“Cada niño debería tener en sus vidas un adulto que se preocupe por ellos. Y no siempre es un padre biológico o un miembro de la familia. Puede ser un amigo o un vecino. A menudo es un maestro”. (Joe Manchen)
El olor a mejorana
inundó el salón,
una señorita recién graduada
pisó el dintel;
cuarenta inocentes ojos
la contemplaron sin cuartel.
Nos llegó por fin la maestra,
ya en abril;
¿Qué importaban los meses transcurridos
sí maestra teníamos, al fin?
Nos saludó a cada uno en el pupitre
y yo me sentí acariciado, al fin;
nunca ocurrió con mi padre
que no conozco aún,
menos mi madre que por trabajar,
a mi abuela le endosó mi crianza
y con ella vivo, sin vivir.
Cuando su derecha posó
en mi hombro suavemente,
creí en los ángeles
por primera vez.
Su perfume, esta vez;
lo sentí mío;
era la mezcla de fragancias
del jardín de mi abuela
que yo cuidaba a diario
para ganarme el pan.
Contemplaba el capullo de la mazorca,
igual al pelo de mi maestra
izado lo miraba en la caña del maíz.
Sacaba la mata de yuca
para el almuerzo del otro día,
y del seno de la tierra
brotaban las piernas
del ángel que me acarició
por primera vez.
Azucenas llevaba cada día a su salón;
las cortaba con cuidado cada lunes;
era la excusa perfecta
para empezar semana
inhalando su olor a mejorana,
mirando desde lejos el vaivén
de las olas que formaban
sus negros cabellos bailarines
que protegían su tersa piel.
Una aureola posaba sin posar
en su cabeza hermosa
tallada similar al rostro
de Afrodita ataviada
cual ninfa en el paraninfo
en el que cada día
los veinte, acudíamos sin faltar.
Con las vocales empezó su encanto:
pintó la A y nos habló de amor;
enjalbegó la B y nos narró del bien;
trazó la E y contó del origen
de la existencia humana;
perfiló la I y nos afirmó que somos imagen de Dios;
coloreó la O y nos contagió del orden;
encaló la U y nos dijo que creaturas somos del universo
nuestro.
Al oler la albahaca, evoco a mi maestra;
al olisquear la hierbabuena, la recuerdo;
al husmear los jazmines, revivo su presencia;
al olfatear las gardenias, rememoro sus enseñanzas;
al notar las glicemias,
agradezco el apostolado de mi maestra.
Mi madre no me aguantó y se fue;
mi abuela, a regañadientes, me cuidó;
las maestras cuidan a los niños sin ser suyos;
trabajan sin descanso de sol a sol;
son amas de casa, amantes y señoras,
y aun, les queda tiempo para amar a veinte más
que no son de su sangre ni de su descendencia.
NAURO TORRES
2.020
D.R.A.