por las manos del animal mas depredador que ha tenido el planeta tierra, el hombre.
Una vez terminó el juego de pelota de los niños, Saulo tenia las manos arriba. La profe, en cada una de ellas, dejó caer un ladrillo. Cada ladrillo estuvo por una hora en manos del niño desobediente para que aprendiera a acudir al salón de clase y no quedarse bruto como algunos niños que no los enviaban a la escuela por estar trabajando en las labranzas con los padres.
Esa tarde, regresó a la casa de sus padres, quienes, por algún niño vecino, se enteraron de lo ocurrido en la escuela y le recriminaron con fuete por la cola y la espalda por estar perdiendo el tiempo en la estación del tren.
Con los días, los hermanos lo ubicaron en una cueva de la quebrada el Toro y lo retornaron a casa; pero el niño se volvió a ir un lunes que lo dejaron solo. Esta vez, se fue a acampar en las riveras de la quebrada que dio origen al nombre de la vereda.
El el bosque de ojo de agua de la Jarantivá, acampó varias semanas hasta que fue pillado por un grupo de policías liderados por el inspector de Providencia. Apresado, lo llevaron a Bucaramanga a un centro de rehabilitación para locos.
Los habitantes de la vereda el Urumal lo empezaron a llamar “el ermitaño”. Acampaba en las cañadas de la quebrada la Negra pero se bañaba en aguas de la Agua Blanca.
Esa tercera semana del mes llovió día y noche. Las quebradas se hincharon, pero las aguas de la Negra eran mas negras que las mismas noches lluviosas. Cayó granizo y llovió ocho horas seguidas.
Los habitantes escucharon rugir las quebradas; pero además, la Negra se desbordó formando en las paredes de su lecho, derrumbes que arrastró junto con vacas y caballos. Las familias que vivían en la rivera contaron que fue una avalancha que arrasó todo a su paso.
Igual suerte le ocurrió a la carpa de hojarasca de Saulo que regresó a su primigenio estado con sus guabinas, sus libélulas, sus ranas; pues el curruco y el toche se habían guarecido en un frondoso payo. De los restos de Saulo, nunca los encontraron. Se fundieron en el lecho profundo de la quebrada. Su olor, se percibe aún en el lodo que abunda en la Negra, cada vez que se hinche de agua que se desliza laderas abajo como si fuese un jabón fabricado por las manos dañinas de los hombres que talan sin misericordia los montes y montañas.
lunes, 19 de septiembre de 2016
LA LORITA PARLANCHINA DE DOÑA CUSTODIA
La historia
me la contó un amigo
que cuando era niño
sacaba dulces, a escondidas, de la tienda
de doña Custodia,
para repartir a sus amigos.
Del Valle de Tenza vino ella,
doña Custodia Quintero de Torres,
cuando un viento fuerte
la sacó de raíz, como una cebolla tierna,
y la dejó en las manos
de un policía que regresaba del cuartel.
A Jarantivá, vino a dar,
arriba de Puente Nacional, el comunero,
de donde era oriundo
el referido uniformado, que de civil
y ya sin fusil y sin revólver, la convirtió
en su esposa.
Y le hizo una casita en adobe y teja de barro
a la orilla de un camino real.
Tendría como compañía,
además del patrón, el perro y la vaca ya parida
detrás de la cerca de piedra,
una lorita parlanchina que a todo pulmón
menudeaba improperios
a todo el que transitaba por el dichoso
camino real.
Tendría, también, doña Custodia,
una tienda donde vendería pan y cachivaches,
y dulces para los niños.
Allí sentaría reales, doña Custodia Quintero
de Torres, por el resto de sus días,
atendiendo a don Agustín,
el policía de civil que ahora era su marido,
criando con amor la prole,
cuidando de su vaca, dando de comer al perro,
vendiendo dulces, pan y cachivaches,
y gozando, claro está,
de los alegatos de su lorita parlanchina.
Por su parte don Agustín,
tendría que viajar cada semana a Bogotá,
de ida y vuelta en ese tren
que bajaba por Chiquinquirá y Garavito
a la estación de La Capilla, con tremenda
chimenea de humo negro a la espalda,
resoplando vapor como una olla de agua hirviendo,
y berreando como un ternero arisco
al que recién le ponen el lazo.
En modesto vagón de tercera clase, viajaría siempre,
don Agustín, meditabundo y solitario,
cargado de panes, dulces y cachivaches
para surtir la tienda de doña Custodia en Jarantivá.
Entonces los tiempos eran otros, en todas partes,
y la vida distinta, aquí y allá.
Llegó de sopetón la época
en que el viejo tren dejó de bajar de Bogotá,
a la estación de La Capilla
que no tardó en cubrirse de rastrojo, y los rieles
de la carrilera, de perderse
bajo la alfombra verde del tenaz kikuyo.
También los hijos tomaron su camino,
y don Agustín se fue un día,
sin morral y a pie descalzo, al más allá.
El perro entristecido se perdió de la casa,
hubo que vender la vaca y su ternero,
y un mal vecino se llevó la lorita parlanchina.
En la pequeña estancia
solo queda hoy, doña Custodia Quintero de Torres,
como un recuerdo que no se olvida,
cuidando su casita de adobe y teja de barro,
detrás del mostrador
de su pequeña tienda, que mira día y noche
al camino real
por donde suben y bajan los viajeros silenciosos;
añorando a don Agustín
que ya se fue para nuca más volver;
al viejo tren que dejó de oírse llegando a La Capilla,
al perro que ya no ladra en la entrada,
a la vaca y su ternero
que fueron a dar a la feria del lunes en el Puente,
a los hijos que ahora son ajenos,
y a su lorita parlanchina,
que quizá no haya dejado de insultar a los marchantes
bajo el alero del vecino.
Este cuadro, tejido a mano por la señora María Susana Marín que, luego de leer la historia, elaboró con afecto para la señora Custodia de Torres, sin conocerle. La artista del hilo, es la esposa del autor der este poema.
Solita,
en cuerpo y alma, con Dios y todos los santos,
allí está doña Custodia Quintero de Torres,
en su casita de Jarantivá,
tan bella como cuando era joven,
esperando que algún día, lejano ha de estar,
Dios la llame a gozar de su gloria eterna.
Por el escritor colombiano, Pedro Antonio Mateus Marín.
Bucaramanga, Porto fino, mayo 6 de 2016
https://www.facebook.com/permalink.php?story_fbid=10209649419050882&id=1191301056
lunes, 12 de septiembre de 2016
Las alpargatas de José y María
En tiempos de matusalén para proteger los pies José y María usaban los alpargatas atadas a los tobillos con cinta negra tejida en algodón para entrar al pueblo, para asistir a fiestas o acudir al templo a cumplir los ritos religiosos, una vez participado en el acto social esta prenda se la quitaban al abandonar el lugar y retomar el camino de regreso a la vereda.
Las alpargatas o espardeñas, o esparteñas, y en Colombia conocidos como “chocatos” o “cotizas” se generalizaron en el uso en América Latina desde el periodo la conquista introducidas por los españoles catalanes en cuyo país tienen historia desde 1322 que fueron una mejora de las pantuflas romanas, y éstas a su vez, una mejora de la sandalia egipcia. Cuenta la historia que en México el uso de las alpargatas estaba antes de que llegaran los españoles, es decir nuestros indígenas indoamericanos no eran tan “chocatones” como creen muchos de los descendientes.
Este calzado, que en otrora era común el uso en los campesinos, y hoy, generalizado entre los jóvenes, en particular extranjeros por su simpleza y liviandad, se ha elaborado artesanalmente con fibras naturales la suela ya de fique, yute, caña, cáñamo o cuero, y en algodón, la capellada.
Las alpargatas de José hacían juego con el color de la camisa siempre blanca, y el calzado de María hacía juego con la blusa también blanca y la falda siempre negra. Ellos usaban las alpargatas para ceremonias y visitas a las zonas urbanas, y hoy, es un calzado informal con capelladas tejidas y bordadas según la región y país, y las que usan las mujeres, hasta tacón tienen, pues las originales eran planas para ambos sexos, pero actualmente las cotizas tienen un predominante uso informal en las ciudades.
José se calzaba las alpargatas en “el lava patas”, lugar a la vera de cada camino cercano a un arroyo para ingresar al casco urbano, y en ese mismo lugar se las quitaba al salir del pueblo y retomar el camino de regreso a la chacra y con el mismo cordón o cinta las ataba al cinturón sobre la nalga derecha sobrepuestos acariciándose las capelladas tejidas en algodón, o las suelas, ya de fique, ya de cuero, ya de caucho de llanta usada. En los mayores, se veían a la distancia las alpargatas haciendo yunta con el cuchillo o el revolver encintado integrando la vestimenta usual hasta la década del sesenta del siglo XX. Igual María también se calzaba y se quitaba las alpargatas y las disponía de la misma manera pero los echaba en el canasto junto con el colorete, el frasco de tabú y la caja de polvos.
Él, usaba un monedero que cargaba en el bolsillo secreto fabricado por el sastre a petición del usuario que se confeccionaba por dentro de la pretina cerca al cinturón y al interior del bolsillo derecho del pantalón; y ella, usaba una veneciana que era una bolsa en fino y terso cuero de forma circular perforada en el borde por cuyos armónicos huecos cruzaba una cordón del mismo material que tenía como función recoger sobre si misma la veneciana que se suspendía en el cuello dejándose desprender verticalmente escondida bajo el pelo largo, ya trenzado, ya suelto y precipitándose escondida entre los senos protegidos bajo una blusa blanca ancha con cintas de colores dispuestas en forma horizontal que hacían equilibrio con las cintas del mismo color que remataban la ancha falda negra de paño de pliegues hasta el encaje de la enagua blanca de algodón escondiendo las piernas hasta el tobillo sin dejar a la vista la piel ni para la imaginación de José.
Las alpargatas, como quienes tenían la fortuna de usar zapatos, eran lavados unos y lustrados otros y dispuestos en el hogar en el almario junto con la ropa para asistir a los actos sociales. El resto del tiempo, tanto José como María mantenían a pata limpia haciendo sus quehaceres.
Las cotizas con suela de fique se tejían en Somondoco, Boyacá, pueblo en el que abundaban talleres de artesanos que tejían la capellada en algodón y las suelas en fique para despachar a buena parte del país. Las alpargatas santandereanas eran tejidas en algodón o cáñamo las capelladas y cosidos sobre suela de cuero o llanta en Socorro o San Gil, Santander, poblaciones que aún tienen prosperas empresas de cotizas.
Este calzado usado por ellos y por ellas fue remplazado años después por los zapatos de caucho y posteriormente de cuero, mientras las alpargatas siguen usándose para exhibirlos con los trajes típicos en las ferias y fiestas de las poblaciones cuyos habitantes se niegan a esconder en el pasado sus costumbres tanto gastronómicas, musicales como formas de relacionarse con los vecinos y las amistades de cada localidad.
En la primera década del siglo XXI el uso de las alpargates se generalizó entre los José y las Marías argentinos, uruguayos y españoles y el gusto por usarlos se popularizó en el continente latinoamericano. El nombre como el color de la tela y el material de las suelas cambió, pues la prenda se volvió de uso citadino y ya no se fabrican en talleres artesanales de los pueblos, sino en empresas con reconocidas marcas asentadas en las capitales que fabrican los chocatos en gama de colores y suelas para ser usados informalmente por quienes ven en la moda una manera de mostrar su existencia.
Quienes nacimos en medio de la naturaleza, las alpargatas se han convertido en una antena a tierra que nos recuerda nuestro origen, y así tengan diversas capelladas y distintos materiales como suelas, todos regresamos al principio de la vida con los pies para adelante o para atrás, incluso quien han nacido en la ciudad
Puente Nacional, finca la Margarita, agosto 23 de 2016.
lunes, 29 de agosto de 2016
El aroma de tus cabellos.
La brisa de tus largos cabellos que cubrían tu torneada espalda acarician mi existencia.
Tu negra melena suelta sobre tus hombros protegían la belleza de tu cara y escondían la dulzura de tus besos.
Tu pelo suelto cual vaivén caía de tu cabeza cual misterio que acallaban las preguntas e instaban a la ensoñación y a la admiración.
Ya suelto, ya en trenzas, ya recogido, ya esparcido armoniosamente en el lecho nupcial, tu cabello aromatizado prevalece en los recuerdos.
Recuerdos de 37 años admirándote en vida y 16 de tener tu esencia como compañía perenne y permanente.
Misteriosa muerte me la arrebataste un 13 de noviembre de 2000, pero no pudiste llevarte su largo cabello negro.
Bendita muerte que vendrás por mí, pero ya sabes, huelo al aroma de su cabello, y aunque ese día se torne del color de su cabello, me harás un bien, pues he cumplido la misión encomendada y correré presuroso a fundirme con su esencia, sin que lo puedas evitar.
Bendita muerte no te temo, no me asustas, bienvenida seas en el lugar y el tiempo ya predeterminado.
San Gil, septiembre 15 de 2015
jueves, 25 de agosto de 2016
El cartel de los piscos
Los pozos de las quebradas, los raudales del Saravita, las improvisadas canchas de futbol en cualquier plano potrero o los campos deportivos a suelo pelado en las escuelas, eran los lugares mas frecuentados por los niños en esas vacaciones.
Medardo, un par de años mayor de los tres niños y con los vicios que se aprenden en la capital estableció una empatía y se convirtió en el patrón del grupo instándolos a obtener dinero pescando en la cualquier alacena que escaseaba en sus hogares. Los niños una vez conocieron la estrategia para obtener dinero encargaron a sus padres las herramientas para el trabajo que empezarían los cuatro. El trabajo de pescar en agua seca.
Cada quien logró armar su herramienta de trabajo consistente en cinco metros de nylon y un anzuelo, y la carnada, cada quien la buscaba en casa. El escenario del trabajo de los niños fueron los potreros cercanos a las viviendas de los vecinos, la jornada de trabajo era los lunes, día de mercado en que los dueños de las casas las dejaban vigiladas por los gozques, pero los potreros en los que pastaban los ganados y buscaban saltones los piscos, eran vigilados por los rayos del sol.
Cada niño escogió el escenario de su trabajo y entre las nueve y once de la mañana de un lunes de la década del setenta del pasado siglo, empezaron su primer trabajo para disponer de dinero en julio cuando regresaban al colegio de la población.
La táctica era la misma. Debían usar ropa verde y mimetizarse detrás de las piedras o encima de los árboles en el potrero en que las piscas con sus piscos rondaban a carreras detrás de los saltones para llenar sus buches, pues como era día de mercado, el maíz ya no había en los costales o cajones de madera de las casas de los vecinos.
Medardo empezó advirtiendo que por ser día de mercado cada uno no podía irse al pueblo a feriar el producto de la pesca, que era mejor no suscitar sospechas al abandonar cada quien su casa, que vender las 16 aves en la población sería difícil porque el mercado fue por la mañana, que lo mejor era vender el total de la pesca en el mercado de otro poblado al cual tocaba llegar en un bus de línea a la capital, que el peso de todas las aves era mayor para que uno de los residentes se fuera a vender lo pescado. Los tres niños que habían regresado a la vereda a pasar sus primeras vacaciones, asintieron en los razonamientos de Medardo, quien propuso la solución para ganar mas cada uno.
Medardo empacó las 16 aves en los costales, y por ser mayor y se defendía viajando en bus solo, cogió peña arriba dos horas hasta la carretera central donde cogió un bus para la capital colombiana con la promesa de regresar el fin de semana a la vereda a repartir proporcionalmente el producto del trabajo con el anzuelo.
Carlos, Vicente y José se hicieron bachilleres y luego profesionales. El primero fundó un partido político, el segundo se convirtió en maestro y José es un prospero ganadero. Décadas después Medardo volvió a la vereda con ocasión del festival de torbellino y el requinto, y hasta ahora no se han vuelto a reunir para hacer cuentas, las cuentas que Medardo nunca aprendió a hacer para ganarse el pan con el sudor de la frente.
Puente Nacional, finca La Margarita, Junio 29 de 2016
Gilberto Elías Becerra Reyes nació, vivió y murió pensando en los otros.
¡ Buenas noches paisano¡ ¿Dónde se topa? “ En el primer puente de noviembre estaremos con Paul en Providencia. Iré a celebrar la...
-
“El amor no se mira, se siente , y aún más cuando ella está junto a ti”. Pablo Neruda Nauro Torres 2.021 Amándote amanecí, contigo soñé; ...
-
¡ Buenas noches paisano¡ ¿Dónde se topa? “ En el primer puente de noviembre estaremos con Paul en Providencia. Iré a celebrar la...
-
La huella que dejó en los feligreses de numerosas parroquias de la Diócesis de Socorro y San Gil, son imborrables. el rastro que ha dejado ...