“La estancia vieja de nuestra señora del Virgen del Carmen”, hoy El municipio del Carmen, Norte de Santander, limita por el norte con Venezuela. Por el sur con Ocaña. Por el oriente con Convención y por el occidente con el departamento de Cesar. Fue fundado en 1686. Y en esa parroquia nació Ramón Rincón; un campesino que aprendió a la sombra del padre, un ocañero montañero, el cultivo del café; la cría, manejo y venta de ganado. Creció detrás de las colas de las reses y apretando, muy a la madrugada, las tetas de las vacas en las arrugas de la cordillera oriental que se extienden en las llanuras del Cesar hasta el Caribe. Por sus ancestros conoció de la ruta que unía al centro del virreinato hasta la costa caribe. Por eso tortuoso camino que recorrió varios años, compraba y vendía ganado, convirtiéndose, en pocos años, en reconocido negociante que, además del sombrero vueltiao, portaba un carriel de piel de nutria que bajaba por las estribaciones colgado del hombro derecho de Luis Ramón, mofletudo de billetes y arribaba al pie de la sierra, como un fuelle sin viento, pero cuyo portador, junto con arrieros, caminaban lentamente con un lote mixto de terneros destetos y vacas vacías, que vendía en las haciendas del valle, para retornar por el mismo camino a su predio rural ubicado en El Carmen en el que florecía el café, el plátano, los cítricos y se multiplicaba el ganado de levante.
naurotorres.blogspot.com
martes, 30 de mayo de 2017
Domingó, un cultor de conciencia
“La estancia vieja de nuestra señora del Virgen del Carmen”, hoy El municipio del Carmen, Norte de Santander, limita por el norte con Venezuela. Por el sur con Ocaña. Por el oriente con Convención y por el occidente con el departamento de Cesar. Fue fundado en 1686. Y en esa parroquia nació Ramón Rincón; un campesino que aprendió a la sombra del padre, un ocañero montañero, el cultivo del café; la cría, manejo y venta de ganado. Creció detrás de las colas de las reses y apretando, muy a la madrugada, las tetas de las vacas en las arrugas de la cordillera oriental que se extienden en las llanuras del Cesar hasta el Caribe. Por sus ancestros conoció de la ruta que unía al centro del virreinato hasta la costa caribe. Por eso tortuoso camino que recorrió varios años, compraba y vendía ganado, convirtiéndose, en pocos años, en reconocido negociante que, además del sombrero vueltiao, portaba un carriel de piel de nutria que bajaba por las estribaciones colgado del hombro derecho de Luis Ramón, mofletudo de billetes y arribaba al pie de la sierra, como un fuelle sin viento, pero cuyo portador, junto con arrieros, caminaban lentamente con un lote mixto de terneros destetos y vacas vacías, que vendía en las haciendas del valle, para retornar por el mismo camino a su predio rural ubicado en El Carmen en el que florecía el café, el plátano, los cítricos y se multiplicaba el ganado de levante.
sábado, 15 de abril de 2017
José Antonio Peréira Arenas, escultor y musico
En verde pradera curiteña, nació un 25 de septiembre de 1926, arrullado por tonadas interpretadas por melómanos padres que criaron a los hijos sin recursos económicos, pero con torrentes de amor por la vida, la naturaleza, Dios, la música colombiana y por la familia; cosechando en el tiempo, un trabajo artístico que revela las huellas imborrables en el sendero que fue cincelando en tallas, remodelaciones, restauraciones y esculturas en piedra, y pincelando en pentagramas en mas de 180 canciones al amor, a la mujer, a la belleza, a los poblados, a la amistad y a la vida.
ilustración de la caratula del cancionero “Cuando canta el sentimiento”, realizada por María Teresa Pereira Arenas, Hija del maestro José Antonio Pereira.
Junto con sus padres, debió abandonar el verde tapete de invierno sobre tierra amarilla y piedras milenarias para radicarse en su bella y preciosa Perla del Fonce a la que consideró “un pueblo sin par con tesoros de gestas gloriosas por sangres guerreras que sembraron libertad”, para inicialmente dedicarse al oficio del fique, luego a la música, la construcción, y finalmente a la talla en piedra.
El escultor, compositor y músico, José Antonio Peréira Arenas (q.e.p.d.), fue un autodidacta. De su vida anterior, traía la habilidad para esculpir y componer; en el seno de la familia materna, se contagió con la música, y del padre aprendió la responsabilidad y la honorabilidad.
Siendo niño aún, viviendo en media agua en una calle de San Gil, Observó un día como una vieja volqueta descargó una burda piedra que hombres fornidos, sobre varas, empujaron hasta el solar vecino. Y en él, cada día, un hombre golpeaba y golpeaba con porra y puntero, mientras miraba, curioso y admirado, cómo las manos de ese hombre, que le prohibía mirarle por las hendijas del portón de tabla, había convertido la masa milenaria de piedra, en una estatua que adornó, luego, un parque de un pueblo santandereano.
En personas inquietas la necesidad los convierte en emprendedores
Como ayudante de construcción colocando piedra sobre piedra en una de las torres de la catedral de la Villa del Fonce, observó, sin descanso, el trabajo que llegó a esculpir un tallador, en columnas, tumbas y altares. El reconocido escultor no regresó a labrar un encargo especial para distinguir el panteón de un extinto obispo diocesano que reposa en una de las criptas de la majestuosa catedral. José Antonio, necesitado y con ganas, propuso a Monseñor Quijano, el párroco, que él escupiría el cordero, con una condición: si al sacerdote no le gustaba la escultura, no cobraría por ella, y el cura, no le cobraría la piedra; pero si le gustaba, le pagaba el trabajo. Y, el presbítero, aceptó.
Usando un registro recibido por la hija mayor en una primera comunión de una compañera de escuela, lo cuadriculó, y por semejanza, lo transportó al papel de una bolsa de cemento, y con el plano y su calco, empezó su primer trabajo en piedra que hizo en las noches usando bombillo en el solar de la casa que tenía en ese entonces, en arriendo. Terminado el torso del cordero, en zorra de madera, lo descolgó con suavidad por la empinada calle 15 hasta la casa cural de la parroquia catedral. Y allí, mostró el cuerpo tallado a quien siempre confió de sus habilidades estéticas. El sacerdote contempló la estatua, sorprendido y contento; y para disimular su complacencia, solo preguntó: Cuánto cuesta el trabajo?. José Antonio había pensado que la talla no cumpliría las expectativas del levita por las referencias del escultor que no regresó; pero al escuchar la pregunta, solo atinó a hacer cuentas rápidas, y por primera vez, puso precio a su labor, y confirmó que él, podría ser escultor.
Siendo joven, estudio caligrafía por correspondencia, convirtiéndose en quien hacia, a mano y con tiza, los carteles para promocionar las películas en los dos teatros que había en la ciudad, y elaboraba los carteles mortuorios y edictos que se comunicaban en las carteleras que hubo en las esquinas de la zona reconocida, hoy, como histórica. Por el trabajo recibía, en parte, boletos para asistir al cine. Junto con Ángel María, un hermano mayor, repetían función, con mas empeño, cuando eran películas mexicanas. Por el gusto al canto, terminaron aprendiéndose la letra y la melodía de una salve cantada en una cinta que recreaba un pasaje bíblico; igual hicieron con el himno de un grupo eclesial que ocasionalmente se reunía en el mismo lugar. Los dos, una vez terminada cada función, o reunión, ya afuera del recinto teatral, cantaban, tanto la salve, si era la película que terminaba la proyección, o el himno, si terminaba la reunión de afiliados. Una noche, mientras cantaban el himno, captaron la atención de un visitante a la reunión que, luego de oírlos, los comprometió a cantar en una misa, con la cual, se daría apertura al congreso del mencionado grupo eclesial que habría en Barichara. El par de chinos, luego de cumplir la tarea, y por ser el acto religioso, sin que alguien lo solicitara, hicieron el dúo y respondieron la salve que entonaban los con celebrantes. En la ceremonia religiosa estaba el maestro Ciro Antonio Santos Martínez, quien, sorprendido, se interesó en el origen e interés musical de los niños, quienes justificaron su interés por el canto, porque en casa, además de los padres, a las tías también les gustaba la música.
Dos días después, el músico charaleño visitó el hogar de José Antonio Peréira y Romelia Arenas, y les propuso ofrecerse como maestro para enfocar a José Antonio y José María, por las voces y las notas. Pero Ciro Antonio Peréira, el padre, se negó, pues los chinos ya estaban en edad de trabajar y ayudar en el oficio del fique. El visitante persistió, logrando que le confiaran a José Antonio, el menor, quien, desde ese momento alistó capotera y partió con el maestro a Barichara a empezar la formación musical, pues el maestro Ciro Antonio Santos Martínez, en ese momento dirigía la banda de esa población, y era muy conocido en la región, pues había fundado, con apoyo municipal, banda en Charalá, en Bucaramanga y en San Gil. En poco tiempo, el niño alumno empezó tocando la tuba valiéndose de una banca para alcanzar la boquilla y actuar como integrante de la banda municipal.
El mencionado maestro posteriormente llegó a San Gil a dirigir la banda local; y en su deleite por la música, supo de la existencia de un contrabajo que fue usado por Carlos Martínez Silva, -emérito sangileño, doctor en leyes, político, periodista y militar, co-fundador de la sociedad San Vicente de Paúl en la ciudad, la segunda constituida en Colombia a mediados del siglo XVIII, y participó en la redacción de la Constitución de 1886-; y, quien, luego, lo enajenó a otro músico local.
El instrumento, junto con otros, fueron importados de Alemania a mediados del siglo XVIII para la escuela de música de la sociedad San Vicente de Paul. El contrabajo fue propiedad del músico Rafael Cubillos, posteriormente de Carlos Monróy, el padre de los hermanos Monróy, luego, fue usado por un integrante del grupo “Ritmos del Fonce”, y posteriormente rescatado y recuperado por el maestro Ciro Antonio Santos en un pasillo de una casa ubicada en la calle 15 con sexta, entre un montón de madera, y se lo entregó a José Antonio, quien, las primeras clases para el uso del instrumento las recibió personalmente, y luego, cuando su maestro de música se residenció en Bogotá, las lecciones y partituras, las recibía por correspondencia. Fue tanto el empeño y el deleite por aprender, que se convirtió en contrabajista, y desde entonces, usó el instrumento del ilustre sangileño que falleció en Tunja en 1903. El contrabajo es una reliquia bajo el cuidado de su hija mayor, Graciela de Gómez. En honor al extinto sangileño y al instrumento, el maestro Pereira talló una escultura en piedra que esta en la entrada de la escuela Carlos Martínez Silva de la misma ciudad.
Bambucos, pasillos, boleros, vals y pasodobles en el cancionero,
legado de José Antonio Pereira Arenas.
Como compositor e interprete, bordó canciones a la vida, al amor, a la esposa, a la patria chica, al amanecer, al campo y a la contemplación.
A la musa de sus creaciones, su eterna Romelia, le compuso entre otras: “Cuando te conocí”.
“sentí en mí
cuando te conocí,
algo, nuevo, raro, extraño,
sentí de mi corazón
acelerar su latir”…
Los azules ojos de su esposa están reflejados en varias composiciones:
“que lindos son sus ojos
tan llenos de ternura,
cuando me miran dulces
serenos, soñadores.
No quiero verlos tristes
jamás por culpa mía,
que no haya en ellos llanto
porque eso nunca lo soportaré”…
“Culpa fue de esos tus ojos,
que con tu mirada,
embrujaron mi ser,
culpa fue de esa tu boca,
con su fuego ardiente
encendió una hoguera
en mi corazón”…
A su Curití del alma, lugar donde vio por primera vez el sol, lo eternizó con el himno y el del colegio Luis Camacho Gamba, y en varias canciones; una de ellas, reza:
“Rincón querido de mi tierra santandereana
donde hace años mi tierna infancia feliz pasé,
nadie allí me recuerda, pero yo nunca olvido
sus calles tranquilas y su bello templo
en donde infantiles mis tiernas plegarias a Dios dirigí”.
A los amigos de infancia y a una de las actividades que hacían los jóvenes en verano, narra en canción cómo empezó el canotaje por el río Fonce
Balsa de troncos
sacados del río
rústica barca
que allá en mi niñez,
la construimos
con grande alegría,
para cruzar el río imaginando el mar.
Luego en las tardes
hora de regreso,
en la húmeda arena
la ocultábamos,
para al otro día
navegar de nuevo
con los mismo sueños
en el mismo mar.
Cambió la vida
y al llegar a grandes,
cada cual su ruta
hubo de tomar,
y seguir el rumbo
que nos dio el destino,
sin balsas de juego
sin sueños de mar”.
Fotografía de Nauro Torres, tomada en abril 1o de 2017 que muestra un angulo del parque La Libertad de San Gil.
Y a la señora ciudad que lo vio crecer profesionalmente, la misma en la que colgó su nido familiar y acogió sus cenizas, también le cantó con un pasodoble:
Eres del Fonce la perla,
bella y preciosa ciudad,
majestuosos paisajes te adornan,
soñados encantos te ha dado el creador…
Fue tu gente valiente y altiva,
generosa y de amor por la patria,
que ofrendara en la lid comunera
sus bienes, su vida,
todo ello en aras de la libertad….
Hay algo que te hace muy hermosa
y agiganta tu encanto y belleza,
que el mas lindo retazo del cielo
te cubre tu suelo,
preciosa, graciosa y alegra ciudad,…
Mural realizado por un nieto de Antonio Pereira en el BAR EL MURAL, cerca al cementerio La Esperanza de San Gil.
“Sin maestros ni escuelas se forjó en el taller continuo de la vida
convirtiéndose en maestro de talladores y escultores
Su hija, Gladys Safira en el cancionero titulado “Cuando canta el sentimiento” que recopila la obra musical del maestro, cuya publicación esta ilustrada por plumillas de María Teresa, otra de sus hijas, y facsímil de partituras a mano del mismo José Antonio, relaciona algunas de las tallas en piedra expuestas para la historia: El panteón del extinto santandereano, Luis Carlos Galán Sarmiento; y el del maestro Pacho Benavides, en Vélez. Decoró en piedra el “rinconcito amable” del maestro José A. Morales en el Socorro. Esculpió los escudos de Ocaña, San Gil y la USTA en Bucaramanga; talló las columnas del palacio de justicia de la localidad, formó parte de los restauradores de la Catedral de San Gil, del frontis del Palacio Municipal de su “rincón querido de su tierra santandereana”; pero sus obras prolíficas en piedra están dispersas en capillas, templos, basílicas y catedrales en Colombia.
Rosadelia, el amor de sus amores
Muy joven se fijó en los ojos azules y en el oro de una larga cabellera de una graciosa y tierna niña, quien correspondió a sus galanteos, sembrando juntos, un eterno amor desde una noche de luna hasta el último suspiro, que los retornó de nuevo al universo, tallando sus nombres en canciones y fusionando sus esencias en catorce hijos que fueron motivo y empeño para aprender, mirando y haciendo, inicialmente oficio cualquiera para regresar con pan a casa.
Retrato de Romelia Arenas pintado por la artista María Teresa Pereira Arenas, hija.
Rosadelia Sánchez – 28/01/1928- 30/05/2004- fue la primera flor del jardín de sus ilusiones y el único nombre escrito en el diario de su vida, mujer tierna, amorosa y dulce; artesana y ama de casa que rebosaba de amor, incluso para quienes fueron compañeros de estudio de los vástagos. La comparó con una dulce melodía, con una alborada musical, con el aroma de las flores y con poemas a la ternura. Siempre se bañó en el lago azul de sus ojos y nadó en las caricias de sus olas para recuperar fuerzas, compartir responsabilidades y guiar a los retoños como buenos barqueros en el mar existencial tan diverso y citadino en el que viven diez de ellos.
El maestro Pereira Arenas fue una persona que reflejó en su actuar y en su pensar, la sabiduría de su vida anterior, y la plasmó enriquecida en sus obras estéticas. Regreso a su comienzo, el 17 de septiembre de 1997, escribiendo previamente, con su puño y letra, una carta a cada uno de los hijos vivos. A cada uno le reconoció sus afectos, sus valores, sus habilidades, y le recomendó en que aspectos de la vida personal, profesional y familiar, debería mejorar para ganar las indulgencias con una vida honesta, alegre, amorosa y justa, y encontrarse luego, en el cielo, desde donde los vienen acompañando junto con Rosadelia, Hugo y Beatriz, embriagados de amor en búsqueda de la iluminación.
San Gil, abril 04 de 2017
NAURO TORRES Q.
martes, 4 de abril de 2017
Sobander@s en extinción
El marido la abandonó al sumar tantos hijos como años tenía él, cuando se casaron; Los hijos llegaron añeritos y al natural, el tipo no paraba ni en las dietas.
Los 12 varones dormían en una pieza, las cinco mujeres en otra pieza, y los dos, en otra. Los niños se acomodaban como marranitos mamando para dormir en el piso sobre esteras de junco. Llegó en 1948 a Guateque, junto con su esposo, huyendo de la violencia en la Vega, Cundinamarca, convidados por un amigo a buscarse la vida en Boyacá.
Para empezar, montaron una sancocharía en la plaza de mercado en Guateque que, en ese entonces, era en el mismo parque, pero el trabajo ocurría los fines de semana y en las fiestas; y entre semana, el marido trabajaba en lo que le saliera; y ella, Abigail, por intermedio de una amiga, entró, ocasionalmente de ayudante en el matadero municipal, a sacrificar cerdos, y por ese trabajo, le pagaban en especie, dejándola recoger la sangre de los vacunos y cerdos que ella vendía por botellas para saborizar las morcillas.
Abigail se casó cumplidos los 15 años con el único marido que ha tenido cuando él, tenia 17 años, pero éste la dejó, yéndose con otra, cuando ella estaba en embarazo del hijo numero 17.
Abigaíl , como otras tantas mujeres del ayer, no se pusieron a llorar al sentirse abandonadas, sino a buscar medios para encontrar la comida para la tracalada de chinos que había que alimentar. Continuó con el toldo de comida en la plaza, puso un puesto de comida cerca al terminal de transporte; se convirtió, en las madrugadas, en trabajadora del matadero como matarife de cerdos; luego, de ganado mayor, y a la vez, aprendió a preparar “sudado de pata”, “cazuela de ternero”, “sopa de raíces”, “sopa de venas”, “ pichón” y a procesar los cueros de ternero, y a engordar cerdos; tareas en las que los hijos mayores, ayudaban.
Con el carné de salud expedido por el hospital de Guateque, Abigail, ofreció hasta que cumplió 70 años: el mute de mazorca, el sudado de pata, la cazuela de ternero, los tamales; oferta que hacia vestida de blanco con una gorra de igual color portando una caja de madera también blanca, y en ella, las delicias de la sancocharía por calles y carreras, oficinas y negocios del municipio, cabeza de la provincia del Valle de Tenza en Boyacá.
Por varios años vivió en arriendo, y por piedad, una familia amiga le arrendó un lote cercano que acomodó para criar, levantar y engordar cerdos con las lavazas que sobraban de la sancocharía, y las que recogían los hijos en otros toldos.
Empezó con un cerdo, y alcanzó a tener un lote de diez cochinos, pero el casco urbano se expandió, y la higiene le cerró la marranera. Con el producto de la venta de los cochinos compró el lote donde actualmente vive. Con los ahorros del trabajo y los aportes de un hijo que se enguacó, levantó la casa en la que desde hace medio siglo ejerce como sobandera, don que surgió por mera necesidad, pues con mas de diez hijos en la escuela, éstos estudiaban, ayudaban y jugaban futbol, regresando, a la media agua, con esguinces, fracturas y desgarres.
Tiene 70 nietos, 50 biznietos y 40 tataranietos, y sus 17 hijos están vivos, menos quien fue su marido, quien murió hace una década en la Vega Cundinamarca, a donde viajó ella con todo el rebaño al funeral y a conocer los tres hijas que dejó el difundo en su segunda unión.
Abigail, nació en 1926, ya cumplió los 91 años y sigue activa preparando tamales y atendiendo a quienes requieren de una sobada, ya en las manos, en los brazos, ya en las piernas; personas que atiende en su casa en una habitación con dos camas aseadas, usando crema de manos y sus manos que tienen la fuerza de una tenaza para disminuir la tendinitis, quitar el dolor del síndrome del túnel carpiano y la escoliosis y acomodar los huesos en su estado natural.
En veredas y poblados, en tiempos pretéritos era normal que abundaran los sobanderos, parteros, rezanderos y curanderos. Hoy, escasean, mientras que en las capitales, hay calles exclusivas donde brindan el servicio los sobanderos.
En la perla del Fonce con calles empinadas, ceibas milenarias y gallineros con barbas blancas, rodeada de majestuosos paisajes casados con verdes colinas comunicadas por caminos tendidos de piedra artísticamente puestas como si fuese una avenida para caballos y recuas de mulas, aun quedan unos pocos sobanderos.
Don Luis Alejandro Ballesteros con 85 años de vida, quien ha vivido desde niño en la carrera novena con calle cuarta, aprendió a sobar por necesidad. Un día, yendo al mercado vio como a su lado iba una señora, quien caminaba con paso rápido, y sin darse cuenta, trastabilló al bajar del anden a la calle, luxándose el pie derecho, perdiendo el equilibrio.
Luis Alejandro, al ver lo ocurrido, se apiadó. La ayudó a incorporarse haciendo de bordón hasta una de las bancas del parque la Libertad. Y allí, a petición de la dama, él le quitó el zapato y ajustó el pie con sus manos. El cuento se regó en los toldos y puestos de la galería. Y desde entonces, desde lugares lejanos diariamente recibe entre 20 y 25 personas que acuden a la residencia, solicitando ayuda, ya para luxaciones, quebraduras, espasmos, dolores de columnas, quienes con una o dos sesiones, terminan regresando en buenas condiciones físicas a los hogares.
Siendo niño, Luis Alejandro junto con su familia, debió dormir en las peñas que vigilan la quebrada Curití, en cuya ribera vivió con sus mayores. De joven se instaló en San Gil, y en sociedad montó la funeraria Santander para brindar consuelo y servicios fúnebres a los miembros del partido en el que la familia estuvo vinculado. Su casa actual, fue sala de velación y lugar de encuentro de deudos. Los servicios funerarios se pagaban cuando se brindaban, o se pactaba una fianza por un par de semanas; luego aparecieron en el país, los servicios fúnebres prepago, y la funeraria cerró sus puertas, pero se abrió el portón para recibir a las personas con intenso dolor por algún movimiento brusco con afecciones en huesos, músculos o tendones.
Los sobanderos son personas amenas conversadoras, amables y serviciales. Gozan sirviendo a los demás y con sus manos, acomodando huesos, músculos y tendones, a cambio de una donación en dinero que muchas veces no es equivale a media hora de un salario mínimo, pues por tradición, no ponen precio a sus servicios mientras regalan sonrisas e historias a los pacientes que solo llegan a sobar la vida.
Cada vez, hay menos sobanderos en veredas y ciudades. Vienen siendo reemplazados por ortopedistas. Pero en los municipios aislados, es una fortuna que junto a ellos, abunden los curanderos y parteras que cumplen una misión no reconocida por los estamentos estatales, pero muy benéficos para la ciudadanía.
San Gil, febrero 22 de 2017
sábado, 25 de marzo de 2017
El espanto vestido de novia
Fue la cabeza de la progenie de una joven familia cuyo mástil mayor ganaba el sustento operando maquinas tejedoras de tela para costales de fique, en los que se empaca aún, el café colombiano que sale de los puertos nacionales, mientras la joven madre, además de las responsabilidades de la casa, tejía y bordaba a mano, blusas, tendidos y camisas de uso exclusivo de las señoras distinguidas de la Perla del Fonce que dedicaban algunos fines de semana a brindar caridad y compañía esporádica a enfermos en caridad en el hospital local.
Valeria apareció por la escalera, primorosa y bella, de gancho con Damián, quien estrenó el mejor paso, orgulloso de su hija, quien irradiaba felicidad en su expresión facial.
Fueron recibidos con intensos y extensos aplausos mientras desfilaba oronda junto con el padre hasta la silla principesca en la que se acomodó la quinceañera dando comienzo a la ceremonia. Costumbre social en la que el padre le cambia los zapatos de niña por unas zapatillas de señorita; y la madre, le entrega una joya de mujer que simboliza la entrada de la niña a la pubertad. Luego sonó el vals, y Valeria lo empezó bailando con Damián, luego con los primos, y finalmente, con los demás invitados preseleccionados para la primera pieza bailable, terminando en vals con Demetrio, el chico que conoció desde niña en la básica, que estudió en el Colegio Nacional Guanentá y sus padres lo educaron posteriormente en la Escuela Militar General Santander.
Demetrio y Valeria se hicieron novios por misivas que iban y venían cada semana por el correo nacional. Se veían y visitaban en vacaciones. Los escasos besos, los apretones de mano, las miradas furtivas fueron carbones que soplaron los contenidos de las cartas escritas a mano con letra script por los enamorados. Él, interno en la escuela militar; y ella, en la casa de una tía materna que la cuidaba más que la madre.
Demetrio pensaba en Valeria, día y noche. La soñaba rosando su piel con su piel, la sentía a su lado, ya de día, ya de noche. Su cara de muñeca la veía en las gotas de agua en la ducha, la imaginaba en las frías noches santafereñas calentando su cuerpo.
Ella, vivía sin vivir en el aquí. Ella, en cada línea de los cuadernos en los que tomaba apuntes en clase, encontraba el perfume, los labios y las manos de Demetrio. Ella, soñaba día y noche viéndose casada y esposa de un militar en ascenso periódico por su desempeño profesional. Fue precisamente en esa semana santa del bisiesto que Demetrio le propuso matrimonio, y Valeria aceptó con condición y complacencia de Damían y Gloria, la madre.
Gloria asumió el consentimiento del marido, y los dos acudieron al hogar de los padres de los novios para proponer el protocolo, el menú, las invitaciones, la bebida, la comida y la parranda para el casorio. Los padres de Demetrio escucharon la propuesta, mejoraron el menú, recomendaron el lugar, la Iglesia, el cura y el grupo musical. Y los cuatro, concertaron asumir los gastos de la fiesta, por partes iguales. El matrimonio se pactó, una vez ocurrido el ascenso a teniente, ceremonia que debía ocurrir en enero de 1963.
La casa de la confección junto con la novia escogieron un traje almendra de una sola pieza con straples con cierre de corsé, asimétrico y halagador para enaltecer la figura de gacela novia que, imaginado el peinado de la diosa romana, sería una reencarnación de venus.
Las conversaciones de los novios en el ultimo mes se mantuvieron los fines de semana con citación previa a la oficina de teléfonos. Demetrio esperaba el ascenso a teniente, reconocimiento militar que se efectuó en la misma escuela donde se graduó como oficial, pero ese mismo día fue notificado de un traslado a una base militar en el Urabá antioqueño, al oeste del país.
En casa de Gloria, había oscuras noticias provenientes de uno de los progenitores de Demetrio. El novio no había llegado a casa esa noche, previa a la boda. Se había esfumado en la despedida de soltero que le organizaron los compañeros de colegio con milongas contratadas donde Jorge Mora recién llegadas de la capital norte santandereana.
Llegó el jinete con el carruaje tirado por el caballo alazán y se plantó frente a la casa de la novia.
Los curiosos de la calle de la Magdalena se sumaban y amontonaban sobre los andenes a la espera que la novia pasara trepada, cual amazonas en coche con estructura de madera con hierro forjado. Pasaron los minutos, y el novio no apareció en casa, señal para que los padres calmaran los nervios y tranquilizaran a Valeria.
Llegó la noche, sin la fiesta, sin luna y sin miel; y después de ella, el amanecer con más dolor, más lagrimas y más heridas que fueron lacerando rápidamente la autoestima de la abandonada novia.
El primer día después del desplante, fue lluvioso y frío en la ciudad señorial de antaño. La novia se levantó de madrugada a tomar agua en la cocina, y en el cuarto de san alejo, buscó y encontró lo que había visto que su padre había colocado en una alacena un par de semanas antes de la pactada boda.
Regresó a la habitación sigilosamente y se encerró de nuevo a revolcarse en su desdicha, a bañarse con lagrimas y a nadar en sus preguntas sin respuestas.
Concluyó que el amor existe en los libros de las hadas, y ellas no acudieron a secar su llanto, a extirpar su dolor, a borrar su ira, y en especial, a calmar su angustia existencial; esa angustia que crecía en sus pensamientos al imaginar las burlas de los invitados a la boda.
¡La decisión estaba tomada¡.
¡Había que borrar lo que le atara al pasado¡.
Había que evitar las preguntas en la calle, en el SENA, y las demás que le hicieran los mismos que estarían riéndose aún de la huida de Demetrio, que tampoco llamó ni escribió para dar una explicación. ¡Explicación que Valeria no estaba dispuesta a pedir, ni a oír¡.
El gallo de la casa vecina iba para el tercer canto en esa madrugada del segundo día de la boda fallida, también fría como pared de tumba abandonada.
En él, se imaginó saliendo como un suspiro apresurado de su cuerpo. Se vio vestida de novia en un ataúd de cedro con flores blancas hermosamente dispuestas en coronas llorando al cielo. Se vio rodeada de sus amigas y amigos llorándole, los mismos que se burlaron por el desplante sufrido.
Vio a Demetrio empañado en lagrimas abrazando arrepentido, su ataúd. Vio a las centenares de personas que acompañaron a Damián y a Gloria en su dolor. Y vio amontonarse a los vecinos de la calle de la Magdalena, unos curiosos, otros llorando mientras sus familiares cargaban el féretro a la capilla donde se realizarían sus honras fúnebres.
Con ese valor que dominada su mente y su corazón tomó con calma y rapidez el vaso con agua, en el cual, previamente había echado el polvo total del sobre sin abrir que Damián había escondido en la lacena del cuarto de los chécheres: un sobre con estricnina.
domingo, 19 de marzo de 2017
“Las viudas” invisibles
Al morir el esposo, ella fue declarada socialmente muerta. Sus hijos fueron repartidos entre los cuñados, y las propiedades del marido, tomadas por los mismos. Su larga cabellera terminó en el fuego y su cabeza mantendrá rapada hasta que se convierta en el estado del esposo: muerta. Para la familia de ella, ella es una paria, una victima de los dioses, una fastidiosa y una vergüenza, una mujer sin derechos a la propiedad y formar parte de ella; para las mujeres, es un espejo no deseado, y para algunos cuñados, la anhelaron como concubina y se reveló a esa condición; y para los demás varones, simplemente es una abandonada que merece caridad sexual a escondidas.
Adhikari fue casada a los 12 años con un esposo convenido, mayor de ella, cincuenta años. Antes de cumplir los 17 años, envolvía su juvenil figura femenina en un sari de particular colorido cuya enagua ocultaba la armonía de su efímero cuerpo acicalado con la blusa de la misma seda que dejaba entrever sus femeninos brazos que lucían escampados bajo la tercera parte del sari que recataba su larga y suelta cabellera que se precipitaba hasta las curvas de las caderas, y en ella, salía como un rayo de luna, el rostro de una niña que aún no conocía instantes de felicidad, pero mantenía maquillada como la diosa Krishna convirtiendo su rostro octagonal en una erótica figura que atraía las miradas de los varones, sin derecho a contemplarla a los ojos cuya estática mirada escudriñaba la soledad de un horizonte sin amanecer soleado.
Diez hermanos y una hermana mas integraron su borrada familia. A juntas, el padre les consiguió un esposo en los primeros años de vida pagando una dote en miles de rupias. Adhikari antes de cumplir los 17 años fue madre de dos varones, y luego de cumplirlos, quedó viuda. Los hijos le fueron arrebatados por los cuñados; la que fue su casa y su huerto, pasó a los hermanos del difunto marido. Fue desterrada del hogar que formó siendo niña. Su familia la desechó como vaca para la carranga. Para la mujer india, el cabello pertenece al esposo, por esa razón, quienes fueron su familia de cuna, la rasuraron y desde entonces se mantiene así, hoy que cumple 96 años. Y desde entonces, su ajado y esquelético cuerpo se esconde bajo un sari totalmente blanco, color reservado a la mujer que tiene la condición de viuda. La viudez, en varios estados de la India, es aceptada como otra muerte que las esposas deben purgar en vida.
Adhikari, una vez despojada de su condición de esposa y de sus derechos, abandonó la granja, y por un día con una noche sin amanecer, viajó en tren hasta Vrindavan, la población que desde siglos anteriores esta poblada por viudas que suman mas de diez mil provenientes de recónditos lugares del país para vivir de la mendicidad, amontonadas unas junto a otras, cantando todo el día, bhajans,- cantos devocionales al dios hindú, Krishna, quien nació en este lugar- esperando su propia muerte que las anima con la esperanza de no reencarnar, jamás.
La exclusión social de las viudas, a quienes se les sindica de la muerte del esposo, surgió desde 1987, pues en tiempos anteriores, cuando el cabeza de la familia, moría, la viuda o viudas, - el esposo tiene derecho a tener varias esposas-, en el momento de la cremación del difunto, se inmolaban por amor, lanzándose a la hoguera ante la vista de todos los deudos y presentes, costumbre abolida por los ingleses en el ocaso de la colonia.
Las mujeres con la condición de viudas deben guardar luto de por vida y guardar respeto a los recuerdos del esposo. No se les esta permitido visitar a los hijos, ni a la familia, pues son despreciadas por los mismos; tampoco pueden consumir exquisiteces y alimentos con sazón, carne y algunos vegetales con el fin de extirpar la libido y enterrar la esperanza de ser poseída o poseer algún varón, quienes al verlas vestidas de blanco y su cabeza rapada, se alejan de ellas y las desprecian por considerarlas malditas, muertas en vida y dolientes eternamente menoscabadas.
El devenir de un nutrido numero de viudas de Vrindavan, es el mismo desde el amanecer hasta el ocaso. Las mas afortunadas en recaudar limosnas, viven en grupo en viejas casas que rentan para pasar la noche. Otras, según los ingresos del día, pagan una habitación para guarecerse del frío, y las mas ancianas y menos convincentes solicitando socorro cargan estera durmiendo en corredores en casas cercanas a los templos que abundan en la ciudad de unos sesenta mil habitantes. Desde muy temprano deambulan por las mismas calles en búsqueda de bebidas calientes que ofrecen algunas organizaciones no gubernamentales que subsisten con donaciones de turistas y mochileros europeos que descubrieron este fenómeno social que convirtió a las viudas en invisibles, y, aunque el Estado ha legislado reconociendo los derechos sucesorios, las costumbres, la intimidación, el desalojo, desaapropiación y la exclusión social, prevalecen sobre la ley.
23 de junio día internacional de las viudas
Históricamente fue la mujer botín de guerra, sumado que en algunas culturas son las mas vulneradas en su derechos; vergüenza humana que obligó a la ONU a designar el 23 de junio, desde el 2011, como el día internacional de las viudas, por ser ellas, las victimas de tradiciones culturales abusivas, las empujadas a estados de pobreza e indigencia, las dolientes de las guerras con sevicia para asesinar a los varones, y las potencialmente victimas en términos de derechos humanos.
En India, Bosnia, Herzegovina y Uganda, el anhelo de las organizaciones que protegen a la mujer, sueñan que de sus diccionarios y lenguas, desaparezca el termino “ viudas” por la connotación que en esas culturas tiene ese estado civil que sindica a la mujer-viuda como inútiles y desfavorables, aislándolas y convirtiéndolas en invisibles.
Las viudas bosnias de la guerra
La guerra en Bosnia y Herzegovina dejó siete mil varones bosnios musulmanes masacrados- hermanos, hijos y esposos-, cuyos restos fueron dispersos, y sus viudas, llevan dos décadas buscando y sepultando a pedazos a sus amados esposos. La guerra que duró tres años, en una sola semana, del 11 al 19 de julio de 1995, fueron asesinados los varones de la ciudad de Srebrenica y sus alrededores.
Mirsada Uzunovic y su pequeño hijo, fueron testigos cuando Ekren –el esposo y padre- abandonó despavorido el hogar y corrió por el bosque cercano en donde fue cazado con otros centenares bosnios. Una década después, ella recibió una llamada del centro de identificación forense que le anunciaba que habían encontrado restos de Ekren. Ella no comento a su hijo, tampoco a los vecinos y compañeras del calvario. Su silencio se prolongó por tres meses, tiempo en el cual, poco durmió soñando despierta contemplando los recuerdos gratos de él, y llorando una y otra vez la ausencia definitiva del esposo, cuya muerte produjo que de su boca disminuyeran las palabras y los ojos fuesen manantiales de lágrimas sin consuelo para acallar los gritos de la ignominia.
En un acto publico que se celebra el 11 de cada mes, en la ciudad de Potocari, a unos kilómetros de Srebrinica, Mirsada Uzunovic recibió una parte del cráneo del esposo, en el 2003 que, junto con 600 féretros mas, fueron sepultados, luego que fueron identificados y dado a conocer al mundo la forma como fueron masacrados estos bosnios varones, unos hijos, otros hermanos y los demás, esposos. Cuatro años después, recibió la segunda llamada en la que le anunciaban que habían identificado los huesos de las cadera y el fémur de su esposo; pero esta vez, ella se rehusó a realizarle un segundo funeral, por considerar que aun no había suficiente de Ekrem, un hombre alto, blanco de ojos verdes, fornido y amado por su familia y amigos, cuyos restos junto con centenares mas, terminaron en tumbas masivas, y que los líderes serbios de Bosnia, preocupados que encontraran esas tumbas, ordenaron que se desenterraran los cadáveres y vueltos a enterrar, dispersándolos por toda la campiña; y al hacerlo, destrozaron los cadáveres que, una vez identificados, sus pedazos, los van confiando en la medida que los van encontrando, y dando a los deudos para ser enterrados en un cementerio tendido en una de las laderas de la ciudad que tendrá la marca de la violencia religiosa y étnica de ese país, otrora comunista.
Cuando se celebraron los 20 años de este genocidio masculino había 6241 tumbas listas. En esa efemérides de la vergüenza humana, 136 féretros verdes cubiertos con bandera del mismo color, sagrado para los musulmanes. Uno de ellos estaba identificado con el 59, y en él, los restantes restos de Ekrem Uzunovic.
Fue una cálida mañana, sin nubes y menos frío. Mirsada Uzunovic buscó entre el sin numero de tumbas, la marcada con el nombre de su esposo. Ésta estaba abierta. Y en ella, junto con su hijo depositaron el resto de huesos sumados, la cubrieron, con ayuda de solidarios brazos, con la tierra negra de la ignominia, y cerca al destino final de uno de los espejos de la vergüenza humana, su hijo colocó una silla, y en ella, la viuda se sentó a recibir las condolencias murmuradas de conocidos, extraños y curiosos, cuyo saludo fue interrumpido por el imán que llamó a los presentes a una oración por los caídos, plegaria a la que miles de personas se inclinaron simultáneamente en esa ladera que muestra lo inútil de las guerras.
Las viudas de Uganda, objeto sucesorio
Tumushabe Clare y sus seis hijos fueron testigos de la muerte del esposo y padre por un agudo dolor de cabeza que no fue tratado oportunamente en el hospital del pueblo. Luego del funeral, estando embarazada, fue convocada a una reunión con los miembros importantes del clan del fallecido. Le informaron que los hijos, desde ese momento, ya no le pertenecían, sino a ellos; le ordenaron mantener sus manos alejadas de todas las cosechas sembradas en la parcela familiar, puesto que ya no era suya, y le notificaron, que el hermano mayor de su esposo, 20 años mayor que ella, se mudaría de inmediato a la casa del difunto a tomar posesión, y que la tomaría como la tercera esposa.
El terreno, alrededor de una hectárea que el esposo había heredado del padre, al igual que el café, la yuca y demás cultivos de la parcela, junto con la viuda y sus hijos, por tradición debería pasar a la familia política, pero ella, una mujer sumisa hasta entonces, se atravesó a la costumbre, y en vez de aceptar el despojo, alegó que tenía evidencias que su difunto marido había dejado un testamento que la reconocía como única dueña para seguir cultivando y prodigar la comida para sus seis hijos y la que venía en camino.
Los hermanos del difunto, tercos en mantener la costumbre, delegaron a uno de los menores a hacer el desalojo con una acción violenta en la que la viuda resultó herida, mas no muerta como era la intención de quien le informó que ese día se convertiría en compañía del hermano fallecido, y que éste no vendría en su auxilio. La viuda no se quedó callada y lo denunció en el tribunal cercano.
La agresión física a la viuda sirvió para que se investigara la causa que la originó, y el agresor que la hirió con una panga, recibió su castigo encerrado por un año, mientras la familia política de la viuda se corroe de ira, y el investigador del caso que demostró el intento de robo de la propiedad, logró protección para la viuda y sus hijos, quienes, como el veinte por ciento de los 39 millones de Ugandeses viven en el campo en parcelas pequeñas que siembran para cosechar los alimentos y tener leña para cocinar.
La Constitución del país esta redactada en un ingles florido, y en ella se reconocen los derechos de los herederos, pero la difusión de la misma entre los campesinos, hasta ahora lo vienen haciendo jóvenes ugandeses que lograron estudiar y están vinculados a organizaciones no gubernamentales para la defensa de la mujer que están financiadas con ayudas internacionales.
Las privaciones, la ausencia del esposo en el hogar, el trauma, el aislamiento y la privación financiera que acompañan a las viudas en algunos distritos de India y en Uganda, además del estigma de la mala suerte, las consideran a las viudas, malditas.
La Fundación Loomba que proporciona apoyo internacional a las viudas, calcula que hay actualmente 259 millones de viudas en el mundo, las cuales, no reciben apoyo ni solidaridad, ni reconocimiento como un problema social derivado de las costumbres ancestrales de los clanes que las convierten en un objeto sexual en Uganda, y en India, en una pordiosera muerta en vida, en estas culturas las viudas son personas invisibles para la sociedad.
San Gil, marzo 19 de 2017
NAURO TORRES Q.
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