La enterraron como un perro, a la vera de una quebrada. La mataron en la hondonada donde minutos antes había seducido y poseído, cual perra en celo, a su asesino. El lecho de su seducción fue su tumba, y sobre él, no hubo lapida ni cruz de palo. No tuvo familiares ni amores que intentaran darle cristiana sepultura. Murió en su ley, la misma que aplicó con apuestos jóvenes campesinos que enamoró y luego les dio un disparo en el corazón.
Fue profesora de los grados cuarto y quinto en la Escuela de Providencia, una estación del tren de la vereda Jarantivá, Puente Nacional, Santander entre los años 1959 y 1961, cargo que abandonó para formar parte como única mujer chusmera del grupo de Efraín González, alias “don Juan”, de quien se enamoró perdidamente, y a quien acompañó en aventuras de diversa índole masacrando liberales en tierras de la provincia de Vélez.
Rita la profe asesina, era joven, menuda, liviana y voluptuosa; de pelo crespo corto y suelto mientras ejerció en Providencia. Con ojos de perra y piel con rastros del acné. Siempre la vi con pantalón unicolor como los que en esa época, usaban los varones.
Perteneció a una familia oriunda de Puente Nacional cuyo apellido me recuerda a los felinos emparentados con los tigres y los leones. Sólo tuvo dos hermanos, un macho mayor y una tierna hermana, también profesora que ejerció en esa misma época en que los “godos”, como los “cachiporros” tenían sus patrocinados bandoleros.
Fotografía de Efraín González, alias “don Juan” o “el siete colores” como lo llama el escritor Pedro Claver Téllez.
Rita no volvió a la escuela a enseñar por dos razones: la primera, su enamoramiento de Efraín González Téllez de quien Samuel Moreno Díaz escribió en el periódico de la ANAPO, “Efraín quería que la tierra fuera para todos y no para unos cuantos, que la riqueza fuera distribuida entre los desamparados. Regalaba sus escasos recursos a los pobres. Vivía junto a los ventisqueros, en esos pasadizos roqueños y pelados que separan unas de otras las altas cumbres de Santander y Boyacá, donde corría su mito de varón, su leyenda de fauno. Allí se batía erguido, rígido, semejante a un tronco descarnado y reseco por los soles y las tempestades”. Moreno Díaz, oriundo de Vélez, fue bisabuelo de los Moreno Rojas de vergonzosa gestiones en la Alcaldía de Bogotá y padre de la llamada capitana del pueblo, María Eugenia Rojas.
Y una segunda razón, asesinó a su hermana Clotilde de un tiro en la frente estando en el portón de acceso al patio de la casa colonial paterna de puerta verde y paredes de adobe que murió por el abandono en la vía principal a la población después de acceder por las escaleritas. La asesinó por haberse atrevido a advertirle la desdicha que caería sobre sí y la familia al enamorarse del “tío” como también susurraban los partidarios al referirse al mismo “mito de los siete colores” como tituló uno de sus libros el cronista bellezano, Pedro Claver Téllez, sobre la presencia de quien tiene una lápida en el barrio del veinte de julio en el sur de Bogotá que reza: “Aquí peleó durante cuatro horas, un cobarde criminal contra 1.200 valerosos soldados colombianos”
Rita anduvo por pueblos, caminos y desechos, acompañando al personaje más recordado aún en la provincia de Vélez; pero como era un don Juan, tenía novias y amantes por los recónditos lugares que se movía como pedro por su casa. Rita fue abandonada a su suerte en los campos heridos por el partidismo en Puente Nacional.
En sus nuevas y solitarias andanzas por parajes conocidos, visitó a jóvenes apuestos campesinos. El primero fue a Polo, quien fue inspector de Policía mientras ella ejerció como maestra en el corregimiento de Providencia. En un encuentro amoroso, en un bosque de robles en la vereda Montes, luego de bañarse con pasión sobre una ruana de lana blanca, lo asesinó de un disparo en el corazón, y allí mismo, lo enterró en el bosque.
Como el hecho ocurrió al atardecer, Rita no se percató que Polo arribó a la cita en su caballo moro que había dejado apegado a un pino ciprés, muy cerca donde fue su fin, y antes de perderse entre las hojarascas de la vergüenza partidista disparó en dos ocasiones contra el indefenso caballo que no se doblegó, pero si, se levantó de manos intentado defenderse. El caballo moro fue una prueba que fue llevada a Puente Nacional, y luego de estar en el “coso” por dos dias, le extrajeron los plomos de una de sus nalgas, viviendo al servicio de una familia amiga de Polito, como le decían al inspector de policía de Providencia oriundo de Peña Blanca, Santander.
Pedro en Sandimas, José en Cacho Venado, Miguel en Jesús María, fueron otros jóvenes que perdieron la vida en el juego de la “rana” como le gustaba que le dijeran; pero Fermín fue quien la sedujo y luego de satisfacerla, la mató de la misma manera que ella lo hizo con sus enamorados.
Fermín fue contratado en Caldas, por algunos dirigentes azules que antes habían patrocinado algunas acciones del grupo de Efraín González. Lo contrataron para frenar el sacrificio de mas jóvenes apuestos campesinos. Trabajo que hizo luego de un par de semanas de estar en tierras de Puente Nacional, retornando a su tierra luego de recibir la paga por el trabajo oculto realizado.
Con la muerte de la rana se cumplieron los refranes: quien a hierro mata a hierro muere. Entre la pasión y el odio, solo hay un paso. Quien gusta de matar, no para sino hasta que lo maten.