José Antonio Beltrán
de algún lado llegó,
este levita bueno,
con un evangelio de piedra rúchica
vivo, en la médula espinal,
del alma.
Sus palabras de ruda fuerte,
hicieron mella,
como un martillo de verbena
sobre el rudo borde del alma bellezana
acostumbrada
a una vida de kikuyo,
sin sentido,
encerrada
en un túnel de ajenjo
devorándose así misma.
Aquí también se hizo carne,
pensando con las manos de poleo,
alguna vez debió decir,
para sus adentros de arena lavada,
en agua y canto:
las semillas para reforestar el cielo
tenemos que llevarlas de la tierra.
Con afán de caminante
sembró la semilla
de un roble en el corazón del pueblo
lo hizo humildemente
y desapareció en lontananza.
Del escritor y poeta Pedro A. Mateus Marín.
Al comunero José Antonio Galán, el charaleño, lo martirizaron los españoles. El 13 de octubre de 1981 lo condenaron a muerte separando sus extremidades y cada de ellas fue izada en cada pueblo en donde anduvo para crear temor entre los indios, mestizos, negros esclavos, luego de las fallidas capitulaciones de Ziquirá firmadas entre el arzobispo Caballero y Góngora, en nombre del virrey, que luego desconoció generando, luego una persecución de los lideres comuneros.
Al sacerdote José Antonio Beltrán lo mató un grupo minúsculo de esos que dicen luchar por el pueblo, y que hoy, quieren sentarse a negociar la paz como lo están haciendo los otros, que en mas de sesenta años han sembrado el dolor y provocado masivos desplazamientos en este nuestro hermoso país, que tanto esos, como quienes hoy ostentan el poder político, siguen empeñados en seguir sembrando las diferencias y extirpando la ética de un merecido país civilizado.
Fue un sacerdote cuya alma se encarna cada siglo para propagar las enseñanzas de Jesús, el nazareno, con el ejemplo, con el servicio y con visión de implementar con la educación y la convivencia, una nueva sociedad que supere la existente, ya carcomida por las bajas pasiones y egoísmos de los hombres.
En la tierra del músico Luis A. calvo, el grande de Gambita, Santander, siendo párroco el padre Beltrán como se le recuerda, trazó vías, logró la construcción de escuelas en cada vereda y propició la constitución del colegio de la localidad. Similar misión realizo en la Belleza, al sur del departamento de Santander en la década del sesenta del pasado siglo, en donde precisamente en la semana que comienza se celebran las bodas de oro del colegio que con su empeño inició actividades académicas un marzo de 1965.
Esta vía que une a Cimitarra con el corregimiento de Rio Blanco, fue trazada por el padre Beltrán. La imagen muestra el viacrucis de los colonos en época de invierno.
En las inhóspitas tierras del Opón, trazó carreteras, logró la construcción de escuelas, fundó caseríos, dirigió la construcción de puentes y el arreglo de los caminos. En San Juan de Laverde, fue el guardián de los intereses de esa olvidada comunidad que fue asediada por la guerrilla, obligándola a conformar, entre algunos de sus miembros varones, el primer grupo de autodefensa campesina del pasado siglo en Santander, y posiblemente en Colombia.
Este puente colgante fue el resultado de sesiones del padre Beltrán ante la Gobernación de Santander para desembotellar ocho veredas de tres municipios que como piedras del fogón convergen en el río Blanco en el corregimiento del mismo nombre fundado por el mismo sacerdote.
Rayaba su estatura los 1.60 metros, su pelo no se doblegaba, así como su ser, que ante el sufrimiento de las comunidades abandonadas al ostracismo, persistía en despachos por horas para que los burócratas del gobierno y los políticos lo escuchasen buscando soluciones a necesidades básicas como vías y educación; hablaba pausada y tranquilamente como si estuviese siempre solicitando un favor para sí, pero todo era para sus feligreses.
Nunca ostentó el ser cura para lograr que el Estado cumpliera parte de su misión en los abandonados campos santandereanos en los que se entrañó la violencia partidista propagada a hurtadillas por el mismo Estado desde 1948, pero si usó su autoridad clerical para que las familias campesinas, no solo acudieran a misa, sino para que mandaran a los hijos a la escuela y al colegio, pues decía que un pueblo educado, puede construir su destino.
En el libro El padre José Antonio Beltrán “Un gigante en miniatura” escrito por el bellezano Pedro A. Matéus Marín, y quien fuera el escudero en las lides para lograr el colegio para la Belleza, en cuya primera página está el poema con que empecé este relato, se narra la vida y obra de este ilustre sacerdote masacrado a tiros el 2 de octubre de 1991 por un reducto de facinerosos del ELN en la vereda Cocuchonal del corregimiento de San Ignacio, municipio de Landázuri del departamento de Santander. Así describe Mateus al levita:
“Era una persona con una inagotable capacidad de trabajo, persistente, rayando a la terquedad hasta obtener resultados a sus gestiones a favor de las comunidades en donde ejercía su labor pastoral a las que se entregaba con generosidad y empeño”.
No fue un párroco ostentoso, incluso nunca la parroquia donde ejerció en curato, recibió ayuda alemana para tener un carro; él, siempre se movilizó en bus, y por los campos, siempre tuvo a una consentida, a una que no le dejaba caer ni en las oscuras noches, ni en los lodazales que los aguaceros inclementes caen en las tierras del Carare; una grande y mansa mula negra o vaya en la cual hacía sus intensas y extensas jornadas para visitar veredas y familias escondidas con el azadón, la macheta y la motosierra en las crestas y hondonadas tierras del Sur de Santander, haciendo finca para lograr una familia y un sustento, sin esperar subsidios de familias en acción, ni gratuidad en la educación para sacar adelante a los hijos, que hoy, muchos años después siguen cultivando la tierra y convirtiendo esas antiguas veredas en el olvido, en tierras productoras de comida para las urbes colombianas que como palomares copan los cerros, cimas y simas de las crecientes centros urbanos.
“ Austero, al extremo, en su vestir y en los objetos de su pertenencia, no tenía reparo en ponerse unos pantalones remendados, o una camisa con cuello volteado; a los zapatos le sacaba el jugo hasta que dijeran ya no mas con un hueco en la zuela”.
José Antonio Beltrán, “el mártir del Opón” fue un misionero secular. Jorge Leonardo Gómez Serna, el obispo emérito de Magangué, siendo pastor de la Diócesis de Socorro y San Gil, en el funeral ocurrido en la sede, hoy de la Diócesis de Vélez, dijo: “ Lo encontré de misionero en el Opón, lugar que había pedido para servir pastoralmente. Lo visité y misioné con él, compartí su vida, su amistad, su piedad y su trabajo. Repetidas veces le acompañé a las oficinas públicas a sustentar sus proyectos de desarrollo integral para el Opón. Lo admiré por su desprendimiento, su sencillez y su disponibilidad en su entrega misionera. Fue anegado y austero en su porte, luchador incansable por una mejor suerte para los campesinos: trazó nuevos caminos, fundó escuelas y colegios, promocionó a la niñez y a la juventud con la educación primaria y secundaria. Organizó a las comunidades, llevó nuevas técnicas para la agricultura. Enseñó a conocer y amar a Jesucristo, amó entrañablemente a la Virgen y encaminó a sus feligreses en su devoción. Entendió la evangelización como un todo integral, sin recortes y sin mutilaciones, sin falsos espiritualismos, encarnado en la realidad. Su martirio es una gloria para la Diócesis de Socorro y San Gil que seguirá luchando incansablemente para conseguir la paz. Su sangre derramada será semilla de una paz duradera”.
Cuenta Pedro Matéus en su libro “El pequeño gigante” que entre su morral de fique –lease capotera- cargaba, además del breviario y los utensilios para la misa, una armónica que hacía sonar por el camino con el gusto y la maestría que le eran propios; llevaba también un buen trozo de panela para la “chucua” de su mula, al igual que una navaja para pelar los cachipayes, y un rollo de cabuya por si de pronto había que remendar el apero. Al regreso de la vereda los bolsillos reventaban de cuescos tostados, signo inequívoco de que era una de sus predilecciones. De igual forma, cuando salía de viaje a la ciudad, no era raro que a la vuelta trajera los bolsillos repletos de dulces o miriñaques como él los llamaba, parta repartir a los niños del catecismo, como premio al buen comportamiento, puntualidad y rendimiento en el aprendizaje de la doctrina. Era enemigo acérrimo de la cerveza y el aguardiente, de doña “Cerveliona” y “Don Aniceto” como él los apodaba; nunca patrocinó bazares, reinados o fiestas que indujeran al consumo de estas bebidas embriagantes. A su modo de ver eran embriagantes para el bolsillo y la salud de sus feligreses, pero sobre todo porque después de unas pocas cervezas o unos cuantos aguardientes, la pelea era segura y el muerto casi una obligación. Los recursos para sus muchas obras de bien común los obtenía de la generosidad de los feligreses y de los auxilios del gobierno conseguidos atreves de los políticos.
Aunque nunca militó en grupo alguno, no dudó en apelar a quienes en el momento tenían en sus manos la cosa política y frecuentaban las plazas publicas de los pueblos en busca de votos en la época electoral. Esta posición, además de proporciónale recursos para sus obras, le creo mas de una incomodidad por parte de sus supuestos contendores quienes nunca mostraron reparo en contradecirlo, muchas veces, hasta el punto de hacer uso de la injuria y la maledicencia, a las que el padre Beltrán respondía con el silencio y la honestidad que le eran característicos en el manejo del dinero.
Cuando bautizaba a un niño exigía que que el nombre escogido por los padres fuese de algún santo, de lo contrario él se encargaba de imponérselo. Para los matrimonios y primeras comuniones escogía días especiales, convirtiendo la administración del sacramento en una ceremonia muy vistosa, con desfile desde la plaza hasta el templo, amenizaba con canción popular “que vivan los novios” que él mismo interpretaba magistralmente al son de la armónica”.
Fotografía tomada en 1955 en la Belleza. Cortesía de Gustavo Ardila.
En el año que en que nació Andrei Sarajov, el ruso que se opuso al comunismo y fue reconocido como premio de la paz en 1975, el mártir del Opón nace en la vereda La Mojarra en el municipio de Cabrera, pero es bautizado en el Hato, Santander, el 17 de diciembre de 1921 en un hogar campesino compuesto por sus padres, don Reyes Beltrán y doña Benita Monsalve, y sus hermanos: Joaquín, José María, Pedro Julio, Carlos, Luis francisco, María de la Paz, Evangelina, Amanda Y Ángel María, de los cuales el padre José Antonio ocupó el sexto lugar, sobreviviendo a la fecha, Evangelina. Fue ordenado diacono el 25 de julio de 1950 y como sacerdote el 24 de julio de 1951. Fue vicario cooperador en la catedral de San Gil hasta 1953 siendo su primera parroquia, Gambita, desde ese año hasta 1964, y entre 1965 y 1969 fue el promotor del despegue urbano del olvidado corregimiento de la Belleza en donde fundó, a los dos meses de haber llegado el Colegio Don Bosco, institución que escogió la semana del 12 al 17 de mayo para celebrar las bodas de oro. Al salir de la Belleza fue nombrado párroco de la localidad donde fue bautizado y en ella ejerció hasta principios de 1984; y en ese lapso, en 1971, con el apoyo del padre Ramón González, director de SEPAS, hizo estudios de cooperativismo en Israel. Luego de entregar la parroquia de El Hato, gozó de un año-1985- sabático que uso para estar en la finca de sus padres en la vereda Roncancio en donde se dedicó al cultivo y mantenimiento del café, siendo posteriormente aceptada su solicitud de convertirse en misionero en la zona del Opón operando desde el abandonado y no reconocido, hasta ese entonces, corregimiento de San Juan de Laverde.
Un atardecer de octubre del año en que se proclamó la Constitución de 1991 que reconoció la libertad de cultos, nos dio el derecho a la acción de tutela, se reconocieron los derechos de las minorías étnicas y equilibrio de genero y se inició la descentralización administrativa y se abrió la puerta a la participación política, una célula de las FARC, grupo guerrillero que dominó con miedo y terror la cresta de la cordillera de los cobardes, dio muerte a balazos al insigne sacerdote, luego de un supuesto juicio, acusándolo de auxiliar a los paramilitares de San Juan de Laverde, único rincón de Santander que se puso los pantalones para impedir que ese mismo grupo reclutase y extorsionase a los colonos que con Dios y sin gobierno, se constituyeron en corregimiento, desde donde, acompañados con el ejercito por tierra y por aire, sacaban sus productos y ganados al mercado del Carmen de Chucurí. Hoy 23 años después, de ese grupo guerrillero, en el Carare Opón no quedan ni los recuerdos, pero las palabras del mártir del Opón siguen vivas en cada familia que hoy lucha en comunión para evitar que la extensa zona se convierta en un campo abierto para la explotación de carbón en una área de 4392 hs como consta en el contrato de Concesión para la exploración-explotación de yacimiento de carbón mineral No. FHD-161 celebrado entre el Instituto colombiano de geología y minería INGEOMINAS, y la sociedad C.I. Inversiones Martínez Leroy Ltda. de comercialización internacional firmada en febrero 7 de 2005.
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